02 agosto 2010

(Cuentacuentos) ¿Bailarás conmigo un último vals?

Bien... Esta semana, tengo el grato privilegio de que una de mis frases haya sido elegida para el relato de la semana de El Cuentacuentos. Esta frase es parecida al título de un relato que tengo a medio escribir, pero sólo parecida, por eso se me ocurrió la idea de usar esta.

El vals que suena en la narración es China Roses, de Enya. Lo podéis poner de música de fondo.



¿BAILARÁS CONMIGO UN ÚLTIMO VALS?

-¿Bailarás conmigo un último vals?

Al oír aquella pregunta, audible gracias a una pausa breve en el bombardeo, Cristina alzó su rostro lleno de lágrimas hacia Pablo. Le miró confusa unos instantes, aún arrodillada junto al cadáver de la que había sido su mejor amiga, junto a sus restos destrozados por la metralla. Pero Pablo le tendió una mano y le dijo:

-Lo sabes tan bien como yo. Todo está perdido. Quiero que bailemos un último vals.

Cristina siguió allí un rato más, hasta aceptar que Pablo tenía razón. La Rebelión seguía sufriendo derrotas en todo el mundo. En lo que había sido España, apenas quedaban siete u ocho focos de resistencia. En lo que, hacía años, se había denominado Andalucía, sólo aguantaba los asedios la fortaleza de Casares, un antiguo pueblo enclavado en la sierra, que había quedado prácticamente destruido en los combates. Pero la resistencia de aquella plaza llegaba a su fin. Bombardeados los defensores desde todos los ángulos, atacados por agentes biotecnológicos y por dos robots descomunales, del mismo tipo que los que aniquilaron al último ejército rebelde de Andalucía, la fortaleza no tenía salvación.

Cristina miró el punto más alto de las fortificaciones. Ya no ondeaba ninguna de las dos banderas, ni la roja y amarilla ni la verde y blanca. Aquellas banderas proscritas por el gobierno representaban el estado democrático que la Rebelión había querido restaurar, y por más que las tropas gubernamentales se afanaban en quemarlas y derribarlas, siempre había alguien que las volvía a izar. Eran el símbolo de la lucha de los rebeldes. Pero en aquel último bastión, reducido casi del todo a cascotes, ya no quedaba nadie con la energía suficiente como para luchar por aquellos símbolos. Pablo estaba en lo cierto; todo estaba perdido.

Finalmente, Cristina tomó la mano de su compañero, que la había amado sin esperanza durante meses, y entre detonaciones sordas y temblores, se levantó y corrieron entre restos de paredes, cadáveres y maquinaria bélica inutilizada. Por tres veces, tuvieron que ponerse a cubierto a causa de alguna bomba que estallaba demasiado cerca. Sólo dos veces se cruzaron con algún defensor que se afanaba en resistir.

Con muchas dificultades llegaron a un edificio que aún se mantenía en pie, y que había sido una sala de baile, un lugar donde los rebeldes mantenían las antiguas costumbres de oír la música que desearan, y practicar bailes de salón clásicos. En si mismo, oír música y bailar eran acciones de rebeldía contra el gobierno, que sólo permitía un puñado de estilos musicales y un único estilo de baile. El vals, el merengue, las rancheras... todas esas músicas y sus bailes estaban prohibidos por diversas normativas aberrantes. Por ello, Cristina, cuando vio a Pablo buscar un aparato de música, era consciente, por el silencio de las armas de los defensores, que la fortaleza ya había caído, y supo que aquella sería la última vez que sonaría un vals en aquella tierra.

Pablo puso la música, y con rapidez, sin más ceremonias, se cogieron y comenzaron a bailar un vals muy antiguo, de finales del siglo XX, muy dulce y muy sosegado. A Cristina siempre le había gustado bailar. Su abuelo había sido muy aficionado, y antes de que empezaran a prohibir los bailes de salón, le había inculcado el gusto por la música y la danza. Pero casi nunca había tenido parejas para practicar, ya que ese tipo de bailes, merced a las campañas por parte del gobiernos, eran cada vez más despreciados y marginales.

Cristina disfrutó mucho de aquel vals. Pablo lo bailaba muy bien, sin apenas equivocarse. Se le encogió el corazón cuando pensó en que ella siempre había rechazado sus pretensiones, y salvo en ocasiones puntuales, jamás quiso bailar con él. Tenía el corazón convertido en hielo, a causa de tantas fatigas y muertes como había tenido que soportar. Y entonces, cuando terminaron de dar vueltas, y volvieron al paso hacia delante y hacia atrás para recobrar fuerzas, Pablo le susurró:

-Te quiero.

Y en esto, comenzó un bombardeo terrible. Todos los defensores lo sabían. El gobierno no quería prisioneros, quería un escarmiento ejemplar para los últimos focos de resistencia. Iban a barrer Casares del mapa, no dejarían piedra sobre piedra. Y Cristina comprendió muchas cosas: lo estúpida que había sido y lo que había amado a Pablo sin quererlo ni aceptarlo. Había desperdiciado por miedo unos meses que podrían haber sido muy felices junto al único hombre de la fortaleza que amaba los bailes de salón tanto como ella. No pudo reprimirse y se echó a llorar. Perdieron el paso y se detuvieron. Cristina, manteniendo la posición en que se baila el vals, echó la cabeza sobre el hombro de su pareja y siguió llorando. Pero Pablo, con la voz embargada por la emoción, le dijo que continuara. Y tras limpiarse como pudo las lágrimas bailaron los últimos instantes de la canción.

El estruendo a su alrededor se hizo insoportable. Todo empezó a saltar por los aires y el suelo tembló de tal manera que se cayeron. Pablo, con un esfuerzo, se levantó y alzó a Cristina. Y, entonces, una onda expansiva acompañada de cascotes y trozos de suelo les lanzó por los aires. Cayó Cristina encima de su pareja de baile, y unos segundos después, los acordes del último vals se apagaron.

Pablo estaba muerto, y Cristina, herida mortalmente. Con sus últimos suspiros le dijo que también le quería. Y recordó que no habían hecho la figura final, aquella con que solían cerrar el baile. Con una sonrisa, estiró lo que pudo el cuerpo, y cogiendo la mano inmóvil de Pablo, la apoyó sobre el pecho de él.

Y Cristina abatió la cabeza sobre el pecho de su pareja de vals, y respiró por última vez.


Juan Cuquejo Mira.