24 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo VIII

Tras breves instantes, Christine vio aparecer a dos hombres. Uno de ellos era el miliciano que le había ido a buscar. El otro, un joven corpulento y un par de dedos más alto que ella, cuya cara, de lejos, le resultaba conocida. Seguía teniendo esa misma impresión cuando se bajó la capucha y la saludó rápidamente con respeto. Pero no tuvo tiempo de seguir haciendo memoria. Se le aceleró el pulso cuando vio con qué aprensión miraba Adriana al cabo, y no fue para menos. Se fue directamente hacia ella, que retrocedió hasta que la pared la detuvo, y la agarró de un brazo con muy malas maneras, arrancándole un grito ahogado. Y le dijo airado:

—Puta sarnosa… ¿qué le llamaste a mi prometida?

Adriana, con la cabeza agachada, incapaz de mirar a aquel hombre a los ojos, se limitó a decir, débilmente:

—Por favor… me duele.

Christine se enfureció tanto que se clavó las uñas en las palmas de las manos sin darse cuenta. El prometido de Clara, Carlos, le sacaba prácticamente la cabeza a su amiga, y debía ser el doble de fuerte que ella. No soportaba que nadie abusara de su fuerza o de su poder. Y la airaba sobremanera que nunca dejaran en paz a Adriana. Así que dio dos pasos, le puso a Carlos una mano en el hombro, y con un tono engañosamente tranquilo, dijo:

—Ya se ha disculpado. Suéltela.

El aludido miró a Christine de soslayo, con un leve desprecio marcado en su rostro, y repuso:

—Christine… aprecio mucho el servicio que le prestáis a nuestro pueblo, y os tengo en muy alta estima. Pero no toleraré que una mujer me dé órdenes o me desafíe, ni siquiera una como vos. Así que os suplico que me quitéis la mano de encima y os marchéis con mis mejores deseos u os apartaré por la fuerza.

Levantó la mano, pero con la misma tranquilidad de antes, mezclada con una rabia gélida, repuso.

—No voy a irme.

Christine miraba fijamente a los ojos a Carlos, que no podía ocultar una leve perplejidad, y continuó haciéndolo mientras dos de los milicianos la obligaron, con mucha delicadeza a retroceder varios pasos. Uno de ellos, empinándose un poco porque era más bajo que ella, le dijo al oído:

—Por favor, márchese vuestra merced. Sólo vamos a asustarla un poco, le lavaremos la boca con jabón, y la dejaremos ir. Contra vuestra merced no tenemos nada.

Se zafó con facilidad, ya que no intentaron retenerla, se volvió ligeramente y dijo, sin alterarse en apariencia:

—¿Y vosotros que hacéis aquí? ¿Es que os tenéis que reunir cuatro para atormentar a una sola chica? ¿Así de cobardes sois?

Ninguno de los tres milicianos fue capaz de soportar la mirada de Christine, a pesar de que su tono había resultado extrañamente suave para la situación. Quien sí repuso fue Carlos:

—No toleraré que insultéis a mis hombres. Os lo repito; id en paz, no me obliguéis a echaros por las malas.

—No he dicho más que la verdad.

Carlos, por primera vez, fue incapaz de mantener la expresión paciente con que le replicaba, y fue obvio que estaba empezando a enfadarse, pero a Christine le sobraba valor como para no arredrarse ante aquel canalla. Y entonces, Adriana, que seguía sujeta por el brazo a la izquierda de Carlos, intervino:

—Hazles caso. No te enfrentes a ellos; no vale la pena. No se atreverán a hacerme daño, porque si no mi padre les despellejaría vivos. Vete.

A pesar de la seguridad que había en aquellas palabras, los ojos de su amiga, repletos de miedo, suplicantes, contradecían lo que acababa de decir. Y como el enfado de Christine iba remitiendo despacio, empezó a comprender que estaba atrapada. No podía hacer nada por defender a su amiga de cuatro milicianos bien armados, pero se sentía incapaz de marcharse y dejarla a solas con ellos. Le daba tanta pena Adriana que supo que era igual de imposible evitarle el mal rato que le iban a hacer pasar como abandonarla si no era por la fuerza.

Carlos decidió hacer caso omiso de la provocación, así que ordenó a uno de los milicianos que cuidara de la puerta, a los otros dos que le acompañaran, y tiró de Adriana para llevársela a una esquina. Pero Christine, de dos zancadas largas se interpuso y el cabo se detuvo. Y cuando se dio cuenta de que Carlos la miró de arriba abajo con una sonrisa siniestra, Christine comprendió que había cometido un error muy grave. Sin más intención que evitar que se le balancease mientras se interponía en el camino de aquel canalla, había sujetado su propia espada con la mano sin darse cuenta de cómo se podía interpretar el gesto. La soltó de inmediato, pero ya era tarde. Con satisfacción, Carlos dijo:

—¿Así que es eso? ¿Queréis batiros? Muy bien—. Soltó a Adriana y se dirigió a sus hombres—. Que no se os escape esta perra.

Y sin más preámbulos, desenvainó y adoptó la guardia en ángulo recto. Por instinto, Christine desenvainó la ropera y retrocedió empleando la misma guardia. Por nada del mundo quería luchar contra un miliciano que la superaría con mucho, pero más peligroso le parecía acobardarse o darle la espalda a aquel matón. Carlos iba a decir algo cuando Adriana se le colgó del brazo y le gritó con desesperación:

—¡No quería desafiarte y lo sabes! ¿Es que la vas a matar? ¡La que te ha ofendido soy yo, no ella! ¡D…

No la dejó acabar. Agarró un buen pellizco de la parte delantera de su capa y gritándole que se callara le dio un empujón con la mala fortuna de que Adriana trastabilló y cayó de espaldas sobre los adoquines llenos de charcos.

Y bajo la lluvia, Christine empezó a retroceder un paso por cada uno que avanzaba Carlos, que esbozaba una sonrisa muy desagradable. Sabía que no tenía nada que hacer contra él, así que no atacó y reservó todas sus fuerzas para parar los golpes que su enemigo le lanzara. Pero éste no tenía prisa ninguna. Incluso, se dio el lujo de comentar:

—Tenéis coraje para ser mujer. Aún estáis a tiempo de marcharos y ahorraros muchos problemas.

La respuesta de Christine fue mantener la guardia con la misma firmeza. Carlos amagó velozmente un estramazón que había lanzado demasiado lejos como para alcanzarla, pero que la obligó a un movimiento nervioso de su acero. Sus conocimientos de destreza eran suficientes para darse cuenta de que su oponente no luchaba en serio, que pretendía exhibir su dominio de la espada y asustarla más que herirla. Pero, a quien no supiera de esgrima, como Adriana, le podría parecer que Carlos combatía en serio, y se angustiaba pensando en el miedo que estaría pasando su amiga. Desde muy lejos, le lanzó una estocada de medio círculo con la que tocó la punta de su espada; todo pura exhibición. Christine, sin embargo, no deseaba atacarle, porque se habría expuesto y si, en un golpe de suerte, le hería, se metería en un buen lío.

De pronto, la atacó con un tajo rompido muy bien ejecutado que la confundió y derrotó por completo. Christine, retrocediendo velozmente, quiso parar en vano la hoja de Carlos, que se movía con demasiada rapidez describiendo ángulos insospechados. Y, de repente, sintió un dolor muy agudo en el brazo derecho que terminó por desequilibrarla; resbaló y quedó sentada en el suelo, con el brazo inútil por unos instantes. Carlos, que tras golpearla con la hoja de lado, sin darle con el filo, había retrocedido dos pasos transversalmente y, desde lejos, dirigía la punta hacia ella, le había enviado una advertencia muy clara. Podría haberle atravesado el brazo o haber usado el filo para abrirle un buen tajo, pero no había querido. Si seguía luchando, no tendría tanta suerte la próxima vez.

Se sintió muy humillada, pero se cuidó de manifestarlo. Lo que sí fue evidente es que aceptaba haber perdido el brevísimo combate. Si, al menos, hubiera podido bloquear uno solo de sus golpes… pero no, había caído al suelo con el primer ataque serio que recibió. Su oponente, en tono satisfecho, le dijo:

—Estáis derrotada. Volved a vuestra casa sola.

No se quiso levantar de puro desánimo. No tenía más remedio que obedecer y dejar a su desdichada amiga en manos de aquellos cuatro. La rabia y la humillación le cerraron la garganta con un nudo. Miró por última vez a Adriana, sintiéndose culpable por tener que marcharse, y lo que vio la horrorizó y se le quedaría grabado durante mucho tiempo.

22 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo VII

Ya habían transcurrido seis días desde la discusión entre Adriana y Clara. Christine se había pasado todo ese tiempo, en los ratos en que no llovía, tratando de averiguar la identidad del fantasma que rondaba a su amiga, y que parecía empeñado en manifestársele sólo a ella. Había preguntado a su madre, que no le había dicho mucho más acerca de los Doppeltgänger, y que se resistía a hablar de aquello. Sólo después de mucho insistirle, consiguió que le diera una vela, que, según afirmaba, podría atraer a aquel fantasma si se encendía en un lugar solitario. Christine sabía que su madre no veía con buenos ojos la amistad tan estrecha que la unía a Adriana, ya fuera por la mala prensa que tenía, o por el hecho de que creyera que una muchacha de su linaje no debía confraternizar con gentes de otras razas. Ella, que se había criado en Imessuzu, no se sentía mejor que los demás porque fuera rubia y tuviera los ojos azules.

Lo que sí acabó notando, durante esos días, fue la apatía y el punto de tristeza de Adriana cuando le hablaba de sus indagaciones acerca del fantasma, e intentaba aclarar el misterio que rodeaba a aquel ente. En aquella tarde nublada y fría, mientras Christine prendía algunos matojos para poder encender la vela, reparó en el desánimo con que Adriana, sentada en el tronco de un árbol, observaba sus preparativos. No entendía su actitud; la que tenía el problema era su amiga, pero la que más se interesaba en ponerle remedio era ella. De modo que cuando consiguió encender la vela y se sentó junto a Adriana para esperar a que apareciera el fantasma, le explicó animada un par de ideas que tenía, y, ante el silencio posterior de ambas, preguntó:

—¿Te pasa algo? Te veo muy triste.

Su amiga, apática, repuso:

—No es nada. Estoy bien.

Christine seguía sin comprenderla, pero como carecía de la intuición que le habría permitido a su amiga adivinar el problema que padeciera ella misma si se mostraba abatida, se limitó a intentar animarla, diciéndole:

—Anímate. Creo que estoy cerca de averiguar qué quiere ese fantasma de ti. ¿No tienes ganas de saber qué es eso que te ronda?

Adriana, como respuesta, la miró intensamente un rato, y al final, repuso:

—No te ofendas… pero la verdad es que no. En realidad, por eso he tardado tanto en decírtelo, porque tenía miedo de que pasara esto.

Christine se quedó helada, sin comprender nada, y su amiga prosiguió.

—Lo que me hubiera gustado oírte decir era que ese fantasma no podía ser otra que mi madre. Creí que era demasiado escéptica, que estaba rechazando a mi propia madre y que me dirías que era tonta, que quien se me aparecía sólo podía ser ella. Pero no.

No sabía qué contestar. Adriana le había contado que un fantasma le rondaba y ella lo interpretaba como que le pedía ayuda para desenmascararlo. Creyendo adivinar lo que sucedía, dijo:

—Bueno… podría ser tu madre de verdad, pero hay que descartar…

Su amiga la interrumpió en un tono muy seco.

—Le has buscado muchas explicaciones, pero nunca me has dicho que pudiera ser ella. Que si es un dop… o lo que sea que la ha sobrevivido, que si es un espíritu del bosque… Pero nunca has creído que se trate de mi madre y has hecho que yo, que estaba casi convencida, también lo dude.

Entonces, fue Christine la que se quedó muy abatida. En ningún momento había pensado que su amiga desease estar equivocada; en realidad, no lo entendía. Si estuviera en su caso, ella habría querido saber qué ente se le aparecía. Sólo acertó a decir:

—No sabía que no querías averiguarlo… yo… pensaba que te preocupaban esas apariciones, porque es muy peligroso, podrían tener malas intenciones. No quería ofenderte.

Adriana sonrió un poco y repuso, con afecto:

—No, Christine, no es eso. Ya sé que lo haces por bien. Es sólo, que… No lo entiendes. He crecido sin mi madre. Mi padre me ha cuidado lo mejor que ha podido, ha estado ahí siempre que le he necesitado, pero me acuerdo mucho de mi madre, la echo de menos. Cuando empezó a aparecérseme eso, mi corazón me decía que tuviera cuidado, pero, a la vez, ansiaba que se tratara de ella de verdad. Prefiero soñar con que mi madre no se ha ido del todo, que al menos su espíritu sigue conmigo, a que descubras que es un dople… un fantasma de esos que tú dices.

Christine entendió lo que le pasaba, pero no lo compartía. Para ella era mucho mejor saber desde el principio la verdad a ilusionarse en vano. Sin embargo, apreciaba demasiado a su amiga como para discutirle eso y comprendía muy bien que, siendo una hija única que no tenía más amiga que ella, la falta de su madre le tenía que doler más que a ella la de su padre. Porque hasta en eso eran opuestas. El padre de Christine, muerto cuando ella tenía cuatro años, cayó como un héroe. En un año bastante aciago, en que se multiplicaron las alimañas, un lobo gigante había conseguido romper el cerco con que la milicia intentaba impedir que sembrara la muerte en Imessuzu. Fue su padre, que medía casi dos metros y tenía una fuerza descomunal, quien le hizo frente con un hacha de dos filos enorme que aún conservaba su madre, y lo mató. Por desgracia, murió cuatro días después, a causa de las heridas, pero su gesta aún seguía recordándose. En cambio, la madre de Adriana había muerto de una forma muy extraña. Se rumoreaba que se había suicidado, incapaz de soportar su propia maldad. Había muerto repudiada por todo el pueblo, que le profesaba el mismo desprecio que padecía su amiga. Para ella tenía que ser mucho más difícil haber crecido sin madre que para Christine faltarle su padre. Así que dijo:

—Entonces, ¿quieres que deje de buscar una explicación?

—Para nada. Una aparición maligna usaría mis sueños para hacerme daño. Si no es mi madre, quiero saber qué es y como librarme de él.

Estuvieron un buen rato en silencio, atentas a la vela, que se iba quemando y desprendía un aroma agradable. Y, en esto, Adriana le dijo, afectuosamente:

—Sabes curar enfermedades y heridas, pero qué mal conoces a la gente. Deberías aprender a darte cuenta de lo que sienten los demás.

Christine sabía cuánta razón tenía su amiga, que era capaz de ponerse en el lugar de cualquier otro y de saber qué rondaba por su cabeza con una facilidad que la sorprendía. Si otra persona le hubiera dicho algo así, se habría molestado un poco, pero le resultaba muy difícil enfadarse con Adriana, así que repuso:

—Es que la gente es muy complicada.

Con tristeza, Adriana dijo:

—No, la gente actúa con mucha claridad. Casi todo lo que sienten y hacen tiene que ver con la envidia o con el odio. Hay muy pocas personas como tú en el mundo. Quizá por eso te cueste tanto entender a los demás.

Callaron nuevamente, mientras la vela seguía encendida a un par de metros de las dos. Christine, insistió para animarla:

—Quizá sea que soy muy despistada.

Adriana repuso riendo ligeramente:

—Un poco despistada sí que eres. Hay veces que pienso que no te das cuenta de nada. Por ejemplo, siempre te estás quejando de que los chicos no te hacen caso. Y no me lo creo; eres alta, elegante y tienes unos ojos muy bonitos. Seguro que tienes enamorado a más de uno, lo que pasa es que no te das cuenta. Y… si alguna vez alguien se arrodillara delante de ti y te regalara una flor… te veo capaz de venir a preguntarme que si eso significa algo o es sólo amistad.

Y empezó a reírse de buena gana, hasta que consiguió contagiarle las carcajadas. Cuando dejaron de reírse, Adriana prosiguió:

—Y, además, el que se case contigo podrá caerse tranquilamente por un barranco, que tú ya le curarás.

Siguieron bromeando un rato, hasta que, tras un nuevo silencio, su amiga adoptó un tono más serio y comentó:

—Sin embargo, a mí no se me va a acercar nunca ningún chico. Soy la hija de la endemoniada, y quizá esté también endemoniada.

Christine respondió de inmediato:

—No digas eso. Lo de que tu madre era una endemoniada son habladurías.

—No lo sé.

No supo que otra cosa responderle. De todos modos, tras unos minutos de silencio, empezaron a caer gotas, y tuvieron que ponerse las capas y las capuchas y regresar a Imessuzu. Por miedo a las ratas, nunca se alejaban mucho de las murallas, con lo que llegaron a la puerta por la que habían salido a media tarde en muy poco tiempo.

Como la puerta estaba entre dos torres, había sitio para guarecerse bajo el arco, así que cuando llegaron, se pararon a quitarse un momento las capuchas. La puerta estaba custodiada por tres milicianos, que al verlas, saludaron con respeto a Christine. Sin embargo, uno de ellos detuvo a Adriana diciéndole:

—Tú espera aquí. Quieren hablar contigo — Y dirigiéndose a Christine, añadió—: vuestra merced puede marcharse.

Acto seguido, el mismo miliciano le ordenó a otro que fuera corriendo a avisar al cabo, quien obedeció de inmediato. Christine repuso:

—No me importa esperar. Me quedaré con mi amiga, si a vuestra merced no le incomoda.

El miliciano se encogió de hombros, y cuando Christine miró a Adriana, vio que su rostro mostraba preocupación. Y conociéndola, se preocupó ella también. Todo empeoró cuando su amiga, un tanto nerviosa, se zafó del miliciano y quiso cruzar la puerta mientras decía:

—No tengo tiempo ahora para hablar con nadie. Me tengo que ir.

El miliciano la agarró de un brazo y desoyó las protestas de su amiga, que estaba ya dentro de Imessuzu y se estaba poniendo perdida con la lluvia. Su compañero se aproximó y Christine la quiso tranquilizar con frases conciliadoras. Sin embargo, la expresión de los ojos de Adriana mostraba una inquietud que no comprendía, pero que la intranquilizó mucho.

18 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo VI

—Estamos muy cerca, don Gabriel. Siempre se esconde por aquí cuando se mete en problemas.

Christine rogó a su acompañante, con un gesto, que se detuviera. Estuvo un rato atenta, porque creyó haber oído algo, pero era una falsa alarma. Siguió caminando y terminó por reconocer el sitio por donde se accedía a uno de los escondites habituales de Adriana. Le pidió a su acompañante que esperara, y entró agachada por el hueco dejado por unos matorrales. Le costó algo avanzar, porque era más alta y desgarbada que su amiga, pero, al fin, oyó su voz, probablemente canturreando algo para no aburrirse. Como no conseguía verla, dijo en voz alta:

—Adriana. Sal un momento. Soy Christine.

Su amiga la sorprendió saliendo de un sitio inesperado. Se puso delante de ella, menos agachada y moviéndose con más soltura, y le dijo, con los ojos embargados de emoción:

—Gracias por venir a verme.

—Sal un momento. Tu padre quiere hablar contigo.

Adriana se quedó clavada y repuso con tristeza:

—No quiero… me a echar de casa, me lo prometió, que si volvía a hacer algo malo, me echaría.

Aquello lo explicaba todo. Con lo sensible e inocente que era su amiga, se había tomado en serio los gritos de su padre, que únicamente había perdido los nervios. Por eso, éste le había pedido ayuda, preocupado porque Adriana llevaba desaparecida desde la tarde anterior. No le había pasado nada malo, sólo le daba miedo la regañina que le esperaba. Eso le había explicado pacientemente a don Gabriel que, como tantas veces, había llegado a un acuerdo con la familia que había sufrido las iras de Adriana y sólo quería verla de vuelta en casa. De modo que había decidido acompañar a Christine.

Salieron las dos del escondite, y a Adriana le bastó poner un pie fuera para darse cuenta de que su amiga no había venido sola. Cuando vio quién la acompañaba, sólo acertó a decirle, mientras miraba fijamente a su padre:

—No me habías dicho que había…

Como quiera que Adriana se había quedado parada, mirando a su padre, con los ojos arrasados, fue don Gabriel quien se acercó despacio, mientras su hija se disculpaba:

—Papá… os aseguro que no sé qué ha pasado, yo no quería…

Mientras don Gabriel la abrazaba y ella respondía de igual forma, le dijo con resignación:

—Ya lo sé. Nunca deseas hacerlo, pero siempre sucede algo.

Christine les miró divertida. Adriana empezó a replicar, a jurar y perjurar que no sabía cómo había pasado, que ella no había hecho nada y que la puerta de la casa de don Pedro y doña Francisca se había llenado de arañazos sola. La conocía muy bien para saber que si replicaba de esa forma era porque se le había pasado el mal rato. Le resultaba tan curiosa la calidez y el cariño que le demostraba don Gabriel a su hija… La madre de Christine era seca y fría con ella, aunque, en el fondo, no tenía derecho a quejarse porque ella misma era igual de reservada e inexpresiva, muy torpe a la hora de demostrar afecto. No es que no se quisieran, es que nunca lo demostraban. En cierto modo, envidiaba a su amiga por ello.

Cuando se separaron, Christine oyó hablar a don Gabriel:

—He hablado con doña Francisca, y accederá a olvidarse de lo que ha pasado si, además de pagarle lo que has destrozado, te vas a su casa y le pides perdón a su hija.

Ella respondió muy indignada:

—¡No! ¡Eso no! Me llamó zorra y estúpida y dijo que olía a cuadra. Pagadle el doble por la puerta, pero no me hagáis pedirle perdón a…

Don Gabriel interrumpió las protestas de su hija agarrándole de un antebrazo y diciéndole, en tono firme:

—Harás lo que yo te digo ahora mismo, y lo harás delante de mí. ¡Vamos!

Y se la llevó, a lo que ella repuso con un par de gemidos más propios de una niña caprichosa. En esto, Christine apretó el paso tras ellos y dijo:

—Don Gabriel, disculpe… —Y cuando éste se detuvo y se volvió, añadió—: ¿le incomoda a vuestra merced que vaya yo también? Después me gustaría ir con Adriana al mercado, si ella quiere.

Como don Gabriel y su amiga accedieron, volvieron los tres juntos a Imessuzu. Mientras regresaban, Christine se preguntaba cómo era posible que Adriana y ella fuesen tan buenas amigas si eran opuestas en todo. Christine era alta, rubia y de ojos azules, pero demasiado delgada, algo huesuda y desgarbada y poco agraciada. Adriana no era muy alta y tenía el pelo y los ojos negros, pero la consideraban, con diferencia, la chica más bella de Imessuzu. Christine era tranquila y paciente, reservada y muy educada, mientras que su amiga era un manojo de nervios, con un genio muy vivo, que le causaba algún que otro problema, como el de aquellos momentos. Y lo que le daba más pena, a Adriana la temían y le daban de lado por culpa de los sucesos extraños que habían precipitado la muerte de su madre, mientras que a Christine le profesaban respeto y agradecimiento, algo fríos sin embargo, porque era la ayudante de la curandera del pueblo.

Ninguno de los tres dijo nada hasta que llegaron a la puerta de la casa de don Pedro. Christine que se quedó algo apartada, por buena educación, comprobó preocupada que los arañazos que afeaban la puerta, dibujando una equis, eran muy profundos, como los de las garras de una fiera. Había visto en otras ocasiones puertas o paredes estropeadas por su amiga de esa forma, pero parecía que la cosa iba cada vez a peor.

Sin embargo, gracias a la buena mano para tratar con la gente que tenía don Gabriel, todo fue bien. Doña Francisca estuvo un rato protestando, diciéndole que su hija debía aprender modales, que la castigase, porque aquello no se podía consentir… A todo respondió con cortesía, sin alterarse en ningún momento. Por su parte, Adriana estuvo a la altura. Cuando Christine vio salir a Clara, la hija más pequeña de doña Francisca, con un aire de arrogancia odioso, reconoció que a ella misma le habría resultado difícil disculparse. Clara era de las chicas de su edad que más ojeriza le tenía a Adriana y, en el fondo, ella se limitaba a devolverle esa misma antipatía. La obligó a decir todos los insultos que le había dedicado a Clara, que eran mucho peores y más soeces que los que había recibido su amiga, y a asegurarle que nunca le diría nada así.

Cuando doña Francisca y Clara cerraron la puerta tras despedirse de don Gabriel, éste se despidió amablemente de Christine, dándole las gracias por todo, y de una forma más seca de su hija. Adriana quiso alejarse de allí pronto, y las dos amigas se encaminaron hacia el mercado, que estaba situado en una plaza próxima, en silencio hasta Christine le preguntó:

—¿Qué ha pasado esta vez?

Como Christine pretendía, aquello sacó de su silencio a Adriana, que respondió indignada:

—No tuve más remedio que pasar delante de casa de Clara y tuve la mala suerte de cruzármela. Como me miró con cara de asco, no me aguanté y le pregunté que a qué venía eso, y ella respondió que apestaba, que olía a cuadra. Entonces, empezamos a discutir, a gritarnos, y ella terminó por entrar un su casa y cerrar de un portazo. Me quedé un instante delante de la puerta, me volví y cuando me marchaba, oí como si arañaran la madera y al ver lo que había pasado salí corriendo. Lo malo es que antes de que pudiera doblar la primera esquina, abrieron la puerta y doña Francisca a lo lejos, me gritó algo, así que desaparecí.

Hizo una pausa para inspirar y concluyó:

—¡Pero yo no hice nada! La puerta se arañó sola. Como por arte de magia. Soy inocente, pero mi padre se enfadó tanto la última vez…

Desde hacía un par de años, recordaba Christine, Adriana había sufrido ya once sucesos como este. Lo que más le empezaba a preocupar era que cada vez se producían con más frecuencia y, además, sus efectos eran más graves. Confiaba en su amiga y sabía que era sincera, pero aquello que le pasaba no era normal. Desde siempre, Adriana demostró tener una habilidad especial para incomodar con su sola presencia a las personas que la odiaban. Recordaba que, cuando la milicia de Imessuzu instruía a las chicas de su edad en tiro al arco, otra de las enemigas declaradas de Adriana se ponía tan nerviosa en su presencia, que tenía que tirar bien lejos de ella, o no era capaz, casi, ni de tensar el arco. Pero arañar puertas y no acordarse era algo mucho más difícil de explicar racionalmente.

A Christine le habría gustado haber presenciado alguno de aquellos incidentes, ya que tendría más pistas para explicarse el motivo y poder ayudar a su amiga. Porque las dos convenían que, hasta entonces, aquello sólo había pasado con paredes o puertas, pero que si un día volviera a su casa una de sus enemigas herida, el problema sería infinitamente más grave. Sin embargo, nadie se metía con su amiga si Christine estaba con ella, porque inspiraba mucho respeto, por su altura, su porte y, quizá, por el hecho de que era de las pocas mujeres, que no pertenecían a la milicia, que no salía de casa sin la ropera al cinto. Adriana, tras haberse interrumpido, prosiguió:

—No sé cómo me suceden estas cosas. Si no hubiera oído como se arañaba la puerta, ni siquiera me habría dado cuenta, porque estaba tan furiosa que no miré atrás, como suelo hacer siempre.

Christine repuso, pensativa:

—Eso es nuevo. Nunca habías oído antes cómo se arañaban las puertas, ¿verdad?

—Nunca.

—Te lo he dicho muchas veces. Pienso que te enfureces tanto que pierdes la cabeza y haces cosas de las que no te acuerdas luego. Que te limitas a usar tu puñal para hacer esas marcas, pero que hayas oído las marcas cuando estabas a dos o tres metros… eso es mucho más raro, y no encaja.

Adriana suspiró, y repuso:

—Tu explicación es muy razonable, pero no tengo lagunas cuando me pasan esas cosas. Puedo recordar todo sin huecos en blanco, sólo que cuando me alejo y me vuelvo, me encuentro, a veces, puertas o paredes estropeadas. No sé… quizá…— Y acercándose a su amiga para hablarle en susurros, preguntó—: verás, ¿sabes algo acerca de fantasmas o espíritus o cosas parecidas?

A Christine le extrañó bastante aquella pregunta:

—No mucho. Le puedo preguntar a mi madre, pero los curanderos no solemos saber de esas cosas. ¿Qué tiene que ver?

Adriana tiró de su amiga y se la llevó a la entrada de un callejón poco transitado, y en voz baja, respondió:

—Verás. Creo que hay un fantasma que me ronda. Antes se manifestaba de noche, en la cama, mientras me dormía, como sombras, como una voz susurrante. Alguna vez lo había visto al atardecer en la calle, mirándome sonriente. Pero cuando pasé la noche de ayer al raso, al despertarme, se hizo mucho más corpóreo… o bueno, corpórea, porque, según dice, es el espíritu de mi madre, que en paz descanse. ¿Eso es posible?

—¿Por qué no me lo habías contado antes?... Y bueno, es posible, pero muy raro.

—Pensaba que eran imaginaciones mías, o alucinaciones, por eso no quise decírtelo. De hecho, aunque la aparición de esta mañana fue muy real, no estoy segura de que no sea producto de mi imaginación, pero… ¿Te acuerdas cuando me encontraste esta mañana? Estaba hablando con ella.

—¿Y no te da miedo?

—No. Por eso siempre he creído que es una alucinación. Es muy dulce, muy cariñosa, y dice continuamente que no quiere hacerme daño. Pero… no sé, a mí me parece que no es mi madre. No sé… mi padre la vería también. Le he insinuado a veces que veo y oigo cosas, pero a él no parece pasarle.

Christine estuvo unos instantes haciendo memoria. Finalmente dijo:

—Recuerdo que mi madre, alguna vez, me contaba leyendas del país de mis antepasados. Había un tipo de fantasma… mi madre no me ha enseñado como se llama en nuestra lengua, ella lo llamaba Doppeltgänger. Son fantasmas que toman la imagen de otra persona, pero tienen un carácter opuesto al de esa persona… si tu madre era bondadosa, su Doppeltgänger será maligno. El único problema es que para tener uno de estos fantasmas, tu madre debería estar viva. Pero no sé de otro espíritu que tome la forma de alguien, y que no sea el espíritu de ese alguien. ¿Estás segura de que no es tu madre?

—Bueno… segura no estoy, pero siento que no lo es. No conocí bien a mi madre, murió cuando yo tenía ocho años, pero… siento que no es ella.

—Nadie dice que los Doppeltgänger existan. De todos modos… ese espíritu, ¿te has fijado si tiene sombra? ¿te has fijado si se refleja en un espejo o en el agua?

—No. ¿Por qué?

—Un Doppeltgänger no tiene sombra, ni se refleja. Puedes probar a llevarte un espejo pequeño, y cuando se te aparezca, lo compruebas.

En un gesto que Christine no comprendió, Adriana suspiró y dijo:

—Buscaré un espejito. Ya te contaré.

Como llegaron al mercado, no volvieron a hablar de aquello. Pero Christine pensaba que, si a su amiga no le jugaban sus sentidos una mala pasada, el causante de aquellas cosas bien podría ser ese fantasma que se le aparecía. Aunque seguía pensando que lo hacía ella sin darse cuenta.

12 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo V

Juan les contó a los guardias de la puerta del norte lo que les había pasado, aunque ellos ya se lo imaginaban al ver el estado en el que regresaban. Uno de ellos fue a buscar al superior inmediato de Juan, a quien tuvo que relatarle nuevamente todos los hechos. El oficial le hizo un par de preguntas y le ordenó que fuese a ver al médico de la milicia y se llevase a Raquel con él. A Juan le hizo algo de gracia ver el trato exquisito que el oficial le dedicaba a su amiga, en contraste con la sequedad con que le hablaba a él.

Gaiphosume es una ciudad pequeña, así que llegaron muy pronto al edificio donde ejercía el médico, muy próximo al comedor de la milicia. Juan dejó que atendieran a Raquel primero. La milicia no prestaba atención sanitaria a quien no perteneciera al cuerpo, salvo en situaciones muy graves, que desbordaran la capacidad de los sanitarios civiles. Sin embargo, como Raquel había salido al campo protegida por la milicia, su oficial había considerado que era responsabilidad del cuerpo atenderla, cosa de la que se alegraba Juan, porque Raquel no habría podido pagarse una visita al médico de Gaiphosume.

Juan no tuvo que esperar mucho al lado de la puerta. Un cuarto de hora después, vio salir a Raquel, un tanto azorada y ruborizada, con la mano derecha vendada. Cuando le preguntó qué cómo se encontraba, repuso:

—Muy bien. El médico dice que no tengo más que rasguños, que descanse hoy y mañana estaré bien. Pero he pasado mucha vergüenza —. Hizo una pausa para tomar aire, sin esperar a ver la expresión sorprendida de Juan, y siguió hablando rápido—. El médico me dijo que me quitara la falda y el corpiño, pero le bastó con que me levantara la camisa hasta el pecho. Pero el enfermero me dijo que la camisa me la tenía que quitar, y me he pasado todo el rato, mientras me ponía emplastos y vendas, tapándome los pechos con las manos. ¡Qué vergüenza! ¡Y me decía todo el rato que no me diera fatiga, que él atiende a las milicianas y no mira nunca! Pero lo peor fue cuando me disculpé por haberme puesto colorada… ¡Me dijo que no tenía por qué avergonzarme, que era una chica muy guapa! ¡Oh!

Y se puso las manos en las mejillas, que aún tenía coloradas. A Juan le turbó tanto imaginarse a Raquel con tan poca ropa, le vinieron una serie de cosas a la cabeza, que se puso igual de colorado que su amiga. Por fortuna, ella estaba aún tan azorada, que no pareció darse cuenta, y le dijo:

—Voy a contárselo a mi madre. Si no estoy aquí cuando salgas, espérame.

Tras ello, entró por la misma puerta por la que Raquel había salido, y terminó tan pronto como ella. Él tuvo que bajarse las calzas para que el médico le viera el muslo y, luego, el enfermero se lo tuvo que vendar entero, así como el antebrazo. Pero el diagnóstico fue el mismo, que sólo tenía algunos rasguños, que descansara y que al día siguiente podría reincorporarse a su puesto. Le dio un papel que debía entregar a su superior.

Cuando salió, le estaban esperando Raquel y su madre. Inmediatamente después de que su amiga le saludara llamándole por su nombre, la mujer le dio dos besos y un tanto emocionada, le dijo:

—Muchas gracias por haber salvado a mi hija, nunca podré pagárselo lo suficiente. Si vuestra merced necesita un día algo de mí, pídamelo.

Un tanto cohibido, repuso:

—No se preocupe vuestra merced. Es lo que hacemos los milicianos. Se lo agradezco.

Estuvieron charlando un rato, en el cual, la madre de Raquel, Marta, se interesó por su estado. Juan repuso:

—No es nada, sólo rasguños. Si me disculpan, debo entregar este papel a mi oficial…

Raquel se lo quitó de las manos con rapidez, lo leyó y dijo:

—¡Qué suerte! Te dan el resto del día libre, para que te repongas—. Y dirigiéndose a su madre, añadió—: ¿Me permitís que le invite a pasar la tarde en casa?

—Claro que sí. Venga vuestra merced cuando guste.

Raquel le devolvió el papel sonriendo, y dijo:

—Cuando entregues esto ven a mi casa, sabes dónde es, ¿no?— Y tras responder Juan afirmativamente, concluyó—: Allí te espero. No tardes.

Y tras despedirse, se fueron las dos. Juan se dirigió a ver a su oficial, quien leyó el papel y, como le había dicho su amiga, le dijo que no acudiera a su puesto hasta primera hora del día siguiente y que descansara. Así que callejeó hasta la casa de Raquel, que estaba en la primera planta de un edificio bastante nuevo. Iba bastante ilusionado, aunque se llevó la decepción de que le franqueó el paso Marta quien, al parecer, se había tomado la tarde libre para estar con su hija. Llegó a imaginarse que iba a estar toda la tarde a solas con Raquel.
Sin embargo, pasó una tarde muy agradable. La casa de Raquel era muy bonita, bastante espaciosa, y se la enseñaron entera. Luego, estuvieron bebiendo una infusión que preparó Marta, que, según decía, les ayudaría a restablecerse pronto. Pasaron la tarde charlando de muchas cosas, siempre los tres juntos, salvo cuando Raquel le invitó a que pasara a la biblioteca de su padre. Como ya atardecía, tuvieron que encender un candelabro y, tras cerrar la puerta, su amiga sacó un libro grande, bellamente decorado, y le contó que era su libro de magia. El no entendía nada de lo escrito, y apenas podía seguir las explicaciones de Raquel. Sólo se fijaba en las ilustraciones, que representaban cosas incomprensibles para él pero de las que, al menos, reconocía figuras y enseres.

Acababa de anochecer cuando Juan se despidió de sus anfitrionas. Mientras caminaba hacia el comedor de la milicia, pensó con tristeza que habría sido bonito llegar a su casa y tener a una madre o un padre. Juan era huérfano desde muy pequeño, y apenas tenía algún recuerdo nebuloso de su padre, muerto cuando tenía cuatro años. Su madre había fallecido en el parto. A él lo había criado la milicia de Gaiphosume, no tenía más familia.

Cuando llegó a su casa, el cansancio le hizo dormirse muy pronto.

Y se vio sentado en una playa, bajo un sol radiante, y un cielo azul adornado por nubes blancas. El sonido rítmico de las olas transmitía paz. Lo más hermoso de todo era que el mar estaba limpio. No lo cubría aquella bruma que marcaba el inicio de los dominios de los demonios del mar, sino que las aguas se extendían hasta el horizonte. Era todo tan real…

Sin saber de dónde había salido, vio a Raquel, que caminaba hacia él. Su amiga se sentó a su lado y estuvo unos instantes callada, admirando la visión de un mar limpio de aguas azuladas. Finalmente, bajo el rumor sosegado de las olas, dijo:

—Es muy bonito, ¿verdad?— Y haciendo una pausa muy breve, añadió—: hace muchos siglos, nuestro mundo era así. Entonces no había demonios, y millones de navíos surcaban los océanos de un continente a otro.

Era una bella fantasía, así que no quiso rebatir nada; se limitó a seguir disfrutando de la vista. De pronto, Raquel dijo:

—¿Me acompañarás, Juan? ¿O permitirás que me vaya sola?

Juan se volvió de inmediato, y comprobó que Raquel le miraba con aquellos ojos tan bonitos que tenía. Y repuso:

—¿Adónde vas?

—Me voy a Nêmehe. Puede que mis rasguños se curen mañana, pero hoy hemos estado muy cerca de la muerte y eso es mucho más difícil de olvidar. Puede que por fuera me veas alegre, pero por dentro, tengo miedo de que otro día me vuelvan a atacar, y no estés tú o la milicia para protegerme. Y no quiero morir sin ver a Marcos una vez más. No me iré ahora, porque aún me asusta un poco verme en el campo, pero lo superaré. Llevaba mucho tiempo deseando hacer este viaje, esto, simplemente, me ha decidido a hacerlo. Pregúntamelo cuando te despiertes y me vuelvas a ver a solas.

Aún sabiendo que era un sueño, Juan no pudo evitar mirarla a los ojos en silencio, embelesado. Raquel, entonces, preguntó:

—¿Vendrás conmigo, o me dejarás ir sola?

Juan suspiró. Por un lado, hacer un viaje de esa clase sólo para que Raquel se reuniera con Marcos, era lo último que deseaba. Por el otro, dejarla ir sola… Para una chica que no sabía luchar, era un viaje peligroso, y aunque consiguiera auxilio de la escolta de alguna caravana de galeras o carros, no iban a cuidar de ella como lo haría él. En tono triste, repuso:

—No puedo ir. Soy miliciano; me debo al cuerpo.

—Claro que puedes. Eres miliciano, no soldado. Puedes pedir permiso para escoltar una caravana y viajar donde quieras. Lo único que perderás es tu sueldo el tiempo que estés fuera sin realizar trabajos de ese estilo. ¿Qué te voy a contar de la milicia que tú no sepas?

Y con una expresión incrédula, concluyó:

—¿Estás hablando en serio? ¿Es verdad que no quieres venir conmigo? ¿Me dejarías en manos de gente que me echaría a las ratas si con eso pudieran salvar su vida?

Aquello le había dolido a Juan mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Reaccionó enfadándose, y airado, repuso:

—Nunca haría eso, pero tú… esto no es real. Tú no eres Raquel y no voy a ir contigo a ningún sitio… ¿quién eres? ¿Qué quieres de mí?

Raquel, o quien quiera que fuese su interlocutora, sonrió satisfecha y respondió:

—Eso no puedo decírtelo.

Le miró desafiante, y añadió:

—No tienes por qué creerme. Dentro de unos días, si nos quedamos a solas, pregúntame si voy a irme a Nêmehe, y verás qué respondo.

Y adoptando un tono muy serio, prosiguió:

—Levántate. Voy a enseñarte algo.

Su interlocutora se levantó, y Juan hizo lo propio. Raquel, o quien hubiera robado su aspecto, le cogió de las manos, luego, cerró los ojos y, entre sus pestañas, se colaron destellos verdes. De pronto, todo le dio vueltas y, en un suspiro, estaba en lo alto de una montaña. Era de noche, y a sus pies, se extendía una ciudad inmensa, iluminada por lámparas muy extrañas. Era una visión impresionante. Su interlocutora, con la voz de Raquel, dijo:

—Así de poderosos eran los hombres antaño. Había miles de ciudades tan grandes como ésta repartidas por el mundo. El mar, la tierra y los cielos pertenecían a la Humanidad.

Juan estuvo un rato mirando impresionado aquella ciudad magnífica, hasta que Raquel, se le acercó y le tapó los ojos con las manos mientras le decía:

—La naturaleza también era poderosa…— Y cuando le hizo volverse y le descubrió los ojos, Juan vio que el paisaje había cambiado; era de día y estaban en un claro desde el que se veía un bosque interminable—. Había bosques como este en todo el mundo.

Raquel dejó que Juan mirase un rato, sorprendido, aquel bosque maravilloso, de árboles enormes y que se extendía hasta donde abarcaba la vista. Al cabo de ese tiempo, prosiguió:

—Pero un día, llegó el fuego. Eran comunes los incendios, sobre todo durante el verano, y la gente de aquellos tiempos ya estaba acostumbrada. Pero es que ardió la tierra entera. Demasiado tarde, la Humanidad descubrió que aquellos fuegos eran provocados por algo que buscaba su destrucción. Aún así, el hombre combatió.

Repentinamente, el bosque estaba en llamas. La mayor parte no eran más que claros grises llenos de troncos ennegrecidos. Había miles de demonios, iguales a los que había visto representados en el libro de magia de Raquel, abrasando el bosque. Instintivamente, Juan se acercó unos pasos. Por la zona abrasada avanzaban soldados, armados con unas ballestas muy extrañas que abatían a los demonios con saetas invisibles. Vio las filas de sus enemigos recomponerse, atacar a los soldados y causarles muchas bajas. Y de pronto, surgieron bolas de fuego por el campo de batalla, que despedazaban a aquellos seres. Oyó un escándalo infernal y vio aparecer monstruos que volaban y que, disparando proyectiles inmensos, ponían en fuga a los demonios supervivientes. Juan estaba tan conmocionado viendo todo aquello, que la voz de Raquel le pareció irreal:

—La Humanidad ganó aquella batalla, pero los daños que había sufrido la tierra eran irreparables. Sin naturaleza, vino el hambre, los ejércitos victoriosos murieron o se deshicieron, y los demonios del fuego destruyeron las pocas ciudades que aún resistían una a una. Sólo se salvaron las que están muy pegadas a la costa, porque los demonios no soportan el agua… Y porque los demonios del mar no soportan estar cerca de la tierra.

Raquel avanzó mientras el paisaje cambiaba, la batalla desaparecía y sólo quedaba una extensión infinita de árboles carbonizados, esqueletos y un monstruo volador hecho trizas. Se agachó, cogió algo del suelo y tras pedirle que juntara las manos, le echó algo mientras decía:

—Y la tierra se convirtió en un mundo de cenizas.

Se miró las manos, y las tenía llenas de polvo gris, de cenizas. Consternado, levantó la vista para mirar a Raquel, y la oyó decir:

—Te hemos contado esta historia decenas de veces, pero nunca nos has creído. Por eso te hemos enseñado todas estas imágenes, porque sabes que no has podido inventarte todo esto que has visto, porque en tu corazón, ahora sabes que todo esto ocurrió de verdad.

Juan no se sentía capaz de decir nada. Empezó a pensar en miles de personas muriéndose de hambre entre bosques abrasados, yaciendo entre las cenizas. Se le arrasaron los ojos, y Raquel continuó:

—Don Enrique III de Nêmehe, y otros muchos reyes de los hombres piensan que todo puede seguir igual, que si no molestan a los demonios ellos no les harán caso, pero se equivocan. Les tienen miedo, porque la época de las plagas fue las más oscura de la Humanidad, y es comprensible. Pero los demonios no pararán hasta que la raza humana desaparezca de la tierra. Por eso, es necesario que los hombres no olviden que una vez fueron más poderosos que los demonios, y que podrían volver a serlo.

Se acercó y le miró con intensidad:

—Raquel no puede morir. Tienes que protegerla hasta que sea lo bastante fuerte como para que pueda defenderse sola. No te imaginas lo valiosa que es, lo valiosos que son todos los que son como ella. Cuídala.

Mientras sonaba su última palabra, todo lo que le rodeaba se fue apagando lentamente.

Juan se despertó y se incorporó de inmediato. Era de madrugada y estaba en la habitación diminuta que tenía por casa. Temblaba y tenía un nudo en la garganta que no le dejaba respirar. Se cubrió el rostro con unas manos sin pulso, tratando de asimilar lo que acababa de presenciar.

Y, lentamente, lo fue consiguiendo.

08 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo IV

Mientras las ratas le amenazaban y se acercaban muy despacio, tentando el terreno, acechando, Juan, sin volverse, sin alzar mucho la voz, dijo:

—Huye dejándome a mí entre las ratas y tú. ¡Ya!

La oyó pisar la hierba, pero, en vez de hacerle caso, se le pegó a la espalda y repuso:

—Me quedaré indefensa unos instantes. Protégeme y no te muevas, déjalas venir… No te asustes de nada que veas… Confía en mí.

Se apoyaba en él como si fuera un parapeto. Aquellas frases le habían dejado atónito e iba a pedirle explicaciones cuando, con el rabillo del ojo, captó un resplandor verde sobre su hombro izquierdo. Giró momentáneamente la cabeza y comprobó que el resplandor venía de los ojos de Raquel quien, muy concentrada, susurraba frases ininteligibles. Juan, confuso, estuvo a punto de creer que aquello era un sueño. Pero no lo era.

Como era inevitable, la rata más grande cargó contra ellos y la otra la siguió. El haber aguantado de pie, desafiándolas, las había hecho dudar, pero esos seres repugnantes odian a los hombres con toda su alma, así que el ataque era inevitable. Juan se concentró en el combate inminente. Su única opción era atacar con todas sus fuerzas a la rata más grande, y usar la daga de vela y el movimiento de retorno de la ropera para detener el mordisco de la pequeña. Si malhería a la rata grande y conseguía evitar que la pequeña le mordiese, tendría una mínima oportunidad. Juan preparó el golpe cuando sus enemigas estaban, casi, a su altura, con el corazón latiéndole con furia.

Lanzó una estocada a la rata grande demasiado desviada, tanto que ni le pasó de cerca. Pudo esquivar el mordisco que ésta le lanzó a la pierna, pero la otra rata, dio un salto y aunque Juan la repelió con el brazo, recibió un buen arañazo. De pronto, vio a Raquel intentar darle una patada a la rata pequeña, lo que sirvió para distraerla. Sabiendo que debía herir o matar a una de ellas o estarían perdidos, decidió emplearse a fondo con la rata más grande. Y cuando su enemiga se disponía a saltar sobre él, le lanzó una estocada al pecho, con la fortuna de que consiguió ensartarla y lanzarla a un par de metros, muy malherida.

Pero se le puso el corazón en un puño cuando vio que Raquel no pudo esquivar a la rata pequeña. La derribó y lucharon en el suelo unos instantes, en los que su amiga se llevó la peor parte, hasta que terminó desmayándose, llena de arañazos. Juan pudo evitar que le hiciera más daño, a costa de que se revolviera, enfurecida por la lucha que acababa de ganar, y le mordiera con fuerza en un muslo.

Juan retrocedió. La mordedura en el muslo había sido muy profunda y le faltaban fuerzas para seguir combatiendo. En un último esfuerzo por salvar a Raquel, se alejó andando de espaldas, mientras la rata le amenazaba y amagaba ataques, que él rechazaba con ambas armas, usando las fuerzas que le quedaban sólo en esquivar, defenderse, y contraatacar muy débilmente.

Y la suerte le sonrió. La rata le atacó al tiempo que él lanzaba una estocada para ahuyentarla. El resultado fue que le atravesó una pata y le hundió el acero en los pulmones. La bestia dio un chillido muy fuerte y se alejó cojeando. Juan la quiso perseguir, pero cuando vio que, de pronto, se caía de lado y se quedaba quieta, la rabia que sentía se rebajó lo suficiente como para acordarse de que Raquel yacía a unos metros de él.

Corrió hacia ella, y la preocupación por el estado de su amiga le hizo olvidar, por unos instantes, que había vencido a aquellas bestias, que estaban salvados. La examinó angustiado, pero Raquel respiraba. Tenía arañazos y marcas de colmillos en los brazos, y la ropa agujerada y con cortes ensangrentados, sin embargo, todas las heridas parecían meros rasguños. Sólo en ese momento comprendió que lo habían conseguido. Y que si ella no hubiera tenido el valor suficiente para distraer a una de las ratas, ahora estarían sirviendo de almuerzo a dos de aquellas bestias.

Pronto comprendió que tenían que irse de allí cuanto antes. Recogió los arcos y las aljabas de los dos, que podía llevar a la espalda, cogió en brazos a Raquel, y se alejó de allí. Le daba pena dejar la cesta, pero no podía cargar con ella y con una mujer a la vez.

Sólo podrían sentirse a salvo de vuelta en Gaiphosume, pero Juan, al cabo de unos minutos de un recorrido penoso, cojeando levemente, comprendió que no iba a ser capaz. Estaba molido tras el combate, que le había dejado en las últimas. De hecho, sabía que no habría soportado un tercer mordisco de aquella rata. Así que decidió buscar un sitio para esconderse, recuperar fuerzas e intentar el regreso en mejores condiciones. Encontró un hueco entre una roca y unos matorrales frondosos. Dejó a Raquel en la zona más resguardada y él, con la ropera y la daga en las manos, se recostó sin dejar de vigilar la zona.

De vez en cuando la miraba, y no dejaba de preguntarse qué había intentado hacer cuando pareció estar recitando un hechizo. No se podía imaginar que su Raquel, a la que tan bien creía conocer, fuese una bruja.
Que las heridas de Raquel no eran graves le quedó claro cuando su amiga, al cabo de una hora, se despertó, quejándose. Miró a su alrededor y a Juan, confusa, y masculló un par de frases. Reaccionó al fin, se arrodilló delante de él y le puso las manos en los hombros, mientras decía:

—Nos has salvado. ¿Estás herido?— Y sin darle tiempo a responder, le examinó y dijo preocupada—: ¡ay! Sí, te han mordido la pierna, ¿te duele? ¿Puedes andar?

Juan frenó la retahíla de preguntas esforzándose en sonreír y respondiendo:

—Sí puedo andar. No es nada. ¿Cómo estás tú?

Con cansancio, repuso.

—A mí me duele todo… —Suspiró y dijo, mirando al suelo—: lo último que recuerdo es que tenía a aquella rata encima, que me mordía y me arañaba y que no podía sacármela de encima — Y en un susurro, concluyó—: pensé que íbamos a morir…

Y, sin más, se echó a llorar, y se acurrucó contra Juan, que respondió al gesto abrazándola. Pensó que tenía razón, que habían estado muy cerca de perder la vida. Recordó la angustia de los últimos momentos del combate, de verse casi sin fuerzas peleando sin esperanza contra una rata que no tenía ni un rasguño, y por poco se echa a llorar él también. Pero se tragó sus lágrimas por Raquel, porque no quería que le viese así, ni deseaba preocuparla más.

Dejó que su amiga se desahogara, y de paso, se dedicó a recuperar la compostura, y, finalmente, le dijo:

—Tenemos que irnos. No podía llevarte en brazos hasta Gaiphosume y por eso te escondí. Pero tenemos que volver, las ratas no suelen ir de dos en dos por ahí.

Raquel asintió, con el corazón demasiado encogido como para hablar, y con rapidez, se limpió el rostro con un pañuelo que llevaba, y se echó a la espalda el arco y la aljaba. Él hizo lo propio y se encaminaron hacia su pueblo. Se sentían muy cansados y doloridos, y aunque se desplazaban a paso normal, habrían querido correr más; pero no podían. Al menos, el mordisco del muslo era más aparatoso que grave, y Juan apenas cojeaba.

Iban muy callados, lo que a él le resultaba triste al recordar lo animados que caminaban antes de encontrarse con aquellas bestias. Entonces, Juan pensó que necesitaba saber lo que había sucedido antes del ataque, qué era lo que había intentado hacer Raquel y cómo era posible que sus ojos hubieran brillado de aquella forma sobrenatural. Así que, después de haber hecho acopio de valor, le preguntó:

—Tienes que explicarme qué pasó antes de que nos atacaran. ¿Qué hiciste para que te brillaran los ojos de esa manera?

Raquel le miró extrañada, y se detuvo para contestar:

—¿Que me brillaron los ojos? ¿Cuándo?

Juan se quedó un momento confundido. ¿Estaría intentando engañarle, negar lo que le había pasado? Quizá estaba haciendo mal y haría mejor en callarse y no preguntar, pero si Raquel era una bruja, quería saberlo:

—Cuando te pusiste detrás de mí y susurraste algo que no entendí.

—¿Qué viste? Cuéntamelo.

—Pues… Tenías los ojos completamente verdes, incluso el blanco, y muy brillantes.

Se quedó pensativa brevemente, e iluminó el paraje con una sonrisa antes de responder.

—¡Qué interesante! ¿En serio? Mi libro dice que el verde es uno de los cuatro colores de la magia, pero no sabía que se manifestara de esa manera. ¡Menos mal que nunca intenté usar la magia en público! Me habrían pillado.

Como la miraba sin comprender, Raquel tuvo la necesidad de aclararse.

—Verás… No quiero que nadie lo sepa, para que no me den de lado, dirían que soy una bruja, pero… — Se le acercó y le miró fijamente—. Por favor, no le cuentes a nadie lo que has visto. No se lo he dicho a nadie, y si he usado la magia delante de ti fue porque era la única forma que tenía para que nos salváramos los dos. ¿Me guardarás el secreto? ¿Me lo prometes?

—Sí. Lo prometo.

Ahora, además de sonreír, le besó la mejilla, y siguió caminando. Mientras andaban, empezó a hablarle:

—Desde niña noté que sentía cosas que mis amigas no percibían. Una vez, cuando tenía nueve años, fui con mis padres a visitar a mis primos en Mutquedut y mientras estuvimos en el patio no dejé de llorar. Ahora sé que se debió a que el árbol que crecía en el centro se estaba muriendo, y yo notaba su tristeza. A veces, sentía cosquilleos en los dedos, o en los pies, sobre todo cuando estaba cerca de ciertos sitios, o bien cuando caían rayos y truenos. Y, sobre todo… cuando miras una Torre o un Faro, ¿qué ves?

—Edificios altos, grises y muy estropeados.

Raquel sonrió, un gesto que Juan adoraba, y dijo:

—Yo las veo brillar con una luz muy blanca, como si estuvieran construidas con diamantes. Me cuesta trabajo creer que para ti, y para todo el mundo, sean grises.

Callaron unos instantes, hasta que Raquel continuó:

—Me sentía un bicho raro, pero no se lo quería contar a nadie. Hasta que un día… ¿te he contado que mi padre tiene una biblioteca?

—Sí.

—Un día, abrí un libro muy antiguo, uno que tenía una caligrafía complicada. Empecé a leer una página cualquiera, y trataba temas muy raros. Estuve mirando varias ilustraciones y leyendo párrafos sueltos. Hasta que leí uno en que se hablaba de lo que me pasaba a mí. En ese libro descubrí lo que soy. Percibo cosas que los demás no veis porque estoy muy conectada a la naturaleza y al poder que hay en todas las cosas. Hay más personas como yo, pero muchas de ellas lo ignoran. Y esa sensibilidad a lo espiritual es lo que permite usar hechizos. Según lo que dice mi libro, soy una maga, y lo que mejor se me da es manipular los elementos: el agua, el fuego, el viento… Pero la forma de hacerlo hay que aprenderla. Dice mi libro que, en realidad, la voluntad bastaría para lanzar hechizos, pero hace falta mucha disciplina para conseguirlo, o ser un demonio. Hay varias maneras de conseguir que tu alma llegue al estado en que puede manejar la naturaleza de determinada manera. La que yo he aprendido se basa en recitar poemas en una lengua muy antigua. Eso es lo que estaba susurrando.

Si no hubiera visto el fulgor sobrenatural de sus ojos, habría pensado que Raquel estaba loca. Sin saber qué más decirle, Juan preguntó:

—¿Qué le hiciste a las ratas?

Raquel suspiró con tristeza:

—Intenté dormirlas, pero se resistieron y no lo conseguí —. Y tras una pausa, concluyó amargamente—. Casi nos matan por mi culpa. No me lo perdonaré nunca.

A Juan le partía el corazón oírla hablar así. Y aún más cuando no era cierto, así que dijo, convencido del todo:

—No es verdad. Si no hubieras intervenido, no habría podido con las dos. Nos salvaste la vida y fuiste muy valiente.

Sonrió, con mucha tristeza, y repuso:

—Eres un encanto, Juan.

Y ya, apenas volvieron a hablar hasta que llegaron a la puerta del norte de Gaiphosume.

05 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo III.

Sin más novedades, Juan se había tomado su desayuno, se había pasado todo el tiempo mirando con disimulo a Raquel, a la que encontraba especialmente guapa aquella mañana, había salido del comedor al terminar y se había incorporado a su puesto en las murallas, un tanto distraído pensando en ella.

Le había tocado vigilar el lienzo que da al río, junto cerca del puente que une el casco urbano de Gaiphosume con el castillo, que está en la ribera opuesta. El día transcurrió con mucha tranquilidad. Ni una sola alerta, ni un avistamiento. Sólo gente que iba y venía por el puente; algún grupo de soldados y milicianos que partían por el camino del norte a relevar a los soldados de Imduvu, una aldea de apenas 20 vecinos, cercana a la línea de Torres, donde había una mina de hierro, y gente que tomaba la carretera del río, de camino al pueblo más próximo a Gaiphosume, Metmehapet, que estaba también en la ribera opuesta. Dejó de llover a mediodía, pero no salió el sol sino hasta última hora de la tarde. Lo único que le alegró el día fue ver a Raquel de nuevo al almorzar y al ir a por su cena.

Cuando terminó su turno, se tomó unas cervezas con un par de compañeros, y se fue pronto a la cama. No le apetecía mucho, pero menos le agradaba la idea de pasear de noche. Tuvo la suerte de dormir de un tirón. No soñó con nada o, al menos, no recordó nada, lo que significaba que no había tenido ninguno de esos sueños lúcidos, que siempre era capaz de recordar con detalle.

En aquella ocasión, no iba tan contento a desayunar, porque las chicas que servían la comida lo hacían una vez cada tres o cuatro días. Así que no iba a ver a su Raquel. Cuando acudió al punto donde le esperaba su oficial para darle las órdenes, le disgustó un poco que no lo mandara al lienzo de muralla que daba a la playa, como debería haberle tocado. Le habían asignado la tarea de escoltar a una cocinera al que el maestro herbolario le había ordenado recoger una serie de plantas y, de paso, iba a aprovechar para recolectar alguna que otra cosa para la cocina. No fue más explícito, ni Juan pidió más explicaciones. Mientras se encaminaba a la puerta del camino del río, protestaba para sí mismo. Salir al campo era lo peor, lo más peligroso, y aunque la ribera del río y el bosque poco denso que crecía frente a Metmehapet era una zona donde lo máximo que se podía encontrar uno eran ratas, y sólo de vez en cuando, prefería mil veces estar protegido por los muros.

Estuvo esperando unos instantes junto a una casa que compartía pared con la muralla, y todo su malhumor se esfumó de pronto cuando vio que la persona que acababa de llegar portando una cesta grande era Raquel. Ella se alegró mucho al verle, tanto como él, y se dieron dos besos en la mejilla. Mientras bromeaban un poco acerca de la casualidad de que les hubieran elegido a ellos dos el mismo día para salir del pueblo, Juan daba gracias por la buena suerte que había tenido. Iba a pasarse mucho tiempo a solas con ella, y se le ocurrió que podía ser el momento ideal para declararse. En pleno campo, un día soleado… sería perfecto. Por desgracia, la mera idea le empezó a agitar el pulso.

Salieron de Gaiphosume sin perder más tiempo. Juan le propuso a su compañera llevarle la cesta, pero ella se negó riéndose:

—Ahora no hace falta. Cuando esté llena hablamos.

De hecho, Juan la encontraba muy feliz. No paraba de contarle anécdotas de su trabajo y chismes de sus amigas. Y, además, la suerte parecía sonreírle, porque le resultaba muy fácil encontrar las plantas y las raíces que le habían pedido. Él, de vez en cuando, también encontraba algo y, o bien se lo señalaba a su compañera, o bien lo cogía él mismo y lo echaba en la cesta. Al cabo de un rato, Juan ya tenía casi decididas las palabras que iba a utilizar para declararse, pero tan nervioso se sentía, tanto le presionaba el hecho de que aquella era una oportunidad que no podía desaprovechar, que, para ir acumulando fuerzas, le preguntó, simplemente por charlar de algo:

—Te veo muy contenta, ¿te ha pasado algo bueno?

Raquel, que había dejado el arco y las flechas que llevaba a la espalda en el suelo y se afanaba en arrancar una raíz, dijo:

—Sí, pero… Es una tontería. No quiero que te rías de mí.

Esperó unos instantes, a que sacara de una vez la planta de debajo de la tierra y se levantara, para insistir:

—Cuéntamelo. Seguro que no me voy a reír.

Raquel, sonriendo, echó al cesto su último descubrimiento, se hizo de rogar unos instantes, y finalmente, repuso:

—Antes de ayer recibí una carta preciosa de Marcos. Dice… —y suspiró de felicidad antes de seguir— dice que se acuerda mucho de mí y que cuando tenga un permiso lo bastante largo, vendrá a verme y me traerá un recuerdo de Nêmehe. Y escribe unas cosas tan bonitas…

Radiante de felicidad, se alejó de Juan, dio una vuelta con mucho garbo, para encararse de nuevo con él, y continuó, en un tono un tanto ausente, como si se hablara a sí misma:

—Baila tan bien, y es tan guapo… ¿Qué chica no se sentiría feliz si un chico así le escribiera esas cosas?

A Juan, aquello le sentó peor que si cuatro matones le hubiesen molido a palos. Sospechaba aquello desde hacía tiempo, pero consideraba que no debía rendirse, porque Marcos estaba en Nêmehe, mientras que él estaba junto a Raquel y, si seguía siendo su mejor amigo, y la apoyaba en los malos momentos, algún día se daría cuenta de que le convenía más un hombre dispuesto a darlo todo por ella que una persona a la que se le habría subido el éxito a la cabeza y que, probablemente, ya estaba amancebado con alguna chica de la capital. La voz de Raquel le sacó de sus pensamientos:

—Voy a enjuagarme las manos en el río. Vuelvo en seguida.

La vio alejarse y se sintió muy triste. Llevaba dos años amándola en silencio, y se temió que iba a seguir siendo así una temporada, porque si en aquel momento se declaraba, le iba a decir que no, ilusionada con Marcos. Tocaría esperar un momento mejor. Por primera vez en su vida lamentó no haber aprendido a leer ni a escribir.

Cuando Raquel regresó, sacudiéndose las manos junto a él y mojándole entre risas, tuvo que fingir y reírse también. Le gustaba estar con ella y que bromease, pero se sentía tan abatido y tan celoso, que hubiera preferido estar ya de vuelta en Gaiphosume. Pronto, se volvieron a concentrar en su tarea, aunque no les sirvió de mucho. Raquel no encontraba nada, y las pocas cosas que llenaron un poco más la cesta las recogió Juan.

A pesar de sus reticencias iniciales, Juan acabó relajándose, ya que todo estaba muy tranquilo; de modo que se ensimismaba a ratos. Lo único que le sacó de sus ensoñaciones fue que, en un momento determinado, a lo lejos, quedó a la vista una Torre. Se trataba de una estructura esbelta y de altura respetable, de unos 50 metros según le habían dicho, un tanto ajada por el tiempo y grisácea. Observó que Raquel se quedó mirándola unos instantes, con atención y sonriendo. Ante un gesto de apremio por parte de Juan, ella dijo:

—Perdona, es que me gusta mucho mirar las Torres. Son muy bonitas cuando brillan.

—¿Cuándo brillan?

Raquel se quedó un momento callada, y repuso con una sonrisa que Juan adoraba:

—Sí… bueno… claro… si les da el sol, a veces brillan.

Juan nunca las había visto brillar, pero tampoco les prestaba mucho interés, así que si Raquel lo decía, sería verdad. Finalmente, se cansaron de buscar sin encontrar apenas nada, y decidieron almorzar rodeados por los primeros árboles del bosque poco denso que se iniciaba a la altura de Metmehapet, pueblo que se veía a lo lejos. Era una población pequeña, rodeada por una muralla construida hacía poco, y el puente que cruzaba el río era pequeño aunque muy bonito. Con tristeza, pensó que era un sitio al que iban los enamorados para ver fluir el río Gaiphosume.

Comieron rápido y estuvieron descansando un rato, charlando animadamente. Juan ya estaba olvidándose del mal rato que había pasado antes con lo de la carta de Raquel, y se divertía. Y, en esto, su amiga se quedó inmóvil unos instantes. Muy seria, y algo asustada, susurró:

—He oído algo.

Apenas tuvo tiempo Raquel de ponerse de rodillas, y Juan de asir la ropera que, por fortuna, tenía al alcance de la mano, cuando fue audible a su espalda que algo se movía. Lo que terminó de preocuparle fue ver que su compañera miraba aterrorizada lo que fuera que tenía delante.

Y no era para menos. A unos quince metros de distancia, había dos ratas del tamaño de un perro que les amenazaban enseñándoles los colmillos. Juan se levantó despacio, desenvainó la daga de vela, y dirigió sus armas hacia las fieras. Con un nudo en la garganta, asumió que estaban muertos los dos. Quizá, con la ayuda de Raquel, habría podido con una rata solitaria, pero con dos… Y no podían huir; a esa distancia precipitarían el ataque, y las ratas corren más rápido que los seres humanos.

Le conmovía que Raquel siguiera detrás de él, inmóvil. Si ella salía huyendo, les atacarían; ambos eran conscientes. Pero Juan no veía otra solución, así que le iba a pedir que corriera en dirección opuesta a la de las ratas. Aquellos seres repulsivos cargarían contra ellos, pero estando él en medio, le sería fácil atraerlas y entretenerlas el máximo tiempo posible, y darle una oportunidad a ella. Siguió clavado, con sus armas listas, y recordó amargamente lo que le habían dicho en aquel sueño: “Eres un ser mediocre. Un miliciano sin más aspiraciones que defender Gaiphosume, el pueblecito donde ha nacido, hasta que lo mate una rata o un zorro”.


Al menos, lucharía hasta el fin para salvar a la mujer a la que amaba.

02 febrero 2011

Mundo de Cenizas. Capítulo II

Raquel repuso con un gruñido perezoso a los zarandeos de su madre. Debían de ser las cinco de la mañana, como de costumbre. Estaba cayendo un chaparrón y dentro de sus mantas se sentía tan a gusto que muy pocas ganas tenía de levantarse y pasar frío. Aquello era un asco, pensó, aunque, en el fondo, sabía que mucho peor era la vida de los soldados y los milicianos. Con ese pensamiento, se levantó a regañadientes, y tiritando, se vistió a toda prisa. El agua que acababa de verter en la jofaina estaba helada, tanto, que le dolían los dedos, así que se enjuagó la cara en un instante. Sin embargo, dedicó algún tiempo más a cepillarse su melena negra. Desde hacía unos meses, cuidar de su pelo era una actividad que la llenaba de tristeza, porque le recordaba a su amado Marcos, cuyos requiebros casi siempre iban dirigidos a su pelo. Era un guerrero muy hábil y valiente y, en consecuencia, se lo habían llevado a la Academia Militar de Nêmehe.

No obstante, aquella mañana Raquel se acicalaba con más alegría. Tras hacerse una cola, se sintió satisfecha y guardó el cepillo. Hizo la cama, ordenó por encima la habitación y, muy ilusionada, se guardó la carta de Marcos en una faltriquera. La había recibido el día anterior y aunque ya la había leído dos veces, iba a llevársela para poder leerla unas cuantas veces más en cualquier descanso.

Salió andando rápido de su habitación y encontró a su madre en el salón, esperándola con varios fardos. Las dos trabajaban en las cocinas que alimentaban a la milicia y los soldados destinados a Gaiphosume. Raquel y su madre, aparte de servir el rancho cada tres días, se ocupaban de ayudar a hacer el pan, de ahí que tuvieran que empezar tan temprano. Tenían que amasar rápido o si no la tropa no tendría el pan recién hecho, uno de los pocos lujos de los que podían disfrutar. Durante el trayecto desde su casa a las cocinas, Raquel pensaba que, con el trabajo tan duro que tenía la milicia y lo mal que lo pasaban, levantarse a aquellas horas y soportar el frío y la lluvia gélida que las empapó por el camino, merecía la pena.

Y, además, Raquel prefería mil veces trabajar en la cocina que ser miliciana. Agradecía haber nacido mujer, porque ello significaba que sólo la enrolarían en la milicia si se presentaba voluntaria. Los chicos no podían elegir, y casi todos tenían que compaginar sus tareas en el campo o en los talleres con el tiempo de servicio activo. La ley de la décima parte prohibía que las mujeres supusieran más de la décima parte de las milicias y de los ejércitos, por ello, sólo las más fuertes acababan seleccionadas, así que ella, con una complexión bastante normal, no se veía en la obligación de intentarlo siquiera. Lo único bueno que tenía la milicia era que cualquiera de sus miembros cobraba, al menos, cuatro veces más que Raquel y tenían más tiempo libre.

Pero eso no era un buen argumento para ella. La vida en Gaiphosume y en todo el reino de Nêmehe era muy dura. Raquel no iba a ningún lado sin su puñal, y sabía tirar con arco con una precisión razonable si se tenía en cuenta que a ella no le gustaban las armas. Todo el mundo recibía una mínima instrucción militar y, llegado el caso, todo habitante del pueblo que pudiera valerse, sería capaz de subir a defender las murallas. A pesar de ello, no le gustaba matar, ni siquiera a seres tan repulsivos como las ratas.

Cuando llegaron a las cocinas, sólo faltaban cuatro compañeras. Raquel se puso manos a la obra de inmediato, y el tiempo que transcurrió hasta que empezaron a llegar los primeros milicianos se le pasó muy rápido. No había dejado de llover en ningún momento. Con un suspiro de hastío, se cambió y fue hacia la sala donde las esperaban decenas de milicianos haciendo cola para que les sirvieran el desayuno. No le gustaba demasiado, porque más de uno de ellos aprovechaba para soltarle piropos subidos de tono, y le daba bastante vergüenza.

Como todas las veces que le tocaba aquel trabajo, aguantó los requiebros con la mejor de sus sonrisas. El único que le decía cosas bonitas era Marcos, pero le tenía tan lejos… En esto, le llegó el turno a Juan, que era un buen amigo, aunque a veces la mirara de forma un poco extraña, como embobado. Le saludó cordialmente, y mientras le servía, hablaron unos instantes de cosas sin importancia. Raquel notó que esa mañana la miraba con intensidad, cosa que la sorprendía un poco, porque él no era más que un amigo, uno muy bueno, y nunca había intentado ir más allá. Pero como no quería perder a un chico en el que siempre se había podido apoyar, nunca le había querido preguntar a qué venían esas miradas, para no ofenderle. Era el único chico, aparte de Marcos, que siempre la había respetado, no como otros, que sólo la querían para que se acostara con ellos.

Al fin, Juan se despidió y ella continuó atendiendo al resto de los comensales. Cuando hubo terminado, tuvo un par de horas de descanso que, por culpa de la lluvia, pasó sola en su casa. Su padre era soldado, y su hermano miliciano. Lo único bueno fue que tuvo ocasión de leer la carta de Marcos tres veces. Y como en tantas ocasiones, empezó a fantasear con la idea de irse a Nêmehe para estar con él, pero no era un viaje fácil y, aun si consiguiera convencer a sus padres, no tenía quien la acompañara.

Cuando salió, cerca del mediodía, para regresar a su puesto, apenas chispeaba.