25 mayo 2011

Que me des tu cariño

Llevaba tiempo sin poner nada de música por aquí. Pues nada, a corregir la situación.

Los que sigais la bitácora, sabréis lo que me gustan los valses, pero, en esta ocasión, voy a poner otra cosa del todo distinta. De las músicas "latinas", mi preferida es la bachata. Y, en particular, las delicias que compone Juan Luis Guerra.

He estado recordando hace unos días esta bachata:

Que me des tu cariño (Juan Luis Guerra)

Fue la que se bailó en la exhibión de mi grupo de baile el año pasado, la que cerraba la gala. Y como se acerca la de este año, me he estado acordando.

Que la disfrutéis.

24 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XIX

A Juan y a Raquel les llevó muy poco tiempo llegar hasta las proximidades de la puerta recorriendo la muralla. Había muchos milicianos apostados en las almenas. Con cuidado de no molestar, avanzaron buscando algún oficial que les diera indicaciones, pero fue éste quien les encontró a ellos. Alguien que se encaminó directamente hacia donde estaban, gritó:

—Señorita… Muchacha, no podéis estar aquí. Haced el favor de bajar y volver a casa. No es sitio para vos.

Juan se había frenado en seco, y oyó a Raquel decirle, en voz baja:

—No me quiero ir sola… por favor.

No podía negarle nada a su amiga, así que cuando el oficial estuvo a su altura, antes de que repitiera las órdenes, le dijo:

—Con todo respeto, señor, le ruego que me permita acompañarla a su casa. Le da miedo irse sola.

—De ninguna manera. Necesito a todo miliciano aquí, en las murallas y cubriendo a los soldados, cuando se dignen aparecer—. Y dirigiéndose de nuevo a Raquel, con impaciencia, dijo—: Muchacha, os ruego que os encerréis en vuestra casa, donde estaréis mucho más segura. Las ratas no suelen trepar las murallas y las puertas están bien cerradas.

No era buena idea seguir insistiéndole a un oficial de la milicia en una situación apurada, pero Juan no podía permitir que su Raquel tuviera que irse sola muerta de miedo. Comprendía que su amiga, después de lo que les había pasado, aún no lo hubiera superado del todo, pero eso no lo sabía el oficial. Estaba buscando una forma de decirlo educadamente cuando ella se le adelantó.

—Eso no lo sabe. Se han podido colar ratas por algún sitio—. Y añadió, con una pincelada de súplica—: Puedo ayudar. Sé tirar con arco.

El oficial repuso, conteniendo un mal humor que le resultaba evidente a Juan:

—Veamos, señorita, ¿cómo vais a tirar si no tenéis arco ni flechas?

Inmediatamente, Juan hizo el gesto que quitarse la aljaba, pero antes de que pudiera deshacerse de ella, el oficial gritó, muy furioso:

—¿Pero qué estás haciendo? Si le das el arco, ¿con qué co… —Se contuvo a tiempo, gracias a que Raquel estaba delante, y, sin gritar, rectificó, hablando con suavidad—. ¿Con qué pensáis tirar vos, señor miliciano, si le dais el arco?

Juan vio la oportunidad de rogarle al oficial que le permitiera quedarse:

—Con todo respeto, señor, hace unos días, mi amiga sufrió el ataque de una rata mientras yo la escoltaba. Por eso aún les tiene tanto miedo. Le suplico que la deje quedarse hasta que todo pase y pueda irse con alguien… Se lo suplico.

El oficial le miraba como si quisiera darle una paliza. Estuvo un rato callado y, finalmente, se volvió y le dijo al miliciano más próximo:

—Haced el favor de bajar a la armería y traeos un arco y una aljaba para la señorita.

El muchacho obedeció, y antes de irse, miró a Juan con expresión burlona. No entendía muy bien tanto la actitud del muchacho como la de otros milicianos cercanos, que se reían por lo bajo. Seguramente, eran una pandilla de brutos insensibles que no sabían cómo tratar a una mujer y que se reirían de todo aquel que quisiera proteger a las personas que le importaban.

El miliciano tardó poco en venir con un arco y una aljaba que le dio a Raquel, y cuando éste regresó a su puesto, el oficial le dijo a su amiga:

—Bien. Quiero que subáis a esa torre de allí y que si veis ratas venir por la orilla del río, gritéis lo más alto que podáis. Disparad sólo si no hay cerca personas a las que pudierais herir. ¿Sabréis hacerlo o también os da miedo subir a la torre? Os recuerdo que las ratas no saben volar.

Juan se enfureció por aquella impertinencia, pero prefirió callarse. Raquel, con las mejillas coloradas, dio un gritito de indignación y se marchó con rapidez hacia la torre, entre el regocijo, disimulado, de la mayoría de los milicianos. Casi de inmediato, el oficial se dirigió a él:

—¿Cómo os llamáis, señor miliciano?

—Juan… Juan Gutiérrez, señor.

—¿Quién es vuestro cabo?

—Don Francisco Viejo.

—Pues tendré una charla con él acerca de vos. Ahora, bajad y quedaos cerca de la puerta. Cuando los soldados de su Majestad tengan la gentileza de aparecer, saldréis con ellos.

Aquello era, evidentemente, un castigo. Con toda seguridad, no le iban a hacer combatir, tendría que salir de las murallas y disparar contra las ratas, para apoyar a los soldados reales, que iban mejor equipados y eran más expertos. Mientras descendía, oyó el vozarrón del oficial gritar:

—¡De la Encina! ¡Id a ver si vienen los soldados de una vez, que se van a reunir todas las ratas de la comarca en el puente y no va a haber cojones de echarlas!


* * * * *

No hubo demasiadas ceremonias a la hora de abandonar la caravana destrozada. Los viajeros dedicaron un mínimo de tiempo a deshacerse de todo lo que no fuera esencial y aligerase su carga. Los caballeros, sin desmontar, iban de un lado a otro organizando a viajeros y soldados y gritando instrucciones. Pablo aprovechó para cargar su ballesta, por lo que pudiera pasar. Cuando estuvieron organizados en una columna protegida en sus blancos por infantería y caballería, y con huecos para permitir que los soldados pudieran ir rápidamente de un lado a otro, partieron.

Fue agotador. Les exigieron ir al trote un buen trecho y aunque nadie protestó, al ir pasando el tiempo, algunos viajeros empezaron a quedarse atrás. El propio Pablo comenzó a cansarse; estaba en buena forma, pero no había querido desprenderse de casi nada, y su equipaje le pesaba. Mercedes, que no se alejaba nunca de él, dio muestras muy visibles de agotamiento, y movido por la compasión y su propio cansancio, se rezagó un poco y la animó a continuar corriendo tomándola de la mano.

Finalmente, gracias a un informe favorable de los exploradores, hicieron un alto muy breve, y continuaron caminando rápido. Mercedes terminó por dejar de lado las apariencias y recorrió el trayecto sin separarse de Pablo, como si fuera alguien muy cercano a ella. La suerte pareció sonreírles. Sólo en dos ocasiones, cerca del castillo de Gaiphosume, divisaron alguna rata solitaria, que mientras dudaba si lanzarse contra tanta gente o no, era abatida desde lejos. Como Pablo era miliciano, estaba cerca de la cuneta del camino que daba al castillo, la zona más peligrosa en un principio, y la segunda vez que avistaron a una de aquellas alimañas, un soldado le ordenó disparar. Pablo se salió de la carretera, avanzó un par de pasos y apuntó con cuidado. Y, por fin, hizo blanco; clavó la saeta en el lomo, a la altura de la cadera, y aquel ser salió huyendo, mortalmente herido. Cuando volvió con rapidez junto a Mercedes, lucía una sonrisa de orgullo; al menos, la ballesta le había servido de algo.

Estuvo pensando en muchas cosas mientras avanzaban. La primera fue que había tenido muy mala suerte. Ataques de ratas tan graves como aquel eran poco habituales. Era un riesgo que se corría y que se asumía, pero lo normal era que las caravanas llegasen a su destino. No tendría más remedio que escribir a sus padres nada más llegar a Gaiphosume, porque la noticia les llegaría y no era cuestión de preocuparles sin necesidad. Y lo que más le sorprendía y preocupaba eran aquellas cosas de ojos rojos que había visto. Daba la impresión de que controlaban a las ratas y que eran los responsables del ataque. De hecho, parecía un ataque coordinado que llevara la intención de inutilizar la caravana y, con ello, dejar a merced de aquellas alimañas toda la comida que transportaba. Una vez en Nêmehe, se dijo que miraría en la biblioteca, a ver si encontraba descripciones de seres parecidos a los que había visto.

Al final, la última curva del camino que discurría cerca de la playa, bordeando por la ladera que da al mar el castillo de Gaiphosume, les dejó a la vista las murallas de la ciudad, y el puente sobre el río. Inmediatamente, la escolta de la caravana les dio el alto a los viajeros.


* * * * *


Juan se resignó a esperar, junto a siete milicianos más, la llegada de los soldados. Reconocía que los soldados estarían muy ocupados ayudando a defender la ciudad, pero la tensión de la salida inminente y el aburrimiento de no poder hacer nada, le hicieron impacientarse y comprender la actitud del oficial. Lanzaba miradas, de cuando en cuando, hacia la torre a la que habían enviado a su amiga, pero no podía verla desde donde se hallaba. Seguían sonando las campanas, pero aquella zona parecía tranquila.


Y cuando menos se lo esperaba, vio venir a lo lejos a diez soldados que marchaban en perfecto orden, en paralelo a las murallas. Nada más saberlo el oficial, bajó rápidamente y quiso hablar con el que mandaba el grupo. Así, todo quedó organizado rápidamente. Saldrían diez milicianos, que atacarían a las ratas a flechazos para, con suerte, irritarlas y separarlas, y otros seis, que tirarían de ropera junto con los soldados. Por fortuna, a Juan lo habían puesto en el grupo de los arqueros, que no entraría en combate.


Se gritaron varias órdenes y se abrió la puerta del puente. Soldados y milicianos salieron a toda prisa, se acercaron a sus objetivos, y cuando oyeron gritar el alto, los milicianos apuntaron y dispararon hacia el grupo de ratas. Juan decidió atacar a una de las que estaba devorando al burro, porque la vio un blanco más fácil. Y acertó, porque hizo un disparo magnífico que lanzó a tres metros a aquel ser repugnante y lo dejó inmóvil. La andanada fue bastante efectiva, y cuando los soldados cargaron contra las supervivientes, tras un combate muy breve, las dispersaron.


Mientras los soldados, a toda velocidad, tiraban la carga de la carreta, y el cadáver del burro, al río, para evitar que siguiera atrayendo a nuevas enemigas, Juan pensó que había sido muy fácil. Sin embargo, eso no significaba que no estuvieran prácticamente indefensos ante un nuevo ataque, así que no se sentía tranquilo fuera de los muros. Miró unos instantes hacia la torre donde habían destinado a Raquel y la vio contemplando cómo los soldados tiraban la carga del carro y al burro al río. Juan estuvo unos instantes fantaseando con la idea de que Raquel hubiera visto el disparo tan certero que había logrado y pensando en que le estuviera empezando a admirar por ello. Algún día descubriría que era tan buen combatiente como Marcos y entonces tendría alguna oportunidad con ella.


Reparó en que Raquel parecía mirar a lo lejos, hacia el castillo, y la oyó gritar algo acerca de que había un grupo de gente en el camino. En efecto, Juan se salió ligeramente de la formación y pudo ver, entre los cuerpos de los soldados, un grupo de personas y de soldados a caballo que se habían detenido al lado de la primera curva del camino que bordeaba el castillo y llevaba a las ciudades más occidentales del reino. Un caballero se había adelantado, y cuando vio el puente despejado, hizo gestos al resto del grupo y empezaron a caminar hacia Gaiphosume. Aquello no le hizo mucha gracia a Juan, porque su obligación sería, ahora, esperar a que llegaran, y no podrían ponerse a salvo hasta que toda aquella gente hubiera entrado. Aunque tuvo que reconocer que tampoco le habría hecho gracia dejarles a su suerte.


Y cuando ya les faltaban apenas doscientos metros para llegar al puente, vieron salir de la curva del camino a dos jinetes a galope tendido. Les vio hacer gestos y dar gritos desesperados y, de inmediato, todas aquellas personas, civiles y militares, echaron a correr hacia el puente. Oyó que Raquel gritaba, nerviosa, con una voz muy aguda y con una fuerza de la que la creía incapaz:


—¡Vienen ratas! ¡Cientos de ratas! ¡Por todas partes!


Juan, y, al parecer, todos sus compañeros se agitaron, y tuvo que reconocer que por muy buenas intenciones que tuviera su amiga, aquello no servía de nada. Alguien, quizá un oficial, le gritó que dijera que por donde venían, a lo que ella sólo pudo responder, tan alto que se iba a quedar afónica, que por allí, por allá, por todas partes. De todos modos, los soldados y milicianos que estaban fuera, coordinados por los dos oficiales que habían salido, se hicieron una idea de la situación. Un grupo enorme y muy compacto trataba de ganar el puente en pos de la gente que huía, que no podían ser otros, pensó Juan, que los pasajeros de la caravana y sus escoltas. Otro grupo menor se dirigía hacia ellos en paralelo a las murallas, siguiendo la misma dirección que cuando había abatido a dos desde las almenas.


Lo último que pudo ver antes de que le obligaran a formar junto a tres milicianos más para enfrentarse a las alimañas que corrían junto a las murallas, fue que siete caballeros cargaron contra la masa que se acercaba, alancearon a varias ratas de la derecha de la manada y huyeron al galope por la ribera opuesta, atrayendo a un grupo de enemigas que se desentendieron de los viajeros que corrían y salieron tras ellos. Admiró sinceramente su valor. Tres caballos, que transportaban a los heridos de la caravana, entraron a toda velocidad en Gaiphosume después de que los soldados apostados en el puente les abrieran paso.


Tensó el arco mientras recordaba las órdenes. Tenía que disparar cuando aquellas bestias estuvieran a tiro, y salir corriendo para guarecerse tras las murallas. Algunos milicianos, desde las alturas, consiguieron abatir a alguna rata. La última en disparar fue Raquel, que hirió a una levemente. Juan sintió a su espalda cómo los pasajeros de la caravana pasaban a la carrera y se distrajo un instante cuando un oficial agarró del brazo a uno de los que corrían, un ballestero pertrechado como un miliciano y le exigía que se quedase a disparar. Este respondió con malos modos que no había tiempo para eso aunque, finalmente, de mala gana, le dijo a una chica morena que se había parado a unos metros que corriera y él apuntó con rapidez, disparó y echó a correr. Quizá eso distrajo a Juan, que recibió la orden de disparar mientras miraba, e hizo un tiro apresurado que se desvió.


Obedeciendo las órdenes, se echó a correr hacia las puertas y lo último que tuvo ocasión de presenciar antes de que las cerraran fue que los soldados que estaban con él pudieron entrar, pero que los otros, algunos heridos no tenían más remedio que subirse a las paredes del puente y tirarse al río. Mientras trataba de recuperar el aliento, echó un vistazo a su alrededor y comprobó, efectivamente, que aquellos no podían ser otros que los pasajeros de la caravana, ya que ninguno le era conocido. Miró hacia la torre donde estaba Raquel y no pudo verla, pero sí comprobó que los milicianos apostados en la muralla, disparaban sin cesar y que, en el exterior, se oían chillidos muy desagradables.


Había avanzado distraído, tratando de ver a su amiga, lo que le llevó a mezclarse con los viajeros. Y, en esto, uno le detuvo y le preguntó:


—Disculpe vuestra merced, ¿es de aquí?


Se trataba del ballestero de antes, un joven delgado, más o menos de la altura de Raquel, de pelo negro y con una barba muy corta. Antes de que respondiera, se les acercó una chica de piel aceitunada bastante atractiva. Juan dijo:


—Sí, vivo en Gaiphosume, si es eso a lo que se refiere vuestra merced.


—Veníamos en la caravana, pero la han destruido. ¿Dónde nos van a alojar? ¿Cómo seguiremos nuestro camino?


—Lamento decirle que no estoy seguro. Eso es cosa de los mandos y las autoridades.


El joven le miró con seriedad un rato y luego, se alejó unos pasos y empezó a hablar con la muchacha morena. Juan tenía bastantes ganas de reunirse con Raquel, para ver cómo se encontraba, pero no le habían dado la orden de romper filas. De todos modos, no pasó mucho tiempo antes de que un oficial empezara a gritar que no se moviera ningún pasajero de allí, que tendrían que indicarles dónde iban a pasar la noche. Se llevaron a los heridos y pasaron, apenas cinco minutos cuando el mismo oficial, que había estado hablando antes con un par de milicianos recién llegados, dijo, en voz alta:


—Presten atención vuestras mercedes. Los regidores de Gaiphosume están al tanto de todo lo que han padecido, de manera que se les proporcionará cobijo en nuestra ciudad mientras se organiza una nueva caravana para que prosigan su viaje.


Tras una pausa breve, añadió:


—Todos aquellos que carezcan de instrucción militar, tengan la bondad de reunirse en aquella parte de la muralla. Los demás, acérquense.

14 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XVIII

El atardecer era realmente bonito. Aunque Juan pensaba, con tristeza, en lo maravilloso que podría ser compartir momentos como ese con Raquel, compartir su amor disfrutando de ocasos de esa majestuosidad, no dejaba de reconocer que era un espectáculo espléndido. Se consoló pensando en que como su turno acababa una hora después de anochecer, le quedaba poco por aquel día.


Había sido un día tranquilo, y se había pasado casi toda la tarde aburrido, viendo ir y volver a la gente por la orilla del río, por el camino que estaba al lado de las murallas, y cruzar el puente. Había dado algún que otro paseo por la parte de la torre que daba al río.


En esto, oyó los pasos de alguien que subía por la escalera de la torre y se sorprendió cuando, en vez de algún oficial u otro miliciano, la que subió fue Raquel, que le saludó con calidez nada más verle y que le dio dos besos en la mejilla cuando estuvo a su lado. No se habían visto demasiado desde la tarde que pasaron juntos, y Juan se alegró muchísimo de tenerla allí. Vestía el uniforme que les exigían a las cocineras de la milicia, pero la veía guapísima. De hecho, cualquier cosa que se pusiera le iba a quedar bien a una muchacha tan atractiva. Ocultando su felicidad un poco, le dijo:


—Me alegro de verte, ¿cómo es que has venido? ¿Te envía alguien?


Con una de esas sonrisas que Juan adoraba, repuso:


—No exactamente. Resulta que como aún no ha llegado la caravana desde Tuvuhsepfi, no hay mucho que hacer, y les he dicho a las compañeras que iba a irme a las murallas a ver si la veía llegar. He preguntado a un oficial que dónde estabas y… ¡aquí estoy! — Y mirando al horizonte, añadió— ¡Oh! ¡Qué atardecer tan bonito! Y qué bien se ve desde aquí.


Raquel se apoyó en una almena y Juan se le acercó y se puso a su lado. Tenía gracia que unos minutos antes, se lamentara de no poder compartir aquel atardecer con ella, y ahora la tuviese casi pegada a él, disfrutando de aquel paisaje. Como estaba distraída, Juan no paraba de mirarla y de preguntarse cómo podía ser tan bella. Todo aquello acabó cuando la vio suspirar y le vino a la mente la idea de que suspiraría por Marcos. Le invadió la amargura y recordó el último de sus sueños, que había tenido hacía cerca de seis días. Llevaba todo ese tiempo planteándose si todo aquello que le habían enseñado era cierto o no, porque, a pesar de que sentía que era verdad, no deseaba que lo fuera. Saldría de dudas si le planteaba la pregunta, por mucho que temiera hacerlo. La dejó que mirase con tristeza el atardecer, convencido de que soñaba con compartirlo con su amado Marcos, y de la forma más casual posible, dijo:


—Me han dicho que quieres irte a Nêmehe.


Ella le miró sorprendida y repuso:


—¿Quién te lo ha dicho?


Aquello equivalía a una respuesta afirmativa, lo que le resultó muy doloroso a Juan. Incapaz de confesarle que se lo habían dicho en sueños, dijo:


—Se rumorea por ahí.


Un poco indignada, prosiguió:


—No se puede confiar en nadie… Y no voy a irme a vivir a Nêmehe. Sé que dentro de una semana más o menos, le van a dar a Marcos tres días de permiso y había pensado en ir a Nêmehe a visitarle, porque él no puede volver a Gaiphosume en tan poco tiempo. Se creen que es porque no me puedo aguantar las ganas de verle pero... no es eso…


Agachó la cabeza, y en tono triste dijo:


—Sigo recordando todas las noches que nos podrían haber matado el día que fuimos a buscar raíces. Hace mucho tiempo que no veo a Marcos, y no pude despedirme de él como habría deseado porque no soy más que una tonta. Me da mucho miedo morirme sin haberle visto una vez más. Por eso, aunque me da miedo salir de las murallas, estoy decidida a irme a visitarle.


La pena y la desesperación de Juan se le hicieron casi insoportables al darse cuenta de que las motivaciones de Raquel eran las mismas que le habían dicho en sueños. Eso significaba que todas aquellas imágenes del pasado que no conseguía quitarse de la cabeza tenían que ser ciertas. Y que la petición de lo que fuera que le hablaba en sueños, de protegerla a toda costa, no podía quedar desatendida. Con el corazón hecho pedazos, Juan ocultó sus sentimientos volviendo a fijarse en el camino del río y pudo decir, manteniendo la compostura:


—Si te vas, iré contigo. Me gustaría ver si tengo alguna posibilidad de ingresar en el ejército en el futuro. Podríamos ir juntos.


A Raquel se le iluminó el rostro de felicidad y dijo:


—¿De verdad? ¡Sería fantástico! Eres un cielo.


Y sin avisar, se abrazó a él. Juan sintió como si empezara a arder por dentro. Tanto tiempo soñando con tocarla y la tenía entre sus brazos. No fue un abrazo demasiado largo, pero sí el más agradable que le habían dado nunca. Aquel contacto le demostró que era la mujer más maravillosa del mundo y tenía que conquistarla como fuese. Pero no sabía por dónde empezar.


Al menos, aquel ofrecimiento de acompañarla la había puesto muy feliz, porque estuvo un rato charlando animadamente, quejándose varias veces de que aún no llegaba la caravana. Tenía previsto bajar para preguntarles ciertos detalles a los conductores, como precio, ciudades por las que se pasaba, cuanto sitio había para equipaje, y cuestiones parecidas. Se ofreció a contárselas al día siguiente, para que él pudiera hacer sus planes. Juan tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su amargura. Después, permanecieron un rato en silencio, mientras el atardecer avanzaba.


Entonces, a lo lejos, a cierta distancia del lienzo norte de las murallas, vio la figura diminuta de un caballo que venía a galope tendido, y algo de agitación. De improviso, empezó a sonar la campana que había en una de las torres internas del castillo y, como establecían las ordenanzas, varias de las campanas repartidas por Gaiphosume, entre ellas la de la iglesia, comenzaron dar la voz de alarma.


Juan corrió hacia la esquina de la torre donde había dejado el arco y la aljaba, sacó la cuerda y la colocó con rapidez. Volvió a las almenas, junto a Raquel, que le decía:


—No veo nada… ¿qué estará pasando?


Empezó a salir gente corriendo de entre los matorrales y juncales que crecían a orillas del río. Juan pudo ver que los milicianos que había en las secciones de su derecha, más al norte, disparaban contra algo que avanzaba en paralelo a las murallas. Casi no las veía, pero era obvio que se trataba de ratas. Así que le dijo a Raquel:


—Son ratas. Parece que muchas. Mataré a las que pueda desde la muralla. Vete a tu casa y cierra bien todo.


Y sin esperar respuesta bajó a toda prisa por la escalera de la torre y salió de inmediato por la parte de la muralla de más al sur. Extrajo una flecha de la aljaba y tensó el arco, evaluando la distancia que habría hasta las ratas más adelantadas. Vio que Raquel había salido por el lateral de la torre en vez de terminar de bajar por su interior, así que le dijo en voz alta:


—No, Raquel, por aquí no bajes, sigue por la torre.


Pero ella estaba pensando en otra cosa:


—Puedo ayudar. Y aquí arriba me siento más segura.


Juan le repitió que se fuera, que no podía estar allí, y más desarmada, pero, en el fondo, no tenía legitimidad para prohibirle que se quedara, porque era soldado raso y, además, porque no había ordenanzas que prohibieran combatir a los civiles que, en caso de necesidad, acababan subiéndose a las murallas. Raquel hizo caso omiso de las palabras de Juan y dijo:


—Si consigo dormir a algunas, harás blanco con más facilidad.


Corrió junto a él, se asomó dos almenas a su izquierda y dijo:


—¡Las veo!


Y empezó a pronunciar las palabras que había susurrado en aquella salida al campo en la que casi mueren, sólo que ahora las vocalizaba en el mismo tono que en una conversación normal. Eran vocablos muy extraños, pronunciados con la cadencia de una poesía. Juan, cuando tuvo a tiro a una de aquellas bestias, disparó, pero los nervios le traicionaron, le tropezó el arco con una almena, destensó la cuerda y se le escapó la flecha, que cayó inofensivamente al pie de las murallas. Juan pensó que era una suerte que Raquel estuviera entretenida con su hechizo, porque había sido vergonzoso.


Entonces, pasó algo poco usual. Una rata se tambaleó en su carrera unos instantes, pero luego siguió corriendo. Sin embargo, otra se quedó de pronto inmóvil, como si hubiera caído dormida, por muy extraño que pudiera resultar. Juan no se lo pensó y disparó a esta última. La alcanzó de lleno, acertó a levantarse, dar unos pasos y a caer muerta. Juan volvió a apuntar y disparó a otra, una de las últimas, con tanta suerte que le atravesó la cabeza y cayó muerta de inmediato.


Sólo cuando la manada pasó de largo, mientras sus compañeros del siguiente tramo de murallas comenzaban a disparar, se fijó Juan en Raquel, que le miraba sonriente. Muy alegre le dijo:


—¡Lo conseguí! ¡Dormí a la primera a la que le diste!


Juan sonrió y asintió en silencio y arrancó a correr hacia la torre que tenía delante, para ver qué estaba sucediendo. Raquel le siguió y él repitió:


—No deberías estar aquí, es peligroso. Vuélvete a casa, estarás más segura.


Mientras subían por las escaleras, Raquel le desarmó diciéndole:


—Me da miedo bajar y volver sola a casa. A tu lado me siento más segura.


Juan no dijo nada, pero se sintió muy halagado por lo que le había dicho su amiga y no volvió a pedirle que se fuera. Se asomaron ambos sobre las almenas y vieron que el grupo de ratas, cada vez más reducido por las flechas que les caían encima, se dividió en dos. Uno cruzó el puente, obligando a huir a tres o cuatro rezagados, que terminaron lanzándose al río. Lo más triste fue que un carro pequeño, tirado por un burro, había sido abandonado por su dueño, y las ratas atacaron y derribaron al desdichado animal. Pero más desagradable fue que al cerrar la puerta de la ciudad que daba al puente, se dejaron por accidente fuera a un labriego, al que le cayeron encima cinco ratas. Los arqueros concentraron el fuego en un intento desesperado por salvarle, pero era inútil. Juan se volvió y obligó a Raquel a que dejase de mirar, aunque los gritos que dio el labriego mientras acababan con él ya eran bastante traumáticos. Dio un último vistazo hacia el puente y vio que la mayoría de las ratas que quedaban se concentraban en devorar la comida que transportaba el carro y al pobre burro que yacía delante del mismo. Estaban demasiado lejos y las flechas de los defensores llegaban sin apenas fuerza y con nula puntería. Habría que hacer una salida y Juan decidió que tenía que ir hacia la puerta, por si le necesitaban. Así se lo dijo a Raquel, que tenía los ojos arrasados, y se mostraba asustada y algo conmocionada por lo que acababa de presenciar, de modo los dos bajaron de la torre y corrieron por la muralla hacia la puerta.


* * * * *


Nada más ver la silueta de aquellos monstruos oyó, en la galera de al lado, que otro miliciano gritaba instrucciones, así que Pablo, con todo el aplomo que pudo reunir, y que fue insuficiente para darle un tono firme, gritó:


—No disparen hasta que yo lo diga. Y apunten bien.


En las tres galeras, se tensaron cerca de treinta arcos, y Pablo apuntó a una de las ratas que se aproximaban, deseando con todas sus fuerzas no fallar. Cuando el miliciano de la galera de al lado ordenó disparar, todo el mundo liberó las flechas. A pesar de todo, Pablo dio la orden, aunque fue el único que la obedeció junto con Mercedes, y los dos fueron los últimos en tirar. Pablo estuvo a punto de alcanzar a una de las ratas, pero la saeta se clavó a muy poca distancia de su objetivo y ésta solo tuvo que rodar el proyectil clavado en tierra y seguir avanzando. Para su angustia, la andanada había sido prácticamente inútil. Sólo había muerto una rata, y había otra lo bastante herida como para no seguir avanzando, pero las demás, y debería haber más de cuarenta, siguieron acercándose a la carrera.


Mientras los soldados y los caballeros, divididos en dos grupos, cargaron contra las bestias por los lados de la manada, Pablo recargó su arma, aunque no estaba seguro de que le fuera a servir de mucho. Se notó que escoltaban la caravana soldados curtidos. Mataron a varias ratas e hirieron a bastantes con la primera cuchillada. Los caballeros, sobre todo, alanceaban con gran eficiencia y los caballos pisoteaban o golpeaban a las que intentaban atacarlos, aplastando a algunas. Sin embargo, Pablo vio que tres o cuatro soldados resultaron heridos y que uno de los caballeros al intentar atacar, clavó por accidente la lanza en tierra, se desestabilizó y cayó del caballo. Quedó maltrecho en el suelo y cuatro ratas se le echaron encima y le destrozaron, sin que sus compañeros tuvieran tiempo de ayudar. Pero lo peor fue que aunque la mayoría de las ratas se quedaron luchando con los soldados, unas diez rebasaron sus líneas y cargaron contra las galeras.


Pablo estaba tan aterrorizado que no podía ni hablar. El miliciano de la galera de al lado gritaba órdenes, pero él era incapaz e, incluso, obedeció a aquel miliciano, que ordenaba disparar sólo cuando estuvieran muy cerca. Los viajeros esperaron y, al final, una segunda andanada de flechas, menos numerosa, cayó sobre las bestias que les atacaban cuando el miliciano dio la orden.


El resultado fue aún peor que en la primera andanada. Sólo el miliciano que había tomado el mando fue capaz de rozar a una de las ratas. El tiro de Pablo fue desastroso y la única que casi hizo blanco fue Mercedes. Lo malo era que sólo dos hombres más y la chica de pelo castaño habían intentado disparar, y aquel nuevo fracaso desmoralizó del todo a Pablo, que ya no se sentía con ánimos para combatir a unas bestias que sentía invencibles.


Lo peor vino a continuación. Algunas de las ratas trataron de saltar, pero la galera era demasiado alta y no lo consiguieron. El resto, se coló por debajo de las ruedas y entró en el círculo entre los huecos que habían quedado entre los fardos, o directamente, derribando algunos. Habían golpeado la base de la galera y las ruedas de una forma que aterrorizó a casi todos. Pablo oyó a su espalda relinchos y golpes de cascos contra el suelo, pero no tuvo valor suficiente para mirar.


Y, de pronto, dos ratas, una por un lateral de la galera y otra por la esquina de atrás, muy cerca de Mercedes, consiguieron agarrarse al borde y, asomando las cabezas, trataban de entrar en el carruaje. Pablo actuó por instinto; no pensó en ser valiente o lucirse, ni recordó que él se había comprometido a atacar en aquel caso; sólo pensó en que aquella cosa no podía subir, que tenía que echarla. Tiró la ballesta, recuperó la espada, desenvainó la daga y se abalanzó contra la rata que se esforzaba por subir. Lanzó una estocada muy fuerte contra el costado de aquel monstruo, pero tropezó ligeramente con una de las vigas y lo que tendría que haber sido una cuchillada mortal se quedó en un rasguño. Los dos hombres que había delante, la golpearon con sendos garrotes, bastante gruesos. Uno acertó y el otro golpeó inofensivamente las tablas del borde. Finalmente, Pablo quiso apuñalarla con la daga de vela, pero entorpecido por los otros dos viajeros, sólo hendió el aire.


No fue suficiente. La bestia saltó sobre el hombre que tenía delante, y varios gritos, uno de Mercedes le revelaron que la otra había conseguido trepar también. Todo fue muy rápido. La rata saltó hacia el hombre que estaba junto a Pablo, que intentó golpearla pero perdió el equilibrio empujado por aquella bestia. Pablo, que había retrocedido instintivamente lanzó, desesperado, otra estocada. El acero se hundió profundamente en el cuarto trasero del monstruo y la rata cayó sobre el pasajero, pero no fue capaz de atacar ni morder. El otro viajero la golpeó en la otra pata y para gran alivio de Pablo, y del viajero que se la quitó de encima dando gritos y con expresión de asco, quedó inmóvil.


Pablo se volvió para defenderse de la otra rata, pero no hizo falta. La bestia había saltado sobre un viajero, que la había esquivado y que, con rapidez, asiendo el garrote con ambas manos, le había dado un golpe brutal en el lomo. Pablo pudo oír como crujían los huesos del monstruo al romperse, que murió de inmediato. La chica del pelo castaño, al parecer, había disparado su arco contra aquel enemigo, sin ningún éxito, y miraba al cadáver aterrorizada.


Solo le dio tiempo a ver a Mercedes, acurrucada en una esquina y mirando a la rata muerta con aprensión y algo de alivio, antes de que un golpe muy fuerte le hiciera caer. Los caballos, acosados por las ratas trataban de huir y golpeaban galeras y carretas para escapar. Las galeras eran tan grandes y pesadas que resultaba imposible hacerlas volcar, pero los golpes, las levantaban ligeramente y dieron en el suelo con casi todos. Y sobre todo, eliminaron el espíritu combativo, como grupo, de los pasajeros. Mercedes gritaba, acurrucada contra el suelo y la pared de la galera, cada vez algo la movía. Un hombre rezaba arrodillado y varios de los demás, tumbados, se tapaban la cabeza con las manos, aterrorizados por la idea de que la galera volcase y terminaran despedazados por aquellos seres diabólicos.


Pablo no podía más, y no hizo ademán de levantarse. Era incapaz de seguir luchando, vencido por el miedo y la desesperación. Los caballos desplazaron un carro, que volcó, y una de las galeras y huyeron al galope, perseguidos por algunas ratas. El resto de aquellas alimañas remataba y empezaba a devorar a un asno y a un caballo que no habían logrado huir. Pablo sentía nauseas, de ver comer a aquellos seres, y del olor de la sangre del que él mismo había matado, que manchaba un área creciente del suelo de la galera.


Observó ausente que la chica del pelo castaño, se había levantado. La vio sacar una flecha de la aljaba y apuntar al interior del círculo roto de la caravana. Otro hombre hacía lo propio. Al parecer, pensó Pablo, no se daban por vencidos. Les vio apuntar y disparar, y el hombre no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Volvieron a cargar y Pablo se sintió avergonzado de que una chica y un civil con mucha muy poca preparación militar siguieran peleando y él se quisiera dejar morir. Con muy pocas ganas, recordó que aún tenía una flecha en el cargador, de modo que se levantó, envainó sus armas, se hizo con la ballesta y buscó un blanco. Como los otros dos viajeros parecían haber aprendido que era mejor tirar más despacio pero asegurarse acertar, apuntaron con cuidado, de forma que dispararon los tres casi a la vez.La chica del pelo castaño hizo un tiro magnífico, que dejó una flecha incrustada en el lomo de una rata, haciéndola sangrar mucho. Probablemente, estaba herida de muerte. El hombre le hizo un buen corte a otra rata. Pablo erró un disparo fácil, lo que volvió a desmoralizarle.


Sus compañeros se preparaban para seguir atacando cuando, de improviso, las ratas salieron huyendo. Pablo y los dos viajeros que aún seguían disparando, se volvieron para seguir con la vista su huida. Los soldados, más preocupados por acabar con las pocas que aún luchaban, o en atender a los heridos, no hicieron nada por atacarlas. Pablo contó seis soldados con heridas bastante graves como para los tuvieran que atender. Por desgracia, a dos de ellos, les dejaron abandonados, lo que significaba que habían muerto. Estaba mirando la enorme cantidad de ratas muertas que afeaban la pequeña llanura cuando se le heló la sangre en las venas. Reparó en que algo se movía en el bosquecillo que tenía en frente, por la ladera izquierda del camino en dirección a Gaiphosume. Vio una figura cubierta por las sombras, escondida entre los matorrales, de aspecto vagamente humano, pero con una mano terminada en garras enormes. A aquel ser le refulgían los ojos con un tono rojizo intenso, que le inspiraba un terror que no parecía racional. A unos metros a la izquierda de aquel ser, vislumbró a otro, al que le brillaba la mirada de idéntica forma. Fue sólo un instante, pero tuvo tiempo suficiente para ver que las ratas huían hacia ellos y que, cuando se marcharon con rapidez, los matorrales se agitaban como si gran cantidad de bestias los movieran.


La expresión de pánico de Pablo debió de resultar muy preocupante, porque el viajero que tenía al lado, aún con el arco en la mano, le dijo con aprensión:


—Señor… ¿Qué le sucede? ¿Qué ha visto?


La chica del pelo castaño también le miraba inquieta, así que Pablo decidió no aumentar el nerviosismo y, en realidad, fue casi del todo sincero:


—No lo sé… Creí ver algo, pero ya no está. No pasa nada.


Mercedes lo sacó del apuro, ya que se interesó por él y, cuando Pablo le dijo que estaba ileso, que todos habían salido sin un rasguño, se le abrazó con fuerza y la oyó suspirar. Aquello pareció animar al resto del pasaje, que empezó a pronunciar agradecimientos, muchas veces mutuos. En esto, uno de los caballeros, se acercó a la galera y preguntó si había heridos, a lo que respondió la chica del pelo castaño que no. Les ordenaron quedarse en la galera y esperar instrucciones.


Por lo que Pablo pudo averiguar, la suerte de las otras dos galeras no había sido tan buena. Un pasajero había muerto por una rata especialmente agresiva que trepó y consiguió morderle en el cuello, y otro estaba herido en una pierna. Pero lo que le inquietaba era algo mucho más grave. Todos los animales de carga habían huido, a excepción de un mulo rezagado que consiguieron retener entre tres soldados, lo que significaba que la caravana no podía continuar su recorrido. Las campanas, a lo lejos, seguían sonando, con lo que no era de esperar ayuda en breve.


Tras una espera breve que se les hizo eterna Pablo y a sus compañeros de viaje, oyeron regresar a los exploradores. Aprovechó su condición de miliciano para bajar de la galera e ir a enterarse de qué sucedía. El informe que dieron fue que tanto el castillo de Gaiphosume como la propia ciudad sufrían ataques intermitentes. La situación en torno al castillo empezaba a semejarse a una cacería, ya que los ballesteros del ejército habían diezmado a las ratas atacantes que ya formaban grupos muy pequeños. El puente sobre el río Gaiphosume estaba cortado por una manada que estaba devorando las provisiones que había en un carro.


La decisión que tomó el oficial asustó bastante a Pablo. No había forma de llevarse las galeras o la carga de los carros, y ante las bajas de la infantería y el hecho de que había muerto un viajero, no había seguridad de que se pudiera resistir un segundo asalto. La esperanza era que aquellas alimañas prefirieran concentrarse en la comida que había transportado la caravana, y no en atacar a los viajeros. Así que las órdenes fueron usar el mulo, el caballo de guerra que había quedado sin jinete, y a otro caballero para transportar a los heridos, y recorrer a pie la media legua escasa que les separaba de Gaiphosume. Con suerte, las ratas que atacaban el castillo no les molestarían y la guarnición de la ciudad despejaría el puente en breve, y si no era así, harían el último trecho cruzando el río, avanzando por la playa.


Cuando lo contó en la galera, a varios de los pasajeros se les descompuso el rostro. Mercedes le miró preocupada y expectante, como si buscara que Pablo aprobara o rechazara aquel plan. En realidad, no sabía que era mejor, si sufrir otro ataque como el que acababan de rechazar, o recorrer a toda prisa la media legua que les quedaba para guarecerse tras los muros de Gaiphosume. Recordó aquellos seres que había entrevisto y pensó, de todos modos, que si el oficial de la escolta ordenaba algo, no les quedaba otra que obedecer, fuera correcta o no su decisión. De modo que, respondiendo sin hablar a la pregunta muda de Mercedes, bajó, recuperó sus cosas, pisoteadas sólo por las ratas y le dejó claro al resto del pasaje que les esperaba un último trecho, desesperado, a pie.

03 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XVII

A la mañana siguiente, despuntando el alba, Pablo se despertó muy descansado y bastante más contento de lo que se había acostado. Ya no se sentía afligido por no tener ninguna oportunidad con Mercedes, y estaba decidido a seguir tratándola de la misma manera, sólo que sin jugar ni intentar seducirla. Lo único que le apenaba era pensar en ver a una chica tan joven, atractiva y alegre como ella casada con un hombre demasiado mayor y, además, excesivamente serio y rígido como debería ser un militar que habría tenido que padecer penurias más de una vez. La veía marchitarse dentro de una casa muy bonita que, en cierto modo, sería una prisión. Pero no había nada que pudiera hacerse.


Como ya se esperaba y temía, Mercedes no le buscó para desayunar. Le había rechazado y le daría miedo que Pablo hiciera lo propio. De manera que, en contra de lo que le dictaba su experiencia con las mujeres, tras haberse aseado un poco, fue él quien se le acercó. En todo caso, ya le daba igual romper la regla de que no se debe demostrar mucho interés si se quería conquistar a alguien.


Mercedes pareció alegrarse de verle y cuando Pablo le pidió acompañarla durante el desayuno, ella aceptó gustosa. De todos modos, no tuvieron demasiado tiempo ya que pronto quedaron listas las carretas y galeras para una nueva etapa y los viajeros fueron subiéndose. Mercedes y Pablo volvieron a sentarse juntos en la galera, y estuvieron conversando buena parte del trayecto, como si la noche anterior no hubiera sucedido nada de particular.


La primera parte del trayecto les llevaría por un camino relativamente recto a través de una zona salpicada de pueblecitos y aldeas, hasta que llegasen a la ciudad fortificada de Demejupfe, famosa por una torre de vigilancia que se alzaba muy cerca del mar. Allí pararían para comer y descansar, y llegarían a última hora de la tarde a Gaiphosume. El camino sería más o menos recto hasta llegar a Imdequessem, un pueblecito costero. En ese pueblo, subirían hacia una zona montañosa dando un rodeo de cerca de una legua para llegar hasta Kesfopit fim Ehâme, volver a bajar pasando por una localidad llamada Imjocafsunu, famosa por los caballos que se criaban allí y retomar la carretera de la costa en Demecasse, un pueblo que distaba de Imdequessem, apenas, un quinto de legua. Aquella era otra zona algo despoblada, aunque menos que la zona fatídica que había al este de su ciudad natal y que habían atravesado sin problemas.


Se subieron en su galera tres nuevos viajeros, todos hombres, pero como otros tantos terminaban en Nescimme su viaje, seguían siendo nueve los ocupantes de la galera, si bien, ahora sólo quedaban dos mujeres, Mercedes y, para desgracia de Pablo, la chica del pelo castaño.


El trayecto hasta Demejupfe fue muy tranquilo. Uno de los nuevos viajeros, un tipo bastante abierto, se unía de cuando en cuando a la conversación que mantenían Mercedes y Pablo. El paisaje que iban dejando atrás era muy bonito; el mar, mucho verde que llegaba hasta la línea de Torres y, entre campo y cultivos, pueblos blancos con empalizadas y alguna ciudad fortificada.


Mientras comían, Pablo le recordó a Mercedes su promesa de enseñarle su ballesta. Mientras reposaban, la extrajo de la parte exterior del fardo, donde la llevaba envuelta en telas, y se la dio a su nueva amiga, que la estuvo mirando un rato con interés pero que acabó diciendo:


—No tengo ni idea de cómo se maneja esto. Hay gente que se asusta cuando me ve tensar el arco, así que imaginaos lo que podría pasarle a vuestra ballesta. Lo único que veo es que es un arma muy rara, diferente a otras ballestas que haya visto.


Pablo sonrió y empezó a contar, con orgullo:


—Claro que sí. Lo más habitual son las ballestas de un solo disparo, que hay que volver a tensar con la manivela y sujetar entre tanto metiendo el pie por el estribo que tienen delante, lo que es muy lento. La mía está adaptada de los diseños de don Fernando Álvarez de la Vega, con los que se construyen ballestas más fáciles de cargar, y a los que he añadido algunas pequeñas mejoras y diferencias. La más importante es esta caja de aquí arriba, donde puedo alojar tres saetas si las coloco en esta ranura. Os voy a enseñar cómo funciona.


Se puso en pie, apoyó la parte trasera de la ballesta sobre su hombro, usando para ello un arco de madera acolchado que le había incorporado al arma detrás para que se agarrara bien a su hombro y dijo:


—Para cargarla, me la apoyo bien en el hombro, a ser posible apuntando un poco hacia arriba porque es más fácil hacer fuerza hacia abajo y tiro de este mango.


Había que hacer algo de fuerza, pero el mango se deslizó para atrás, tensando la cuerda al chocar con el tope del mecanismo. Al mismo tiempo, una de las saetas alojadas, si hubiera cargado la ballesta, habría caído a la ranura donde se disponían en las ballestas normales y el arma estaría lista para disparar, todo ello en menos de la mitad de lo que llevaba cargar una ballesta convencional. El sistema de tensar la cuerda con el mango era calcado de los diseños de don Fernando Álvarez de la Vega, pero el de recarga automática era invención suya. Conocía diseños que permitían alojar muchas más flechas y disparar con bastante más rapidez, pero la caja superior, que contenía las saetas, era tan pesada, que se perdía mucha precisión, y lo que Pablo buscaba era un arma más rápida de cargar pero que siguiese siendo precisa. Acabó su exhibición, diciendo:


—Pero no os preocupéis, amiga Mercedes, que está descargada.Y, apuntando al suelo, apretó el gatillo para liberar la cuerda. Volvió junto a Mercedes y la oyó decir:


—Parece que funciona bien. ¿Quién os la ha construido? Os habrá salido muy cara.


—La he construido yo, usando como base una ballesta normal que conseguí barata.


Mercedes se rió y le dijo, entre divertida y sorprendida:


—Sois sorprendente, amigo Pablo. Estudiante, miliciano, artesano... ¿Hay algo que se os dé mal?


Sonriendo, le respondió:


—Sí, mostrarme humilde cuando una de mis conquistas me lleva a ver a sus padres. Acaban creyendo que soy mucho hombre para sus hijas y me obligan a que las deje para no partirles el corazón cuando me vaya con otra.


Su interlocutora le repitió, entre risas, que se lo tenía demasiado creído y estuvieron bromeando un rato más, hasta que volvieron a subirse en la galera y emprendieron de nuevo el camino en aquel carro que no paraba de traquetear.


El trayecto fue muy tranquilo. Su última parada breve antes de llegar a Gaiphosume era el pueblo de Kesfopit fim Ehâme, que estaba en lo alto de un monte que, cuando el camino lo permitía, les daba una visión magnífica de Gaiphosume, Metmehapet y algunos pueblos más alejados. Era impresionante la mole del castillo de Gaiphosume, el más grande de los que había entre Nescimme y Nêmehe.


Atardecía cuando pasaron al lado de Demecasse. Llegarían aún con luz, ya que quedaba poco más de media legua para Gaiphosume. Pablo ansiaba ese momento, el de bajarse de la galera y poder descansar y librarse del dolor de huesos que le provocaban los continuos golpecitos que se daba a causa del traqueteo de aquel vehículo infernal.


Y de pronto, oyó que un caballo venía a galope tendido. Era el explorador que cerraba la marcha que azuzaba a su montura con desesperación. De inmediato, Pablo se asustó y le empezó a latir el corazón más deprisa. Muy preocupado, sin responderle a Mercedes cuando le preguntó que adónde iba, se agarró a una de las vigas de madera que sujetaban la tela que cubría la galera y miró hacia delante. El explorador se había detenido junto al oficial al mando de la escolta y hablaban sobre algo que, con el ruido de los carros y galeras, no podía oír. Tras una breve detención, los dos caballeros volvieron a avanzar junto a la caravana, y unos momentos después, Pablo oyó gritar algunas órdenes que no pudo entender.


Algo más tranquilo volvió a sentarse junto a su amiga, que insistió:


—¿Qué sucede, qué has visto?


Sin ser capaz de mostrarse del todo tranquilo, repuso:


—No es nada. Vi venir a uno de los exploradores corriendo y me asusté un poco. Pero no pasa nada.


Aunque lo había dicho sin convicción terminó por creérselo cuando pasaron los minutos y todo siguió tranquilo, si se exceptuaba que la caravana avanzaba más rápido. Se sobresaltaba al oír correr a algún caballo, pero sólo se trataba de los escoltas, hablando entre ellos o moviéndose con respecto a la caravana. Creyó oír de nuevo un caballo al galope, pero no podía estar seguro.


Cuando, de pronto, la caravana se detuvo en seco, los compañeros de galera de Pablo mostraron un desconcierto silencioso y tenso. Él sintió un miedo terrible y si pasaba algo sintió la necesidad de saberlo cuanto antes, así que con la espada y la daga de vela bien agarradas, unidas por el cinto de armas que se quitaba durante el viaje, bajó rápidamente de la galera y se encontró con una actividad frenética. Los caballeros iban de aquí para allá, y los soldados de la carreta se habían bajado y se organizaban. Casi todos los caballeros daban gritos y, demasiado tarde, se dio cuenta de que estaban convocando a los milicianos. Pablo pretendió escabullirse, pero uno de los caballeros, que se había puesto junto a la galera, al verlo armado le ordenó ir a ver al oficial, y no tuvo más remedio que acudir. Lo que le aterrorizó fue darse cuenta de que, a lo lejos, oía sonar multitud de campanas en dirección a Gaiphosume, cosa que significaba que desde la ciudad y el castillo se movilizaba a los combatientes y se ordenaba a los civiles regresar a la ciudad de inmediato.


En el momento en que llegó al lado del oficial, éste explicaba que los exploradores habían divisado una manada de ratas enorme que se iba separando en grupos y que infestaba las laderas del río Gaiphosume y el camino que tenían delante. Habían divisado, en particular, un grupo numeroso avanzar por la carretera y, anteriormente, habían localizado a otro grupo que, al parecer, no había hecho caso al principio de la caravana pero que ahora se les acercaba por detrás. No quedaba otra que pedir ayuda a Gaiphosume, cosa que ya había hecho al mandar a los exploradores a ello, y resistir. Pablo estaba aterrorizado, porque si la ciudad y el castillo estaban sufriendo un ataque, no se iban a dar prisa para ir a rescatarles. Y porque un ataque aparentemente tan organizado no era normal.


El oficial ordenó a los milicianos volver a las galeras que ocuparan y hacerse cargo de coordinar a los viajeros capaces de combatir. Deberían quedarse dentro de las mismas y, esencialmente, apoyar a los escoltas disparando flechas, protegidos por la altura que tenían aquellos carruajes enormes.


Cuando se dio la vuelta para regresar, se encontró que, por orden de los soldados, las galeras y los carros habían formado un círculo y que retiraban la tela que, hasta hace un instante, protegía a los viajeros del sol y del viento. A los caballos y las mulas los habían encerrado en el círculo para evitar que huyeran. Volvió a subirse a su galera y observó que, como el resto de viajeros, los que iban armados, que eran mayoría, sacaban sus armas y depositaban fardos y carga en la parte interna del círculo, para impedir que las ratas entraran, pero era evidente que ni tenían carga suficiente ni les iba a dar tiempo. Se dio cuenta de que Mercedes le miraba con mucha preocupación, hasta el extremo de olvidar su propio temor, que reflejaba en su expresión, y preguntarle:


—Pablo, ¿qué os pasa? Estáis tan pálido como un muerto.


Habría sido mejor decir que estaba muerto de miedo. No era la primera vez que luchaba contra este tipo de bestias, pero siempre había sido desde detrás de las murallas o persiguiendo a ratas rezagadas, siendo dos o tres milicianos contra un solo enemigo. En aquel caso, no tenían donde guarecerse y les superarían en número. Si no fuera inútil, estaría en aquellos instantes corriendo para ponerse a salvo. Hizo un intento por recobrar la compostura, ya que era el único miliciano de la galera y era el que más aterrorizado parecía, pero no podía sobreponerse al miedo.


Y, sin más, la chica del pelo castaño, le dijo:


—Señor miliciano, ¿cuáles son las órdenes de los soldados? ¿Qué hacemos?


Salvo dos hombres que acababan de descargarlo todo de la galera e, insatisfechos, intentaban cubrir los grandes huecos que había, sintió que todos los demás, le miraban expectantes. Quién más pena le daba era Mercedes, a la que veía más asustada que al resto.


Finalmente, reaccionó. Si no había escapatoria, no había más remedio que defenderse y, al menos, Pablo ya tenía cierta experiencia en combate. Haría mejor en vencer su temor y dirigir en lo posible a aquella gente dispuesta a luchar, por muy pocas ganas que tuviera de enfrentarse a esa responsabilidad. Tomó aire y dijo:


—Nos van a atacar desde el camino, por delante y por detrás de la caravana. Los soldados dejarán un hueco delante de nosotros. Cuando lleguen las ratas habremos de dispararles y tras la andanada, atacarán los caballeros y la infantería. A partir de ahí, disparen con cuidado a aquellas bestias que burlen a los soldados. Si alguna intenta subirse a la galera, me ocuparé yo.


Sin una palabra más, todos los viajeros comenzaron a prepararse. Pablo cargó tres saetas en su ballesta y la dejó tensada. Asimismo, encajó la ropera entre dos tablones del suelo, que estaban ligeramente separados, frente a él. Dos de sus compañeros metieron sendos garrotes en las aljabas. Todos llevaban arcos recurvados, salvo Mercedes, que sólo disponía de un arco pequeño y, por la expresión de su rostro, se sentía tan asustada como él. Con nerviosismo, tras acercársele un poco, le susurró, en un lamento:


—Llevo años sin tirar... No sé si voy a poder.


Pablo hizo acopio de entereza y fue capaz de decir, con una pizca de aplomo:


—No os preocupéis. Cuando llegue el momento, disparad hacia delante. El caso es que las ratas vean que les caen flechas.


Mercedes asintió en silencio, un silencio y una inmovilidad que mantuvieron todos los viajeros de la galera, durante los minutos interminables que transcurrieron hasta que a lo lejos, Pablo pudo ver una manada de bestias que les atacaban y se le secó la boca mientras el corazón se le quería salir del pecho. Las campanas, a menos de media legua, seguían sonando y advirtiendo del peligro.