20 febrero 2022

[El viaje de Sylwester] Marta I

MARTA I

(Año 251 de la Confederación)


Había sido una mañana dura para Marta. Se pasó largas horas arrancando la cuarta parte de las coles y removiendo la tierra con la esperanza de sembrar algo que prosperara. Le apenaba dedicar tanto esfuerzo para que luego hubiera que arrancarlas. Pero cuando Jorge venía a buscarla a primera hora de la tarde, lo iluminaba todo con una sonrisa y le daba la mano para ir a dar un paseo, el mundo volvía a convertirse en un lugar maravilloso.

Durante un rato, Marta no quiso más que sentir la calidez de la mano de Jorge, poder girar la cabeza y verlo a su lado. Caminaban por una pendiente suave, rodeados por árboles sueltos y matorrales. Las flores adornaban el suelo hasta donde abarcaba la vista.

Aprovechando que había una roca delante, Jorge la hizo detenerse y le acercó el rostro. Marta dejó que la besara en los labios con ternura y se sonrieron un instante, con los rostros muy cerca. Prosiguieron su camino y los trinos de los pájaros, la belleza de los colores y de la luz que los envolvía, y el aroma dulce del campo la hicieron feliz. Quiso incrementar ese sentimiento. Con suavidad, le tiró de la mano y se detuvieron.

—¿De verdad no te importa que sea tan guapa?

—Solo me importan tu corazón y tu sonrisa.

—Pero dicen —insistió Marta, con la cabeza algo ladeada y fingiendo inocencia en la voz— que soy la chica más guapa de Laguvia.

—No me importa.

A Marta le encantaba oírselo decir. Dejó la actitud de inocencia exagerada y lo miró con tristeza.

—Tuve a un demonio tan cerca de mí como lo estás tú ahora. ¿No te da miedo?

—Claro que no —respondió Jorge y se abrazaron—. Sobreviviste porque los dioses te protegieron, porque te aman.

Marta se apretó contra él. Le gustaba tanto que la aceptara tal y como era que mantenían aquel diálogo a menudo. Jorge sabía lo importante que era para ella oírselo decir y no le importaba repetírselo. Cuando Marta empezó a temblar, su novio le acarició el cabello y trató de confortarla.

No podía evitar estremecerse al recordar la noche fatídica en que, a los cuatro años, algo la despertó en su propio dormitorio. Se tiró de la cama y se acurrucó en una esquina, chillando y llorando, mientras una sombra oscura con ojos dorados de pupilas rasgadas, como los de las serpientes, se le aproximaba. El monstruo había atrancado la puerta y sus padres gritaban mientras intentaban echarla abajo a golpes. Lo último que Marta recordaba era que el demonio le acercó una mano a la cara y se la cubrió: tuvo la buena fortuna de desmayarse en ese instante.

Marta le susurró varios agradecimientos a Jorge, se separaron y se miraron. Su novio volvió a besarla en los labios con dulzura y retomaron el paseo.

Llegaron a una zona donde había una formación rocosa de unos quince metros de altura y que les tapaba la parte izquierda del paisaje. A su derecha, había una enorme extensión llena de azucenas y margaritas, que crecían alrededor de unos pocos árboles aislados. Marta se soltó de Jorge y se arrodilló frente a varias matas llenas de azucenas. Cuando su novio se aproximó, Marta se volvió y la frase que iba a decirle murió en sus labios. Miró embelesada una flor solitaria que crecía entre las rocas, a bastante altura. Jorge siguió la mirada.

—¡Qué flor tan bonita! —exclamó Marta—. ¿Cómo habrá crecido ahí?

Jorge le sonrió con picardía, se acercó a las rocas y empezó a trepar. Marta se asustó: era una escalada difícil y había rocas de bordes puntiagudos.

—¡Jorge, baja, por favor!

—Voy a traerte esa flor, la más bonita de todas.

—No, no la quiero. Baja… ¡Ven, ayúdame a coger margaritas! Me hare una corona para el pelo… ¡Baja, por favor!

Se le había quebrado la voz en la última súplica porque Jorge no le hacía caso. Tampoco atendió a sus otros ruegos. Marta sentía un nudo en la garganta. ¿Por qué tenía un novio tan imprudente?

Fue cosa de un segundo, de un solo mal paso. Jorge perdió pie y cayó. Le salvó la vida golpearse con una roca cercana, en vez de ir directamente al suelo, pero debió de topar con un borde afilado. Se dio un buen golpe y, cuando Marta corrió hacia él, se quedó sentado y se sujetó el brazo, aullando de dolor.

Marta se arrodilló a su lado y vio que tenía una herida muy fea en el brazo izquierdo, que no dejaba de sangrar. Mientras Jorge gritaba, Marta, con las manos temblorosas, se sacó un pañuelo y envolvió la herida, para detener la hemorragia. Apretó con fuerza, pero el pañuelo pasó de ser blanco a rojo. El pulso se le había desbocado y no sabía qué hacer ni qué decir.

Entonces, sucedió. Surgió una luz roja que envolvió las manos de Marta y esta abrió mucho los ojos. Notó un dolor intenso en el brazo izquierdo, como si se lo hubieran cortado con un cuchillo y, cuando la luz se apagó, Marta tenía el antebrazo destrozado. La sangre le llenó la manga y empezó a gotearle. La sorpresa la hizo sentarse y se sintió mareada. Lo inexplicable era que Jorge tenía el antebrazo ileso.

Su novio se miró el antebrazo, con los ojos muy abiertos, se puso de pie y se alejó unos pasos, de espalda, clavándole los ojos a Marta. Ella sollozó y buscó consuelo en la mirada de su amado. Quiso acercársele, pero Jorge se alejó unos pasos más. Marta, temblando, se abrazó a sí misma y se manchó el corpiño.

—Jorge —dijo entre lágrimas—, no sé qué ha pasado.

Avanzó hacia él, con los brazos abiertos, anhelando un abrazo que atenuase el miedo y el dolor que sentía, pero el rostro de Jorge se deformó en una mueca de rabia.

—¡No te acerques, monstruo!

Aquellas palabras le dolieron más que la herida que, por suerte, casi había dejado de sangrar. Se sintió mareada de nuevo y se arrodilló para apoyar una mano en tierra y quedar sentada sobre los talones. No podía contener los sollozos.

—No quería hacer nada. Solo… vi que sangrabas, quería detener la sangre y no sé qué pasó. Por favor, ayúdame, abrázame, me duele —concluyó, estirando el brazo sano hacia él.

—Todo el mundo me lo decía, que no debía salir contigo, pero me dejé engañar por tu belleza y por tus malas artes. ¡No vuelvas a hablarme ni a mirarme! Si te me vuelves a acercar, haré que te encierren.

—No me dejes aquí. Estoy herida, tengo miedo. No sé si podré volver sola… ¡No te vayas!

Pero Jorge ya se había alejado, sin haber mirado atrás ni una sola vez. No se podía creer que el hombre al que amaba pudiera abandonarla en mitad de un bosque, con una herida tan grave en un brazo.

Se quedó arrodillada largo tiempo, llorando a ratos, sin saber qué hacer ni recordar bien donde estaba. Se fue calmando poco a poco y ganó bastante serenidad cuando pensó que su novio había actuado así por miedo. Se había asustado tanto como ella y había actuado de manera estúpida, pero la seguía queriendo y en pocos días iría a visitarla a casa para reconciliarse. Todo volvería a la normalidad.

Aquella idea le dio fuerzas y se puso en pie. La herida del antebrazo le dolía menos y aunque el corte era visible, ya no sangraba. Algo aturdida, regresó a casa. Lo sucedido le había hecho olvidar el camino exacto que habían seguido, pero optó por recorrer la ruta por la que se había marchado Jorge. Aunque le costó el doble de tiempo que el empleado cuando caminaban juntos, logró llegar a casa sin más problemas.

Marta fue fuerte y logró contarle lo sucedido a su madre sin echarse a llorar. Dejó que la llevara a la parte trasera de su casa y esperó a que trajera un cubo de agua. La casa de Marta estaba cerca de las de sus vecinos, que bordeaban, todas, el camino que llevaba de Laguvia a Gudeña, pero no tanto como en el casco de las poblaciones austanas corrientes, de manera que su madre le lavó el corte del brazo a salvo de miradas indiscretas. Más que los cuidados y la suavidad con que le vendó el brazo su madre, lo que la alivió fue que siguió tratándola como siempre, no como si se hubiera convertido en un monstruo.

Pasó un par de horas echada en la cama, intentando recomponer su corazón roto. No logró más que consolidar la esperanza de que dentro de algunos días o una semana, como mucho, Jorge volvería para disculparse.

Su padre abrió la puerta de la habitación con tanta brusquedad que Marta se asustó. Se sentó en la cama y lo miró con un nudo en la garganta: la miraba con los ojos abiertos y el rostro tenso. Fue un instante interminable para Marta el que transcurrió desde la apertura de la puerta y el abrazo que le dio su padre.

—No te preocupes, mi niña. Todo se va a arreglar.

Se emocionó al oírle aquellas palabras y sintió que la tristeza y la desesperación que la habían invadido se esfumaban.

Su padre la dejó descansar y Marta se durmió.

*

La despertaron gritos que venían del salón. Bajó asustada las escaleras y se encontró a Pablo, un buen amigo de la familia, intentando calmar a su padre. Su madre se secaba las lágrimas y los tres hermanos de Marta permanecían sentados a la mesa del salón, con mirada triste.

—¡Es un canalla! —gritaba su padre—. ¿Sabes cuántas veces ha comido con nosotros? ¿Sabes que…?

—¿Qué pasa? —interrumpió Marta mientras bajaba las escaleras, angustiada porque no podían estar hablando sino de Jorge.

Pablo bajó la vista y su padre cerró los puños tras volverse hacia ella.

—Jorge te ha denunciado. Uno de los guardias del juzgado es amigo de Pedro. Oyó como Jorge le contaba barbaridades de ti y como el juez le prometió enviar un mensajero a Custal para que venga un destacamento a prenderte.

Marta no pudo reaccionar. El mundo se convirtió, de pronto, en un lugar al que ella ya no pertenecía. Supo que su padre le dio un abrazo a Pablo y le pidió que se marchara, pero era incapaz de entender las palabras. Tampoco oyó la breve conversación que mantuvieron sus padres. Solo volvió a la vida cuando su padre la tomó del brazo para subiera a su habitación.

—Prepara una mochila grande y llévate toda la ropa que puedas. Te vamos a esconder en el sótano y haremos creer a los soldados que has huido hacia Bozja. Cuando se hayan marchado, te llevaremos en secreto a Cránide.

Subió varios escalones muy despacio. Recordó las historias que le contaban sus amigas, y las que le relataba Jorge con entusiasmo, sobre los métodos que usaba la justicia ribedereña con los sospechosos de estar malditos y con aquellos que los ayudaban. Si la descubrían, no solo la ejecutarían a ella si la encontraban culpable, sino que sus padres pasarían años en la cárcel. Se volvió y miró a su familia.

—Pero… es que… soy un monstruo, soy un demonio y…

—¡No digas eso nunca más! —gritó su padre mientras se acercaba para obligarla a subir—. Te atacó un demonio y sobreviviste porque eres muy buena. Jorge no sabe lo que está haciendo.

Marta no se resistió y dejó que su padre la llevase a su dormitorio y cerró la puerta. Se quedó un rato mirando su cama. Lo único que deseaba era dormir hasta que el brazo se le hubiese curado del todo y que, al despertar, todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pensó en los días que iba a pasar en el sótano, iluminada solo por una lámpara de aceite y sintió que se asfixiaba. Vio a sus padres encadenados, camino de Custal o de Gudeña para ser condenados allí. No podía hacerles pasar por aquello.

Abrió un arcón y, despacio, amontonó prendas sobre la cama. Cogió un mantón negro con adornos blancos y se detuvo, ensimismada. Un regalo de sus padres cuando cumplió trece años. Suspiró y se le saltaron las lágrimas. Iba a ser inútil. Los soldados vendrían acompañados de un mago o un clérigo. Detectarían el poder maligno que se había manifestado en ella y la capturarían, por mucho que se escondiera. Su padre no lo entendería, se empeñaría en ocultarla y sería su perdición.

Miró por la ventana. Deberían de quedar un par de horas de luz: tenía que hacerlo sin tardanza. Se anudó el mantón al cuello y miró por la ventana. Si se agarraba al alfeizar y conseguía bajar un poco más agarrada a las junturas de las piedras de la pared, podría saltar y caer en tierra blanda sin hacerse apenas daño. Con mucho cuidado, se colgó del alfeizar y buscó las hendiduras de la pared con los pies. Solo logró bajar medio metros antes de perder el apoyo, pero sus pies habían quedado a poco más de un metro y cayó al suelo sin más daños que un golpe que le dolió durante un par de minutos.

Corrió lo más rápido que pudo hacia las tierras de uno de los vecinos. Tuvo la suerte de ver a lo lejos a Elena, una chica de su misma edad que era una buena amiga. Corrió hacia ella y le pidió que, cuando pasara una media hora, fuera a su casa y le contara a sus padres que se había marchado para protegerlos. Pasaría un tiempo fuera y volvería cuando todo se hubiera calmado.

Tuvo que esforzarse en no llorar cuando recordó aquella mentira. Nunca podría regresar a Laguvia. No solo porque Jorge volvería a denunciarla si la veía de nuevo, sino porque el hombre que ella creyó que la amaba habría difundido mentiras sobre ella, las mismas que habrían convencido a don Antonio, el juez, para dictar que prendieran a una chica del pueblo de la que nunca había recelado hasta entonces.

*


Marta caminó toda la noche. Estaba helada, le dolía el brazo y, cuando amaneció, también los pies y los tobillos de la caminata y de los golpes que se había dado con piedras y ramas por culpa de no ver bien. Agotada, quiso seguir caminando, pero estaba hambrienta y sedienta. Divisó un arroyo y se sentó a la orilla para beber un poco. Comprendió que necesitaba descansar, así que encontró una pequeña depresión junto al tronco de un árbol, rodeada por el otro lado por unos matorrales. Nadie la vería si se echaba allí.

*


Se despertó a medio día y siguió caminando. Su intención era llegar a Gudeña, que era lo bastante grande como para que una chica como ella pasara desapercibida. Viviría de la caridad de los templos hasta que encontrara un trabajo de criada en alguna mansión y ya pensaría en alguna forma de contactar con su familia. Aquella esperanza le dio fuerzas para ponerse en pie y caminar sin hacer caso de lo vacío que tenía el estómago y de que el frío que había pasado por la noche aún le robaba fuerzas.

Algo con lo que no contaba estuvo a punto de frustrar sus planes. Marta siempre había creído que caminar apenas cansaba, que podría hacerlo durante un día entero y que bastaría con una noche de sueño para levantarse recuperada del  todo. La realidad es que le dolían tanto las piernas y los pies que debía pararse cada hora. Al atardecer, aún no había llegado a Clana, el pueblo que había entre Laguvia y Gudeña. Otra sorpresa fue lo débil que se sentía debido a la falta de comida. Siempre había pensado que ayunar un día no era algo muy desagradable, hasta que se vio obligada a hacerlo. Lo único que pudo ingerir fueron algunas bayas silvestres que encontró a costa de alejarse del camino y retrasarse aún más.

Decidió dormir en otro refugio natural que encontró. Caminar de noche era lento y peligroso, y no merecía la pena. El problema fue la temperatura. Al quedarse quieta, pasó mucho más frío, aunque se cubriera con el mantón y se encogiera para darse calor. Al amanecer de su segundo día de marcha, se sentía enferma de frío y hambre y sin fuerzas.

Sin embargo, Marta tenía una resistencia que nunca había creído poseer. Si se quedaba cerca de Laguvia, se arriesgaba a que la rastrearan, así que continuó avanzando. Caminaba despacio, cabizbaja, con el frío de la noche aún helándole los huesos, pero siguió adelante. Aquella experiencia le demostró que la vida que había llevado en la granja no era tan dura como siempre había creído.

Llegó a Clana al inicio de la tarde. Se avergonzaba del aspecto desaliñado y digno de lástima que debía de tener, pero confiaba en que alguien pudiera ayudarla. Si hubiera podido llevarse algo de dinero, incluso, habría alquilado una cama para aquella noche. Los dos soldados que custodiaban la puerta de la muralla la miraron con recelo, aunque la dejaron seguir. Hizo un intento de arreglarse el pelo antes de avanzar hacia una plaza llena de puestos. Aquel mercado estaba situado en una posición similar a la de su pueblo: cerca de una puerta de las murallas.

Se le hizo la boca agua al ver las hortalizas, las frutas y las hogazas de pan que exponían los comerciantes. Si aquel mercado era como el Laguvia, muchos de ellos serían granjeros y no le negarían algo de comida a un necesitado. Cuando se detuvo frente al puesto de un hombre rollizo que vendía pan, se dio cuenta de que se sentía incapaz de mendigar. Acostumbrada a trabajar en el campo y a mantenerse con el fruto de su esfuerzo, suplicar un poco de pan se le hacía imposible.

—¿Qué miras? —le preguntó el comerciante.

—Me… me preguntaba si tendrá un poco de pan, aunque esté duro. Llevo dos días…

—¿De dónde eres?

—De Custal —respondió con lentitud—. Me he quedado…

—¡Que te aguanten en tu pueblo! ¡Fuera!

Marta lo miró con tristeza y se encaminó hacia el puesto de al lado, pero la vendedora le gritó que se marchara. Un par de comerciantes más se le acercaron y le gritaron que no tenían nada para una endemoniada. La gente que visitaba los puestos se volvió para enterarse de quien causaba tanto revuelo.

 Con el corazón encogido, se dio media vuelta para volver a la muralla. No había pensado que en Clana no iban a quererla. En Laguvia no era popular por ser atractiva, pero como en los pueblos todo el mundo se conoce, sus vecinos la toleraban porque nunca le había hecho mal a nadie.
Sintió que le tocaban un hombro y se volvió, asustada. Era una chica de su altura, de nariz ancha y dientes torcidos.

—¿Cuántos días hace que no comes?

—Dos —respondió Marta con un temblor en los labios.

La chica dejó un saco pequeño en el suelo, sacó una hogaza de pan y, con cierto esfuerzo, cortó un pedazo y se lo ofreció.

—Mi hermano es muy bueno, pero nadie lo soporta porque es muy guapo. No puedo darte más: somos muy pobres.

A Marta se le arrasaron los ojos y empezó a devorar el pan como si se tratara de un manjar.

—Si tienes tanta hambre —dijo la muchacha—, no comas de esa forma o te sentará mal. Guarda la mitad para esta noche. ¿Tienes dónde dormir?

Marta mordió un par de veces el pan antes de hacerle caso a su benefactora.

—Estoy de paso.

—Si vas a Gudeña, acércate a los comedores que mantiene la iglesia. Allí te ayudarán aunque seas guapa. Mucha suerte.

La joven se marchó y Marta salió de Clana para avanzar todo lo posible antes de que se pusiera el sol, animada por la esperanza de comer en Gudeña.

*


Cuando despertó a la mañana siguiente, aterida, lamentó haberse terminado el pan por la noche. Le dolían tanto los pies que no sabía cómo iba a llegar a Gudeña. Aun así, se puso en pie y caminó despacio, para no aumentar los dolores que sentía.

Buscó consuelo en el ambiente que la rodeaba. La carretera cruzaba un bosque de encinas. Marta contemplaba como el sol atravesaba las ramas de los árboles y dejó que los trinos de los pájaros la calmaran. Logró tranquilizarse tanto que se sobresaltó cuando alguien gritó a su espalda.

—¡Amiga, espera!

Era una mujer de unos veinte años, que vestía corpiño marrón, falda azul y camisa blanca. Se protegía del sol con un sombrero de paja y se acercaba caminando a grandes trancos. Esperó a la mujer y esta la agarró del brazo y tiró de ella para sacarla del camino.

—Te están buscando. ¡Ven, deprisa!

Marta, muy débil y hambrienta para resistirse, se dejó llevar, a pesar de que su intuición le decía que había algo raro. La mujer la hizo tumbarse tras unos matorrales y se ocultó con ella. Aguardaron varios minutos hasta que, a lo lejos, se oyó el ruido de cascos de caballos. La mujer le puso un brazo en la espalda para que se pegara aún más al suelo.

Pasaron por el camino cuatro soldados de caballería, que avanzaban al trote mientras examinaban ambos bordes del camino. Las rebasaron sin verlas y la mujer la obligó a estar largo rato tumbada. Solo la dejó levantarse cuando ya no se oía el paso de los caballos. Marta le dio las gracias a su salvadora, pero seguía convencida de que había algo muy extraño. Al fin, tragó saliva y miró a la mujer. Una persona, por muy rápido que caminara, no podía ir más deprisa que un caballo al trote. ¿Cómo había adelantado aquella mujer a los jinetes, a los que tendría que haber visto mucho antes de alcanzarla a ella?

—¿Cómo sabías que venían a por mí?

—Cuando pasé a su lado decían algo sobre encontrar de una vez a la endemoniada de Laguvia. Estaban hartos de buscarte y lo expresaban con un vocabulario impropio de una muchacha como tú.

Marta se puso de pie y retrocedió unos pasos. Se le agitó el pulso y respiró con pesadez.

—¿Por qué me estás ayudando?

—Bueno… te conozco desde hace largo tiempo, desde que tenías cuatro años —dijo y sonrió con malicia.

El tronco de un árbol la detuvo en su intento de huida hacia atrás. Jadeó y la miró con los ojos muy abiertos.

—Eres muy despierta para ser una simple campesina.

La mujer se transformó en la silueta que había poblado sus pesadillas durante años. Aunque a la luz del sol tenía un aspecto diferente, conocía muy bien los ojos dorados de serpiente del monstruo que tenía delante.

—Podría haber dejado que te prendieran para que te quemaran o lo que sea que les hacen a las endemoniadas —continuó diciendo el demonio, con una voz ronca aunque femenina—, pero sería una lástima desperdiciar tu talento. Además, así te martirizo. Te lo he quitado todo y, encima, me debes la vida. ¿Se te ocurre algo peor, tesoro?

El dolor por haber perdido a su familia y al amor de su vida, y el cansancio y el hambre le llenaron los ojos de lágrimas. Fue la primera vez en su vida que la rabia le robó la cordura. Gritó y se abalanzó sobre el monstruo. Quiso arañarle las mejillas, aunque el demonio le sacaba la cabeza. Logró que su rival retrocediera a saltos, usando las alas para alargarlos, pero no consiguió tocarla. Sintió que algo le rodeó los tobillos y cayó de cara. Chilló y se debatió en el suelo hasta que el demonio le alzó las piernas y Marta acabó boca arriba. El monstruo apretó y le hizo daño en los tobillos.

El ataque de rabia se esfumó. Marta se echó a llorar y le suplicó que la soltara, algo que, para su sorpresa, le concedió. Logró recomponerse y se incorporó. Se secó las lágrimas y dejó de llorar, aunque suspiraba con el corazón encogido.

—Pensé que eras una chiquilla dulce y romántica —dijo el demonio—, pero los humanos no sois más que monstruos y no merecéis más que la muerte.

Marta había perdido toda fuerza y esperanza. En aquel instante, le daba igual que aquel monstruo la matara. Quizá hubiera sido lo mejor: dejaría de sufrir. El demonio se limitó a mirarla.

—Te lo he quitado todo, pero también puedo devolvértelo. Podrías regresar a tu casa y abrazar a tus padres. Con el estúpido de Jorge no puedo hacer nada, pero tu casa, tu familia… Todo sería como antes. Solo tendrías que hacer cosas por mí, cosas que el tratado con vuestros dioses no me permite.

Sonaba tan bien. Marta se quitó un mechón de pelo de la mejilla y miró al demonio.

—¿Qué tendría que hacer?

—No seas impaciente —dijo el demonio tras reír a carcajadas—, ya te lo haré saber.

Sin más, el monstruo corrió, saltó y se alejó volando. Marta se quedó sentada largo rato. Sintió que la luz de la mañana volvía a iluminarla, como si el demonio hubiera sido una nube de tormenta. Los pájaros volvieron a trinar y las hojas de los árboles se mecieron de nuevo.

Marta se levantó, se ajustó el mantón, que tenía anudado por delante y, sin hacer caso del dolor de los pies, regresó al camino. A lo largo del día que necesitó para llegar a las murallas de Gudeña, pensó mil veces en abandonar, en sentarse al tronco de un árbol del camino y dejar que el hambre y el frío terminaran con ella. Pero la fuerza que había despertado en su interior no hizo caso de su tristeza y siguió impulsando sus pies, obligándolos a dar un paso detrás de otro.

Cuando se ofreció a obedecer al monstruo, Marta había sido sincera, pero mientras cruzaba el puente que superaba el foso de las murallas de Gudeña, decidió que moriría antes que obedecerla, por muchos deseos que tuviera de reencontrarse con sus seres queridos. Sin embargo, desde entonces, vivió con miedo a que si el demonio regresaba para tentarla, no sería capaz de resistirse y terminaría haciendo lo que le ordenase.