31 julio 2021

#EstrellasDeTinta Un trozo de pastel

Este es mi microrrelato de julio para el reto de escritura Estrellas de tinta, organizado por Katty Cool. Puedes leer las instrucciones del reto (y solictar apuntarte) en la bitácora de la organizadora:

https://plumakatty.blogspot.com/2020/12/estrellas-de-tinta-reto-de-escritura.html

En esta ocasión, voy a poner objetivos y objetos delante, asi como número de palabras.

Objetivo que cumple: 14—Infórmate sobre la asexualidad y haz un relato sobre ello.

Objeto oculto:

3- Gazpacho

Son 245 palabras según https://www.contarcaracteres.com/palabras.html 

Por cierto, supongo que se captará el humor absurdo de la situación planteada, que está en el método de trabajo de la protagonista del microrrelato.

Aquí está la etiqueta del mes:

 

Y mi recomendación de este mes es para el relato de julio de Katty Cool, que podéis leer aquí: https://plumakatty.blogspot.com/2021/07/relato-micro-y-recomendacion-prediccion.html

Aqui el micro. Espero que os guste.


UN TROZO DE PASTEL

El robo iba a ser sencillo. El vigilante era un tipo feo con cara de infeliz, la clase de hombre al que distraería con facilidad mientras mis compañeros rompían una ventana del tercer piso. Entré en el vestíbulo y me apoyé en el mostrador tras el que estaban los monitores de videovigilancia. 

Saludé al hombre y le conté que me habían dado plantón. Quiso consolarme mientras tomaba sorbos de un vaso de gazpacho.

—Hace calor, ¿no? —dije y empecé a quitarme la chaqueta.

Aquel truco siempre me había funcionado. El vigilante, al que habíamos investigado y sabíamos que no era homosexual, se embobaría con mi cuerpo perfecto y dejaría de prestar atención a las pantallas.

El vigilante me miraba mientras me quitaba prendas, pero no parecía entusiasmado. Miraba los monitores cada pocos segundos y pasó lo inevitable. Dio un respingo y pulsó el botón de alarma. Otros dos guardias salieron corriendo de una sala y me atraparon. Cuando le contaron que yo era la famosa Sandra, la ladrona sexy, el vigilante se rio.

—¿Querías engatusarme? ¡Si soy asexual! —El vigilante se rio un poco más y me miró—. No pongas esa cara. Eres atractiva, pero, para mí, el sexo es como comerme un pastel. Si ceno en un restaurante y veo en la carta de postres un pastel de chocolate, me lo como y lo disfruto, pero nunca dejaría mi puesto por ir a comerme una tarta.

Resoplé mientras aquellos brutos me sacaban de allí.

27 julio 2021

#EstrellasDeTinta Dientes

Este es mi relato de julio para el reto de escritura Estrellas de tinta, organizado por Katty Cool. Puedes leer las instrucciones del reto (y solictar apuntarte) en la bitácora de la organizadora:

https://plumakatty.blogspot.com/2020/12/estrellas-de-tinta-reto-de-escritura.html

El objetivo y los objetos, a continuación:

Objetivo que cumple: 3—Escribe un relato que suceda bajo tierra.

Objetos:

17- Constelaciones

35- Algo luminiscente.

Son 1270 palabras según https://www.contarcaracteres.com/palabras.html (he quitado un asterisco de separación de escenas), así que cumplo los objetivos de extensión.

Este es un relato que llevaba mucho tiempo deseando escribir. Lo ideé de muchas maneras, pero no llegaba a darle una forma definida. La historia de Lidia, que vive en una ciudad subterránea, me ayudó a expresar la idea principal. Puede ser que, en historias más largas, retome la idea central de este relato.

Sin TW

DIENTES


Dientes era un recuerdo de un pasado perdido. Se trataba de un conejito blanco de peluche que sonreía mostrando dos dientes, uno de tantos que se fabricaban cuando la gente podía vivir en la superficie. Lidia ignoraba cómo había sobrevivido intacto al cataclismo. Tampoco era algo que, a una niña de cuatro años que nunca había salido de la ciudad subterránea, le importara. Era su juguete preferido y lo había adorado desde que su padre se lo había regalado tras regresar de una incursión al exterior.

Lidia llevaba toda la tarde jugando a tomar el té con Dientes. Servía la bebida invisible en un par de tazas y jugaba a tomársela mientras charlaba con su peluche. En su mente, hablaban de la vida de Lidia en la ciudad subterránea, excavada en la roca e iluminada por bombillas, focos eléctricos y minerales luminiscentes. Le contaba cuánto se aburría en el colegio, como traía agua gracias a una caja con ruedas en la que la muchacha que giraba la manivela del pozo le ponía un cubo. Dientes le contaba lo bonito que era corretear entre la hierba y las flores y tumbarse de noche para ver las estrellas e identificar las constelaciones. Solo Dientes y los más ancianos de la ciudad subterránea habían visto las estrellas.

—Cariño —le dijo su madre con ternura, tras haber abierto la puerta—, los conejitos no saben usar las tazas. Comen hierba y hay que ponerles un plato en el suelo para que beban.

—Dientes sabe. Le he enseñado.

—Sírvele más y dile que luego vuelves, que tienes que cenar.

Lidia asintió, llenó la taza de Dientes y se despidió de él. Recorrió de la mano de su madre el largo e irregular pasillo que conectaba el comedor y su dormitorio. Los constructores de la ciudad, le habían explicado sus padres, no podían crear habitaciones donde querían. Por eso, vivían en una población laberíntica.

Su padre terminaba de poner los platos y las miró disgustado. Se sentaron los tres a la mesa y sus padres apenas hablaron. Lidia se sentía muy triste, porque sabía lo que significaba aquello. Sus padres se llevaron la mitad de los platos cada uno y se fueron a la cocina. Creían que ella no podía oírles, pero Lidia tenía el oído muy fino.

Discutieron otra vez. En aquella ocasión, su padre se arrepentía de haberle regalado a Dientes. Perdía mucho tiempo jugando con aquel muñeco inútil, decía él. Su madre la defendía apenada.

—Tendría que estar aprendiendo a cargar un arma, no perdiendo el tiempo con juegos idiotas —dijo su padre.

—Solo tiene cuatro años. Deja que siga siendo una niña un poco más. Ya tendrá que enfrentarse al mundo cuando sea mayor.

—Tiene que aprender a defenderse. No la trates como si viviera antes del cataclismo. Tendría que quemar a ese maldito conejo.

Lidia sabía que su padre no haría algo tan horrible, pero pensar en Dientes ardiendo la hizo llorar. Seguía haciéndolo cuando sus padres regresaron.

*

Una semana después, su madre la despertó con suavidad. Lidia dormía cubierta por las mantas que intentaban defenderla de la humedad y la frialdad eternas de las habitaciones de la ciudad subterránea. Había amanecido abrazada a Dientes, que era el único que le daba el calor suficiente como para dormir en una habitación lóbrega y fría.

—Cariño, no tengo más remedio que salir. Volveré dentro de tres horas. Tienes el desayuno en la cocina y te dejo aquí la lámpara.

La besó en la frente y se marchó. Lidia suspiró y apretó con fuerza a Dientes. Las niñas tenían que ser valientes, pero a ella le daba miedo quedarse sola tanto tiempo. Nunca lo decía, pero soñaba con que sus padres estuvieran más tiempo con ella. Solo los veía juntos en las breves cenas, y la mitad de las veces, discutían.

Lidia se levantó, arropó a Dientes, dejó encendida una luz tenue, porque a su peluche no le gustaba la oscuridad, y recorrió con cuidado el pasillo mal iluminado por la lámpara. Se tomó con desgana las gachas de siempre y se entretuvo en regar las pocas plantas que tenían en la sala de techo transparente, que era tan pequeña que solo cabían tres macetas. Lidia había visitado un par de veces las granjas, situadas muy alto, cerca de la superficie. Eran extensiones enormes llenas de plantas iluminadas por una bóveda de un material transparente y con tanta resistencia como el acero. Recordaba haber mirado hacia arriba, pero el material distorsionaba la luz y solo era visible una luz azulada difusa.

Tras una hora de aburrimiento, Lidia iba a subir a por Dientes cuando notó que algo arañaba la puerta principal. Al oír golpes terribles corrió a esconderse en una esquina, temblando. Parecía que iban a echar la puerta abajo. Entonces, se acordó: Dientes estaba en su cama. Si los atacantes entraban, lo descubrirían y se lo comerían.

Aterrorizada, se levantó y cruzó corriendo el salón. A medio camino, la puerta se desplomó y dos craugs le rugieron. Chillando, a oscuras, Lidia atravesó el pasillo que llevaba a su dormitorio. Se cayó dos veces y se hizo un pequeño desollón en una rodilla. Las garras de los craugs arañaban el suelo cada vez más cerca.

Dientes seguía sonriendo y mostrando los dientes, como si no ocurriera nada. Le tiró de un brazo, se escondió bajo la cama y se abrazó a su peluche. Vio los pies de los monstruos mientras la buscaban. Tras demasiado poco tiempo, apareció el rostro de un craug pegado al suelo, que le sonrió enseñando los colmillos. Lidia chilló mientras el monstruo le tiraba de un tobillo. Logró zafarse y acabó acurrucada en una esquina, temblando abrazada a Dientes, desecha en lágrimas.

Los craugs habían sido personas antes del cataclismo. Costaba creerlo. Eran monstruos carnívoros cubiertos de pelo marrón, con garras y colmillos y unos ojos blancos que causaban terror.

De pronto, Dientes empezó a brillar. La luz que despedía se hizo tan intensa que inundó el dormitorio. A Lidia, el resplandor no le hacía daño, pero los craugs aullaron de dolor y se retorcieron hasta que sus siluetas se difuminaron en el resplandor que creaba Dientes.

Cuando la luz del peluche se apagó, los craugs habían desparecido, igual que una pesadilla al abrir el durmiente los ojos. Dientes estaba carbonizado: se había vuelto negro y diminutas columnas de humo ascendían hasta el techo.

Se quedó allí largo tiempo, suspirando con el corazón encogido, abrazada a los restos de Dientes. Permaneció callada cuando oyó a su madre gritar desesperada su nombre desde el salón. Ni siquiera pudo hablar al verla aparecer por la puerta de la habitación.

—¡Cariño! —le dijo su madre entre  lágrimas—. ¿Qué te ha pasado, que le ha pasado a Dientes?

Lidia no pudo responder. Se pasó tres días sin hablar. Cuando pudo contar lo sucedido, no la creyeron. No encontraron ni rastro de los craugs, pero Lidia sabía que no había sido una alucinación. No se resistió cuando sus padres la quisieron convencer para tirar los restos de Dientes. Su conejito de peluche era un juguete mágico que se había perdido en una superficie devastada y que su padre tuvo la suerte de hallar. Se había sacrificado para salvarla y la magia que le había dado vida se había consumido para acabar con los craugs. Dientes ya no estaba en aquellos restos carbonizados. 

Lidia no le contó a nadie más qué sucedió aquel día, pero se guardó en el corazón el recuerdo de Dientes. Su conejito de peluche le enseñó que, a veces, la magia se escondía en los sitios más inocentes. Lidia no volvió a encontrarla.