30 noviembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VIII

 

EL ARTEFACTO VII

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 

Imagen de la ventana de la celda de una prisión

 

Sylwester decidió desayunar antes de reunirse con sus compañeros en la puerta sur. Comió distraído. No podía quitarse a Nadja de la cabeza. Rememoraba una y otra vez los besos que habían compartido y pensó en que todo el día que empezaba y el siguiente serían un sinvivir hasta que pudiera verla otra vez, hasta que pudiera abrazarla y besarla de nuevo. Siempre había querido a Laska, pero jamás había experimentado por ella unos sentimientos ni un deseo tan intensos como los que le invadían en aquellos instantes. Se preguntó si aquel anhelo por tocar a Nadja era el auténtico amor. Se planteó si no llevaría tanto tiempo creyendo amar a Laska cuando sus sentimientos hacia ella carecían de la fuerza de un enamoramiento auténtico.

Seguía distraído mientras se encaminaba al punto de reunión. Cuando llegó a la calle principal, la que había recorrido la tarde anterior junto a Nadja camino de la puerta del sur, su ensimismamiento empeoró y aliviaba la quemazón que le cosquilleaba en el pecho con algún que otro suspiro.

Cuando llegó a la puerta sur, observó que junto a Stanislaw y sus compañeros había cuatro soldados regulares y un oficial. Se inquietó cuando comprobó las expresiones tan serias de su jefe y sus camaradas. Nikolai y Jaroslaw aún no habían llegado. Sylwester no tuvo tiempo para preguntar. A una orden del oficial, los cuatro soldados fueron hacia él y, de malas maneras, lo aferraron de los brazos y se los pusieron a la espalda para trabarle las muñecas con grilletes.

Sylwester se debatió, por la sorpresa, pero  solo consiguió que le hicieran daño. Agnieszka agarró a un soldado de un brazo.

—¡No le traéis así!

Otro soldado le dio un empujón a su amiga, quien tuvo la mala fortuna de tropezar al retroceder y caer, ya que no la habían empujado con demasiada fuerza. Piotr corrió hacia ella, la ayudó a levantarse y la sujetó porque le gritaba al soldado que iba partirle la cara.

—¡Calmaos! —gritó el oficial, que se les acercó—. No tenemos nada contra ti. Justyna teme que los demonios te hayan hechizado o vayan a hacerlo. Los grilletes son para dificultarte huir si te controlan la mente, no porque pensemos que eres un traidor. Acompáñanos de buen grado.

—¿Puedo despedirme de mi familia? —preguntó Sylwester mirando al  suelo mientras sentía que los grilletes le apretaban las muñecas.

—Les avisaremos y podrán ir a visitarte.

Estuvo a punto de preguntar si podían avisar a Nadja, pero nunca había estado en su casa, ni sabía donde vivía. Se despidió de sus compañeros con amargura y cubrió el trayecto hasta la casa de Justyna cabizbajo, avergonzado de que algún conocido lo viera y pensara que se había convertido en un criminal.

Cuando se detuvieron frente a la puerta de la casa de Justyna, le quitaron el  escudo, el cinto de armas, el peto y el espaldar, sin liberarle las muñecas. Solo entraron con él en casa de la hechicera el oficial y uno de los soldados. Justyna les esperaba en el salón principal, sentada en un sillón tras una mesa.

—Dariusz, en mi presencia no son necesarios los grilletes —dijo la hechicera.

—Por supuesto, señora.

Dariusz ordenó al soldado que lo liberaran y Justyna, tras indicarle a Sylwester que se sentara al otro lado de la mesa, ordenó al oficial que dejara a dos soldados como guardia y que regresara dentro de una hora.

Sylwester se sintió intimidado por la hechicera, que se limitaba a analizarlo con la mirada.

—¿A quién le dijiste que el artefacto estaba escondido aquí?

Sylwester trago saliva y miró a la hechicera con el pulso agitado. Sabía qué tenía que responderle, pero no se atrevía a confesarlo.

—Tus compañeros de la milicia no saben nada, y agradezco tu discreción. Tu familia es de fiar. O se lo has dicho a alguien más o te han leído la mente y, si es esto último, tendré que hacer algo que detesto.

—Se lo dije a una chica, señora —respondió Sylwester, mientras sentía como si sudara agua helada.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—Solo sé que se llama Nadja y que su padre es un oficial que ha venido hace poco de Vojotla.

—Con tan poca información no puedo hacer mucho. ¿Cuánto hace que la conoces, qué tipo de relación tienes con ella?

—Señora… la conocí hace una semana o un poco más y, bueno… mi relación con ella…

A Sylwester le costaba entender qué tipo de relación tenía con Nadja, ya que se habían besado, pero no habían acordado si eran novios o solo amigos. Aparte, le avergonzaba explicarle todo a aquella hechicera tan poderosa, que lo miraba sin un atisbo de emociones. Por ello, se interrumpió.

—Entiendo. Tu intento de impresionarla nos ha costado muy caro. ¿Cómo es posible que no sepas donde vive?

—Su padre es muy estricto y no aprobaría que…

—Basta, no importa. Buscaremos a un oficial que haya venido de Vojotla con su hija y les interrogaremos. —La hechicera inclinó el tronco y cruzó las manos sobre la mesa. Se sentía como si le estuvieran leyendo la mente—. Dime, Sylwester, ¿has tenido pensamientos o sueños fuera de lo común estos días?

—Tuve un par de sueños extraños, señora, pero no se han vuelto a repetir.

La hechicera le pidió que se los contara y Sylwester obedeció. Cuando hubo terminado, por primera vez, notó asombro en el rostro inexpresivo de Justyna.

—¿Por qué no me contaste esos sueños cuando los  tuviste?

—Pedí audiencia con un hechicero, señora. Me aseguró que os los transmitiría.

—Pues ese impresentable no lo  ha hecho. Acompáñame.

Sylwester siguió a Justyna escaleras arriba, pero cuando advirtió que la hechicera había entrado en su dormitorio, se frenó en seco. No le parecía adecuado entrar en el dormitorio de una mujer con la que no tenía lazos familiares. Sylwester se esperaba que el artefacto se hallara en la misma habitación en que había dejado el artefacto la primera vez que visitó aquella casa. Sin embargo, el cofre estaba en el tocador de Justyna.

—Entra —dijo la hechicera.

Sylwester comprendió que aquella habitación debería de haber ardido tras el ataque, de ahí que hubiera tenido que sacar el artefacto de allí. Justyna se sentó en la única silla y abrió el cofre sin necesidad de llave.

—El atacante forzó la cerradura de este cofre, que estaba protegida por hechizos. Por eso estoy convencida de que era un demonio. Pero ni siquiera él fue capaz de tocar el artefacto. Te ruego que lo intentes, Sylwester.

Sylwester, con aprensión, introdujo la mano en el cofre, alzó el artefacto y se lo puso en la palma de la mano. Era como sujetar un trozo de metal, un poco frío al tacto, pero demasiado ligero para ser una pieza de metal maciza.

—Ve a la cocina —ordenó Justyna—, la sala a la izquierda de la puerta por donde entraste y dile a Lidka que llene una jarra de cerveza y que suba contigo.

Sylwester obedeció de inmediato. Lidka era una mujer de unos treinta años, entrada en carnes y de cabellos muy claros. Llenó una jarra de  medio litro de cerveza oscura y subió las escaleras detrás de él. La criada dejó la jarra en el tocador y se colocó al lado de Justyna, el opuesto a aquel en que se hallaba Sylwester.

—Hablar con el artefacto es una tarea extraordinariamente difícil —dijo Justyna y Sylwester se quedó atónito al oírla—. Me quedaré sin fuerzas, así que, cuando os lo pida, metedme en la cama entre los dos. La joven de piel tostada que viste en sueños es la misma que visualizo, aunque borrosa, cuando hablo con el artefacto. Que tú hayas tenido sueños nítidos en los que aparezca  es un prodigio. Por algún motivo, el artefacto puede y quiere comunicarse contigo, Sylwester. Voy a contarle que estás aquí y preguntarle qué desea de ti.

Justyna se concentró. Los ojos se le iluminaron con una tonalidad verde intensa y Sylwester se inquietó al ver que la respiración se le agitó y que la hechicera sudaba. Durante unos minutos, observó que Justyna musitaba frases inaudibles, como si estuviera manteniendo una conversación. De pronto, la luz de sus ojos se apagó y echó la espalda contra el respaldo de la silla. Cuando lo miró, fue evidente que estaba agotada. Tomó varios tragos de cerveza antes de hablar.

—El artefacto está molesto contigo —dijo Justyna, con voz apagada—. Dice que tenías que haber regresado a su lado cuando tuviste los sueños, que sus amenazas eran reales. Dame las manos. Para que puedas comunicarte con facilidad, tengo que cambiar algo en tu mente. Es sencillo y no te dolerá.

Sylwester obedeció con aprensión y a Justyna le brillaron los ojos al invocar de nuevo su magia, pero el proceso fue cosa de medio minuto y solo sintió como si movieran una rueda diminuta en el interior de su cabeza.

—Ahora, si lo tocas y te concentras, podrás contactar con el artefacto. Hazlo cuanto antes, pero, primero, ayudadme a acostarme. No puedo más.

Lidka le quitó los zapatos, pero la hechicera, ayudada por los dos, no se desprendió de ninguna prenda. Una vez acostada, la hechicera miró a la criada.

—Llama a los soldados. Que se lleven a Sylwester y al artefacto al sótano. —Lidka se marchó y Justyna lo miró—. Lamento tener que encerrarte, pero es por tu bien. Habla con el artefacto cuando estés solo. Luego iré a verte y me contarás que te ha dicho. Te ruego que bajes al salón.

Sylwester obedeció y se dejó conducir al sótano. Se desanimó cuando lo metieron en una celda pequeña, de dos metros de profundidad y otros tantos de ancho, donde  había solo una cama, una mesilla y un orinal. La poca luz que había entraba por un ventanuco, pero los soldados tuvieron la delicadeza de encender una lámpara de aceite cerca de los barrotes. Cerraron la puerta y lo dejaron solo.

Sentía cierta aprensión por contactar con el artefacto, pero no tenía nada mejor que hacer. Así que abrió el cofre, cogió el artefacto, se sentó en la cama y se concentró. Durante un par de minutos, no sucedió nada. Sylwester llegó a pensar que algo había salido mal hasta que, de pronto, percibió chispazos que cada vez eran más brillantes. Y todo cambió. 

12 noviembre 2022

La leyenda de Owein de Astolat

En septiembre, si no recuerdo mal, terminé de leer la novela Reflejos de Shalott, de Gema Bonnín (aquí está el vínculo del libro en la página de la editorial). Es una novela muy bonita, muy bien escrita, que os recomiendo.

Gracias a esta novela conocí la leyenda de Elaine de Astolat, la dama que sufrió una maldición que la obligó a recluirse en una torre, sin más visión del mundo exterior que los reflejos que le llegaban por medio de un espejo. Después de leer el libro, me puse a pensar si había alguna esperanza para Elaine, si había alguna forma de liberarla. Y se me ocurrió este relato. Me he basado en el poema de Alfred Tennyson titulado "La dama de Shalott", fuente principal de inspiración para la novela Reflejos de Shalott, aunque he tomado prestados dos elementos de la novela de Gema que no están en el poema.

Espero que os guste.

 

LA LEYENDA DE OWEIN DE ASTOLAT

Los destellos rojizos con que los atardeceres iluminaban las nubes perdieron para Owein su belleza cuando se llevaron a Elaine de Astolat a la torre, en la isla de Shalott, de la que nunca volvería a salir. No supo al principio por qué una dama inocente, que hacía un verano que había dejado atrás la infancia, tuvo que partir para no regresar.

Owein servía en los jardines del palacio del señor de Astolat desde su infancia. Vivía en una cabaña próxima con su familia, por eso, averiguó al cabo de los meses que Elaine había sufrido una maldición. No podría dirigir, de nuevo, la vista ni a los árboles, ni a los ríos, ni a las torres de la hermosa Camelot. Moriría si miraba directamente al exterior y, por tanto, no podía salir de la torre.

Nadie sabía quién había maldecido a la dama Elaine. Su padre, el señor de Astolat, había enviado a todos sus informadores a averiguar el origen de la maldición y encontrar una forma de romperla. Owein confiaba en los medios y la voluntad de su señor y todos los días prestaba atención a los caballeros que llegaban al palacio, anhelando oír que la maldición se había roto y Elaine iba a volver.

Sin embargo, los meses pasaron, las estaciones se sucedieron unas a otras y la ansiada noticia no llegaba. Owein sufría porque amaba a Elaine, aunque ella jamás pudiera corresponderle. Cuando ambos eran niños, lo dejaban jugar cerca de ella. Incluso conversaban de vez en cuando. Tan feliz se sentía a su lado, tan hermosos le parecían los atardeceres que teñían las nubes del mismo color rojizo claro del cabello de Elaine, que Owein prometió no separarse nunca de ella.

Entonces, no entendía qué era el amor. Alguien le dijo que para estar siempre al lado de una mujer había que casarse con ella, así que un día, se le acercó mientras se confeccionaba una diadema de flores y le dijo que algún día le pediría su mano. Elaine se tapó la boca para sonreír, pero luego lo miró con tristeza.

—Lo siento tanto. Solo puedo casarme con algún noble que mi padre elija para mí.

—Me convertiré en el mejor caballero de Astolat —respondió Owen—. Vuestro padre no podrá negarse.

Elaine se ruborizó y se rio, nerviosa. La dama tenía razón. Owein no era más que un labriego. Uno que, tras el encierro de Elaine quiso convertirse en caballero, pero al que nunca aceptaron como escudero.
Los años pasaron y el amor infantil que Owein sentía fue cambiando y se transformó en una pasión adulta, en el deseo de verla y hablarle aunque nunca pudiera tocarla. Owein quería vivir en un mundo en el que la dama Elaine fuera libre y feliz. Se le partía el corazón cuando se sentaba en la ribera del río, cerca de la torre de la isla de Shalott y oía cantar a la dama prisionera.

Por ello, cuando el padre de Elaine murió y la búsqueda del origen de la maldición solo la continuaban unos pocos caballeros sedientos de fama, Owein encargó que le forjaran una lanza, se hizo con un caballo viejo y dejó sus tierras para encontrar él mismo el origen de la maldición de Elaine.

Su búsqueda duró años. Recorrió los reinos de Inglaterra, preguntando en los pueblos por hechiceros, brujas y lugares encantados. Muy pocos de ellos pudo conocer, muy pocos de aquellos sitios se le permitió visitar porque Owein no era un valiente caballero, sino un simple campesino. Pero no desesperó, porque ansiaba ver a Elaine libre y que volviera a percibir la belleza de los atardeceres.

Hasta que un día, cruzando un bosque, se topó con una niña rubia, vestida de blanco, que se protegía tras un tronco de la presencia de un lobo negro.  Owein desmontó, aferró la lanza con ambas manos y corrió hacia el lobo. El animal le gruñó, pero el campesino no se arredró. Atacó al lobo con lanzadas de escasa puntería. Golpeó, sin herir, una pata de la bestia y le arrancó un quejido. Y, al fin, el lobo, incapaz de ahuyentar a Owein, huyó.

La niña salió de detrás del árbol. Debería de tener unos diez años. Sus ojos eran grandes y azules, su piel muy blanca y las mejillas sonrosadas.

—Gracias por librarme del lobo, valiente caballero.

—No las merezco. No soy un caballero, sino un labriego. ¿Queréis que os lleve a casa?

La niña asintió. Por la riqueza del vestido, por su manera de hablar y sus ademanes, Owein pensó que debía de tratarse de la hija de algún noble. Por eso le llamó la atención que la niña, que se llamaba Linnette, le pidiera que la llevase al bosque que crecía en el valle de al lado.

Fueron tan solo tres días de cabalgada. A Owein le pareció tan impropio de una dama como ella comer solo algo de pan y queso que, en el primer pueblo que encontraron al entrar en el valle al que se dirigían, le compró una torta dulce. La niña se la comió con avidez.

—Estaba buenísima, Owein. Es la primera vez que alguien me compra un dulce.

—¿Ni siquiera vuestros padres?

—Mis padres hace tiempo que partieron —respondió en un tono menos amargo del que Owein se esperaba.

En la tarde del tercer día de viaje con Linnette, la niña, con gran alegría, lo hizo detenerse cerca de gran roble. Le pidió que se acercara y le sonrió.

—Os ruego, valiente Owein, que no os asustéis veáis lo que veáis. Confiad en mí.

Linnette tocó el roble con la palma de la mano y, de pronto, era una mujer tan alta como el propio Owein. El campesino, aterrado, retrocedió dos pasos y quedó sentado en el suelo.

—No temáis. Soy Linnette de Lyan. También me llaman la Dama del Roble y no voy a haceros daño.

—¿Sois una hechicera?

—Soy un hada, y este roble es el que me da fuerzas. Levantaos, valiente Owein. Solo siento agradecimiento hacia vos. Rompisteis una maldición que llevaba atormentándome dos meses y me trajisteis de vuelta a mi bosque.

Owein se puso en pie. El hada se sentó junto al árbol y le pidió que hiciera lo propio frente a ella. Tocó el suelo con un dedo y brotaron dos cuencos de madera llenos de hidromiel. Owein, intimidado por su anfitriona, se tomó la bebida antes de plantearle la pregunta que ansiaba decirle desde que Linnette había hablado de una maldición.

—¿Rompí una maldición?

—Ese lobo negro era un animal maldito. Perturbaba la paz de mi bosque y me alejé de mi roble para despistarlo, pero la maldición consistía en que aquel monstruo me perseguiría allá donde fuera. Cambié mi aspecto al de una niña, pero no me sirvió. Entonces, valiente Owein, llegasteis vos, luchasteis con el lobo y, al forzarlo a huir, rompisteis el vínculo maligno que lo ataba a mí y, por tanto, acabasteis con la maldición.

—Me alegra haberos servido, pero me apena ser  capaz de romper una maldición y no saber  acabar con aquella me obliga a vagar por toda Inglaterra. ¿Vos podríais ayudarme?

—No lo sé. ¿Sufrís una maldición? No lo parece.

—No la sufro yo, sino una dama.

—Contadme más, valiente Owein.

—Hay una mujer encerrada en una torre, sin poder mirar al exterior porque, de hacerlo, se marchitará como una flor abrasada por el sol.

—¿Habláis de la dama de Shalott?

Owein abrió la boca. Tras la sorpresa, su corazón se llenó de esperanza.

—Sí, hablo de Elaine de Astolat y llevo años buscando un remedio para su maldición.

—¿Por qué?

—Porque quiero que Elaine sea libre, quiero que sea feliz, que pueda ver de nuevo los campos y los ríos, que pueda sentarse donde desee para ver los atardeceres.

—Tres veces me han visitado caballeros en el transcurso de los años para preguntarme cómo romper la maldición. Cuando les he preguntado por qué deseaban romperla, me han hablado de la fama o de obtener algún premio. Sois el primero cuya motivación es Elaine. ¿Por qué? ¿Esperáis conseguir su mano?

Había soñado con aquello muchas veces, con que Owein la liberaba y ella se enamoraba de él, pero no eran más que sueños. Él era un campesino y no tenía nada que ofrecerle más que una vida de privaciones. No quería eso para ella.

—Soy solo un campesino. Nadie me concederá su mano, ni siquiera Elaine. La conozco desde que era una niña y solo quiero verla libre y feliz.

—Entonces, quizá pueda ayudaros, valiente Owein.

Owein la miró esperanzado, ilusionado.

—Los hombres, y no me refiero a la especie sino a los varones, lo solucionan todo dominando y destruyendo. Buscan acabar con la maldición y convertirse en héroes, pero eso no se puede hacer con una maldición semejante, porque desgarraría el tejido del que está hecho el mundo y violaría las leyes de lo sobrenatural. No es ni parecido a ahuyentar a un lobo.

—Entonces, ¿no hay esperanza para Elaine?

—Si queréis convertiros en un héroe y ganaros la admiración de todos,  no la hay. Si solo deseáis liberar a Elaine, hay un modo, pero tendrá un precio.

—Contádmelo —dijo Owein mientras un cosquilleo de esperanza le invadía el pecho.

—Puedo invertir la maldición. No cambiaría los efectos que causaría incumplirla, pero sí sus prohibiciones. Si hacéis dos cosas  y perdéis algo, cambiaré el tejido del mundo para que la maldición caiga sobre Elaine solo si abre los ojos dentro de la torre donde está recluida, en vez de morir si contempla el exterior. ¿Estáis dispuesto a liberarla?

—Mi mundo es gris desde que ella languidece en su encierro. Contádmelo, os lo ruego.

—Tendréis que romper el espejo a través del que ve el mundo. Luego, le vendaréis los ojos y la haréis salir de la torre.

La mujer tocó la tierra con un dedo y, en un instante, creció una planta que floreció y dio como fruto bayas rojas. Su interlocutora arrancó una de las bayas y se la puso en la mano.

—Una vez fuera, y no antes, deberá comerse esta baya. Con eso, la maldición se invertirá. Sin embargo, el dolor que ahora sufre Elaine no puede desvanecerse sin más, por el bien del equilibrio. El precio que acabáis de pagar es que he extendido la maldición a vos. Sé que amáis a Elaine o no estaríais hablando conmigo, así que sufriréis la misma muerte a la que la maldición de Elaine la condena si la besáis. No importa cuán casto sea ese beso, dará igual que sea en la mejilla o en la mano: si besáis a Elaine, moriréis.

A Owein se le partió el corazón. Aunque siempre había entendido que nunca podría tomar como esposa a Elaine, aquella prohibición le parecía cruel en exceso. Soñaba con besarle las mejillas, como haría un viejo amigo. Inspiró hondo un par de veces, pero jamás albergó la más mínima duda.

—Lo haré. ¿Cómo podría pagároslo?

—No es necesario. Os ayudo porque luchasteis contra un lobo para salvar a una niña a la que no conocíais y, sobre todo, porque le disteis a esa niña un  dulce. Nadie tiene esos detalles conmigo. Ahora, partid con mis mejores deseos: mientras antes salgáis, antes haréis libre a Elaine. Deseo que, algún día, el destino nos vuelva a reunir, valiente Owein.

Owein tomó con delicadeza la mano del hada y le besó el dorso. Sin perder tiempo, montó y emprendió al trote el camino de regreso a Astolat. Cabalgó hasta que cayó el atardecer. La mera ilusión de ver pronto libre a Elaine le devolvió la luz a aquel ocaso a ojos de Owein.

Le llevó dos semanas volver a la isla de Shalott. Se detuvo en el último pueblo antes de la isla y se compró un jubón y unos pantalones. Cerca de la torre donde languidecía Elaine, se sumergió en el río y esperó a secarse antes de ponerse su ropa nueva. Elaine era una noble, no se presentaría ante ella sucio y con la ropa raída. Tras el baño, se sentó a comer algo junto al camino.

Estaba terminando cuando oyó los cascos de un caballo y se puso en pie al ver al caballero. Era un hombre apuesto, que de su armadura solo se había quitado el casco, de cabellos castaños. Era inconfundible. Cuando llegó a su altura, Owein se arrodilló.

—Es un gran honor, sir Lancelot.

—Agradezco vuestras palabras, amigo. ¿Necesitáis ayuda?

—No, mi señor. Solo pretendía homenajearos.

Sir Lancelot le dedicó más palabras amables y siguió su camino hacia Camelot. ¡Con que alegría iba a contarle a Elaine que había conocido a sir Lancelot! Esperó un tiempo breve, para darle tiempo al caballero a alejarse, y partió hacia la isla de Shalott. Se detuvo un momento para contemplar, una vez más, el hermoso atardecer.

Dejó el caballo junto al poste al que estaba atada la barca con que cruzó las aguas para llegar a la isla de Shalott. Corrió hacia la puerta y se sorprendió de encontrársela abierta.

—¡Dama Elaine! —gritó Owein—. Soy un amigo, ¿dónde estáis? Necesito hablaros.

Subió unas escaleras y se sintió angustiado cuando llegó a la que solo podía ser la alcoba de Elaine. La habitación estaba revuelta y el espejo, destrozado. Bajó las escaleras llamando a la dama de Shalott, circundó la torre, sin encontrarla, dificultado por las sombras de la noche que acababa de caer.

Entonces, a lo lejos, oyó la dulce voz de Elaine, río abajo. Sin pensárselo, se tiró al agua y nadó lo más rápido que punto hasta el lugar donde había dejado al caballo, un sauce enorme. Galopó por la ribera del río, siguiendo el dulce sonido de su voz, que cantaba una melodía triste, doliente.
Owein se guio por la canción hasta que esta, de pronto, se apagó. «Dama Elaine, os lo suplico», pensó el campesino, «no dejéis de cantar. Si vuestra voz se apaga no podré encontraros».

Siguió cabalgando y quiso el destino que viera la luz débil de unas velas que viajaban en un bote, cuando ya se vislumbraban las primeras casas de Camelot. Creía ver a una mujer vestida de blanco y supo que la había encontrado. Rebasó el bote, desmontó y se lanzó al agua. Nadó y se encaramó a la embarcación con el mayor cuidado que pudo.

Entonces la vio.  Elaine era la mujer más bella que jamás había visto. Dormía entre hermosos tapices y las hojas caídas de los árboles adornaban la barca. Y, cuando Owein advirtió que estaba demasiado quieta, supo que algo iba mal. Le tocó una mejilla y la notó congelada. Comprendió que Elaine, la dama de Shalott, estaba muerta, que la maldición le había quitado la vida.

Las lágrimas le cerraron la garganta y no pudo hacer más que seguir sujeto a la barca. Inspiró hondo y contempló a Elaine una vez más.

—Si no podéis ver más atardeceres —le susurró Owein—, si vuestro único lecho va a ser la tierra, no habrá felicidad posible para mí, el iluso campesino que tuvo vuestra cura en la palma de la mano y no logró llegar a tiempo. Dama Elaine, lo único que quiero es estar siempre con vos.

Owein se encaramó un poco más al bote y, con el mismo cuidado con que se toca algo frágil cuyo valor es incalculable, besó la mejilla helada de la dama de Shalott. Poco a poco, la sangre se le congeló y la sombra cubrió por entero los ojos del campesino. Owein murió bajo las auroras boreales, junto a la mujer a la que siempre había amado.

Estaba escrito que Elaine llegaría sola a Camelot. Por tanto, el cuerpo de Owein se fue deslizando, despacio, como si se resistiera a separarse de la dama de Shalott. Al fin, cayó al agua y se hundió en la negrura.

*


Las leyendas y los cuentos solo hablan de los caballeros que salen victoriosos o mueren con gran honor. Nadie quiere escribir sobre campesinos que fracasan en su empeño. Pero ninguna historia que ha sucedido se pierde, porque se queda entrelazada en la urdimbre del tejido que forma el mundo.

Por ello, aquel viajero que se siente cerca de la isla de Shalott y contemple las nubes rojizas de los bellos atardeceres, si presta atención, oirá un relato que el viento susurra. Una leyenda según la cual, Linnette, la Dama del Roble, se sumerge en el cauce oscuro del río y devuelve a la superficie el cuerpo de Owein. Con las mejillas llenas de lágrimas, la Dama del Roble quema el cuerpo del campesino y guarda las cenizas.

Cuando los funerales de Elaine han terminado  y la tumba de la dama de Shalott refleja levemente la luz del atardecer, Linnette entierra las cenizas de Owein junto a ella. Dice la leyenda que, con ello, la Dama del Roble cumple la última voluntad del campesino que estuvo a punto de romper la maldición de la dama de Shalott.

Y dicen los susurros del viento que Elaine y Owein seguirán juntos hasta que el tejido del mundo desaparezca.