31 mayo 2022

[El viaje de Sylwester] Mähra I

MÄRHA I


(Actualidad: año 252 de la Confederación)



La última infiltración en Ribedera había sido agotadora. Märha no habría podido alejar más a Katarzyna de Gudeña sin hacerla sospechar, así que el vuelo de regreso hasta el Camino en el Cielo más cercano había sido largo y peligroso. Se había tratado del segundo en pocos días, porque hubo de infiltrarse antes para dejar a los homúnculos en el cobertizo y engañar a los propietarios del edificio haciéndose pasar por humana.

Por ello, Märha quiso quedarse en la cama un poco más, pero fue inútil. Recordó a Katarzyna, aquella maldita alimaña que había osado plantarle cara. Estuvo a punto de matarla y fue una suerte que se contuviera en el último momento. No solo la habrían atacado los dioses austanos, sino que los años que había dedicado a vigilar y proteger a aquella desgraciada se habrían desperdiciado por un arranque de furia. Tanta rabia sintió que se puso en pie e hirvió agua para prepararse una infusión de wösla.

Con el tazón humeante, se sentó frente al mueble donde protegía la imagen de Lahbäly. Miraba la estatua de su hija muerta a diario. La había empezado a esculpir tres meses después de que la mataran, para no olvidarla jamás y para no olvidar cómo se la quitaron. Había sido una diablilla alegre, que adoraba jugar con sus muñecas de trapo, que Märha aún conservaba en un baúl.

Al principio, su dulzura y su inocencia la habían decepcionado. Märha soñaba con que fuese tan poderosa como su abuela, que participó en batallas contra los humanos, pero Lahbäly nunca habría sido una guerrera: no iba a ser grande ni fuerte y le repugnaba pelear. A pesar de ello, su pequeña se hizo querer tanto que Lahbäly había sido su vida, y ver la sonrisa, las alitas desplegadas y la imitación de la luz de sus ojos que había conseguido imbuirle a la estatua avivaba su odio. A pesar de los 117 años transcurridos, recordar la risa de su pequeña mantenía abierta la herida de su alma. Y el dolor que le causaba se transformaba en odio hacia los seres humanos, los monstruos sin corazón que la habían matado por capricho.

Cerró un puño tembloroso mientras volvía a evocar el día en que la perdió. Vivían en una aldea del reino de Rhor, cerca de la frontera de un territorio disputado por tribus cawkeníes y ekroskies, dos pueblos humanos. El soberano de Rhor era de los pocos que combatían de forma activa a los humanos y había destruido casi todos los bosques de las tierras en disputa para anexionárselas. Cuando aquellos monstruos habían invadido el planeta, hacía milenios, lo habían envenenado con árboles traídos de la Tierra, que emponzoñaron el aire. Su entonces soberano se había limitado a limpiar el área.

Un mal día, los dioses austanos decidieron intervenir. Reunieron un ejército de cawkeníes, ekroskies, usekkas y algún voluntario austano e invadieron Rhor. La forma en que los humanos combaten es brutal y despiadada. Avanzaron hacia la capital de Rhor con dos ejércitos que avanzaban desde puntos diferentes e infestaron la frontera con multitud de unidades pequeñas cuyo objetivo era arrasar aldea por aldea.

Cuando le tocó a la aldea donde vivía con su hija, Mähra logró esconderse en el dormitorio de su casa, con Lahbäly temblando en sus brazos. Los humanos construyen sus viviendas con madera muerta de sus árboles repulsivos o con piedra inanimada. Poco más se puede esperar de una especie que solo sabe dar vida a monstruos de metal y forrarse de acero para espantar el miedo en los campos de batalla. Las casas de los demonios están vivas, crecen y se desarrollan para proteger la vida de sus moradores, a los que aman. Mähra, en su inocencia de entonces, creyó que por eso respetarían las viviendas y se contentarían con destruir las defensas y las armas. Fue su última esperanza vana.

Un ángel, a espadazos, reventó uno de los muros. Mähra tembló junto a su hija cuando sintió como su casa le transmitía a la mente gritos de dolor y socorro. El monstruo de metal no tuvo suficiente: alargó el brazo desarmado y brotaron llamas. Su casa ardió y se vino abajo en un par de minutos. Desesperada, poco antes del colapso, empujó a su hija por un hueco que su vivienda moribunda quiso crear para que pudiesen salir.

Mähra le grito a su hija que escapara, pero Lahbäly se empeñó en tirarle del brazo para hacerla salir por un agujero demasiado pequeño. La casa se vino abajo y liberó a Mähra, pero le robó el aliento el tiempo suficiente como para no poder calmar a su pequeña. Entonces, cometió el fallo que no había dejado de atormentarla. Lahbäly se dio la vuelta y corrió, pidiendo auxilio para su madre. Mähra fue demasiado lenta. Sacó un brazo de debajo de los restos de su vivienda para agarrar a su hija de la cola. Falló por menos de un palmo y vio a Lahbäly adentrarse en la misma calle donde tantas veces había jugado. Habría necesitado, tan solo, un segundo más y su pequeña seguiría viva.

Se liberó con rapidez y corrió tras ella, para nada. Lahbäly se detuvo frente a cuatro alimañas ekroskies, el doble de altas que ella. No tuvieron piedad. Uno la derribó de un tajo y los demás la rodearon y la hicieron pedazos con las espadas. Mähra intentó atacarlos, dispuesta a llevárselos a la muerte consigo. Otro guerrero, que nunca supo de dónde salió, la derribó de un hachazo en la espalda.

Notó que un humano se le echó encima y la inmovilizó. Mähra no medía los cuatro metros que había tenido su madre, pero sí superaba los dos metros y era más grande que casi todos los humanos. Si no la hubieran herido, habría podido liberarse del monstruo que se empeñaba en detenerla. Al no poder soltarse contempló, sin poder hacer otra cosa que gritar, como despedazaban a su hija. Tenía las alitas desgarradas y había dejado de moverse, pero a aquellas bestias les daba igual: seguían golpeando su cadáver una y otra vez. Dos guerreros se acercaron para rematar a Mähra y sucedió lo que terminó de destrozarla.

—¡Basta, son civiles! ¡Parad! —gritó en cawkení el humano que la había apresado.

Apareció otro humano que forcejeó con los otros dos, un guerrero y una guerrera usekkas, que seguían empeñados en matarla. Al final, los cuatro salvajes y los dos usekkas se marcharon a la carrera, mientras más humanos corrían de casa en casa. Mähra siguió debatiéndose, a pesar del dolor de su herida y de la debilidad que le causaba la hemorragia. Quería morir, pero aquel monstruo se empeñaba en salvarla. Cuando perdió las fuerzas, notó que, ayudado por otro humano, le estaban deteniendo la hemorragia.

Mähra se terminó su infusión de wösla mientras los recuerdos reavivaban su odio. Deberle la vida a un humano era algo solo un poco menos cruel que haber perdido a su hija. En su infinita maldad, la habían dejado vivir para que sufriera la pérdida de su pequeña el resto de su vida. Sus últimos recuerdos fueron contemplar los restos de Lahbäly mientras el sopor que le había inducido el humano por medio de su magia maligna la adormecía. Suplicó en susurros que la mataran hasta que perdió el conocimiento.

Mähra se levantó y bajó al sótano. Su nuevo hogar sentía el mismo odio hacia los humanos que ella misma, así que la mujer que sus planes la obligaban a tener allí estaba en el rincón más lóbrego y apartado que pudo construir. Para ver, tuvo que invocar sus poderes e iluminar la estancia. Sintió un leve placer al contemplar el cuerpo de aquella muchacha que yacía envuelta en un cristal que la preservaba. Lamentaba que estuviera muerta y no pudiera sufrir, pero la alegraba la idea de que no podía disfrutar de la sombra de los repulsivos árboles terrestres. Era una muchacha pequeña para tratarse de una humana, con una deformidad en una pierna. Se trataba de una humana insignificante a la que amaba un humano grande que le era fiel. Aquel monstruo era un austano llamado Guzmán, quien esperaba de Mähra que le devolviera a aquella chica con vida y, aunque aún no sabía cómo, estaba dispuesta a intentarlo siempre que el humano le sirviera bien.

De pronto, su vivienda le avisó de que tenía una visita. Mähra volvió a la planta superior y abrió la puerta principal. Había un diablillo adorable en la puerta. Era del tamaño de Lahbäly: apenas le llegaba a la parte superior de los muslos. Mähra le sonrió con afecto.

—Esto es para usted —dijo el diablillo mientras alzaba una semilla que tenía en la palma de la mano.

—Gracias. ¿Quieres pasar? —respondió Mähra tras recoger la semilla. El diablillo se negó y Mähra dijo—: espera un momento.

Se encaminó a la despensa y cogió uno de los löwa más frescos y grandes que tenía. Regresó a la puerta y se lo dio al diablillo.

—Toma, está muy dulce.

El mensajero se lo agradeció con alegría y empezó a morderlo antes de volverse y alzar el vuelo. Mähra suspiró. Su pequeña habría acabado realizando las mismas tareas que aquel diablillo. A los más pequeños de su pueblo se les asignaban ese tipo de trabajos: llevar comunicaciones o transportar objetos pequeños. Solían ser rápidos y ágiles.

Cerró la puerta y se comió la semilla. Los dioses austanos tenían sirvientes mecánicos por todas partes y para comunicaciones secretas, la mejor solución eran semillas como aquella. Un par de minutos después, visualizó en la mente el contenido del mensaje. Le faltó tiempo para arreglarse y dar instrucciones a la casa.

Se puso ropa de abrigo; así evitaría volar más despacio por tener que usar la magia para calentarse. Otra maldición de los humanos era que pueblo había tenido que modificar sus cuerpos hasta parecerse a ellos. El rango de tamaños de los demonios era diferente al de los humanos, ya que había diablillos de tan solo medio metro de altura mientras que los grandes guerreros rozaban los cinco metros. Otras diferencias eran que tenían colas largas, alas, colmillos y, algunos, también cuernos. El tono de la piel era rojizo y el cabello siempre negro, pero eran demasiado parecidos a aquellos monstruos. Cuando la flota de naves espaciales humanas atacó su planeta y derrotó a su pueblo en apenas diez días, tuvieron que cambiar sus cuerpos para no morir asfixiados en la atmósfera ponzoñosa, llena de oxígeno, que los humanos crearon gracias a sus malditos árboles. En el pasado, los demonios habían sido seres gráciles, de gran belleza: un cuerpo cilíndrico de serpiente con doce tentáculos. Por eso, en su honor, Mähra tenía ojos de serpiente, animal terrestre que los humanos temían.

Salió de casa y emprendió el vuelo. Las alas de los demonios apenas ayudaban a sustentarse y si podían volar era porque usaban la magia, el último resto vivo de la antigua tecnología de los demonios que, por desgracia, algunos humanos también podían utilizar. Voló lo más rápido posible. El mensaje era de Gröndha, uno de los pocos nobles del país que se oponía a los humanos de forma activa, que le solicitaba una reunión con él y con Skanblös, un demonio de cuatro metros de altura, gran guerrero y mejor hechicero. Había memorizado la última frase de Gröndha.

—Necesitaremos tu ayuda. Skanblös ha encontrado un artefacto humano y tenemos que conseguirlo como sea.

02 mayo 2022

[El viaje de Sylwester] Katarzyna II

KATARZYNA II

(Actualidad: año 252 de la Confederación)


Empuñadura de una espada ropera

Para Katarzyna, el mejor invento austano eran los espejos. Gracias al que tenía en su dormitorio, podía ajustarse el coselete sola y con comodidad. La parte negativa era que verse de cuerpo entero durante el proceso despertaba una desazón absurda.

Vestir la armadura, sin esperar un combate duro, debería haber sido el momento más feliz para una guerrera cawkení. No sentir aquel orgullo nacía de la estúpida necesidad de lucir su belleza. Le encantaba que la fina camisa de insinuara su figura. Cuando se ponía el peto acolchado, las líneas del torso quedaban casi ocultas. Al colocarse el coselete y ceñirse los cinturones, solo quedaba de su belleza la melena rubia. Eran pensamientos ridículos que la atormentaban, pero ese había sido el regalo de aquel demonio de ojos de serpiente al que odiaba con toda su alma.

Otra fuente de tristeza eran sus armas. Al carecer de la pericia que el demonio le había arrebatado, necesitaba ocultar la realidad. Su coselete, hecho a medida, tenía aspecto de brigantina, pero no incluía ni una sola pieza de metal: era una simple armadura de cuero endurecido, protección típica de civiles o de tropas irregulares. Quien se topara con ella pensaría que se enfrentaba a una guerrera lo bastante hábil como para usar una brigantina. A Katarzyna le sobraba fuerza para soportar el peso de las placas metálicas, pero con una armadura así no acertaría ni una estocada.

Cuando se ciñó el cinto de armas y contempló la espada ropera y la daga de vela cada una en su vaina, no pudo reprimir un suspiro. Aquellas hojas austanas eran lo más adecuado para enfrentarse a golfos, canallas u homúnculos si carecía de habilidad, pero no se parecían a las armas cawkeníes que siempre soñó utilizar. Katarzyna deseaba ser una guerrera poderosa, a quien sus oponentes no le aguantaran más de dos hachazos. Soñaba, a veces, con cargar contra el enemigo blandiendo a dos manos un hacha de un metro de mango, capaz de partir a un guerrero en dos de un solo golpe.

Sin embargo, se tenía que conformar con una ropera. Al menos,  se trataba de una espada pesada, capaz de atravesar a un enemigo y con la inercia suficiente como para tener que realizar ataques y paradas con un mismo movimiento.  Además, era un arma hermosa, de gavilanes largos y una guarda compuesta de lazos de metal.

La daga de vela, que llevaba a la espalda, tenía gavilanes igual de largos que la ropera y una plancha de metal con forma de vela que le protegía la mano y, para detener ataques, era igual de efectiva que un broquel. Había adoptado esa daga defensiva al vérsela usar a su socio, Antonio. Lo triste era que no tenía ni idea de atacar con esa daga: era un arma ofensiva que solo le valía para cubrirse, pero la prefería a los broqueles.

Al fin, se recogió el cabello, se colocó y cerró el casco de cuero, que no la protegía mucho, y el gorjal. El único atractivo que le restaba eran los ojos, muy azules. Aunque supiera que viviendo entre austanos ser atractiva solo suponía problemas, la tristeza causada por su maldición no desaparecía. Al fin, se puso una capa de viaje de color verde oscuro.

Bajó a la calle, deseando no encontrarse con María, su casera. Le debía varias semanas de alquiler porque se había tenido que comprar unas botas nuevas y eso había coincidido con un mes en que los encargos escasearon. Esperaba que gracias a aquel trabajo al que se dirigía pudiera pagarle, al menos, una semana. A María la consideraba una amiga, que la había ayudado cuando llegó a Gudeña, y detestaba no poder pagarle una renta que era justa.

María soportaba una maldición parecida a la suya. No la había maldecido ningún demonio, pero era muy bella, y eso en Gudeña suponía problemas. Cuando Katarzyna llegó a la ciudad, aún no tenía ni casco ni armadura y padeció el recelo, mucho mayor que entre los cawkeníes, que sienten los austanos por las personas atractivas. La única que se apiadó y le alquiló una habitación fue María, porque sufría lo mismo. Quizá peor, ya que su casera no podía protegerse con un casco y un coselete que ocultasen su atractivo. Le repugnaba causarle problemas económicos.

Se encaminó hacia la puerta norte de la ciudad, caminando junto a la muralla, donde se había citado con Antonio. Su socio era un bribón, aunque, al menos,  tenía principios y era más sinvergüenza que cruel. Iba animada porque el trabajo que les habían propuesto consistía en desalojar huéspedes indeseables de una granja: ratas grandes u homúnculos, como mucho, algo que se pagaba bien.

Vio a Antonio de lejos, sentado de cualquier manera sobre unos bultos.  Al verla, se puso en pie. Tenía cerca un carromato con dos bueyes sujetos por el yugo. Resopló antes de pararse frente a él y se quedó callada cuando la saludó. No se creía que no hubiera encontrado un transporte mejor.

—No digas nada —dijo Antonio—. Nos llevará gratis si cargamos todo esto en el carro.

—Podías haberlo hecho mientras me esperabas.

—El transporte lo pagamos a medias, como siempre.

En el fondo, pensó Katarzyna, era justo. Se quitó el cinto de armas y lo dejó en un rincón del carro. Los bultos eran grandes lienzos de tela, cuerdas y sacos vacíos.

—Los sacos apestan —dijo Katarzyna cuando levantó una buena cantidad de los mismos.

—Estaban llenos de cebollas.

Katarzyna no dijo más: se limitó a cargar con rapidez el carro. Era más fuerte que su socio, así que pagó más de la mitad del transporte, algo que a Antonio le debió de parecer excelente. A ella le dio igual.

Se acomodaron entre la carga, mirando hacia la parte trasera del carromato. A Katarzyna le gustó ver cómo se alejaban los muros de Gudeña. El camino tenía una pendiente ligera y la vista de la ciudad y de su puerto era espléndida. Además, le debía mucho a aquella ciudad.

Desde que padeció la maldición, soñó con ser lo bastante mayor para irse de casa. No solo porque siempre había deseado ver mundo, sino para evitar que sus poderes de bruja le hicieran daño a su familia. En Gudeña, contratando a novicios para que le leyeran volúmenes antiguos, había sabido que el demonio al que odiaba la había convertido en eso, en una bruja. Había trastocado su mente para cambiar su habilidad física por una afinidad instintiva a la magia negra. Si perseveraba, podría controlar su subconsciente y sería capaz de aprender magia, pero siempre viviría con el miedo de que sus poderes instintivos se liberaran cuando menos le convenía.

Entre los cawkeníes, irse de casa de los padres por un motivo diferente a casarse era inusual. Solo se hacía si la situación familiar era muy mala: maltratos, pobreza insoportable o problemas serios con los padres. Katarzyna se marchó de casa a los dieciséis años sin haberse casado. Le partió el corazón fingir que lo hacía soltera porque no aguantaba a sus padres. Después de su maldición, se había distanciado de ellos, pero seguía queriéndolos y le costó varios meses perdonarse a sí misma por aquella mentira.

No abandonó su ciudad natal hasta un año después. Trabajó todo ese tiempo en el campo o ayudando en obras y ahorró lo suficiente para establecerse en Gudeña. Sabía que, siendo una endemoniada, no era digna de usar el hacha. Si quería aprender lo mínimo que pudiera asimilar, necesitaba instructores austanos. Fue duro porque las clases eran caras, la espada ropera y la daga de vela le costaron una fortuna y en la ciudad era muy difícil encontrar empleo para una mujer.  Los austanos no aceptaban que una mujer trabajara en una obra o como estibadora en el puerto, aunque fuera capaz de demostrar que tenía fuerza y resistencia suficientes. Katarzyna sabía aprovechar al máximo su vigor y era tan eficiente en tareas físicas como un soldado: cuando demostraba que podía levantar cargas pesadas sin problemas, los capataces cawkeníes la contrataban. Los austanos, nunca.

Por ello, cuando se le acabaron los ahorros, se vio obligada a aceptar trabajos de guardaespaldas, a menudo, de gente poco recomendable. Alguna vez, había realizado tareas ilegales, si bien nunca había aceptado participar en palizas o asesinatos. Todo mejoró cuando decidió asociarse con Antonio, después de haberle quitado de encima a dos tipos que querían pegarle.

Miró a su izquierda y comprobó que Antonio se había preparado un lecho con los sacos malolientes y dormía. Era poco trabajador y no era prudente fiarse de él, aunque había aprendido a no intentar engañarla a ella, pero era un buen socio. Una vez aceptado un trabajo, nunca le fallaba. Lo mejor era que no le afectaban ninguno de los dos aspectos principales de su maldición. Se asustaba cuando se desataban sus poderes, pero no la despreciaba por tenerlos. Por otro lado, no le interesaba intimar con mujeres ni con hombres. Teniendo en cuenta que ella tendía a compadecerse de quien se fijaba en ella y se dejaba besar con facilidad, tener un socio como él era un alivio.

Una hora después de la partida, el camino se volvió tan malo que Katarzyna no entendió como Antonio no se despertó. Cuando tras otra hora de aguantar baches llegaron a su destino, tres viviendas construidas muy cerca con otros edificios auxiliares levantados algo más lejos, tuvo que sacudirlo con suavidad para que abriera los ojos.

—Qué viaje tan cojonudo —dijo Antonio mientras se estiraba.

—¿En serio? He ido dando botes todo el camino. ¿Cómo lo haces?

—Será el vino. Anoche estuve en la taberna, para celebrar lo de hoy.

Se bajaron del carro y, como última parte del pago, descargaron los sacos malolientes, que eran para una de las tres granjas. Katarzyna siguió a Antonio hasta la puerta de una de ellas, un edificio de piedra de paredes blancas y ventanas de madera, muy bonito. Un hombre de tez morena y muchas canas les hizo pasar. Había una mujer de edad parecida sentada a una mesa, que los saludó con un gesto de la mano. Katarzyna se inquietó porque el hombre la miraba a los ojos.

—Un placer conocerla. Me llamo José Miguel —dijo el hombre en cawkení y le tendió la mano.

—Habla muy bien mi idioma —respondió halagada Katarzyna en cawkení—. Me llamo Kasia. Un placer.

—Apenas sé unas palabras en cawkení —afirmó el hombre en austano—. Entonces, se llama… Katarzyna, ¿no?

—Le ruego que me llame Kasia —respondió con tristeza.

—De acuerdo, pero es como si yo le dijera que me llamase Joselito.

Katarzyna no respondió y se sentó a la mesa, como ya había hecho Antonio. Usaba el diminutivo porque no se sentía digna de llevar un nombre cawkení tan noble. Era una endemoniada, una bruja.

La decepción se le pasó cuando el hombre, apoyado por breves frases de su mujer, les explicó el trabajo. Desde hacía un par de noches, no eran capaces de entrar en la cabaña donde guardaban las herramientas y una buena cantidad de sacos de grano porque notaban movimiento. Algo cambiaba las herramientas de sitio y había rajado varios de los sacos. Se temían que fueran fantasmas o demonios y habían sabido que ella, además de saber combatir, tenía conocimientos sobre los seres sobrenaturales. Les ofrecían dos reales y medio si limpiaban el cobertizo de lo que fuera que lo había invadido. Katarzyna se sorprendió: nunca presumía de ser experta en lo sobrenatural, aunque aquello explicaba por qué habían contactado con Antonio para aquel trabajo. No lo buscaban a él, sino a ella. Prefirió no decir nada para no estropear el negocio.

Tras haber bebido una copa de vino rebajado con agua, se encaminaron a la cabaña, que se hallaba al otro lado de los campos del matrimonio.

—Qué chabola tienen los viejos —dijo Antonio—. Tenías que haber pedido más.

—A ti se te da mejor regatear. Probablemente sean ratas u homúnculos.

—Si solo fuera eso, lo sabrían.

—Ya no son jóvenes. Les dará miedo acercarse.

Cuando estuvieron cerca, desenvainaron y se aproximaron con cautela. Katarzyna le indicó con gestos que cada uno examinaría un lado de la cabaña y se reunirían en la parte de atrás. Todo parecía tranquilo. La cabaña, hecha de madera, se hallaba en perfecto estado. Los tablones estaban bien encajados, de forma que no se veía el interior. Cuando se encontró con Antonio, este se le acercó.

—Hay una grieta en la pared —le susurró al oído—. Creo que son homúnculos. Ven.

Katarzyna lo siguió, dejó que mirase por la grieta y luego lo hizo ella.

—Hay tres, seguro —le dijo al oído—, pero mira tú.

Lo hizo y vio con claridad una estancia iluminada gracias a que el techo estaba bastante más descuidado que las paredes. Había sacos de grano, cuerdas, mantas dobladas, muchas herramientas y un par de yugos para el ganado. Y vio a dos figuras humanoides, de escasa talla, medio metro a lo sumo, que caminaban por el recinto. Aquellos seres, creación de los demonios, atacaban por instinto a todo lo que estuviera vivo. Habrían acabado con todas las ratas y roedores y seguían buscando algo a lo que atacar. Iba a ser una tarea fácil.

Entonces, uno de aquellos seres miró hacia la pared tras la que estaban ellos dos y Katarzyna sintió que la rabia la invadía. Aquel homúnculo tenía ojos de serpiente. El odio y el recuerdo del monstruo que la maldijo le hicieron perder el control. Gritó de rabia y sintió que sus poderes se liberaban.

—K… Kasia, no gr… grites —susurró Antonio, aterrorizado.

Katarzyna sabía que tendría el rostro desencajado, que sus ojos estarían refulgiendo con una luz roja y que, a su alrededor, la claridad parecería oscurecerse. No quería atacar a aquellos seres con magia, pero le habría sido muy difícil contenerse. En aquella ocasión, además, ni siquiera lo había intentado.

El homúnculo se retorció y se quebró. Katarzyna jadeó un par de veces, con el pulso acelerado por la exhibición de magia negra que acababa de realizar. Corrió hacia la parte delantera de la cabaña, tan enfurecida que no hizo caso de Antonio, que le pedía que se calmase. Se lanzó contra la puerta como si fuese una fiera enjaulada desesperada por salir. Por suerte, el lienzo crujió, pero no cedió.

—¡Kasia, deja que la abra, hostia!

Temblando de rabia, retrocedió un paso para que Antonio introdujera la llave en la cerradura.

—Tú ve a por el de la izquierda —dijo Antonio, sujetando la puerta—. Ataca cuando lance la daga.

—¡Abre!

Antonio lo hizo y Katarzyna cargó contra uno de los homúnculos, que avanzaba hacia ella clavándole los ojos de serpiente. La daga de su compañero erró el tiro. Katarzyna le hizo un buen corte con la ropera, pero el monstruo no cayó. Su falta de control la hizo errar una segunda estocada, aunque Antonio corrió hacia ellos y le atravesó la cabeza al homúnculo.

El combate no había durado ni un minuto, pero a Katarzyna le supuso una liberación. Jadeó sin parar, como si expulsara cólera con cada bocanada de aire. Antonio la miraba con preocupación y ella sintió algo de pena. Creyó que lo más apropiado para calmarlo sería algo de humor.

—¿Sabes, Kasia? —dijo Katarzyna, burlona—. Cuando desatas tus poderes das mucho miedo.

—¡Oye, que esta vez no he dicho nada!

—Por si acaso.

Katarzyna le sonrió y Antonio le devolvió el gesto. Luego, intentó mirar a los homúnculos destruidos, y le dieron tanto asco que hubo de bajar la vista.

—Mételos en un saco y se los enseñaremos a los granjeros. Yo no quiero ni mirarlos.

—¿Crees que son obra de tu enemiga?

—Estoy dispuesta a averiguarlo. No tardes. Te espero fuera.

Apoyó la espalda en la pared de la cabaña e inspiró hondo varias veces. Intentó que la visión de los cultivos mecidos por el viento terminara de calmarla, pero el desasosiego no desapareció. Era demasiada casualidad que la primera vez que les salía un trabajo relacionado con homúnculos resultara que estos tenían los mismos ojos que la diablesa que la había maldecido.

Antonio acabó rápido y se encaminaron a la casa del matrimonio que los había contratado. A mitad de camino, su socio le sonrió.

—He cogido una cosilla que estaba tirada en la cabaña. Creo que nos darán unos cuarenta maravedís por ella. ¿A medias?

Katarzyna suspiró, pero asintió. Aunque no le gustaba robar, con ese dinero extra podría pagar parte de los atrasos del alquiler y, además, tenía preocupaciones más importantes en ese momento.

No quisieron entrar en la casa con aquellas cosas, así que su socio llamó a la puerta, abrió el saco en la calle y recibió las felicitaciones del matrimonio y el pago en el exterior de la vivienda. Katarzyna los miraba sin acercarse, con desconfianza, hasta que el granjero lo advirtió y le devolvió el gesto.

—¿Por qué nos ha contratado?

—No sabíamos qué había ahí dentro y no tenemos armas y…

Katarzyna interrumpió el discurso del hombre acercándosele con mala cara. Hizo caso omiso de Antonio, que le había puesto una mano en el hombro. Miró con dureza al granjero, que era un par de centímetros más bajo que ella.

—¿Por qué a mí? ¿Cómo sabía que entiendo de magia negra?

—Me dio su nombre Clara, la nueva sirvienta del Oso.

—Quiero hablar con ella.

—Siga el sendero a su espalda y camine un cuarto de hora.

Katarzyna mantuvo la mirada en el granjero un instante más y, al fin, resopló.

—Muchas gracias por todo —dijo y señaló al saco donde estaban los homúnculos—. Queme esas cosas y eche las cenizas en el bosque.

Tras ello, avanzó rápido por el sendero que le habían indicado. Antonio tardó un par de minutos en alcanzarla. El corazón le latía más fuerte de lo que debería por ir caminando rápido. Intuía que algo iba mal, y esa sensación se hizo más fuerte cuando, tras una curva del sendero, se encontraron con una joven que caminaba en sentido contrario.

Katarzyna se paró en seco y agarró a Antonio de un brazo para que no la rebasara. La muchacha se les acercó, sonriendo.

—¿Te llamas Clara? —gritó Katarzyna antes de que se aproximara más.

—Sí señora, para servirla a usted.

Su intuición le provocó que cerrara los puños y le temblaran los labios de rabia. Clara se detuvo a un par de metros. Era una chica vestida con falda y corpiño de color marrón claro, camisa blanca de mangas largas y un tocado con flores que le cubría el cabello negro. Una campesina austana corriente. A Katarzyna se le aceleró el pulso.

—Déjate de disfraces, demonio —le dijo en cawkení, en tono bajo y con la voz ronca por la ira.

—¡Qué despistada soy! —respondió la campesina en un cawkení perfecto—. Olvidé que eres una bruja.

La chica brilló con luz roja y se envolvió en algo similar a un manto de oscuridad. A Katarzyna le temblaron las rodillas y se le secó la boca. Por suerte, vestía falda y mantuvo los labios cerrados, de forma que el monstruo no debió de advertir que estaba aterrorizada. Porque era el mismo demonio que le destrozó la vida, el mismo monstruo que moraba en sus pesadillas. Una diablesa muy alta, de piel rojiza, con cola, alas y un par de ojos de serpiente que le daban escalofríos. Katarzyna no se podía creer que se la encontraría tan al sur, tan lejos de las fronteras de la Confederación.

—Por todos los dioses —dijo Antonio, aterrorizado, mientras retrocedía.

Katarzyna se mantuvo firme, con los puños apretados, pero los brazos lacios, fingiendo no temerla. Estaba acostumbrada a aquello: suplía su escasa habilidad plantando cara a rivales contra los que no tenía ninguna oportunidad, haciéndoles creer que era mala idea pelear con ella. La noche en que conoció a Antonio lo libró de dos valentones de esa manera, ordenándoles que lo dejaran en paz, permitiéndoles ver que iba armada y mirándolos con tanta dureza que prefirieron marcharse, pensando que una mujer como una espada como la suya sería una tiradora experta o de familia noble. Pero aquel monstruo era un rival muy distinto.

—¿Te han gustado mis homúnculos, tesoro? —preguntó el monstruo en cawkení—. Les insuflé vida pensando en ti.

—No nos duraron ni un suspiro —respondió Katarzyna con un temblor en la voz por el cual se maldijo a sí misma.

—Claro, no eran muy fuertes. Tan solo quería probarte. Aún tienes mucho que aprender, pero despedazaste a uno solo con tu magia. Y tu socio se portó bien. Hacéis buen equipo.

Katarzyna no supo qué responder. El demonio dio un paso hacia ella y la miró con una sonrisa que le revolvió el estómago.

—¿No me tienes miedo, tesoro? —Ante el silencio de Katarzyna, el demonio prosiguió—. Tu socio, en esto, es más listo que tú y no se despega de ese árbol de ahí delante. ¿Crees que no puedo hacerte daño?

—Podrías —respondió Katarzyna, tras haber inspirado hondo—, pero soy una guerrera cawkení y mi socio, no.

—Es más hábil con la espada que tú y sabe que, cuando su enemigo es mucho más poderoso que él, no es buena idea desafiarlo.

El demonio dio otro paso hacia ella. Katarzyna estaba cada vez más asustada, pero no se movió y logró que la voz le sonara firme.

—No tengo nada que hacer contra ti, pero sí sería capaz de herirte antes de morir. Te dejaría una cicatriz que te recordaría toda la vida que una simple mujer te hirió. Para mí sería una muerte honorable, recuperaría todo lo que me quitaste.  —Katarzyna agarró con furia la vaina de la espada y acercó despacio la otra a la empuñadura—. ¡¿No quieres terminar con esto?! ¡Acabemos de una vez! ¡Lucha!

—¿Cómo te atreves a desafiarme, alimaña? Podría aplastarte con una sola mano.

—¡Pues hazlo!

La diablesa la miró con los ojos muy abiertos y expresión feroz. A Katarzyna le temblaba la mano que mantenía cerca de la empuñadura de su espada. De pronto, el monstruo sonrió y se relajó.

—Qué astuta, tesoro. Si te ataco, violaría el tratado y tan al sur como estamos podría ser mi fin. Lo siento —concluyó mientras daba otro paso más y le acercaba el rostro al suyo—, pero tendrás que violar tú el tratado.

—Tenía que intentarlo. Es una lástima.

Katarzyna ignoraba como podía estar soportando el miedo, pero fue capaz de sostener la mirada del demonio sin bajar la vista ni una sola vez.

—No me equivoqué contigo. Te he quitado la habilidad, pero no he logrado arrancarte ni el valor ni el orgullo. Y tu valor me vendrá muy bien. —El demonio calló un instante, para intentar intimidarla de nuevo con la mirada—. Podría devolverte todo lo que te he quitado, al menos, durante un tiempo, aquel en el que me sirvieras.

—Si fueras un ser humano, pensaría que estás borracha.

—Te encargaría trabajos como este que acabas de hacer. Mientras estuvieras cumpliendo esas misiones, serías capaz de usar el hacha como la guerrera que anhelas ser. Tu socio de ahí atrás podría ayudarte y os pagaría bien a los dos: para nosotros, el oro no tiene demasiado valor. —El monstruo entrecerró los ojos—. Te trataría como a una guerrera, no como a una esclava: nunca te pediría nada que te deshonrara y podrías rechazar algún trabajo que te pareciera desagradable.

—Preferiría cortarme el cuello.

—No es eso lo que me dicen tus ojos, tesoro.

Katarzyna sentía una confusión tal que se quedó inmóvil y en silencio. El demonio tenía razón: mientras le hablaba se veía a sí misma con el hacha y el escudo redondo de los cawkeníes, se veía con monedas de oro en el bolsillo, pagándole el alquiler a María por adelantado en vez de con retraso. Lo único que la incitaba a negarse era un orgullo que le parecía absurdo en ese instante. La tentación de obedecer a aquel monstruo era tan intensa que ya no tenía palabras para oponerse.

—Cuando te necesite, volveré. Hasta entonces, cuídate.

El monstruo dio un par de saltos largos hacia atrás, con ayuda de las alas y se volvió. Corrió, alzó el vuelo y ascendió hasta convertirse en una mota negra en el cielo azul. Volvieron a oírse los trinos de los pájaros y el día pareció iluminarse.

Katarzyna se sentía con el corazón roto. Odiaba a aquel monstruo con todas sus fuerzas, pero cuando volviera para proponerle una misión sería incapaz de negarse. Aquel demonio había convertido su vida en un infierno, pero era el único ser que podía hacerla feliz. Era una contradicción insoportable.

El bueno de Antonio la hizo volverse tirándole de un hombro con suavidad. Se había dejado vencer por el pánico, pero se había negado a dejarla sola. Era el mejor socio que podría tener.

—Tienes un par de cojones —dijo Antonio.

Como toda la conversación con el demonio había sido en cawkení, Antonio debía de creer que no había flaqueado en ningún momento. La frase de su socio, que le habría provocado carcajadas en otro momento, al menos, la hizo reaccionar. Intentó sonreír con labios temblorosos, pero el mundo se le vino encima. Se abrazó a Antonio temblando y lloró largo rato. Su socio intentaba confortarla con frases de aliento, pero para Katarzyna no había consuelo posible.

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer? —repitió Katarzyna en cawkení, entre lágrimas, abrazada a Antonio, hasta que logró calmarse