30 diciembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal IX

 

EL ARTEFACTO VIII

(Actualidad: año 252 de la Confederación)


 

Se encontraba sentado junto a un río, mirando hacia su cauce, protegido del sol por las copas de los árboles que formaban un bosque al que no se le veía el final. Frente a él, alzaron el vuelo cuatro mariposas azules que ascendieron y se alejaron hasta perderse de vista. Y a su izquierda, sentada a cierta distancia, mirando en la misma dirección que él, estaba la muchacha de piel tostada que había visto en sus pesadillas. Sylwester se puso en pie y se volvió hacia ella. La joven solo le echó un breve vistazo.

—Me ha costado configurar tu… tu mente. Supongo que, aparte de por lo estúpido que eres, se deberá a ser la primera vez.

—¿Es usted el artefacto?

—No que yo sepa. Me llamo Daya, que dicen que significa amabilidad, y es irónico porque soy bastante antipática.

—Tengo que hablar con el artefacto. ¿Puede llevarme ante él?

—¿Te ríes de mí o es que eres estúpido de verdad? El artefacto es eso que tienes en la mano, en el sótano de la casa de Justyna. ¿Te has parado a pensar que ya me habías visto en sueños y que, por tanto, con quien tienes que hablar es conmigo?

—Entonces, ¿usted es el artefacto?

—Vaya castigo me ha caído —dijo Daya tras resoplar—.Déjalo. La verdad es que estás muy capacitado para contactar con… con entes como yo. Justyna podía hacerlo forzando sus poderes al máximo y, aun así, apenas podía mantener el vínculo un minuto, pero ella sí es espabilada y aprendió a abrir tu mente para que yo pudiera conectarme a ti. Déjame probar algo.

Daya se limitó a callarse. Al otro lado del río apareció un demonio enorme, el mismo que lo había aterrorizado el día que hallaron el artefacto. Se llevó las manos al cinto, pero iba desarmado. Corrió hacia Daya y tiró de ella para levantarla.

—¿Qué haces, imbécil? Es una imagen. ¡Bah!

El monstruo se desvaneció y Sylwester, aún impresionado, se sentó junto a Daya.

—Al menos, eres valiente. Creí que saldrías corriendo y me dejarías aquí. Felicidades, porque casi me pones en pie y la visión de ese demonio ha sido lo  bastante nítida como para que te aterrorices. Nuestro vínculo es perfecto. Tus genes.. . tus capacidades son extraordinarias.

—¿Ha dejado a Justyna sin fuerzas solo para tratarme con desprecio?

—¡Vaya! Te vas a ofender y todo. No sigas por ahí, te lo advierto.

—¿Qué quiere de mí?

—Poca cosa. Que me lleves a Gudeña. Muchas ciudades austanas están protegidas por los dioses. Gudeña está bajo la bendición de la diosa Águeda. Allí estaré a salvo de los demonios. La diablesa que quemó la casa de Justyna no me preocupa: su poder es débil, aunque su maldad sea tan grande como una montaña.
 El que me inquieta es el que te acabo de mostrar. Era capaz de sostener el vínculo conmigo sin apenas esfuerzo y de amplificar mis hechizos. Como ese tipo se decida a venir a por mí, Luzjda estará perdida.

—Informaré a Justyna de sus deseos.

—Perfecto. Puedes irte, que tengo mucho que leer. Vuelve a contactar conmigo solo cuando esté organizado el viaje: no me gusta que me molesten. Adiós.

El mundo cambió de repente, y volvió a verse en la celda, con el artefacto en la mano. Lo dejó en el cofre y se acostó. Era temprano y no tenía sueño, así que pasó varias horas aburriéndose. Se refugió en el recuerdo de los besos de Nadja hasta que comprendió que no volvería a verla. No podría acudir a su cita de aquella tarde, de modo que sería imposible retomar el contacto salvo que ella acudiera todas las tardes hasta que a él lo dejaran libre. Albergó la esperanza de que lo haría. Lo había besado con pasión, esto significaba que su amor sería fuerte, que sabría que él volvería al lugar donde se citaban cuando pudiera y que ella acudiría todas las tardes, anhelando volver a verlo. Solo le apenaba obligarla a salir inútilmente todas las tardes y a hacerla sufrir.

Por la tarde, Lidka le trajo algo de comer y cuando hubo terminado, volvió acompañada de Justyna, que se sentó frente a los barrotes. Cuando la criada se hubo marchado, le interrogó acerca de su conversación con el artefacto. Le ocultó la forma despectiva en que lo trataba. Justyna asintió.
—Creí que estaría más seguro en Vojotla —dijo Justyna—, pero aceptaré la sabiduría del artefacto. Partiremos a Gudeña dentro de un par de días. Voy a disponerlo todo.

La hechicera se puso en pie, pero se detuvo cuando Sylwester le habló.

—¿Podrán visitarme mi familia y mis amigos?

—Por supuesto. Daré la orden de que los avisen y podrán venir cuando gusten.

—¿Y podré contarles que me voy a Gudeña?

—No. Di solo que partirás, pero no digas a donde. —Justyna le sonrió—. No te preocupes. Serán solo unos días y cuando regresemos, podrás volver a tu vida. Pregúntale al artefacto en qué sitio de Gudeña deberemos dejarlo y bajo la custodia de quién.

Se marchó y volvió a dejarlo en la sola compañía del anhelo de ver de nuevo a Nadja.

*

Fue una tarde triste. No dejaba de repetirse que, en aquel momento, debería haber estado con Nadja. Se distrajo un poco cuando su padre y sus hermanos le hicieron una breve visita y, casi acabada la tarde, fueron Piotr y Agnieszka quienes disiparon, al menos en parte, la añoranza por Nadja. Su amiga le había traído en un trapo pan, tocino y queso. Sus dos compañeros lo hicieron reír un poco y le dio pena que se fueran.

Aquella primera noche fue tranquila. Aunque extrañaba su cama, fue capaz de dormir y se despertó despejado. Tras desayunar, contactó de nuevo con el artefacto. Daya, con su antipatía acostumbrada, le dijo que saber a donde llevarlo debería de conocerlo Justyna. Que buscaran una escuela clerical o una universidad, algún sitio donde hubiera sabios, a ser posible, relacionados con la fe en Águeda. Lo importante, concluyó Daya, era abandonar Luzjda y el territorio cawkení lo antes posible. Sylwester se lo transmitió a la hechicera, que dijo que pronto partirían.

La noche siguiente, Sylwester durmió mal. Los cuernos volvieron a sonar en toda Luzjda y Justyna bajó al sótano y se pasó con él toda la noche, junto a otros tres hechiceros que llegaron algo después. Por fortuna, cesaron las alarmas, los hechiceros se retiraron y Sylwester se quedó dormido. Antes de lograrlo, no dejaba de pensar en cómo estaría Nadja.

*

Lidka lo despertó. Le llevó un aguamanil y una jofaina. Para su sorpresa, le abrió la puerta y le pidió que cuando se aseara, se llevara el cofre. Sylwester así lo hizo y se encontró en el salón a seis soldados, dos hechiceras más, vestidas como Justyna y dos milicianos que llevaban en la mano cofres parecidos al que guardaba el artefacto. Justyna le pidió a Sylwester que dejara el cofre sobre una mesa y se sentara.

—¿Habéis visto con qué facilidad lleva Sylwester el artefacto? —le dijo Justyna a los presentes—. Para lograr subirlo de mi biblioteca a mi dormitorio, me quedé sin fuerzas y tardé tres horas en recuperarme. Tenemos que cuidar muy bien de este joven.

Justyna empezó a dar instrucciones. Para despistar a un posible atacante, iban a partir tres grupos idénticos. Uno se dirigiría a Vojotla, otro a Krawja, capital de Cajwkyl y bien conocida por la sabiduría de sus hechiceros. Ellos se dirigirían a Gudeña. No era previsible un ataque directo, que violaría los tratados, pero con aquella maniobra dificultarían a los posibles espías de los demonios saber donde estaba el artefacto. Tendrían que descartar Vojotla y Krawja y perderían tiempo y esfuerzos.

Cuando los otros dos grupos partieron con unos diez minutos de diferencia, Justyna dio las últimas instrucciones. Una de ellas llamó la atención de Sylwester.

—Saca el artefacto del cofre y guárdalo bien en una faltriquera. Sellaré el cofre y, en caso de que haya algún problema, fingiremos que el artefacto está dentro.

Al fin, abandonaron la casa de Justyna y a Sylwester se le aceleró el pulso. Aunque sentía cierta aprensión era, sobre todo, porque portaba en la faltriquera un objeto de vital importancia y le abrumaba la responsabilidad, pero se sentía bien protegido. Los dos guerreros que los acompañaban, Apoloniusz y Józef, eran de los mejores de Luzjda, y el poder de Justyna la convertía en la segunda hechicera más sabia y poderosa de la ciudad.

Salieron de Luzjda por la puerta norte, una zona un poco más discreta y luego fueron hacia el sur, bordeando la ciudad atravesando senderos entre los campos de cultivo. Al fin, emprendieron el camino hacia el condado austano de Ribedera avanzando por un bosque que a Sylwester le encantó porque no solía recorrerlo a menudo.

Cuando pararon para comer, Sylwester estaba agotado. Habían forzado la marcha y apenas habían parado durante seis horas. Jósef les aseguró que habían cubierto ya casi un tercio de la distancia hasta Bozja, la última población cawkení antes de llegar a Ribedera. Caminarían un poco más mientras hubiera luz y con suerte, llegarían a Bozja el tercer día a media mañana, en vez de por la noche. Allí dormirían en alguna posada y partirían hacia Custal, en la costa, y caminarían al lado del mar hasta llegar a Gudeña.

—¿Has visto el mar alguna vez, Sylwester? —le preguntó Jósef.

—No, señor.

—Pues te va a fascinar. Yo ya lo conozco, pero estoy ansioso por llegar a Custal.

—Disfrutaremos todos del mar —afirmó Justyna—. Y lo  haremos con la satisfacción de haber cumplido con nuestro deber.

Sylwester emprendió de nuevo el viaje animado. Los dos guerreros lo trataban con respeto y cortesía. No parecía importarles que fuese un simple miliciano inexperto.

Caminaban por una zona donde el bosque clareaba, siguiendo un sendero señalado por ruedas de carruajes. A su derecha, el atardecer pintaba las nubes de colores y se sintió feliz y orgulloso de haberse embarcado en aquel viaje.

Entonces, junto al tronco de un árbol vio a un niño llorando. Sylwester le pidió a sus compañeros que se detuviesen un momento y fue a interesarse por el niño. Tenía el cabello muy rubio, ropas de campesino y lloraba desconsolado.

—Pequeño —le dijo Sylwester—, ¿qué haces aquí? ¿Qué te pasa?

—Me he perdido.

—¿Dónde vives, dónde están tus padres?

—Creo que están por allí —respondió el niño sin dejar de llorar.

—Ven con nosotros, te llevaremos con ellos.

El niño dejó de llorar y lo  miró asustado, pero cuando Sylwester le tendió la mano, se la tomó. Sin embargo, notó que el niño tiraba de él hacia atrás y tuvo que asirle la mano con fuerza. Intentó tranquilizarlo, pero el niño cayó al suelo y dijo que no podía caminar. Sylwester, desesperado, lo cogió en brazos y desoyó sus gritos de terror y sus llantos. Decidió llevárselo a Justyna, para que ella decidiera, pero sentía que no podían dejar a aquel niño perturbado solo en mitad del campo.

Sus compañeros lo miraron hasta que llegó junto a ellos. Apoloniusz entrecerró los ojos.

—¿Qué estás haciendo?

—Me he encontrado a este niño y quiero que Justyna lo examine.

—¿De qué estás hablando? —preguntó de nuevo Apoloniusz.

Sylwester miró hacia el niño y gritó de la sorpresa. Llevaba en brazos a un diablillo del tamaño de un niño, que empezó a gritar, pero, esta vez, en un idioma duro e incomprensible.

—¡Suéltalo inmediatamente, Sylwester! —gritó Justyna con tal desesperación que Sylwester se aterrorizó.

Sylwester lo soltó, pero el diablillo siguió pegado a él, gritando en un propia lengua. Miró desesperado a Justyna y entendió que estaban en serios problemas cuando ella alzó la vista hacia el cielo, enfurecida, y los dos guerreros desenvainaron las hachas.

—Soltad a ese pequeño —dijo una voz que provenía de arriba—. Es mi último aviso.

Alzó la vista y, a unos cuatro metros por encima de ellos y a unos cinco por delante, vio a un demonio alado, con cuerpo de mujer y unos ojos de serpiente que le helaron la sangre.

28 diciembre 2022

Atrapada en la pasión por el macho alfa: avance editorial y fichas de personajes

 ATRAPADA EN LA PASIÓN POR EL MACHO ALFA

(Avance editorial y fichas de los personajes)

Estoy muy contento con el nuevo proyecto que me ha encargado un sello de romántica contemporánea. No puedo decir mucho, pero me han dado permiso para empezar la promoción y publicar un fragmento de la historia en mi bitácora.

Primero las fichas.

 

El protagonista es Christopher Yellow



La protagonista femenina es Kendra Purple


 El mejor amigo del macho alfa protagonista es Rexie

 


Y el antagonista que debe haber en toda buena historia es Edmund Brown.


Aquí pongo un fragmento del primer capítulo. Espero que os guste.


*   *   *   *   *


CAPÍTULO 1. EL ARMARIO EMPOTRADO DE SUS SUEÑOS.


Kendra Purple apenas podía respirar. Ya era bastante malo aburrirse grapando facturas, escribiendo cartas de disculpa a clientes o correos electrónicos de agradecimiento a los que estaban contentos con sus chupetes, como para estar medio asfixiada. Era el precio a pagar por ser tan hermosa. Aquella mañana, cuatro pretendientes le habían pedido matrimonio y cada uno le había traído un ramo enorme, sin haber pensado que Kendra podría ser alérgica al polen. Si las pastillas contra su problema inmunológico no funcionaban pronto, iba a terminar desmayada sobre el ordenador y, si sucedía eso, su nariz podría pulsar la tecla “h” y llenar la pantalla con algo como: hhhhhhhhhhhh.

Suspiró mientras abría, de nuevo, la web machosalfa.com. Soñó con conocer, algún día, a alguno de aquellos machos alfa musculosos, varoniles, guapos y con dinero con los que hablar de filosofía en las cálidas noches del verano. Accedía a las páginas de cada miembro de la web sin dejar de suspirar.

No podía imaginarse que los sueños, a veces, se cumplen. Un hombre guapísimo, con una camisa que se le pegaba a sus pectorales trabajados en gimnasio y marcaba sus abdominales de estatua griega, entró en el despacho y la miró. Kendra sintió un cosquilleo por todo el cuerpo, estupefacta por la virilidad que emanaba del recién llegado. Sintió que se enamoraba sin remedio de aquel individuo espectacular.

—Me llamo Christopher Yellow y vengo a diseñarte un armario empotrado. Pégate a esa pared.

Kendra, temblorosa, perdidamente enamorada de Christopher, se pegó a la pared después de haber derribado el archivador para hacer sitio. El hombre se le acercó, extrajo de la ropa una enorme herramienta y pegó a Kendra sus poderosos músculos. La mujer gimió de placer.

—En esta pared —dijo Christopher mientras la chica gemía—te puedo empotrar un armario de dos por dos, con una barra para los trajes y tres cajoneras. ¿Te gusta eso?

—¡Oh! Sí, sí.

—¿Y si le añado una caja fuerte, como la que hay en los hoteles?

—¡Oh, sí! Por favor, por favor.

Kendra se abrazó al hombre, suspirando sin parar y procurando disimular sus gemidos.

—En realidad —dijo Christopher, con arrojo—, soy un macho alfa y no estoy aquí para empotrarte un armario, sino para otra variedad de empotración.

—Ya me había dado cuenta, amor mío.

—Además de guapa, inteligente. Ojalá te hubiera conocido antes.

Christopher procedió con su actividad profesional mientras Kendra gemía, suspiraba y mencionaba a Dios. Después de varios minutos de desempeño laboral, el macho alfa la miró a los ojos y la secretaria sintió que se iba a derretir.

—Cuando acabemos vendrá mi amigo Rexie y querrá hacerte otro armario empotrado.

—Lo que tú digas, amado mío. Aún no conozco a Rexie, pero como es tu amigo ya estoy enamorada de él.

—Pero si Rexie es un Tiranosaurio Rex.

—No importa. Rexie vendrá, intentará seducirme con su poderoso cuerpo, pero tú aparecerás, lucharás a muerte con el monstruo y vencerás. Puede que acabes un mes en el hospital, pero me salvarás y eso hará que mi amor por ti crezca a niveles nunca vistos en novela romántica alguna.

—Pero ¿por qué me voy a pelear con Rexie, si es mi colega?

—Porque sería un gran giro dramático para la historia.

—No me pidas eso. Somos grandes amigos. Nos vamos de cervezas todos los días y como él tiene los brazos tan cortos, soy yo el que le vuelca las jarras en las fauces. Lo que más une a dos machos alfa es compartir la cerveza. No me pidas que rompa ese vínculo.

—Yo no…

Ambos se quedaron en silencio, tensos. Incluso Kendra, que no tenía los sentidos tan aguzados como un macho alfa, lo había notado. Alguien caminaba con paso firme hacia ellos a través del pasillo. Christopher se apartó de ella y se volvió. Un hombre de piel tostada, guapo y musculoso, entró en la habitación e intercambió una mirada poderosa con Christopher. Kendra reconoció en él a otro macho alfa y se enamoró inmediatamente de él.

—Al fin nos encontramos, Christopher Yellow —dijo el recién llegado.

—Te reconozco —respondió Christopher tras haber olfateado un par de veces—. Edmund Brown, nada menos.

—Muy bien. No esperaba menos de ti. Te daré una oportunidad. Deja que le diseñe a la chica un armario empotrado que ocupe toda la pared y tú vete a llorar con Rexie la desdicha de haber perdido frente a un macho más alfa que tú.

—¡Jamás!

—Entonces, no queda sino pelear.

—¡Esperad, esperad! —dijo Kendra, excitada por la idea de contemplar tal duelo de titanes, pero aún más por estar en los brazos de aquellos dos machos—. ¿Y por qué no me diseñáis juntos un armario empotrado gigante?

—No puede ser, Kendra —afirmó Christopher—. El destino de los machos alfa es pelear hasta que solo quede uno. Busca a Rexie y huid de la ciudad lo más rápido que podáis.

Kendra le dio un beso rápido a Christopher, otro aún más rápido a Edmund y corrió por el pasillo. Una vez en la calle, vio a Rexie, que se agachó para que se le subiera en el cuello y, a toda prisa, se alejaron de la empresa donde había trabajado Kendra. Volvió la vista al percibir un estruendo. El edificio se había derrumbado y Christopher y Edmund combatían sobre las ruinas.

La chica comprendió que ahora estaba en manos del Tiranosaurio Rex. Y aquello le provocó una mezcla de temor y excitación.

30 noviembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VIII

 

EL ARTEFACTO VII

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 

Imagen de la ventana de la celda de una prisión

 

Sylwester decidió desayunar antes de reunirse con sus compañeros en la puerta sur. Comió distraído. No podía quitarse a Nadja de la cabeza. Rememoraba una y otra vez los besos que habían compartido y pensó en que todo el día que empezaba y el siguiente serían un sinvivir hasta que pudiera verla otra vez, hasta que pudiera abrazarla y besarla de nuevo. Siempre había querido a Laska, pero jamás había experimentado por ella unos sentimientos ni un deseo tan intensos como los que le invadían en aquellos instantes. Se preguntó si aquel anhelo por tocar a Nadja era el auténtico amor. Se planteó si no llevaría tanto tiempo creyendo amar a Laska cuando sus sentimientos hacia ella carecían de la fuerza de un enamoramiento auténtico.

Seguía distraído mientras se encaminaba al punto de reunión. Cuando llegó a la calle principal, la que había recorrido la tarde anterior junto a Nadja camino de la puerta del sur, su ensimismamiento empeoró y aliviaba la quemazón que le cosquilleaba en el pecho con algún que otro suspiro.

Cuando llegó a la puerta sur, observó que junto a Stanislaw y sus compañeros había cuatro soldados regulares y un oficial. Se inquietó cuando comprobó las expresiones tan serias de su jefe y sus camaradas. Nikolai y Jaroslaw aún no habían llegado. Sylwester no tuvo tiempo para preguntar. A una orden del oficial, los cuatro soldados fueron hacia él y, de malas maneras, lo aferraron de los brazos y se los pusieron a la espalda para trabarle las muñecas con grilletes.

Sylwester se debatió, por la sorpresa, pero  solo consiguió que le hicieran daño. Agnieszka agarró a un soldado de un brazo.

—¡No le traéis así!

Otro soldado le dio un empujón a su amiga, quien tuvo la mala fortuna de tropezar al retroceder y caer, ya que no la habían empujado con demasiada fuerza. Piotr corrió hacia ella, la ayudó a levantarse y la sujetó porque le gritaba al soldado que iba partirle la cara.

—¡Calmaos! —gritó el oficial, que se les acercó—. No tenemos nada contra ti. Justyna teme que los demonios te hayan hechizado o vayan a hacerlo. Los grilletes son para dificultarte huir si te controlan la mente, no porque pensemos que eres un traidor. Acompáñanos de buen grado.

—¿Puedo despedirme de mi familia? —preguntó Sylwester mirando al  suelo mientras sentía que los grilletes le apretaban las muñecas.

—Les avisaremos y podrán ir a visitarte.

Estuvo a punto de preguntar si podían avisar a Nadja, pero nunca había estado en su casa, ni sabía donde vivía. Se despidió de sus compañeros con amargura y cubrió el trayecto hasta la casa de Justyna cabizbajo, avergonzado de que algún conocido lo viera y pensara que se había convertido en un criminal.

Cuando se detuvieron frente a la puerta de la casa de Justyna, le quitaron el  escudo, el cinto de armas, el peto y el espaldar, sin liberarle las muñecas. Solo entraron con él en casa de la hechicera el oficial y uno de los soldados. Justyna les esperaba en el salón principal, sentada en un sillón tras una mesa.

—Dariusz, en mi presencia no son necesarios los grilletes —dijo la hechicera.

—Por supuesto, señora.

Dariusz ordenó al soldado que lo liberaran y Justyna, tras indicarle a Sylwester que se sentara al otro lado de la mesa, ordenó al oficial que dejara a dos soldados como guardia y que regresara dentro de una hora.

Sylwester se sintió intimidado por la hechicera, que se limitaba a analizarlo con la mirada.

—¿A quién le dijiste que el artefacto estaba escondido aquí?

Sylwester trago saliva y miró a la hechicera con el pulso agitado. Sabía qué tenía que responderle, pero no se atrevía a confesarlo.

—Tus compañeros de la milicia no saben nada, y agradezco tu discreción. Tu familia es de fiar. O se lo has dicho a alguien más o te han leído la mente y, si es esto último, tendré que hacer algo que detesto.

—Se lo dije a una chica, señora —respondió Sylwester, mientras sentía como si sudara agua helada.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—Solo sé que se llama Nadja y que su padre es un oficial que ha venido hace poco de Vojotla.

—Con tan poca información no puedo hacer mucho. ¿Cuánto hace que la conoces, qué tipo de relación tienes con ella?

—Señora… la conocí hace una semana o un poco más y, bueno… mi relación con ella…

A Sylwester le costaba entender qué tipo de relación tenía con Nadja, ya que se habían besado, pero no habían acordado si eran novios o solo amigos. Aparte, le avergonzaba explicarle todo a aquella hechicera tan poderosa, que lo miraba sin un atisbo de emociones. Por ello, se interrumpió.

—Entiendo. Tu intento de impresionarla nos ha costado muy caro. ¿Cómo es posible que no sepas donde vive?

—Su padre es muy estricto y no aprobaría que…

—Basta, no importa. Buscaremos a un oficial que haya venido de Vojotla con su hija y les interrogaremos. —La hechicera inclinó el tronco y cruzó las manos sobre la mesa. Se sentía como si le estuvieran leyendo la mente—. Dime, Sylwester, ¿has tenido pensamientos o sueños fuera de lo común estos días?

—Tuve un par de sueños extraños, señora, pero no se han vuelto a repetir.

La hechicera le pidió que se los contara y Sylwester obedeció. Cuando hubo terminado, por primera vez, notó asombro en el rostro inexpresivo de Justyna.

—¿Por qué no me contaste esos sueños cuando los  tuviste?

—Pedí audiencia con un hechicero, señora. Me aseguró que os los transmitiría.

—Pues ese impresentable no lo  ha hecho. Acompáñame.

Sylwester siguió a Justyna escaleras arriba, pero cuando advirtió que la hechicera había entrado en su dormitorio, se frenó en seco. No le parecía adecuado entrar en el dormitorio de una mujer con la que no tenía lazos familiares. Sylwester se esperaba que el artefacto se hallara en la misma habitación en que había dejado el artefacto la primera vez que visitó aquella casa. Sin embargo, el cofre estaba en el tocador de Justyna.

—Entra —dijo la hechicera.

Sylwester comprendió que aquella habitación debería de haber ardido tras el ataque, de ahí que hubiera tenido que sacar el artefacto de allí. Justyna se sentó en la única silla y abrió el cofre sin necesidad de llave.

—El atacante forzó la cerradura de este cofre, que estaba protegida por hechizos. Por eso estoy convencida de que era un demonio. Pero ni siquiera él fue capaz de tocar el artefacto. Te ruego que lo intentes, Sylwester.

Sylwester, con aprensión, introdujo la mano en el cofre, alzó el artefacto y se lo puso en la palma de la mano. Era como sujetar un trozo de metal, un poco frío al tacto, pero demasiado ligero para ser una pieza de metal maciza.

—Ve a la cocina —ordenó Justyna—, la sala a la izquierda de la puerta por donde entraste y dile a Lidka que llene una jarra de cerveza y que suba contigo.

Sylwester obedeció de inmediato. Lidka era una mujer de unos treinta años, entrada en carnes y de cabellos muy claros. Llenó una jarra de  medio litro de cerveza oscura y subió las escaleras detrás de él. La criada dejó la jarra en el tocador y se colocó al lado de Justyna, el opuesto a aquel en que se hallaba Sylwester.

—Hablar con el artefacto es una tarea extraordinariamente difícil —dijo Justyna y Sylwester se quedó atónito al oírla—. Me quedaré sin fuerzas, así que, cuando os lo pida, metedme en la cama entre los dos. La joven de piel tostada que viste en sueños es la misma que visualizo, aunque borrosa, cuando hablo con el artefacto. Que tú hayas tenido sueños nítidos en los que aparezca  es un prodigio. Por algún motivo, el artefacto puede y quiere comunicarse contigo, Sylwester. Voy a contarle que estás aquí y preguntarle qué desea de ti.

Justyna se concentró. Los ojos se le iluminaron con una tonalidad verde intensa y Sylwester se inquietó al ver que la respiración se le agitó y que la hechicera sudaba. Durante unos minutos, observó que Justyna musitaba frases inaudibles, como si estuviera manteniendo una conversación. De pronto, la luz de sus ojos se apagó y echó la espalda contra el respaldo de la silla. Cuando lo miró, fue evidente que estaba agotada. Tomó varios tragos de cerveza antes de hablar.

—El artefacto está molesto contigo —dijo Justyna, con voz apagada—. Dice que tenías que haber regresado a su lado cuando tuviste los sueños, que sus amenazas eran reales. Dame las manos. Para que puedas comunicarte con facilidad, tengo que cambiar algo en tu mente. Es sencillo y no te dolerá.

Sylwester obedeció con aprensión y a Justyna le brillaron los ojos al invocar de nuevo su magia, pero el proceso fue cosa de medio minuto y solo sintió como si movieran una rueda diminuta en el interior de su cabeza.

—Ahora, si lo tocas y te concentras, podrás contactar con el artefacto. Hazlo cuanto antes, pero, primero, ayudadme a acostarme. No puedo más.

Lidka le quitó los zapatos, pero la hechicera, ayudada por los dos, no se desprendió de ninguna prenda. Una vez acostada, la hechicera miró a la criada.

—Llama a los soldados. Que se lleven a Sylwester y al artefacto al sótano. —Lidka se marchó y Justyna lo miró—. Lamento tener que encerrarte, pero es por tu bien. Habla con el artefacto cuando estés solo. Luego iré a verte y me contarás que te ha dicho. Te ruego que bajes al salón.

Sylwester obedeció y se dejó conducir al sótano. Se desanimó cuando lo metieron en una celda pequeña, de dos metros de profundidad y otros tantos de ancho, donde  había solo una cama, una mesilla y un orinal. La poca luz que había entraba por un ventanuco, pero los soldados tuvieron la delicadeza de encender una lámpara de aceite cerca de los barrotes. Cerraron la puerta y lo dejaron solo.

Sentía cierta aprensión por contactar con el artefacto, pero no tenía nada mejor que hacer. Así que abrió el cofre, cogió el artefacto, se sentó en la cama y se concentró. Durante un par de minutos, no sucedió nada. Sylwester llegó a pensar que algo había salido mal hasta que, de pronto, percibió chispazos que cada vez eran más brillantes. Y todo cambió. 

12 noviembre 2022

La leyenda de Owein de Astolat

En septiembre, si no recuerdo mal, terminé de leer la novela Reflejos de Shalott, de Gema Bonnín (aquí está el vínculo del libro en la página de la editorial). Es una novela muy bonita, muy bien escrita, que os recomiendo.

Gracias a esta novela conocí la leyenda de Elaine de Astolat, la dama que sufrió una maldición que la obligó a recluirse en una torre, sin más visión del mundo exterior que los reflejos que le llegaban por medio de un espejo. Después de leer el libro, me puse a pensar si había alguna esperanza para Elaine, si había alguna forma de liberarla. Y se me ocurrió este relato. Me he basado en el poema de Alfred Tennyson titulado "La dama de Shalott", fuente principal de inspiración para la novela Reflejos de Shalott, aunque he tomado prestados dos elementos de la novela de Gema que no están en el poema.

Espero que os guste.

 

LA LEYENDA DE OWEIN DE ASTOLAT

Los destellos rojizos con que los atardeceres iluminaban las nubes perdieron para Owein su belleza cuando se llevaron a Elaine de Astolat a la torre, en la isla de Shalott, de la que nunca volvería a salir. No supo al principio por qué una dama inocente, que hacía un verano que había dejado atrás la infancia, tuvo que partir para no regresar.

Owein servía en los jardines del palacio del señor de Astolat desde su infancia. Vivía en una cabaña próxima con su familia, por eso, averiguó al cabo de los meses que Elaine había sufrido una maldición. No podría dirigir, de nuevo, la vista ni a los árboles, ni a los ríos, ni a las torres de la hermosa Camelot. Moriría si miraba directamente al exterior y, por tanto, no podía salir de la torre.

Nadie sabía quién había maldecido a la dama Elaine. Su padre, el señor de Astolat, había enviado a todos sus informadores a averiguar el origen de la maldición y encontrar una forma de romperla. Owein confiaba en los medios y la voluntad de su señor y todos los días prestaba atención a los caballeros que llegaban al palacio, anhelando oír que la maldición se había roto y Elaine iba a volver.

Sin embargo, los meses pasaron, las estaciones se sucedieron unas a otras y la ansiada noticia no llegaba. Owein sufría porque amaba a Elaine, aunque ella jamás pudiera corresponderle. Cuando ambos eran niños, lo dejaban jugar cerca de ella. Incluso conversaban de vez en cuando. Tan feliz se sentía a su lado, tan hermosos le parecían los atardeceres que teñían las nubes del mismo color rojizo claro del cabello de Elaine, que Owein prometió no separarse nunca de ella.

Entonces, no entendía qué era el amor. Alguien le dijo que para estar siempre al lado de una mujer había que casarse con ella, así que un día, se le acercó mientras se confeccionaba una diadema de flores y le dijo que algún día le pediría su mano. Elaine se tapó la boca para sonreír, pero luego lo miró con tristeza.

—Lo siento tanto. Solo puedo casarme con algún noble que mi padre elija para mí.

—Me convertiré en el mejor caballero de Astolat —respondió Owen—. Vuestro padre no podrá negarse.

Elaine se ruborizó y se rio, nerviosa. La dama tenía razón. Owein no era más que un labriego. Uno que, tras el encierro de Elaine quiso convertirse en caballero, pero al que nunca aceptaron como escudero.
Los años pasaron y el amor infantil que Owein sentía fue cambiando y se transformó en una pasión adulta, en el deseo de verla y hablarle aunque nunca pudiera tocarla. Owein quería vivir en un mundo en el que la dama Elaine fuera libre y feliz. Se le partía el corazón cuando se sentaba en la ribera del río, cerca de la torre de la isla de Shalott y oía cantar a la dama prisionera.

Por ello, cuando el padre de Elaine murió y la búsqueda del origen de la maldición solo la continuaban unos pocos caballeros sedientos de fama, Owein encargó que le forjaran una lanza, se hizo con un caballo viejo y dejó sus tierras para encontrar él mismo el origen de la maldición de Elaine.

Su búsqueda duró años. Recorrió los reinos de Inglaterra, preguntando en los pueblos por hechiceros, brujas y lugares encantados. Muy pocos de ellos pudo conocer, muy pocos de aquellos sitios se le permitió visitar porque Owein no era un valiente caballero, sino un simple campesino. Pero no desesperó, porque ansiaba ver a Elaine libre y que volviera a percibir la belleza de los atardeceres.

Hasta que un día, cruzando un bosque, se topó con una niña rubia, vestida de blanco, que se protegía tras un tronco de la presencia de un lobo negro.  Owein desmontó, aferró la lanza con ambas manos y corrió hacia el lobo. El animal le gruñó, pero el campesino no se arredró. Atacó al lobo con lanzadas de escasa puntería. Golpeó, sin herir, una pata de la bestia y le arrancó un quejido. Y, al fin, el lobo, incapaz de ahuyentar a Owein, huyó.

La niña salió de detrás del árbol. Debería de tener unos diez años. Sus ojos eran grandes y azules, su piel muy blanca y las mejillas sonrosadas.

—Gracias por librarme del lobo, valiente caballero.

—No las merezco. No soy un caballero, sino un labriego. ¿Queréis que os lleve a casa?

La niña asintió. Por la riqueza del vestido, por su manera de hablar y sus ademanes, Owein pensó que debía de tratarse de la hija de algún noble. Por eso le llamó la atención que la niña, que se llamaba Linnette, le pidiera que la llevase al bosque que crecía en el valle de al lado.

Fueron tan solo tres días de cabalgada. A Owein le pareció tan impropio de una dama como ella comer solo algo de pan y queso que, en el primer pueblo que encontraron al entrar en el valle al que se dirigían, le compró una torta dulce. La niña se la comió con avidez.

—Estaba buenísima, Owein. Es la primera vez que alguien me compra un dulce.

—¿Ni siquiera vuestros padres?

—Mis padres hace tiempo que partieron —respondió en un tono menos amargo del que Owein se esperaba.

En la tarde del tercer día de viaje con Linnette, la niña, con gran alegría, lo hizo detenerse cerca de gran roble. Le pidió que se acercara y le sonrió.

—Os ruego, valiente Owein, que no os asustéis veáis lo que veáis. Confiad en mí.

Linnette tocó el roble con la palma de la mano y, de pronto, era una mujer tan alta como el propio Owein. El campesino, aterrado, retrocedió dos pasos y quedó sentado en el suelo.

—No temáis. Soy Linnette de Lyan. También me llaman la Dama del Roble y no voy a haceros daño.

—¿Sois una hechicera?

—Soy un hada, y este roble es el que me da fuerzas. Levantaos, valiente Owein. Solo siento agradecimiento hacia vos. Rompisteis una maldición que llevaba atormentándome dos meses y me trajisteis de vuelta a mi bosque.

Owein se puso en pie. El hada se sentó junto al árbol y le pidió que hiciera lo propio frente a ella. Tocó el suelo con un dedo y brotaron dos cuencos de madera llenos de hidromiel. Owein, intimidado por su anfitriona, se tomó la bebida antes de plantearle la pregunta que ansiaba decirle desde que Linnette había hablado de una maldición.

—¿Rompí una maldición?

—Ese lobo negro era un animal maldito. Perturbaba la paz de mi bosque y me alejé de mi roble para despistarlo, pero la maldición consistía en que aquel monstruo me perseguiría allá donde fuera. Cambié mi aspecto al de una niña, pero no me sirvió. Entonces, valiente Owein, llegasteis vos, luchasteis con el lobo y, al forzarlo a huir, rompisteis el vínculo maligno que lo ataba a mí y, por tanto, acabasteis con la maldición.

—Me alegra haberos servido, pero me apena ser  capaz de romper una maldición y no saber  acabar con aquella me obliga a vagar por toda Inglaterra. ¿Vos podríais ayudarme?

—No lo sé. ¿Sufrís una maldición? No lo parece.

—No la sufro yo, sino una dama.

—Contadme más, valiente Owein.

—Hay una mujer encerrada en una torre, sin poder mirar al exterior porque, de hacerlo, se marchitará como una flor abrasada por el sol.

—¿Habláis de la dama de Shalott?

Owein abrió la boca. Tras la sorpresa, su corazón se llenó de esperanza.

—Sí, hablo de Elaine de Astolat y llevo años buscando un remedio para su maldición.

—¿Por qué?

—Porque quiero que Elaine sea libre, quiero que sea feliz, que pueda ver de nuevo los campos y los ríos, que pueda sentarse donde desee para ver los atardeceres.

—Tres veces me han visitado caballeros en el transcurso de los años para preguntarme cómo romper la maldición. Cuando les he preguntado por qué deseaban romperla, me han hablado de la fama o de obtener algún premio. Sois el primero cuya motivación es Elaine. ¿Por qué? ¿Esperáis conseguir su mano?

Había soñado con aquello muchas veces, con que Owein la liberaba y ella se enamoraba de él, pero no eran más que sueños. Él era un campesino y no tenía nada que ofrecerle más que una vida de privaciones. No quería eso para ella.

—Soy solo un campesino. Nadie me concederá su mano, ni siquiera Elaine. La conozco desde que era una niña y solo quiero verla libre y feliz.

—Entonces, quizá pueda ayudaros, valiente Owein.

Owein la miró esperanzado, ilusionado.

—Los hombres, y no me refiero a la especie sino a los varones, lo solucionan todo dominando y destruyendo. Buscan acabar con la maldición y convertirse en héroes, pero eso no se puede hacer con una maldición semejante, porque desgarraría el tejido del que está hecho el mundo y violaría las leyes de lo sobrenatural. No es ni parecido a ahuyentar a un lobo.

—Entonces, ¿no hay esperanza para Elaine?

—Si queréis convertiros en un héroe y ganaros la admiración de todos,  no la hay. Si solo deseáis liberar a Elaine, hay un modo, pero tendrá un precio.

—Contádmelo —dijo Owein mientras un cosquilleo de esperanza le invadía el pecho.

—Puedo invertir la maldición. No cambiaría los efectos que causaría incumplirla, pero sí sus prohibiciones. Si hacéis dos cosas  y perdéis algo, cambiaré el tejido del mundo para que la maldición caiga sobre Elaine solo si abre los ojos dentro de la torre donde está recluida, en vez de morir si contempla el exterior. ¿Estáis dispuesto a liberarla?

—Mi mundo es gris desde que ella languidece en su encierro. Contádmelo, os lo ruego.

—Tendréis que romper el espejo a través del que ve el mundo. Luego, le vendaréis los ojos y la haréis salir de la torre.

La mujer tocó la tierra con un dedo y, en un instante, creció una planta que floreció y dio como fruto bayas rojas. Su interlocutora arrancó una de las bayas y se la puso en la mano.

—Una vez fuera, y no antes, deberá comerse esta baya. Con eso, la maldición se invertirá. Sin embargo, el dolor que ahora sufre Elaine no puede desvanecerse sin más, por el bien del equilibrio. El precio que acabáis de pagar es que he extendido la maldición a vos. Sé que amáis a Elaine o no estaríais hablando conmigo, así que sufriréis la misma muerte a la que la maldición de Elaine la condena si la besáis. No importa cuán casto sea ese beso, dará igual que sea en la mejilla o en la mano: si besáis a Elaine, moriréis.

A Owein se le partió el corazón. Aunque siempre había entendido que nunca podría tomar como esposa a Elaine, aquella prohibición le parecía cruel en exceso. Soñaba con besarle las mejillas, como haría un viejo amigo. Inspiró hondo un par de veces, pero jamás albergó la más mínima duda.

—Lo haré. ¿Cómo podría pagároslo?

—No es necesario. Os ayudo porque luchasteis contra un lobo para salvar a una niña a la que no conocíais y, sobre todo, porque le disteis a esa niña un  dulce. Nadie tiene esos detalles conmigo. Ahora, partid con mis mejores deseos: mientras antes salgáis, antes haréis libre a Elaine. Deseo que, algún día, el destino nos vuelva a reunir, valiente Owein.

Owein tomó con delicadeza la mano del hada y le besó el dorso. Sin perder tiempo, montó y emprendió al trote el camino de regreso a Astolat. Cabalgó hasta que cayó el atardecer. La mera ilusión de ver pronto libre a Elaine le devolvió la luz a aquel ocaso a ojos de Owein.

Le llevó dos semanas volver a la isla de Shalott. Se detuvo en el último pueblo antes de la isla y se compró un jubón y unos pantalones. Cerca de la torre donde languidecía Elaine, se sumergió en el río y esperó a secarse antes de ponerse su ropa nueva. Elaine era una noble, no se presentaría ante ella sucio y con la ropa raída. Tras el baño, se sentó a comer algo junto al camino.

Estaba terminando cuando oyó los cascos de un caballo y se puso en pie al ver al caballero. Era un hombre apuesto, que de su armadura solo se había quitado el casco, de cabellos castaños. Era inconfundible. Cuando llegó a su altura, Owein se arrodilló.

—Es un gran honor, sir Lancelot.

—Agradezco vuestras palabras, amigo. ¿Necesitáis ayuda?

—No, mi señor. Solo pretendía homenajearos.

Sir Lancelot le dedicó más palabras amables y siguió su camino hacia Camelot. ¡Con que alegría iba a contarle a Elaine que había conocido a sir Lancelot! Esperó un tiempo breve, para darle tiempo al caballero a alejarse, y partió hacia la isla de Shalott. Se detuvo un momento para contemplar, una vez más, el hermoso atardecer.

Dejó el caballo junto al poste al que estaba atada la barca con que cruzó las aguas para llegar a la isla de Shalott. Corrió hacia la puerta y se sorprendió de encontrársela abierta.

—¡Dama Elaine! —gritó Owein—. Soy un amigo, ¿dónde estáis? Necesito hablaros.

Subió unas escaleras y se sintió angustiado cuando llegó a la que solo podía ser la alcoba de Elaine. La habitación estaba revuelta y el espejo, destrozado. Bajó las escaleras llamando a la dama de Shalott, circundó la torre, sin encontrarla, dificultado por las sombras de la noche que acababa de caer.

Entonces, a lo lejos, oyó la dulce voz de Elaine, río abajo. Sin pensárselo, se tiró al agua y nadó lo más rápido que punto hasta el lugar donde había dejado al caballo, un sauce enorme. Galopó por la ribera del río, siguiendo el dulce sonido de su voz, que cantaba una melodía triste, doliente.
Owein se guio por la canción hasta que esta, de pronto, se apagó. «Dama Elaine, os lo suplico», pensó el campesino, «no dejéis de cantar. Si vuestra voz se apaga no podré encontraros».

Siguió cabalgando y quiso el destino que viera la luz débil de unas velas que viajaban en un bote, cuando ya se vislumbraban las primeras casas de Camelot. Creía ver a una mujer vestida de blanco y supo que la había encontrado. Rebasó el bote, desmontó y se lanzó al agua. Nadó y se encaramó a la embarcación con el mayor cuidado que pudo.

Entonces la vio.  Elaine era la mujer más bella que jamás había visto. Dormía entre hermosos tapices y las hojas caídas de los árboles adornaban la barca. Y, cuando Owein advirtió que estaba demasiado quieta, supo que algo iba mal. Le tocó una mejilla y la notó congelada. Comprendió que Elaine, la dama de Shalott, estaba muerta, que la maldición le había quitado la vida.

Las lágrimas le cerraron la garganta y no pudo hacer más que seguir sujeto a la barca. Inspiró hondo y contempló a Elaine una vez más.

—Si no podéis ver más atardeceres —le susurró Owein—, si vuestro único lecho va a ser la tierra, no habrá felicidad posible para mí, el iluso campesino que tuvo vuestra cura en la palma de la mano y no logró llegar a tiempo. Dama Elaine, lo único que quiero es estar siempre con vos.

Owein se encaramó un poco más al bote y, con el mismo cuidado con que se toca algo frágil cuyo valor es incalculable, besó la mejilla helada de la dama de Shalott. Poco a poco, la sangre se le congeló y la sombra cubrió por entero los ojos del campesino. Owein murió bajo las auroras boreales, junto a la mujer a la que siempre había amado.

Estaba escrito que Elaine llegaría sola a Camelot. Por tanto, el cuerpo de Owein se fue deslizando, despacio, como si se resistiera a separarse de la dama de Shalott. Al fin, cayó al agua y se hundió en la negrura.

*


Las leyendas y los cuentos solo hablan de los caballeros que salen victoriosos o mueren con gran honor. Nadie quiere escribir sobre campesinos que fracasan en su empeño. Pero ninguna historia que ha sucedido se pierde, porque se queda entrelazada en la urdimbre del tejido que forma el mundo.

Por ello, aquel viajero que se siente cerca de la isla de Shalott y contemple las nubes rojizas de los bellos atardeceres, si presta atención, oirá un relato que el viento susurra. Una leyenda según la cual, Linnette, la Dama del Roble, se sumerge en el cauce oscuro del río y devuelve a la superficie el cuerpo de Owein. Con las mejillas llenas de lágrimas, la Dama del Roble quema el cuerpo del campesino y guarda las cenizas.

Cuando los funerales de Elaine han terminado  y la tumba de la dama de Shalott refleja levemente la luz del atardecer, Linnette entierra las cenizas de Owein junto a ella. Dice la leyenda que, con ello, la Dama del Roble cumple la última voluntad del campesino que estuvo a punto de romper la maldición de la dama de Shalott.

Y dicen los susurros del viento que Elaine y Owein seguirán juntos hasta que el tejido del mundo desaparezca.

26 octubre 2022

[El viaje de Sylwester] Mähra III

  MÄRHA III

(Actualidad: año 252 de la Confederación)
 
 
 
 
 
El problema de los planes demasiado audaces era que tendían a fallar. Una vez dentro de la empalizada de Luzjda, Mähra miró hacia atrás y, tras haberse asegurado de que Sylwester no podría verla, echó a correr, buscando un callejón solitario. Entró en uno que estaba vacío y se escondió tras una columna. Dejó la cesta, se transformó en un cuervo y se alejó volando lo más rápido que pudo.

Mientras ascendía notaba que el odio le inflamaba el corazón. Haberse visto obligada a besar a un engendro como Sylwester había sido lo más humillante que había tenido que padecer en mucho tiempo y pensaba hacerle pagar cada beso con una marca grabada en su piel con un hierro al rojo vivo. Los humanos carecían de inteligencia, pero Sylwester era el más imbécil de todos. No obstante, era tan difícil mantener el disfraz de Nadja que cometía errores y, a pesar de su estupidez, el miliciano tenía la capacidad de atar cabos. Solo probar sus labios infectos había logrado convencerlo de aplazar el encuentro con el padre de Nadja, un humano que, como era obvio, no existía.

Cuando estuvo lo bastante alto, recuperó su forma de demonio, lo que le permitió volar mucho más rápido. Su plan para robar el artefacto había sido demasiado audaz y un imprevisto lo había frustrado y había empeorado la situación. Cuando le pidió a Gröndha un batallón de hostigadores y observadores con la excusa de acelerar la búsqueda del artefacto, logró ocultarle que el objetivo era distraer a los defensores de Luzjda mientras se colaba en la casa de Justyna para robarlo.

Tenía que haber funcionado, pero el destino, al parecer, castiga el valor. Entró en la casa convertida en una ladrona. Con un sigilo que el alboroto del ataque hacía innecesario, registró la casa hasta hallar un cofre. No fue capaz de alzar el cofre de la mesa. Parecía clavado a la misma y comprendió que algún hechizo impedía que nadie pudiera llevarse aquello. Reflexionó un instante y forzó la cerradura. Los hechizos que la protegían eran más débiles y logró forzarla. Dentro halló el artefacto, que era tal y como se lo había transmitido Skanblös. Cerró el cofre, se alejó todo lo que pudo y se transformó en Sylwester. Detestaba convertirse en animales o humanos machos, pero era la única forma de llevarse el artefacto.

Abrió el cofre de nuevo, exultante, y agarró el artefacto. O, al menos, lo intentó. Cuando lo rodeó con los dedos, sintió un dolor tan intenso que dio un grito. Quiso cogerlo de nuevo, desesperada, y tuvo que soltarlo porque la mano se le había quedado insensible. Se transformó en ladrona de nuevo, pero cuando intentaba escapar, irrumpió en la habitación una mujer de mediana edad, que no podía ser otra que Justyna.

No se podía imaginar que aquella humana fuera una hechicera tan formidable que superaba los poderes de Mähra con mucho. A su inferioridad frente a la hechicera se sumó que tenía activo el hechizo de transformación, lo que siempre era un estorbo en un combate con magia. Para escapar de Justyna tuvo que provocar un incendio y delatar que su casa era el objetivo de algo peor que una ratera. Había puesto sobre aviso a los humanos y estos cambiarían el artefacto de sitio. Podrían esconderlo en algún otro lugar de Luzjda o hacer algo mucho peor: trasladarlo a Vojotla, donde moraban hechiceros aún más poderosos, capaces de comunicarse con los dioses austanos. Si sucedía esto último, sin embargo, tendría una oportunidad excelente para robarlo, aunque debería buscar la manera de interceptar, en solitario, a los humanos que lo trasladaran. Sería la única manera de poder secuestrar a Sylwester y llevárselo con el artefacto a tierras de los demonios, pero fuera del reino de Vörla Skrohr y del alcance de Gröndha.

Llegó al Camino en el Cielo y poco tiempo después había abandonado los cielos de la Confederación. Era imprescindible que convenciera a Gröndha de que su fracaso no era tal, sino parte de un plan astuto para hacerse con el artefacto. Aunque tenía varias ideas, porque había reflexionado antes de iniciar aquel plan fracasado, aún debía pulir algunos detalles. Tendría tiempo durante el camino hacia el palacio del conde.

*

Los guardias del conde se resistieron a dejarla pasar sin tener cita, sorprendidos por verla allí tan pronto. Consultaron al conde y este aceptó reunirse con ella, pero cuando estuvo frente a él, tras haberle saludado, algo en su expresión la hizo temer que todo estaba perdido. Gröndha no era un humano estúpido: su astucia la había sorprendido más de una vez en el pasado.

—¿Qué se supone que ha pasado, Mähra?

—Las cosas han sucedido como había planeado, señor.

—¡Ah! ¿Sí? Una misión discreta para recabar información termina con la ciudad arrancada de su sueño y la casa donde se oculta el artefacto asaltada en ese mismo instante, ¿y eso es un éxito? A estas alturas, los humanos ya sabrán que buscamos el artefacto, que hay un demonio infiltrado en Luzjda y que el único a quien el espía ha podido sonsacar la ubicación del artefacto habrá sido Sylwester. Lo aislarán y habrás perdido a tu fuente de información por culpa de tu torpeza.

—Después del ataque vigilé a Sylwester. Sigue en libertad. Me cité con él y le hice beber una poción que me permitirá localizarlo durante cinco o seis días si no se aleja demasiado de Luzjda.

—¿Para localizarlo en la celda donde lo van a encerrar? Me bastaría con enviar a un par de cornejas para averiguar eso.

Mähra inspiró hondo. Iba a intentar convencer a Gröndha de que su desobediencia, una cuyo objetivo era traicionarlo, era parte un plan que pretendía ofrecerle unos resultados mejores de los que se imaginaba el conde. Si no conseguía engañarlo, sufriría su cólera. Buscó infundirse valor mirándolo a los ojos, como si no tuviera nada que ocultar.

—En realidad, señor, no esperaba tener la suerte de robar el artefacto. Lo intenté para averiguar más sobre nuestros enemigos y para obligarlos a trasladarlo. Mientras no lo saquen de Luzjda, nos será muy difícil hacernos con él.

—Lo lógico es que se limiten a esconderlo en otra casa de Luzjda y pidan auxilio a la capital.

—Puede ser, señor, y en tal caso sabríamos donde lo han escondido. Pero también podrían decidir llevárselo a Vojotla, mejor defendida, para alejar el peligro de sí mismos. Que demostremos tanto interés les hará comprender la importancia que tiene y procurarán llevar el artefacto a los más poderosos de la tribu.

Gröndha entrecerró los ojos. Mähra temía que no iba a tragarse aquello, pero no tenía más opción que intentarlo.

—Sí —dijo al final el conde—. No es seguro, pero existe esa posibilidad. Aun así, lo trasladarían muy bien custodiado y atacar a la escolta de ese Sylwester sería una violación de los tratados.

—No haría falta atacar a la escolta. Si pudiéramos forzarlos a violar los tratados, podríamos hacerlos prisioneros y los traería ante usted para que los juzgara. Sería muy sencillo hacernos con el artefacto si tenemos a Sylwester encarcelado en Vörla Skrohr.

Gröndha inclinó la cabeza ligeramente y la miró en silencio. A Mähra, que lo había interpretado como una invitación a explicarse, se le aceleró el corazón.

—Tendríamos, primero, que hostigar a diario la ciudad. No pido que les hagamos daño, señor, solo que no les dejemos dormir. Eso los podría presionar para sacar el artefacto con una escolta mínima. Los humanos confían en los tratados y saben que no podemos atacarlos directamente, así que no verán peligrosa una escolta de dos o tres guerreros, ya que necesitarán gente para ahuyentar a nuestros hostigadores.

—Tu plan parece condenado al fracaso —dijo Gröndha—, pero si los humanos entierran el artefacto debajo de la Casa del Consejo de Luzjda, lo habremos perdido de todas formas. Quizá sea eso lo que hagan, pero quizá piensen como tú y decidan sacarlo de la ciudad, confiados en los tratados y en pasar desapercibidos. Pensándolo con frialdad, solo hay dos alternativas: o los humanos esconden el artefacto, o lo sacan de Luzjda. Que los hostiguemos todas las noches no creo que cambie su decisión, así que adelante con tu plan. ¿Qué necesitas?

20 octubre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VII

EL ARTEFACTO VI

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 


 

Sylwester encendió una lámpara de aceite, casi a tientas, y abrió la puerta de la calle. No había nadie en el exterior, pero no era de extrañar ya que no se encontraba cerca de ningún cuartel ni punto de reunión. Los cuernos de alarma de toda la ciudad parecían haberse vuelto locos y Sylwester se vistió y dejó que su padre le ayudara a ponerse la coraza. Decidió dejarse el arco para llegar más rápido.

Había cinco plazas en Luzjda donde, en situaciones de emergencia, debían dirigirse los milicianos. Todo miliciano sabía a cuál debía acudir, y hacia su punto de reunión se apresuraba Sylwester cuando una niña de unos diez u once años salió de una casa y se le agarró a un brazo, llorando.

—¡Ayúdenos! ¡Hay monstruos en casa!

La niña tiró de él, pero Sylwester se recobró pronto de la sorpresa y entró corriendo en la vivienda antes que la chiquilla, tras haber embrazado el escudo y blandido el hacha. Se encontró a un joven de unos catorce años defendiéndose con una sartén de un zjolik, un diablillo que volaba a la altura de su cabeza e intentaba morderlo. Estaban cerca del pie de una escalera, donde yacía una mujer que parecía haberse caído de la misma. En el piso de arriba, lloraba un bebé.

Sylwester gritó con ganas e intentó partir en dos al monstruo. Todo fue muy confuso. El diablillo ascendió tras lanzar una dentellada al niño, quien le intentó dar un sartenazo. Sylwester, por miedo a alcanzar al muchacho, lanzó un golpe pésimo, pero, al menos, logró atraer hacia sí la atención del zjolik, que se aferró al escudo y se soltó para evitar el hacha de Sylwester.  El bebé seguía llorando en el piso de arriba y la niña corrió hacia ellos gritando.

—¡Salve a mi hermanito!

La chiquilla le lanzó un tajo al monstruo con un cuchillo de cocina enorme. Sylwester habría querido correr escaleras arriba, pero con la coraza puesta se habría tropezado. Tuvo que desoír los gritos de la niña, que le suplicaba que se diera prisa.

Se le heló la sangre cuando vio que había otro zjolik dentro de la cuna donde el bebé lloraba. Sylwester dio un grito y salvó a aquel niño gracias a que llamó la atención del diablillo y lo forzó a atacarlo. Para evitar correr la misma suerte que la mujer que yacía al pie de la escalera, entró en el dormitorio antes de que el diablillo lo alcanzara. El precio fue que el zjolik se le agarró al antebrazo del arma y le arrancó un grito al morderle. Intentó aplastarlo con el escudo y contraatacó con un tajo bien dirigido, que su escurridizo oponente esquivó.

Sylwester se interpuso entre el niño, que seguía llorando, y el diablillo. Le dolía el antebrazo, pero el ser era demasiado débil como para inutilizárselo de un solo mordisco. El zjolik titubeó y lo amenazó abriendo la boca mientras volaba cerca del techo de la habitación. Los niños gritaban pidiendo auxilio, aunque Sylwester se tranquilizó al oír voces de adultos: vecinos que acudían en su ayuda.

El diablillo se lanzó contra él y Sylwester lo atacó con todas sus fuerzas. Por desgracia, a pesar de su escaso tamaño y fuerza, un mercenario inexperto no era rival para un zjolik. El diablillo voló bajo el escudo y le clavó los dientes en el muslo. El tajo de Sylwester falló por poco. Un hombre y una mujer entraron con cuchillos y antorchas. Aquellos diablillos eran como las fieras, así que el fuego lo forzó a huir por la ventana.

Sylwester jadeó, dolorido y debilitado. Aquella pareja le había salvado: no habría aguantado dos mordiscos más. La niña que lo había llamado entró en la habitación y se abrazó a él, sollozando, pero esta vez, de alegría.

—Ha salvado a mi hermanito.

La niña cogió en brazos al bebé e intentó confortarlo. El hombre y la mujer se quedaron en el dormitorio y Sylwester bajó cojeando. Tres personas y el niño atendían a la mujer, la madre, que se había lastimado un brazo al caer por las escaleras, pero que había recuperado la consciencia. Los dos zjolik habían entrado en el dormitorio del bebé, tras haber roto la ventana, y uno de ellos atacó a la madre cuando corría escaleras arriba. Su hijo evitó que la remataran y la niña vio a Sylwester por otra ventana y salió a pedirle ayuda.

Sylwester se fue de allí, rumbo al punto de reunión, pero se prometió que los visitaría cuando pudiese. El único problema era que, si bien las heridas que tenía no eran graves, se sentía débil. Tanto el pantalón como la manga de la camisa estaban destrozados.

Oyó un caballo al galope detrás de él y una voz que le pedía que se apartara. Logró hacerlo cojeando y vio pasar a un jinete que portaba una antorcha, camino de la misma plaza a la que él se dirigía. Cuando llegó, se encontró un buen número de milicianos y civiles, algunos jinetes que se detenían o volvían a salir corriendo y mucha confusión. Se encontró a Stanislaw y a sus compañeros en la parte oriental de la plaza. Agnieszka fue la primera en advertir su estado y se preocupó por sus heridas.

Le tuvo que contar a sus compañeros el incidente con los dos zjolik. Stanislaw lo miró.

—Cuando esto acabe, que te mire un curandero. Que te den una antorcha y no luches si no es necesario.
 —Stanislaw se dirigió a los demás—. Tenemos que ir a la Casa del Consejo y examinar los alrededores. Lo único que se ha avistado son zjolik, czawronas y espectros. Parece una distracción más que un ataque. No os separéis unos de otros y atentos.

Piotr se puso a su lado mientras avanzaban por una calle iluminada por las luces provenientes de muchas ventanas. Los cuernos seguían sonando y sería difícil que alguien en Luzjda continuara durmiendo.Sylwester notó que Agnieszka le daba la antorcha a un compañero y que, a base de susurros y toques, se transmitía la orden de detenerse. La exploradora se pegó a una pared, sin hacer ruido y disparó contra una sombra oscura que había en un tejado, que se entreveía gracias al reflejo de las luces de una ventana cercana. La flecha de Agnieszka ni siquiera se acercó al ser, pero logró ahuyentarlo. Piotr le comentó que era un czawrona, una especie de ave negra con la envergadura de un hombre.

Cuando llegaron a la plaza a la que daba la fachada de la Casa del Consejo, hallaron a otros dos grupos de milicianos y a varios soldados a caballo. Stanislaw se reunió con los jefes de los otros dos grupos y, tras un rato de conversación, regresó con ellos y les pidió que lo rodearan.

—Varios espectros han intentado entrar en la Casa del Consejo, y han visto a czawronas oteando desde el cielo. Han dañado unas cuantas ventanas, pero el ataque más fuerte lo ha sufrido la casa de Justyna. Parece que ese ha sido el objetivo real de quien haya hecho esto. Es muy extraño.

A Sylwester se le hizo un nudo en la garganta. En contra de su costumbre, intervino antes de que Stanislaw les preguntara si tenían alguna duda.

—¿Han robado el artefacto?

—Que sepamos —respondió Stanislaw—, nadie ha entrado en la Casa del Consejo.

No se lo podía creer. La casa de Justyna era una vivienda típica de una persona de clase alta, pero no era identificable, como sí lo era la Casa del Consejo, para un atacante exterior. Quien estuviera detrás de aquello sabía que la casa de Justyna guardaba algo valioso y aquello no era del dominio público. En ningún momento le habían ordenado guardar el secreto, pero quizá se debiera a que era tan obvio que un miliciano inteligente lo habría hecho. Y él se lo había contado a Nadja. Aquella muchacha no habría tenido la precaución de callarse la información. Se lo habría contado a su padre, este a algunos de sus iguales y era posible que, entre ellos, hubiera algún espía de los demonios. ¡Cómo había sido tan estúpido! Había desvelado la ubicación del artefacto solo para impresionar a Nadja.

—¿Qué te pasa, Sylwester? —le preguntó Piotr.

—No es nada. ¿Qué órdenes tenemos? —preguntó Sylwester dirigiéndose a Stanislaw.

—Patrullar las calles hacia el suroeste para asegurarnos de que no quedan enemigos.

Se marcharon al tiempo que cinco jinetes llegaban a la plaza y se dirigían a la puerta de la Casa del Consejo.

Avanzaron un trecho por una calle amplia y Stanislaw les indicó que entraran en una más estrecha. Agnieszka se adelantó, seguida del jefe. A tales horas, y con los cuernos aún sonando, aquella calle desierta impresionaba a Sylwester. La exploradora regresó y tras una breve conversación con Stanislaw, les pidió a los demás que se acercaran.

—Hay un espectro en la callejuela de la derecha —les dijo el jefe—. Agnieszka y Jaroslaw darán un rodeo y le cerrarán el paso. Yo atacaré de frente. Los demás, venid detrás. Sylwester, tú no intervengas si no es necesario.

Piotr acompañó a Agnieszka y Jaroslaw, que habían atravesado a la carrera la bocacalle para que no les viera el espectro, pero se quedó apostado en la esquina. Los otros dos compañeros iban a sorprender al enemigo cruzando por una de las calles laterales.

El corazón le latió con furia a Sylwester cuando Piotr movió la antorcha y siguió a sus compañeros, detrás de Stanislaw. Su posición no era la mejor, y las antorchas de sus camaradas lo deslumbraban, pero acertó a vislumbrar una silueta rojiza que arañaba la puerta de una vivienda.

Agnieszka llegó la primera y el espectro se lanzó a por ella. Se frenó en seco e interpuso el escudo y el hacha, pero no pudo evitar un rasguño en un brazo. Jaroslaw y Stanislaw atacaron al engendro, aunque solo su jefe logró alcanzar al ser de refilón. Agnieszka había lanzado un contraataque certero; por desgracia, el ente era demasiado escurridizo.

El espectro respondió con un zarpazo a Stanislaw que se estrelló en el escudo. Agnieszka alcanzó al enemigo con un golpe débil que atrajo su atención hacia ella. Nikolai se había sumado al combate y Piotr y Sylwester decidieron no intervenir, ya que no tenían espacio.

Agnieszka detuvo el ataque del  espectro y estuvo a punto de atravesarle la cabeza. Su escurridizo rival evitó el impacto por un milímetro, pero no pude evitar el hachazo terrible que le propinó Jaroslaw. Tras aquel golpe, la silueta se difuminó y se disolvió como si fuera un jirón de humo. 

Tras aquello, siguieron avanzando. Sylwester se interesó  por Agnieszka, pero la exploradora había sufrido un arañazo con tan poca importancia que lo único que lamentaba era que le hubieran estropeado la camisa.

Media hora después, cesaron las alarmas y Stanislaw les ordenó regresar a la Casa del Consejo. Una vez allí, su jefe se alejó para indagar y regresó con la noticia de que el ataque había sido repelido. Parte de la casa de Justyna se había incendiado, pero el fuego se controló a tiempo y los daños no eran graves. Su jefe les ordenó regresar a casa, salvo a Sylwester, al que le exigió que viera a un curandero. Agnieszka se quedó con él y le acompañó.

Por suerte, los sanadores no habían tenido que esforzarse en exceso. Los monstruos que habían atacado la ciudad eran los que los demonios solían usar para espiar u hostigar a los civiles y las tres personas que atendieron antes que a él solo tenían algunos rasguños y mordiscos. Se quedó estupefacto cuando una de las curanderas le pidió con amabilidad que se acercara. Lucía el vestido verde oscuro de una pieza, con adornos claros en las mangas y en el cuello estrecho, usual en las curanderas cawkeníes. Se acercó a la mujer intentando disimular que le había parecido preciosa.

La curandera se levantó y le sonrió. Tenía el cabello de color rubio oscuro, adornado por varias trenzas, los ojos verdes y un rostro delicado muy bello.

—¿Aparte de en el brazo y la pierna tienes más heridas? —preguntó la curandera. Sylwester respondió que no y ella le examinó el brazo—. Esto no es nada. A ver la pierna.

La joven se puso en cuclillas y le palpó la pierna. Aunque lo hizo con delicadeza, se quejó un par de veces.

—Te limpiaré el brazo, pero dejaré que se te cure solo. La pierna te la voy a sanar, para que puedas volver a casa más rápido, que tendrás que dormir algo.

La curandera lo iluminó con una sonrisa y Sylwester sintió que se ruborizaba. Miró un instante a Agnieszka y vio que arrugaba los labios como si quisiera contener la risa.

—Llevas calzones, ¿no? —dijo la curandera. Sylwester asintió en silencio—. Bájate los pantalones, por favor.

Le hizo caso mientras sentía que volvía a ruborizarse. La curandera le pareció aún más hermosa cuando le tocó el muslo con unas manos suaves y cálidas e invocó sus poderes. La herida de la pierna se le cerró del todo y, mientras se volvía a ceñir los pantalones, la curandera se puso en pie y cogió un par de cosas de una mesa. Con gran delicadeza, le subió la manga de la camisa y le limpió los rasguños.

—Ya está. Ahora vete a descansar, que te lo has ganado. —La curandera le acercó el rostro y le besó una mejilla—. Gracias a vosotros, podemos vivir tranquilos. Felices sueños.

Sylwester se alejó junto con su amiga y no pudo evitar volverse un instante para mirar de nuevo a la curandera, que atendía a un guerrero de unos treinta años que cojeaba.

—Solo te ha faltado pedirle una cita —le dijo Agnieszka con una sonrisa cuando se habían alejado lo suficiente.

—Es que… era muy guapa.

—¿Más que Laska o Nadja?

Sylwester no supo qué contestar y salieron en silencio de la plaza. Cuando entraron en una de las calles principales de Luzjda, Agnieszka suspiró.

—No es malo que te gusten tanto las chicas, y tampoco tiene nada de perverso tener aventuras sin compromiso siempre que no le rompas el corazón a ninguna chica, pero tú no vales para ir de flor en flor.

—Yo no… yo no hago esas cosas.

—Estabas enamoradísimo de Laska. Aparece esa Nadja y te pasas con ella todas las tardes. Ves a una curandera guapa y simpática y te ruborizas… Si fueras de otra manera, no pasaría nada, pero tú tardas muy poco en encapricharte de una chica y, luego, te cuesta meses olvidarla. Te van a hacer mucho daño si sigues así.

—Te equivocas conmigo.

—Ojalá encontraras a una chica que te respetara y te quisiera y que a ti también te gustase, porque eso es lo que anhelas de verdad, estoy segura. Creo que, en realidad, tienes miedo. Solo te encaprichas de mujeres con las que no tienes ninguna posibilidad porque te da miedo amar de verdad.

Sylwester calló y Agnieszka no dijo nada más sobre aquello. Por tanto, su mente se concentró en la conversación que iba tener al día siguiente con Nadja, un diálogo que quizá terminase en discusión.

*


La tarde siguiente al ataque acudió nervioso a la cita con Nadja, en el sitio acostumbrado. Tuvo que inspirar hondo al verla. Estaba más guapa que nunca. Vestía un corpiño precioso y se había adornado el cabello con una corona de flores. Llevaba en la mano izquierda una cesta de mimbre en la que adivinó una botella, pan, queso y un saquillo. Estuvo a punto de desarmarlo con la sonrisa que le dedicó y con los dos besos en las mejillas que le dio.

—Hoy he pensado en algo diferente —dijo Nadja—. Salgamos de la ciudad y nos beberemos una botella de vino de Vojotla debajo del árbol más bonito que encontremos. ¿Te gusta el plan? Di que sí.

—Me encanta el plan, pero tenemos que hablar.

—Claro que sí —le dijo mientras le enlazó un brazo con su derecha y lo hizo caminar—. Cuéntame lo que quieras mientras caminamos. ¿Qué tal anoche? Yo lo pasé fatal: las alarmas no me dejaron dormir y mi padre apostó dos guardias a la puerta de mi dormitorio. Apenas he dormido.

—Yo tuve que pelear con dos zjolik, pero estoy bien.

—¡Oh! Lo siento. ¿Causó muchos daños el ataque? ¿Hubo muchos heridos? ¿Algún muerto?

Sylwester suspiró cuando llegaron a una plaza pequeña y torcieron hacia su izquierda, camino de la puerta sur de la empalizada. Quería preguntarle a Nadja a quién le había contado que el artefacto se hallaba en la casa de Justyna, pero la chica hablaba y preguntaba con tanto entusiasmo que no veía la oportunidad.

—Lo que más sufrió fue la casa de Justyna, y de eso…

Nadja dio un grito y sintió que tiraba de él hacia el suelo. Al parecer, había tropezado. Aunque la chica acabó en el suelo, la cesta no se volcó y la botella y la comida permanecieron intactas.

—¡Ay! ¡Qué torpe soy! Ayúdame, por favor.

Sylwester la ayudó a incorporarse y le preguntó que si se había hecho daño.

—Me duele una rodilla, pero no es nada —respondió Nadja—. Cambiemos de tema. ¿Adónde me vas a llevar? Tiene que ser el sitio más bonito que conozcas, porque este vino es muy especial.

Mientras caminaban por la calle, muy concurrida, Nadja no paró de hablar del sabor y el olor del vino que iban a probar, de los secretos de su elaboración, de cómo los comerciantes lo cargaban en grandes carros y lo exportaban a los condados austanos. Su amiga tenía tantas ganas de hablar que siguió sin encontrar la oportunidad de confesarle sus sospechas, algo que, en el fondo, no tenía ganas de hacer.

Cuando llegaron a una bocacalle, Sylwester le pidió que entraran y recorrió un breve trecho. Nadja protestó con afabilidad, ansiosa por abrir el vino. Se detuvieron frente a la casa donde había luchado contra los zjolik y llamó a la puerta.

—Anoche salvé a esta familia —le dijo a su amiga—. Quiero saber si están bien.

—¿No podrías visitarlos en otro momento? —se quejó Nadja con un mohín que le resultó adorable.

Abrió la puerta la niña que le había pedido auxilio. La chiquilla abrió mucho los ojos y le dio un abrazo. Tiró de él para hacerlo entrar y lo condujo hacia su madre, que estaba sentada en una mecedora y tenía al bebé dormido en los brazos. La niña le contó entusiasmada, sin alzar la voz, quién era Sylwester.

—Acérquese, por favor, pero no haga ruido —dijo la madre en voz baja.

Sylwester acercó el rostro al bebé dormido y se sintió feliz de verlo sano y salvo. La madre estaba restablecida y le agradeció su gesta con los ojos brillándole por la emoción. Sylwester se volvió, radiante de felicidad, hacia Nadja y, por un instante, se le heló la sangre en las venas. La joven miraba al bebé y a su madre con una expresión de odio tan profunda que parecía irreal al provenir de una muchacha hermosa que tenía el cabello adornado con una corona de flores. Solo duró un instante: cuando advirtió que Sylwester la miraba, el odio se desvaneció de su rostro y le sonrió.

—Eres tan valiente… —dijo Nadja—. Te espero fuera, pero no me hagas esperar.

Sylwester intercambió un par de frases con la madre y su hija y salió de la casa. Nadja volvió a enlazarle el brazo y continuaron su camino, pero él aún tenía fresca la expresión de odio que había mostrado y se la quedó mirando, sin atreverse a preguntar.

—¿Qué pasa? —preguntó Nadja en respuesta, aflojando el paso.

—Mirabas a esa pobre mujer y a su bebé como si los odiases.

—No era a ellos. Pensaba en como aborrezco a los monstruos que asesinan a niñas inocentes. Ojalá pudiera matarlos a todos de la forma más dolorosa posible.

Sylwester se contentó con aquella explicación, pero volvió a sentirse impresionado por la manera en que Nadja había dicho aquello.

Sylwester decidió esperar a estar sentados bajo los árboles para hablar con la muchacha Salieron de Luzjda y les llevó una media hora encontrar una colina en cuya cumbre se alzaban dos robles enormes. Nadja tiró de él colina arriba, se sentó junto al tronco de la más grande y le invitó a hacer lo propio. Mientras la joven extendía un mantel pequeño que iba doblado en la cesta y ponía encima, con cuidado, el queso, el pan y el saquillo, que contenía almendras, la botella de vino y dos cuencos, Sylwester se decidió.

—¿A quién le contaste que el artefacto estaba en casa de Justyna?

—A nadie, tesoro. ¿Crees que desvelaría un secreto así?

Nadja le sonrió, pero advirtió que se había puesto muy nerviosa, algo que lo inquietó aún más.

—Sé que no lo harías con mala intención, pero no puede ser casualidad que atacaran la casa de Justyna en vez de la Casa del Consejo.

—Claro que es casualidad. Su objetivo fue la Casa del Consejo y usaron la vivienda de Justyna para crear una distracción.

—¿Cómo sabes que atacaron también la Casa del Consejo?

—M… me lo dijo mi padre, tesoro. —Sylwester la miró con desconfianza y, tras un titubeo, Nadja bajó la vista—. Está bien. Se lo conté a mi padre, ¡pero él no se lo revelaría a nadie!

—Ha tenido que hacerlo —respondió Sylwester y se puso en pie—. Recógelo todo. Llévame ante tu padre. No desconfío de él pero tengo que saber a quién se lo ha contado o quien pudo oíros hablar.

—Por favor, aún no has probado el vino —replicó Nadja mientras se ponía en pie.

Sylwester iba a insistir, pero se quedó helado. Nadja se le echó encima, lo abrazó y le dio un beso en los labios. Fue un beso largo, intenso. Cuando la chica se separó, lo miraba de tal manera que Sylwester no pudo sino abrazarla y besarla a ella de la misma forma. Separó los labios de ella y, aún abrazados, se miraron a los ojos. Era la primera vez que besaba a una mujer en los labios y le había gustado tanto que se olvidó por un instante del artefacto, de los demonios y del resto del mundo. Solo existían el rostro de Nadja y sus ojos, que clavaba en los de él.

—Te presentaré a mi padre, pero no ahora. Por favor, bebamos y disfrutemos de esta tarde tan bonita.

Reforzó sus palabras con un nuevo beso y Sylwester, ansioso por volver a sentir sus labios bajo aquellos robles, en una tarde soleada y espléndida, cedió y se sentó. No hubo más besos, pero sí mucho afecto, muchas risas y palabras dulces. El vino tenía un regusto amargo, pero buen sabor y Sylwester se lo bebió casi entero, ya que Nadja solo se llenó una vez su cuenco.

Cuando Sylwester se puso en pie para iniciar el  camino de regreso, se notó mareado y le dolía el estómago, pero procuró ocultárselo a Nadja. La chica guardó todo en la cesta de mimbre, la dejó en el suelo y lo miró con intensidad. Lo besó de nuevo y, abrazada a él, lo miró.

—Tengo miedo de que decidan llevarse el artefacto a Vojotla —dijo Nadja.

—Mejor —dijo Sylwester con la lengua algo trabada—, así no atacarán más Luzjda y allí estará más seguro.

—¡No seas tonto! Solo puedes tocarlo tú. Tendrás que llevarlo, y no quiero que te vayas, quiero que estés conmigo.

Sylwester no había pensado en aquello. Conmovido por las palabras de Nadja, incapaz de confortarla, la abrazó con fuerza. Ella le reposó la barbilla en el hombro.

—Si te ordenan partir, quiero que me lo digas. Es muy importante. Prométemelo.

—Te lo prometo.

Nadja le respondió con un beso dulce en la mejilla, levantó la cesta y enlazó un brazo con el de él para regresar a la ciudad. Apenas hablaron durante el camino de vuelta, debido al mareo y al dolor de estómago de Sylwester. Estaban muy cerca de la puerta sur cuando Nadja se detuvo y lo soltó.

—Tengo que irme. ¿Podrás regresar solo a casa? Te veo raro.

—Estoy bien —mintió.

—Mañana no podremos vernos. Estaré muy ocupada, pero ven a verme al día siguiente, a la hora de siempre. ¿Vendrás?

—Pues claro —respondió Sylwester con la lengua tan trabada como si estuviera borracho.

Nadja se despidió y entró en la ciudad caminando tan rápido que parecía estar corriendo.

El viaje de vuelta a casa fue un tormento. Tenía el paso inestable de un borracho y notó que algún viandante le dedicaba miradas reprobatorias, pero aquello no era una borrachera. Además, solo había tomado una botella que ni siquiera era grande. Temió que el vino o algo de la comida estuviera en mal estado. Debería haber buscado un curandero, pero su mente nublada se dejó llevar por el instinto de regresar a su hogar.

Una vez en casa se acostó y se quedó dormido casi de inmediato. A la mañana siguiente se despertó fresco, como si el mareo y el dolor de estómago del día anterior hubieran sido un sueño. Pronto, recordó los besos de Nadja y, con un cosquilleo en la boca del estómago, suspiró arrobado por el recuerdo.

25 septiembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VI

 EL ARTEFACTO VI

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 


El día siguiente, Sylwester acudió temprano al punto  de reunión y ver aún allí a sus compañeros de siempre lo alegró. Todavía le faltaban dos buenas noticias más. La primera, que la noche había sido tan tranquila que ya no era necesario reordenar las partidas de batidores, de ahí que volviera a salir bajo las órdenes de Stanislaw. La segunda era que iban a realizar una patrulla rutinaria por los bosques al sur de la ciudad y al día siguiente les darían el día libre para compensarles de las fatigas de las jornadas previas.

Aquella mañana fue, para Sylwester, un simple paseo por el bosque en compañía de sus amigos y una oportunidad para fijarse en los árboles bajo cuyas copas se desplazaban. Cuando se sentaron a almorzar sin haber visto rastro alguno de enemigos, todos se sentían relajados y felices. Agnieszka se sentó junto a él y le preguntó que cómo estaba. Como siempre confiaba en ella para confesarle ese tipo de cosas, le habló sobre Nadja.

—Me alegra que te guste tanto —dijo tras dejarlo hablar un rato—, pero ten cuidado. Pronto volverá a Vojotla.

Sylwester no había pensado en aquello.

—Vojotla no está lejos.

—A tres días de camino. Cuando regrese a la capital apenas os podréis ver. Además, pasa bastante tiempo fuera por lo que me has contado.

—La distancia no es importante si hay amor. Cuando un soldado tiene que servir lejos de casa, su novia o su mujer lo esperan si lo aman.

—Si lo aman mucho. Y, aun así, es una situación muy difícil, que requiere mucha madurez. Vosotros sois demasiado jóvenes.

Las palabras de su amiga le apenaron, pero Sylwester reconoció que estaba en lo cierto. Regresó algo más triste de lo que había partido, pero aquel iba a ser un día afortunado. Cuando entraron por la puerta sur, deseosos de irse a casa, les esperaban la gente acostumbrada: familiares de algunos de los milicianos, el marido de Agnieszka… Y, para sorpresa de Sylwester, cerca del grupo de milicianos que hablaban con sus seres queridos, se encontraba Laska.

A Sylwester le pareció que estaba preciosa con el vestido azul que llevaba. Se le aceleró el pulso y se entretuvo en recorrer la zona con la vista, en busca de Bazyli, a quien no vio. Cuando Laska lo miró un instante y luego caminó despacio, alejándose de la puerta, Sylwester se decidió y se apresuró hasta alcanzarla. La saludó con timidez, a lo que ella respondió en tono lánguido. Le preguntó qué hacía allí y Laska alzó un poco la barbilla, sin mirarlo.

—Habíamos quedado. Dijiste que vendrías a verme para dar un paseo y aún estoy esperando.

—Fui a buscarte —respondió Sylwester mientras sentía un cosquilleo en el pecho—, pero te vi hablando con Bazyli y me… y no os quise molestar.

—Solo estábamos hablando. Podrías haber vuelto más tarde, pero, claro, estás muy ocupado últimamente.

—Han sido días muy complicados. Hemos tenido que hacer batidas agotadoras, ha habido problemas.

—Para otras chicas sí tienes tiempo.

Sylwester se detuvo por la sorpresa y dejó que Laska se alejara unos metros. No se podía creer lo que estaba oyendo. Admiró un instante el cabello dorado de la chica que le gustaba y sintió que estaba a punto de estropearlo todo, aunque no entendía qué estaba pasando. La alcanzó avanzando a grandes trancos y caminaron un trecho en silencio. Entonces, se dio cuenta. Bazyli le había contado a Laska que lo había visto paseando con Nadja y, al parecer, eso le había molestado. ¿Eran celos?

—Yo… es solo una amiga.

—Una amiga muy buena y muy guapa, por lo que me han contado.

Estuvo a punto de decirle que Nadja era solo una amiga que, además, iba a marcharse pronto, que a quien él quería era a Laska, pero se contuvo en el último momento.

—Siento haberme olvidado de visitarte. Me gustaría mucho pasear contigo cuando tú puedas.

—¿Esta tarde?

—Esta tarde no puedo, pero mañana tengo permiso. Solo he de ir un rato a la Casa del Consejo y podré pasarme el resto del día contigo.

—No sé, si estás tan ocupado quizá no sea buena idea.

—Claro que sí. Tengo muchas ganas de estar contigo. Cuando acabe en la Casa del Consejo voy a buscarte.

—De acuerdo. Hasta mañana.

Laska apretó el paso y Sylwester la miró un buen rato. Su última frase había sonado lánguida, sin entusiasmo. Quizá pensase que no estaba dispuesto a acudir, pero aunque Nadja era un poco más hermosa que ella, por Laska sentía algo especial. O, al menos, sentía algo más profundo que los sentimientos que le inspiraba Nadja.

*


El paseo con Nadja de aquella tarde fue tan agradable como sus encuentros anteriores. La chica le confesó que, cuando lo atropelló, quería preguntarle por el Templo de Laszlota. Aquel edificio era uno de los mayores y más bonitos de Luzjda y era el lugar donde se rezaba y se dejaban ofrendas a los espíritus mayores de los bosques. Sylwester se ofreció a enseñárselo y Nadja, sonriente, se cogió de su brazo y se encaminaron hacia allí. A medio camino, Nadja le pidió que le contara la historia del Templo y a qué espíritus estaba dedicado.

—Será muy parecida a la del Templo de Vojotla y se adorará a los mismos espíritus.

—Tú cuéntamela y ya te diré si se parece o no. Quiero oírla de tus labios.

—El templo se construyó hace trescientos quince años. Luzjda no era más que un campamento fortificado donde se refugiaban los cazadores y campesinos cuando los demonios atacaban. El espíritu más venerado, el primero al que se le creó una capilla,  fue Kwrolas. Cien años después, se creó una capilla para Kwrolwrjzeka, para agradecerle que Luzjda se salvara de unas inundaciones. Hace cuarenta y cinco años, se improvisó una capilla para Duswzybior, pero costó tres años que las cosechas volvieran a ser buenas.

—No conozco a ninguno de esos espíritus. Solo le rezo a Bógwojna , como mi padre.

—¿Bógwojna? ¿El dios de la guerra?

—Ese mismo.

Sylwester la miró extrañado. No conocía a todas las tribus cawkeníes que moraban fuera de la Confederación, pero dudaba que alguna de ellas tuviera dioses.

—Es muy raro. Los nombres de los espíritus siempre empiezan por Kwro, Duj o Dusz. ¿No será Kwrowojna?

—Tienes que viajar más, tesoro —dijo Nadja, nerviosa, y se rio a carcajadas—. ¿Qué hacen esos espíritus? ¿Se os aparecen?

Sylwester se detuvo y miró a Nadja, que se rio de nuevo con nerviosismo.

—Yo… no soy muy religiosa, Sylwester. Lo siento si te he ofendido.

—No me ofendes —respondió Sylwester, quien tiró suavemente de ella para que volvieran a caminar.

—Solo quería saber si los espíritus de Luzjda son como los dioses austanos. Perdóname.

—No me he enfadado. Los espíritus nos ayudan desde su propio mundo, oyen nuestras plegarias y agradecen nuestras ofrendas, pero ni ellos ni los seres que los sirven se muestran nunca. Supongo que igual que los dioses austanos.

—Para nada. Los dioses austanos están muy presentes. —Nadja suspiró y bajó la vista—. Yo he visto ángeles varias veces. Son monstruos recubiertos de metal, de tres metros de altura, que blanden espadas enormes, pueden invocar al fuego y hacer cosas mucho peores. Si ves uno, huye lo más rápido que puedas.

—¿Te ríes de mí?

Pero la seriedad y la tristeza que inundaron la mirada de Nadja lo hicieron arrepentirse de su pregunta. La chica le dedicó una sonrisa apenada y le suplicó que cambiaran de tema. Sylwester se pasó el camino hasta el Templo de Laszlota preguntándose qué escondía Nadja. No era común entre las familias de los militares acompañarlos en sus viajes. Quizá los comerciantes y los diplomáticos se hicieran acompañar de sus familias, pero no los militares. Nadja ignoraba cosas tan elementales que parecía extranjera, pero su acento era cawkení puro. Le extrañaba aún más la visión que tenía de los ángeles, que él consideraba seres poderosos, pero benéficos. Casi llegados a su destino, pensó que esos misterios hacían más interesante a su nueva amiga.

Los escasos recelos que le habían causado aquella conversación se esfumaron cuando comprobó el arrobamiento con que Nadja contempló el Templo. Le rogó que se lo enseñara todo y entraron.

El edificio era un recinto enorme de madera, con la parte inferior de las paredes exteriores de piedra. La planta era rectangular y el techo a dos aguas, desde dentro, consistía en una sucesión de vigas de madera inclinadas que se unían en sus lados superiores, que estaban redondeadas en la parte inferior para formar arcos. Colgadas del techo por la zona central, alejadas de la madera, había seis lámparas de aceite enormes que iluminaban de manera perpetua el recinto porque su superficie superior reflejaba la luz. Nadja se maravilló cuando Sylwester le explicó que las lámparas podían descender hasta quedar a cinco metros del suelo, gracias a unas cadenas ocultas en algunas de las vigas, y que se rellenaban con unos recipientes sujetos por dos pértigas que los monjes que cuidaban del recinto sabían manejar a la perfección.

Las capillas de cada uno de tres espíritus principales se hallaban alineadas, separadas unas de otras, en la línea central del edificio. Su amiga, entusiasmada, le preguntaba por los significados de los símbolos de cada capilla, qué representaban las estatuas, por qué había velas rojas en la capilla de Duswzybior, blancas en la de Kwrolwrjzeka y ninguna en la de Kwrolas. Le explicó que Kwrolas era el espíritu que gobernaba los bosques y que no soportaba el fuego, ni siquiera el inofensivo de las velas. Sylwester sacó unas monedas.

—Reza conmigo y haré una ofrenda en nombre de los dos. Kwrolas es el espíritu al que más conectado me siento.

—Ni siquiera había oído hablar de él. Mejor te espero fuera. No tardes.

Sylwester la vio alejarse con cierta tristeza, depositó las monedas en la vasija enorme decorada con imágenes de encinas, robles y hayas usada para tal fin y se arrodilló para pronunciar un par de oraciones. Cuando salió Nadja lo recibió con una sonrisa radiante. Regresaron a la plaza donde siempre se veían y se despidieron hasta la tarde siguiente.

*


Sylwester se despertó al despuntar el alba, como tenía por costumbre. Pudo comer algo antes de irse, ya que tenía tiempo de sobra para acudir a la Casa del Consejo. Salió de casa desarmado y contento de no tener que cargar con la coraza.

Lo hicieron esperar media hora en la misma sala donde aguardó dos días antes. Al fin, un hechicero lo hizo pasar a otra estancia con una mesa, dos taburetes y una estantería llena de libros. Sylwester le contó las dos pesadillas que había tenido, todo lo acontecido durante la batida en que hallaron el artefacto y lo que habló con Justyna. El hombre lo escuchó en silencio y, cuando hubo terminado, lo miró unos instantes.

—Son simples pesadillas producidas por la tensión de aquel encuentro.

—Discúlpeme, pero eran muy reales. Nunca he tenido pesadillas semejantes.

—Nunca te habías encontrado con un gran demonio.

Sylwester calló un instante. Inspiró hondo, buscando una réplica adecuada, sin lograrlo.

—Le pido un favor. ¿Podría contarle a Justyna los sueños que he tenido? A lo mejor, ella, en su sabiduría…

—Se lo contaré muchacho. Descansa y todo mejorará.

El hechicero había sido amable, pero Sylwester sintió que no había hecho ningún caso de lo que le había dicho. Decidió seguir su consejo: en todo caso, no tenía más alternativas. No le iban a conceder a un simple miliciano una audiencia con Justyna para que le contara unas pesadillas. Algo más animado, se encaminó a casa de Laska. Al no verla en la calle, llamó a la puerta y le abrió su madre. Hubo de esperar un rato, ya que su amada estaba terminando de ordenar la despensa y tuvo que arreglarse después, pero pudieron dar un paseo agradable bordeando el exterior de la empalizada de la ciudad. Le llamó la atención el interés de Laska por saber más de Nadja. Pareció alegrarse cuando supo que la chica no vivía en Luzjda. Cuando se despidieron, Laska le dijo que fuera a buscarla dentro de tres o cuatro días y que, si tenía tiempo libre, se verían.

La cita con Nadja fue tan agradable como todas las demás. Terminaron en una taberna, bebiendo cerveza y riendo mucho. Sylwester se acostó aquella noche feliz por dos motivos: había estado, por primera vez, con dos chicas en un mismo día, y la actitud de Laska le había hecho ilusionarse con que a ella le importaba. Sabía lo que le diría Agnieszka: que Laska actuaba así por orgullo, que le molestaba que Sylwester le estuviera haciendo más caso a otra chica y quería asegurarse de que él seguía interesado. Estaba convencido de que no era así, de que, poco a poco, iba conquistando a Laska.

En realidad, pensó que le gustaría ser novio de las dos, aunque eso fuera impensable. Laska tenía un carácter más dulce y una actitud más convencional que Nadja, pero esta era un poco más guapa y más divertida.

*


Los siguientes tres días fueron rutinarios. La paz había vuelto a Luzjda y sus tres jornadas como miliciano consistieron en rodear la ciudad visitando granjas. Lo más peligroso que hicieron  fue levantar unos troncos que una vaca revoltosa había tirado. Todas las tardes se paseaba por la ciudad con Nadja, satisfaciendo la curiosidad de su amiga, a la que cada vez veía más guapa.

Por eso, cuando, en mitad de la noche, los cuernos de alarma lo arrancaron del sueño, el corazón se le desbocó por la sorpresa.