30 diciembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal IX

 

EL ARTEFACTO VIII

(Actualidad: año 252 de la Confederación)


 

Se encontraba sentado junto a un río, mirando hacia su cauce, protegido del sol por las copas de los árboles que formaban un bosque al que no se le veía el final. Frente a él, alzaron el vuelo cuatro mariposas azules que ascendieron y se alejaron hasta perderse de vista. Y a su izquierda, sentada a cierta distancia, mirando en la misma dirección que él, estaba la muchacha de piel tostada que había visto en sus pesadillas. Sylwester se puso en pie y se volvió hacia ella. La joven solo le echó un breve vistazo.

—Me ha costado configurar tu… tu mente. Supongo que, aparte de por lo estúpido que eres, se deberá a ser la primera vez.

—¿Es usted el artefacto?

—No que yo sepa. Me llamo Daya, que dicen que significa amabilidad, y es irónico porque soy bastante antipática.

—Tengo que hablar con el artefacto. ¿Puede llevarme ante él?

—¿Te ríes de mí o es que eres estúpido de verdad? El artefacto es eso que tienes en la mano, en el sótano de la casa de Justyna. ¿Te has parado a pensar que ya me habías visto en sueños y que, por tanto, con quien tienes que hablar es conmigo?

—Entonces, ¿usted es el artefacto?

—Vaya castigo me ha caído —dijo Daya tras resoplar—.Déjalo. La verdad es que estás muy capacitado para contactar con… con entes como yo. Justyna podía hacerlo forzando sus poderes al máximo y, aun así, apenas podía mantener el vínculo un minuto, pero ella sí es espabilada y aprendió a abrir tu mente para que yo pudiera conectarme a ti. Déjame probar algo.

Daya se limitó a callarse. Al otro lado del río apareció un demonio enorme, el mismo que lo había aterrorizado el día que hallaron el artefacto. Se llevó las manos al cinto, pero iba desarmado. Corrió hacia Daya y tiró de ella para levantarla.

—¿Qué haces, imbécil? Es una imagen. ¡Bah!

El monstruo se desvaneció y Sylwester, aún impresionado, se sentó junto a Daya.

—Al menos, eres valiente. Creí que saldrías corriendo y me dejarías aquí. Felicidades, porque casi me pones en pie y la visión de ese demonio ha sido lo  bastante nítida como para que te aterrorices. Nuestro vínculo es perfecto. Tus genes.. . tus capacidades son extraordinarias.

—¿Ha dejado a Justyna sin fuerzas solo para tratarme con desprecio?

—¡Vaya! Te vas a ofender y todo. No sigas por ahí, te lo advierto.

—¿Qué quiere de mí?

—Poca cosa. Que me lleves a Gudeña. Muchas ciudades austanas están protegidas por los dioses. Gudeña está bajo la bendición de la diosa Águeda. Allí estaré a salvo de los demonios. La diablesa que quemó la casa de Justyna no me preocupa: su poder es débil, aunque su maldad sea tan grande como una montaña.
 El que me inquieta es el que te acabo de mostrar. Era capaz de sostener el vínculo conmigo sin apenas esfuerzo y de amplificar mis hechizos. Como ese tipo se decida a venir a por mí, Luzjda estará perdida.

—Informaré a Justyna de sus deseos.

—Perfecto. Puedes irte, que tengo mucho que leer. Vuelve a contactar conmigo solo cuando esté organizado el viaje: no me gusta que me molesten. Adiós.

El mundo cambió de repente, y volvió a verse en la celda, con el artefacto en la mano. Lo dejó en el cofre y se acostó. Era temprano y no tenía sueño, así que pasó varias horas aburriéndose. Se refugió en el recuerdo de los besos de Nadja hasta que comprendió que no volvería a verla. No podría acudir a su cita de aquella tarde, de modo que sería imposible retomar el contacto salvo que ella acudiera todas las tardes hasta que a él lo dejaran libre. Albergó la esperanza de que lo haría. Lo había besado con pasión, esto significaba que su amor sería fuerte, que sabría que él volvería al lugar donde se citaban cuando pudiera y que ella acudiría todas las tardes, anhelando volver a verlo. Solo le apenaba obligarla a salir inútilmente todas las tardes y a hacerla sufrir.

Por la tarde, Lidka le trajo algo de comer y cuando hubo terminado, volvió acompañada de Justyna, que se sentó frente a los barrotes. Cuando la criada se hubo marchado, le interrogó acerca de su conversación con el artefacto. Le ocultó la forma despectiva en que lo trataba. Justyna asintió.
—Creí que estaría más seguro en Vojotla —dijo Justyna—, pero aceptaré la sabiduría del artefacto. Partiremos a Gudeña dentro de un par de días. Voy a disponerlo todo.

La hechicera se puso en pie, pero se detuvo cuando Sylwester le habló.

—¿Podrán visitarme mi familia y mis amigos?

—Por supuesto. Daré la orden de que los avisen y podrán venir cuando gusten.

—¿Y podré contarles que me voy a Gudeña?

—No. Di solo que partirás, pero no digas a donde. —Justyna le sonrió—. No te preocupes. Serán solo unos días y cuando regresemos, podrás volver a tu vida. Pregúntale al artefacto en qué sitio de Gudeña deberemos dejarlo y bajo la custodia de quién.

Se marchó y volvió a dejarlo en la sola compañía del anhelo de ver de nuevo a Nadja.

*

Fue una tarde triste. No dejaba de repetirse que, en aquel momento, debería haber estado con Nadja. Se distrajo un poco cuando su padre y sus hermanos le hicieron una breve visita y, casi acabada la tarde, fueron Piotr y Agnieszka quienes disiparon, al menos en parte, la añoranza por Nadja. Su amiga le había traído en un trapo pan, tocino y queso. Sus dos compañeros lo hicieron reír un poco y le dio pena que se fueran.

Aquella primera noche fue tranquila. Aunque extrañaba su cama, fue capaz de dormir y se despertó despejado. Tras desayunar, contactó de nuevo con el artefacto. Daya, con su antipatía acostumbrada, le dijo que saber a donde llevarlo debería de conocerlo Justyna. Que buscaran una escuela clerical o una universidad, algún sitio donde hubiera sabios, a ser posible, relacionados con la fe en Águeda. Lo importante, concluyó Daya, era abandonar Luzjda y el territorio cawkení lo antes posible. Sylwester se lo transmitió a la hechicera, que dijo que pronto partirían.

La noche siguiente, Sylwester durmió mal. Los cuernos volvieron a sonar en toda Luzjda y Justyna bajó al sótano y se pasó con él toda la noche, junto a otros tres hechiceros que llegaron algo después. Por fortuna, cesaron las alarmas, los hechiceros se retiraron y Sylwester se quedó dormido. Antes de lograrlo, no dejaba de pensar en cómo estaría Nadja.

*

Lidka lo despertó. Le llevó un aguamanil y una jofaina. Para su sorpresa, le abrió la puerta y le pidió que cuando se aseara, se llevara el cofre. Sylwester así lo hizo y se encontró en el salón a seis soldados, dos hechiceras más, vestidas como Justyna y dos milicianos que llevaban en la mano cofres parecidos al que guardaba el artefacto. Justyna le pidió a Sylwester que dejara el cofre sobre una mesa y se sentara.

—¿Habéis visto con qué facilidad lleva Sylwester el artefacto? —le dijo Justyna a los presentes—. Para lograr subirlo de mi biblioteca a mi dormitorio, me quedé sin fuerzas y tardé tres horas en recuperarme. Tenemos que cuidar muy bien de este joven.

Justyna empezó a dar instrucciones. Para despistar a un posible atacante, iban a partir tres grupos idénticos. Uno se dirigiría a Vojotla, otro a Krawja, capital de Cajwkyl y bien conocida por la sabiduría de sus hechiceros. Ellos se dirigirían a Gudeña. No era previsible un ataque directo, que violaría los tratados, pero con aquella maniobra dificultarían a los posibles espías de los demonios saber donde estaba el artefacto. Tendrían que descartar Vojotla y Krawja y perderían tiempo y esfuerzos.

Cuando los otros dos grupos partieron con unos diez minutos de diferencia, Justyna dio las últimas instrucciones. Una de ellas llamó la atención de Sylwester.

—Saca el artefacto del cofre y guárdalo bien en una faltriquera. Sellaré el cofre y, en caso de que haya algún problema, fingiremos que el artefacto está dentro.

Al fin, abandonaron la casa de Justyna y a Sylwester se le aceleró el pulso. Aunque sentía cierta aprensión era, sobre todo, porque portaba en la faltriquera un objeto de vital importancia y le abrumaba la responsabilidad, pero se sentía bien protegido. Los dos guerreros que los acompañaban, Apoloniusz y Józef, eran de los mejores de Luzjda, y el poder de Justyna la convertía en la segunda hechicera más sabia y poderosa de la ciudad.

Salieron de Luzjda por la puerta norte, una zona un poco más discreta y luego fueron hacia el sur, bordeando la ciudad atravesando senderos entre los campos de cultivo. Al fin, emprendieron el camino hacia el condado austano de Ribedera avanzando por un bosque que a Sylwester le encantó porque no solía recorrerlo a menudo.

Cuando pararon para comer, Sylwester estaba agotado. Habían forzado la marcha y apenas habían parado durante seis horas. Jósef les aseguró que habían cubierto ya casi un tercio de la distancia hasta Bozja, la última población cawkení antes de llegar a Ribedera. Caminarían un poco más mientras hubiera luz y con suerte, llegarían a Bozja el tercer día a media mañana, en vez de por la noche. Allí dormirían en alguna posada y partirían hacia Custal, en la costa, y caminarían al lado del mar hasta llegar a Gudeña.

—¿Has visto el mar alguna vez, Sylwester? —le preguntó Jósef.

—No, señor.

—Pues te va a fascinar. Yo ya lo conozco, pero estoy ansioso por llegar a Custal.

—Disfrutaremos todos del mar —afirmó Justyna—. Y lo  haremos con la satisfacción de haber cumplido con nuestro deber.

Sylwester emprendió de nuevo el viaje animado. Los dos guerreros lo trataban con respeto y cortesía. No parecía importarles que fuese un simple miliciano inexperto.

Caminaban por una zona donde el bosque clareaba, siguiendo un sendero señalado por ruedas de carruajes. A su derecha, el atardecer pintaba las nubes de colores y se sintió feliz y orgulloso de haberse embarcado en aquel viaje.

Entonces, junto al tronco de un árbol vio a un niño llorando. Sylwester le pidió a sus compañeros que se detuviesen un momento y fue a interesarse por el niño. Tenía el cabello muy rubio, ropas de campesino y lloraba desconsolado.

—Pequeño —le dijo Sylwester—, ¿qué haces aquí? ¿Qué te pasa?

—Me he perdido.

—¿Dónde vives, dónde están tus padres?

—Creo que están por allí —respondió el niño sin dejar de llorar.

—Ven con nosotros, te llevaremos con ellos.

El niño dejó de llorar y lo  miró asustado, pero cuando Sylwester le tendió la mano, se la tomó. Sin embargo, notó que el niño tiraba de él hacia atrás y tuvo que asirle la mano con fuerza. Intentó tranquilizarlo, pero el niño cayó al suelo y dijo que no podía caminar. Sylwester, desesperado, lo cogió en brazos y desoyó sus gritos de terror y sus llantos. Decidió llevárselo a Justyna, para que ella decidiera, pero sentía que no podían dejar a aquel niño perturbado solo en mitad del campo.

Sus compañeros lo miraron hasta que llegó junto a ellos. Apoloniusz entrecerró los ojos.

—¿Qué estás haciendo?

—Me he encontrado a este niño y quiero que Justyna lo examine.

—¿De qué estás hablando? —preguntó de nuevo Apoloniusz.

Sylwester miró hacia el niño y gritó de la sorpresa. Llevaba en brazos a un diablillo del tamaño de un niño, que empezó a gritar, pero, esta vez, en un idioma duro e incomprensible.

—¡Suéltalo inmediatamente, Sylwester! —gritó Justyna con tal desesperación que Sylwester se aterrorizó.

Sylwester lo soltó, pero el diablillo siguió pegado a él, gritando en un propia lengua. Miró desesperado a Justyna y entendió que estaban en serios problemas cuando ella alzó la vista hacia el cielo, enfurecida, y los dos guerreros desenvainaron las hachas.

—Soltad a ese pequeño —dijo una voz que provenía de arriba—. Es mi último aviso.

Alzó la vista y, a unos cuatro metros por encima de ellos y a unos cinco por delante, vio a un demonio alado, con cuerpo de mujer y unos ojos de serpiente que le helaron la sangre.

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