02 diciembre 2012

Mundo de cenizas. Capítulo XXXIV. (Primera parte)

Aunque Pablo se mostró frustrado cuando las galeras detuvieron la marcha para pasar la noche, lo que sucedió fue lo que él mismo había predicho momentos después de partir de Imquaikmu. Según él, debido al retraso en la salida y al originado mientras se arregló la avería, no podrían llegar a Vussinumoput antes del anochecer. Y había acertado. A pesar de ello, Raquel se sentía muy contenta de interrumpir el viaje durante una noche entera. Estaba cansada de ir metida en la galera y de soportar los baches del camino. La carretera discurría todo el rato por la ladera de la montaña, sin despegarse apenas de la línea de Torres, lo que, por las conversaciones que oía, ponía nerviosos a algunos viajeros. Le preguntó a Pablo que donde estaban, y éste repuso que en Imquopossu, que era una ciudad pequeña donde terminaba la carretera. En condiciones normales, habrían parado una media hora y habrían desandado el camino hasta Imessuzu, para bajar hacia Cipenmêfile y ya seguir por la costa, pero por culpa del retraso, se les había hecho de noche.

Mientras ayudaba a Juan y a Pablo a bajar sus enseres de la galera y a acomodarse para pasar la noche al raso, Raquel recordó lo que había visto en el viaje. Tras Imquaikmu, por un camino tortuoso, llegaron hasta Imessuzu, que era una ciudad más grande que Imquaikmu, con unas murallas impresionantes. Se trataba de la ciudad más importante de las que se alzaban en la ladera montañosa, y aunque bajaron bastantes viajeros, fueron pocos los que subieron. Cuando partieron de Memieme, la aldea que había a medio camino entre Imessuzu e Imquopossu, el sol ya estaba muy bajo y fue cuando Pablo empezó a temerse que no iban a llegar ni a Imquopossu, aunque en eso se equivocó.

Una vez que hubieron elegido un sitio discreto para acomodarse, aunque sin alejarse demasiado de otros grupos de viajeros, Raquel se olvidó del cansancio y de sus elucubraciones y empezó a organizarlo todo. Había un arroyo que discurría cerca de la ciudad, y suficientes árboles y vegetación como para tener combustible suficiente. Sacó de inmediato los enseres para cocinar y los víveres, y llamó a sus dos amigos. A Juan le tendió la olla y le dijo:

—Juan, tráemela llena de tres cuartas partes de agua—, y cuando levantó la olla tras contestar que de acuerdo, le dijo a Pablo—: y vuestra merced traiga ramas para hacer fuego. Yo iré preparando todo.

Pablo respondió bromeando, pero hizo lo que Raquel le pedía. Cuando Juan volvió con el agua, ya tenían preparado el sitio donde encenderían los dos fuegos, básicamente, un par de montones de ramas rodeados parcialmente por unas cuantas piedras, con una trébede encima cada uno, y se afanaban en prenderlos. Los habían dispuesto muy juntos. Pablo estuvo todo el rato bromeando acerca de lo que se estaba Raquel complicando la vida para cocinar aquello, en que iba a ser muy pesado para cenar, y otras cosas que no se tomó a mal.

Una vez encendidos los fuegos, vertió parte del agua en el perol que traía, echó las alubias en remojo en la olla y preparó la carne que iba a cocer en el perol, un tanto escasa porque ya no le cabía más. Lo hizo sin prisas, ya que debería cocer las alubias dos o tres horas.

Poco después del anochecer fue cuando puso al fuego el perol, lo que significaba que aún quedaba un buen rato para que pudieran comer. De modo que Raquel pasó la mayor parte del tiempo conversando con Juan y con Pablo, más que nada con este último ya que su mejor amigo no parecía muy animado. Más de una vez, que le vio envuelto en una manta gris, estuvo tentada a preguntarle qué le pasaba, pero no quiso hacerlo delante de Pablo.

Raquel observó al resto de los compañeros de viaje. Varios de los grupos que se habían ido formando habían encendido fogatas, pero abundaban más parejas o viajeros solitarios que, simplemente, habían acomodado sus fardos y se contentaban con lámparas o, incluso, con los resplandores de las fogatas vecinas. De hecho, un par de muchachos que pasaron cerca de ellos, bromearon entre sí acerca de que esos tres se habían traído al viaje una cocina entera. Pero a Raquel le daba igual; qué menos que alimentarse bien en una travesía dura como aquella para poder afrontarla mejor.

Y observó a una pareja que, tras haberse detenido a hablar con los viajeros que cocinaban alrededor de una de las fogatas, avanzaron hacia otra que estaba más cerca de los tres. A Raquel le llamó la atención aquel par porque hubiese jurado que iban encapuchados, y desde que Pablo le previniera acerca de esa gente, prestaba interés a ese tipo de cosas. Al parecer, eran un hombre y una mujer, por la diferencia de altura, aunque no podría asegurarlo, y quizá fuesen un hombre y un adolescente. El hombre era el que se acercaba a hablar con los viajeros, mientras que su acompañante se mantenía apartado. Al parecer, estaban pidiendo comida, cosa que intranquilizó a Raquel, porque supuso que ellos serían los siguientes.

Y, en efecto, el hombre volvió con la que Raquel consideraba, sin saber por qué, una mujer, y se fueron juntos hacia ellos. Algo nerviosa, hizo un inventario rápido de la comida que llevaban, planteándose de qué podría prescindir con objeto de darles algo con que librarse de ellos. Con tranquilidad, el encapuchado se acercó sin ocultarse, y aunque los tres amigos le miraron, se dirigió directamente hacia Raquel, que cuidaba de la olla de las alubias. A cierta distancia, de manera que no se le veía bien el rostro ni siquiera gracias a la fogata, le habló con una voz profunda y ligeramente grave, pero que era, sin dudarlo, femenina:

—Discúlpeme; ¿podría hablar un momento con vuestra merced?

Raquel se quedó muy sorprendida del tono tan cortés con que se había dirigido a ella, que no se esperaba de una pedigüeña corriente, y fue incapaz de negarse. Iba a continuar cuando Pablo, que se había levantado, se encaró con ella y le dijo:

—Lo lamento, pero no queremos tratos con gente que nos oculta el rostro.

La encapuchada se incorporó al decirle aquello Pablo, y Raquel pudo apreciar lo alta que era. Le debía sacar cuatro o cinco pulgadas a su amigo, que era mucho para tratarse de una mujer. Le miró y, con el mismo tono educado, repuso:

—Le ruego que me perdone. Tiene vuestra merced razón.

Y sin demorarse, se quitó la capucha y su rostro quedó iluminado por el fuego. Se trataba de una joven, con el pelo claro y recogido en parte por un pañuelo, con un rostro huesudo y no muy agraciada. Pero tenía una serenidad y unas formas que inspiraban mucha confianza. De hecho, oyó decir a Pablo:

—Bueno… discúlpeme vuestra merced si he sido un poco brusco.

La respuesta de la mujer fue sonreírle a Pablo y dirigirse de nuevo a Raquel. Como volvió a inclinarse para hablar con ella, ya que no se había levantado, se dio cuenta de que tenía unos ojos azules de mirada serena, y de que no albergaba malas intenciones. Le preguntó:

—Mi amiga y yo estamos de paso en Imquopossu y no tenemos víveres ni para cenar ni para desayunar mañana. ¿Querrían vendernos o intercambiar parte de sus provisiones? Tenemos algo de dinero y también vino.

Fue a responderle cuando se sintió muy conmovida. La mujer se quedó unos momentos mirando la olla y el perol donde preparaba la cena, y Raquel comprobó, por la avidez con que lo miraba, que su interlocutora estaba pasando hambre. Reforzaba aquella idea su rostro huesudo, y sus manos, largas pero delgadas. Y aquello le hizo sentir un pellizco en el corazón. Trabajaba dando de comer a muchas personas, y una de las cosas que peor soportaba era ver a alguien hambriento. De modo que le salió del alma decirle:

—No. Tenemos poco que podamos venderles. Por eso, lo que haré es invitarlas a cenar con nosotros. Puedo cocer más carne y echar más alubias al fuego. Quedarán algo duras, pero podremos comer los cinco. A cambio, pongan vuestras mercedes el vino, y así ahorraremos el nuestro.

—Vuestra merced es muy amable, pero no queremos importunarles. Con un poco de queso y bizcocho nos arreglaremos.

—No será ninguna molestia, amiga. Es tan poca molestia para mí cocinar para vuestras mercedes que me apenaría mucho dejarlas ir con unas migajas. Y si ponen el vino, estarían pagando con creces el esfuerzo. No rechacen mi invitación.

La mujer la miró a los ojos, pensativa; sin embargo, Raquel estaba segura de que la había convencido, cosa que confirmó cuando la extraña repuso:

—Permita vuestra merced que se lo diga a mi amiga.

Y se encaminó hacia donde la esperaba. Raquel miró a sus compañeros de viaje y, para su sorpresa, se encontró que Pablo le demostraba su desaprobación con gestos discretos. Dirigió su mirada hacia Juan, buscando su apoyo. Su amigo se limitó, al principio, a encogerse de hombros, pero, quizá en respuesta a los ojos con que Raquel le miró, le dijo algo al oído a Pablo y este, con cierto disgusto terminó asintiendo en su dirección. Entonces, fijó su atención en las dos mujeres. Dado que reinaba cierto silencio por cansancio entre el resto de viajeros, pudo oír su conversación, sobre todo, las frases de la chica más bajita.

La que le había pedido comida, dijo algo que Raquel no oyó bien, pero que, obviamente, era un intento de convencerla, porque la otra repuso:

—¡No! ¡Vámonos! No les conocemos de nada.

En un tono más alto, la más alta contestó:

—Llevamos semanas sin comer nada caliente. Han sido muy amables, y parecen ser muy buenas personas. Por favor… ven y salúdales, y te convencerás por ti misma.

La chica bajita replicó casi en un susurro, de manera que Raquel ya no pudo oírla. De hecho, parecían haberse dado cuenta de que hablaban demasiado alto, y su tono dejó de ser audible. Al fin, las dos se aproximaron cargando con sus enseres y Raquel comprobó que la otra chica les miró con desconfianza, sin quitarse la capucha. Iba a decir algo cuando su amiga le ordenó:

—Descúbrete.

El simple “no” con que repuso su amiga la pareció más propio de una niña caprichosa que de una mujer adulta. El tono con que la más alta insistió fue extraordinariamente firme:

—Quítate la capucha.

Terminó por obedecer y Raquel vio, a la luz oscilante de la fogata, un rostro de facciones delicadas y muy bellas. Que se trataba de una chica muy guapa le quedó claro cuando vio la forma en que Pablo se la quedó mirando. Ella, a su vez, posó su vista en cada uno de los tres y a Raquel no le pasó inadvertida su indignación cuando cruzó la mirada con la de Pablo. Se limitó a decir:

—Buenas noches.

Respondieron con rapidez a su saludo y Raquel propuso a continuación:

—Siéntense vuestras mercedes con nosotros. Aún queda para que podamos comer.

Cuando la muchacha alta hizo ademán de sentarse y le pidió a su amiga que hiciera lo propio, ésta, tras mirar de nuevo a Pablo, que seguía contemplándola, volvió a ponerse bruscamente la capucha y contestó:

—Agradezco mucho su amable invitación, pero si me disculpan, no tengo ganas de cenar. Mi amiga sí se quedará y compartirá mesa con vuestras mercedes —. Se dirigió a su compañera y prosiguió—: estaré detrás de aquellos arbustos, ven a por mí cuando termines.

Antes de que pudiera irse, su amiga la detuvo diciéndole:

—Si te vas, me voy yo también.

—¡Ah, no! Que luego me dirás que no cenaste por mi culpa. Quédate y cena con ellos. Yo quiero estar sola… Estaré bien.

Raquel se apenó del tono, con parte de súplica, con el que la joven alta insistió por última vez:

—Por favor, quédate.

Hubo tristeza en los ojos de la chica bajita cuando miró a su amiga, pero, tras dudar unos instantes, se dio la vuelta y se perdió entre los matorrales. Hubo aún más tristeza en los ojos azules y huidizos de su amiga cuando se abrió la capa, y para sorpresa de Raquel, se quitó un talabarte para dejar sus armas, ropera y daga, junto a ella y se sentó, cansada y abatida. Y aquella pena se le contagió, al menos en parte. La extraña se repuso pronto y dijo:

—Les ruego que perdonen a mi amiga. Ha pasado momentos muy amargos y aún no los ha superado.

1 comentario:

Juan dijo...

Hola a todos

¡Qué ganas tenía de volver con esto! Espero ir publicando lo que ya tengo escrito y seguir avanzando. Hoy, pocas notas hacen falta.

Una trébede es un aro o triangulo de hierro con tres pies que sirve para poner al fuego sartenes, peroles, etc… (diccionario de la RAE). Un perol es una vasija de metal, con forma de media esfera. Un talabarte es lo que podríamos llamar el cinto de armas; es el cinturón que sujeta las armas.

Hasta pronto.

Juan.