30 julio 2022

[El viaje de Sylwester] Marta II

MARTA II

(Actualidad: año 252 de la Confederación)


 

Las novicias muy jóvenes tendrían que provocarle odio a Marta, porque su alma estaba maldita, pero no era así. Le inspiraban un poco de envidia y mucha ternura. Los días que se buscaba un hueco en la Plaza de los Necesitados, el nombre que el pueblo le daba a aquella plaza de cuya denominación real nadie se acordaba, solía acomodarse cerca de la gran carpa que la Iglesia mantenía cerca del centro, junto a la fuente.

También había novicios, pero Marta solo suspiraba cuando las miraba a ellas, tan simpáticas y tan sonrientes mientras lucían sus vestidos blancos. Suspiraba porque deseaba ser como ellas, y podría haber estado en aquella carpa si aquel demonio de ojos de serpiente no hubiera convertido a la niña con capacidad para la magia que fue en un ser monstruoso. Las aprendizas de magia curativa atendían los casos más inocentes: catarros, golpes sin importancia, resacas… Además de curar el cuerpo, alegraban el alma con su amabilidad y, sobre todo, llevaban el pelo suelto, la cara descubierta y ropa ligera.

Aquella mañana soleada, Marta sentía que se abrasaba debajo de los ropajes azules que la ocultaban del resto del mundo. Le sudaban las manos dentro de los guantes. Habría pagado una fortuna por quitarse la capucha y el velo que solo dejaban al descubierto los ojos, pero había sufrido demasiado por culpa de su aspecto. No se sentía capaz de enfrentarse al rechazo de sus compatriotas hacia la belleza, sobre todo porque, en su caso, el recelo sí estaba justificado.

Una novicia pelirroja, de unos dieciséis años, tres menos que Marta, se le acercó sonriendo. Aquella chiquilla llevaba varios días fijándose en ella. Marta la miró y alargó la mano cuando esta le tendió un vaso de barro.

—Es vino de mi monasterio —le dijo—. Está fresquito.

Marta le dio las gracias, se apartó el velo con una mano, sin dejar que se le viera el rostro, y bebió dejando la prenda delante del vaso. La muchacha se sentó a su lado y le hizo una pregunta, pero no la que se esperaba.

—¿Eres de Wanu?

—No. Ni siquiera sé dónde está ese sitio.

—Es un país muy lejano, al sur. Los juglares dicen que las mujeres visten como tú, pero viven en palacios enormes, y que los hombres son guapos, de piel oscura y tan apasionados que son capaces de colarse en una fortaleza para salvar a su amor verdadero.

La pelirroja suspiró con disimulo y Marta pensó que no era bueno oír demasiadas canciones románticas.

—Pues ya ves, soy tan austana como tú. Me crie en Laguvia, hacia el norte, a unos tres días de camino.

—¿Es bonito?

—Bueno… Es un pueblo pequeño. Cuatro o cinco calles, una plaza y una iglesia. Aunque la campana es tan grande que, cuando la tañen, la tierra tiembla.

—¿Te ríes de mí? —preguntó la novicia, tras mirarla un instante con una sonrisa congelada.

—¡Sí!

Las dos se rieron un rato. Aquella conversación le ayudaba a Marta a olvidarse del calor y de la tristeza que, con mayor o menor fuerza según el día, nunca la abandonaba. Sin embargo, llegó la pregunta que nunca deseaba contestar.

—¿Por qué vas tan tapada?

—Cuando tenía doce años —mintió Marta—, dos amigos de mi padre tuvieron que sacar del fuego a toda prisa una tina enorme, porque se estaba llenando de grietas. Les quise ayudar con tan mala fortuna que resbalé y se me rompió encima. Me achicharré y me salvé de milagro porque el sacerdote de Laguvia era un curandero experto. Lo que no pudo quitarme fueron las cicatrices. Estoy desfigurada, parezco un monstruo. Si me vieras la cara o el cuerpo te podrías desmayar. Solo tengo intactos los ojos, porque me los tapé con las manos.

—Perdóname. No tenía que haberte preguntado.

Marta le quitó importancia, pero suspiró al ver que la muchacha le sonreía con tristeza y se despedía. Siempre sucedía lo mismo. La novicia le aseguró que volverían a hablar, pero no sería la primera vez que incumplían esa promesa.

Quizá fuera lo mejor. Aunque Marta no tuviera ni una sola cicatriz, no dejaba de ser un monstruo. Se le inflamó el corazón de deseos de venganza cuando recordó al demonio que se había colado en su dormitorio, cuando solo tenía cuatro años, para entregarle un don tan envenenado como todos los que proporcionan los demonios.

Mientras veía a un hombre herido al que ayudaban a andar dos mujeres, camino de la carpa de la Iglesia, recordó su infancia rodeada por un pueblo que recelaba de que hubiera sobrevivido al ataque de un demonio. Todo empeoró cuando, a los quince años, confirmaba los temores de sus vecinos al convertirse en la joven más hermosa de Laguvia y de los pueblos de alrededor.

Tan ensimismada estaba que solo vio a una mujer rolliza que llevaba en brazos a una joven delgada sin sentido cuando aquella le hablo. La joven desmayada tenía un labio roto, la boca un poco hinchada y sangre seca en la barbilla.

—Me han dicho que eres la mejor curandera que me puedo pagar —dijo la mujer, que tenía la voz grave.

—Soy solo una aprendiza —respondió Marta en tono triste—. Quizá los sacerdotes de ahí al lado puedan ayudarla. Se contentan con una donación.

—Por favor —dijo la mujer—, me han hablado muy bien de ti. Quítame la manta que llevo a la espalda y extiéndela para que pueda poner a mi señora encima. Examínala, te lo ruego.

Marta lo hizo, conmovida por el sudor que le corría por las mejillas a la mujer, que prefería cargar con su señora a dejarla sobre el suelo sucio. La acostó sobre la manta con delicadeza y Marta le preguntó qué le había sucedido y si tenía más golpes aparte de en el labio.

—Se ha caído por unas escaleras. Intenté que despertara, pero no lo hace. Se ha golpeado en la boca y debajo del pecho.

Aquella mujer mentía. Marta se colocó junto a ella, de manera que entre las dos tapaban a la herida casi del todo, y le subió la falda hasta la mitad de los muslos. Le bajó una calza hasta el tobillo y, comprobó que la pierna estaba ilesa, algo bastante improbable si se había caído por unas escaleras.

—Ya la miré yo —dijo la mujer—. Solo tiene mal el torso y la cara. Quítale el corpiño.

Le subió la calza de nuevo, le bajó la falda y le desabrochó las cuerdas del corpiño verde, que tenía adornos dorados en forma de flores y era muy bonito. La camisa interior era blanca y de tejido suave. Marta tiró de ella y le dejó al descubierto el abdomen hasta debajo del pecho. En la zona del estómago tenía unos moretones grandes, de mal aspecto. La rabia le provocó un nudo en la garganta y, aunque habló con serenidad, no se pudo contener.

—Esa escalera tiene los puños muy fuertes.

—Por favor —suplicó la mujer, a quien se le habían humedecido los ojos—, no cuentes nada. Sería mucho peor.

Marta suspiró de nuevo, algo que no le gustaba hacer, pero que se le escapaba varias veces todos los días. Callaría, por supuesto. Ignoraba las circunstancias que llevaban a una criada fiel a ver como le pegaban a su señora y callar, a llevarla sin que nadie se enterase para que una curandera de la calle la ayudara. Si la mujer acudía a los novicios, estos llamarían a sus superiores e investigarían al causante de aquellos golpes.

La mujer tenía razón en una cosa. Marta era una de los mejores aprendices con capacidades curativas de Gudeña que escapaban de la miseria curando en la calle. Los curanderos que usaban el poder de sus mentes para sanar, o aquellos que invocaban el poder de cualquiera de los tres dioses austanos para lo mismo, invocaban hechizos de efectividad variable cuando curaban contusiones. A veces les salían muy bien y otras veces no tanto. Como Marta curaba de una forma muy distinta, sus resultados eran siempre los mejores que un aprendiz de sanador podía lograr, pero el precio era terrible.

Marta cubrió el torso de su paciente y le pidió a la mujer que se alejara unos pasos. Le puso la mano derecha sobre el estómago y la izquierda sobre la boca. La respiración se le agitó cuando se concentró para invocar su poder. La magia de los curanderos que usaban la mente se manifestaba con un débil resplandor azul. Los novicios y los sacerdotes producían una luz blanca brillante, agradable a la vista y que inspiraba paz. Las manos de Marta se vieron envueltas en un resplandor rojizo, maligno, repulsivo.

Lo más triste era que, en realidad, Marta no haría desaparecer los daños de la mujer. Curar a los heridos era duro, hacían falta fortaleza mental y vocación, cosas de las que carecía. Ver cuerpos dañados por golpes y heridas era horrible por sí mismo, pero lo que sufría Marta era mucho peor. Notó los golpes. Varios puñetazos muy fuertes en el estómago que la hicieron arquearse un poco. Luego varios bofetones, escozor en las manos, porque aquella muchacha desmayada había intentado defenderse y, al fin, un puñetazo en la boca, que le dejó los labios ardiendo.

El hechizo concluyó con éxito. A Marta se le saltaron las lágrimas y necesitó unos instantes para recomponerse. Sentía un dolor intenso en la boca y el estómago, a pesar de que la transferencia no había sido completa porque carecía del poder suficiente. Aquella había sido su maldición. Aunque llegaría a aprender algún hechizo curativo, el poder auténtico de Marta no curaba, sino que transfería las heridas a su propio cuerpo y luego se sanaba a sí misma. Era el mismo método que usaban los esclavos de los demonios, por eso era mejor que otros sanadores de su mismo poder. Ese era el segundo motivo por el que ocultaba la piel bajo un traje azul, porque si alguien descubría que su magia provenía de los demonios, la quemarían en una hoguera.

Solo tuvo una alegría. Su paciente abrió los ojos. Tenía los labios menos hinchados, el corte casi curado y, seguramente, los moretones del estómago se le habrían reducido y el  dolor de los músculos se le habría aliviado. Se puso en pie y la mujer rolliza la abrazó y le dedicó frases cariñosas, con la voz quebrada. Se separaron y la paciente de Marta le dio las gracias y recogió la manta sobre la que había yacido. La mujer rolliza le sonrió.

—Nadie puede saberlo —dijo la criada, que le dio una bolsa de tela—. Solo he podido sacar de la cocina, sin que nadie sospeche, algo de pan, queso y tocino. Merecías mucho más.

—Es suficiente, gracias —respondió Marta, deseando que no se le notara en la voz que, de pronto, se le habían inflamado los labios—. Me suelen pagar menos.

Marta esperó a que su paciente y su fiel criada se perdieran entre las personas que recorrían la plaza para marcharse. Su poder era muy limitado todavía: un solo hechizo le agotaba las fuerzas y necesitaba reposo y una noche de sueño para recuperarlas. Curarse de los golpes que había absorbido le llevaría unas doce horas, ya que no había podido transferir todo el daño que había padecido la mujer. Solo había absorbido el suficiente como para que recuperase la consciencia.


Se consolaba pensando en que curaría sin cicatrices. Era otro regalo ponzoñoso del demonio que la maldijo. Tener más resistencia al dolor y a los golpes de lo normal, era otro más.

Cuando llegó a Gudeña, nadie la ayudó. Los comedores para indigentes de la Iglesia estaban tan desbordados que, solo algunos días, le daban un mendrugo de pan. Siguió pasando hambre y frío, pero, esta vez, en plazas bonitas y en calles flanqueadas por casas de aspecto cálido y confortable. Mendigar siendo hermosa era perder el tiempo y varias veces tuvo que huir de individuos que querían golpearla o forzarla.

Se sentó en un portal, cansada por haber usado la magia y por los efectos de los golpes de su paciente. Abrió el saco y fue un consuelo que el queso oliera bien y el trozo fuera grande. No se lo dijo a la mujer rolliza, pero aquel pago había sido más escaso de lo habitual. Sin embargo, de haber hecho falta, habría curado a aquella paciente sin aceptar nada a cambio. Muchas cosas habrían sido distintas para Marta si hubiera encontrado a alguien tan bueno como aquella mujer, alguien que hubiera cuidado de ella igual que la criada a su señora.

Pero no fue así. Debilitada por el hambre, comenzó a frecuentar las plazas donde había mercado y robaba frutas o pan de los puestos. Un día, en una feria próxima al puerto, donde se vendían productos de la propia Austán y de otros reinos del continente donde estaba la Madre Patria, la atraparon robando. La ley de Gudeña era clara e implacable. La encerraron tres días en un calabozo tan oscuro como la noche cerrada. Al cabo de ese tiempo, la llevaron a una plaza pública.

Marta se levantó y siguió andando, en un intento, tan inútil como todos, de no revivir aquel trauma otra vez. La subieron a una tarima y, sin avisar, le arrancaron la camisa. Tardó un instante en taparse los pechos con los brazos, pero ya la habían visto sin ropa cientos de personas. Le ataron muñecas y tobillos a unos salientes de una pared de madera y le dieron veinte latigazos en la espalda.

Cuando la liberaron tenía la mente nublada por el dolor y la vista borrosa por las lágrimas. Ni siquiera reparó en que seguía desnuda de cintura para arriba en público. Se limitó a resistirse cuando le volvieron a poner la camisa, porque la tela le redoblaba el dolor de sus heridas. Dos soldados la bajaron de la tarima y le ordenaron que se marchara. Marta vagó por las calles de Gudeña sin saber muy bien donde estaba y qué hacía. Tras media hora, le pudo el cansancio, se sentó encogida en un portal y se echó a llorar. Después de un rato, un hombre con el pelo blanco se inclinó hacia ella.

—¿Qué te pasa, pequeña? ¿Necesitas ayuda?

Marta estaba demasiado confundida como para responder. El hombre le puso una mano en la espalda y la hizo gritar de dolor.

—Vamos, levántate, pequeña. Ven conmigo.

No estaba en condiciones de oponerse a nadie, así que Marta se puso en pie y dejó que el hombre la condujera con suavidad, tomándola del brazo. La llevó a la Plaza de los Necesitados y le pidió ayuda a un curandero joven y de complexión robusta. El hombre de pelo blanco y el curandero intercambiaron algunas frases y este le pidió que se sentara en el suelo.

—Te va a doler un poco —dijo el curandero.

Marta aulló cuando el joven le descubrió la espalda. El curandero exhaló aire, incrédulo y estuvo un rato murmurando algo.

—Te han dado, por lo menos, veinte latigazos. ¿Cómo puedes seguir de pie? Sé de algún soldado que te sacaría la cabeza que ha perdido el conocimiento tras un castigo semejante.

Quiso balbucear una respuesta, pero no logró pronunciar ni una palabra inteligible. Nunca olvidó aquel comentario, que le reveló una de las consecuencias de su maldición. El curandero mojó un paño en un cubo y, con delicadeza, le enjuagó la cara. Su memoria no logró retener el rostro de sus dos benefactores, pero recordó que la cara redondeada, de mofletes gordos, del curandero le pareció tan hermosa como la de un ángel.

—Se han ensañado contigo porque eres preciosa —le dijo el curandero—. Son bestias. No tienes la culpa de haber nacido así. Deberían juzgarte por tus actos, no por tu aspecto.

A Marta le corrieron lágrimas por las mejillas al oírlo, pero el joven se las volvió a secar. Después, se colocó detrás de ella y le arrancó un grito ahogado cuando sintió sus manos en la espalda. El curandero invocó sus poderes, pero, o bien el hechizo no funcionó del todo, o bien sus heridas eran demasiado graves. Sintió mejoría, pero muy leve. Sin embargo, fueron la bondad y el cariño que le demostraron aquellos desconocidos lo que más la alivió.

Tras doblar una esquina llegó sin pretenderlo a una plaza abarrotada porque había mercado. Evitaba aquellos sitios, pero se sintió sin ganas de dar una caminata para rodearla. Se sumió en el gentío caminando con cuidado de no tropezar con nadie. Contempló con envidia a las muchachas, todas con el rostro al aire, sonrientes la mayoría. Muchas admiraban las telas o las hortalizas que se vendían. Se cruzaba de vez en cuando con alguna joven que paseaba del brazo de algún muchacho.

Marta recordó con tristeza el mercado de Laguvia. A veces iba con su padre o hermanos. En otras ocasiones, la acompañaba Jorge. Siempre se divertía recorriendo los puestos, aunque algunos de los comerciantes y visitantes se mostraran antipáticos. Añoraba poder visitar los mercados sin miedo, sin tener que cubrirse el rostro ni ocultar su figura. Anhelaba pasear de nuevo por los bosques que rodeaban Laguvia de la mano de Jorge y sentarse a la orilla del arroyuelo donde se habían besado por primera vez. Echaba de menos sentir el sol y la brisa en las mejillas.

Un hombre alto, vestido con un jubón dorado casi tropezó con ella. Se detuvieron ambos a tiempo y no sucedió nada. El hombre se quitó el sombrero de ala ancha y se disculpó con amabilidad. Marta había aprendido a sonreír con la mirada, entrecerrando un poco los ojos, y de esa forma le respondió antes de seguir su camino. Suspiró al pensar en que si no la protegiera la ropa, en que si aquel hombre le hubiese visto el rostro, en vez de una disculpa cortés le habría dedicado una mirada hostil. Sentía a veces que la gente era muy hipócrita.

Cuando salió de la plaza y caminó por una calle larga y estrecha, se apenó al pensar que nunca volvería a pasear por un bosque sin tener que cubrirse. Había pensado más de una vez en salir de Gudeña para pasar un día en el campo, pero temía que si se quedaba sola volviera a aparecer el demonio de ojos de serpiente. Aceptó que nunca volvería a pasear entre árboles. No volvería a sentarse a la orilla de un arroyo y ningún hombre le permitiría que se abrazara a él y le dejara apoyarle la mejilla en el hombro o en el pecho.

Soñó durante meses que regresaba a su pueblo, que Jorge le pedía perdón y todo volvía a ser como antes. Aquellos sueños le dieron fuerzas para vivir durante un tiempo, hasta que dejó de tenerlos. Nunca volvería a ver a Jorge ni a sus padres. No podría perdonarle a su antiguo novio que la repudiara cuando más aterrorizada se sentía, cuando más lo necesitaba. No volvería a enamorarse de nadie.

Marta entró en el portal y subió las escaleras que la llevarían a su habitación. Era muy pequeña, poco más de la mitad de extensión que su añorado dormitorio de casa de sus padres, pero no podía pagarse otra cosa. Su casera era una señora amable que no se inmiscuía en su vida: no necesitaba más que una cama, un techo y que nadie le hiciera preguntas.

El momento más feliz para Marta era quitarse la ropa y quedarse vestida solo con la camisa de interior. Tomó el espejo redondo que tenía en la mesita de noche, regalo de una de sus pacientes, y se miró los labios. Tenían mal aspecto, pero una noche de sueño y se habría curado. No se veía la espalda, pero sabía que tendría la piel limpia. Si le permitiera a alguien que le mirase la espada, no se podría imaginar que, hacía poco menos de un año, se la habían destrozado a latigazos.

Volvió a recordar al curandero y al hombre de pelo blanco. Cuando el joven terminó, le bajó la camisa con cuidado. El hombre mayor le dio unas monedas al joven y la miró.

—¿Quieres que te lleve a tu casa?

A Marta le temblaron los labios al intentar responder, pero no pudo.

—¿Tienes casa? —preguntó el curandero.

Marta logró responder que no moviendo la cabeza.

—Yo debería irme —dijo el curandero—. He consumido mi poder y no pinto nada aquí por hoy, pero si quieres, túmbate a mi lado y velaré tu sueño un par de horas.

Obedeció con la mente aún nublada por el dolor. Sintió que el hombre de pelo blanco le puso una moneda en la palma de la mano y se la cerró con suavidad. Luego, se marchó. Se quedó dormida y despertó de noche, sola, cubierta por una manta que nunca le pudo devolver a su benefactor. Marta no volvió a enseñar el rostro en público. Con un cuchillo que pidió prestado a un comerciante, cortó la manta e improvisó un velo y una capucha. Aún guardaba aquella manta rota y aquellas prendas improvisadas.

Tres días después, repuesta de sus heridas, regresó a la Plaza de los Necesitados y se ofreció a curar a la gente a cambio de algunas monedas, como hacía aquel curandero. Gracias a su capacidad de transferirse los daños de los demás, fue ganando prestigio. Dejó de pasar hambre y ganó lo suficiente para alquilar el cuarto donde vivía. Recorrió varias veces la plaza, buscando al curandero rollizo. Había varios jóvenes gordos entre los curanderos de la plaza, y nunca supo a cuál de ellos darle las gracias. Había pasado mucho tiempo, pero Marta aún sentía ganas de volverlos a ver, al curandero y al hombre de pelo blanco. Se habría quitado el velo y la capucha, los habría abrazado y los habría cubierto de besos.

Marta se echó en la cama, sobre las sábanas. Cuando se repuso de los latigazos, se prometió que nunca más actuaría como una víctima o una pordiosera. Estaba dispuesta a aprender más magia para convertirse en una curandera poderosa. Iba a devolverles a los demonios todo el daño que le habían hecho multiplicado diez veces. Estaba aprendiendo a tirar con arco, con uno pequeño que había adquirido y que estaba apoyado en una esquina del cuarto junto con la aljaba y las flechas. Uno de los soldados que guardaban el puerto de Gudeña la estaba enseñando a pelear a puñetazos y patadas. No se hacía ilusiones: no era muy fuerte, pero sí bastante rápida y encajaba bien los golpes. Si volvía a cruzarse con el demonio de ojos de serpiente, al menos, sabría defenderse.

Evocó la imagen de su huerto. Recordó los surcos donde sembraba las lechugas. En aquella época del año, estarían muy grandes. Y se quedó dormida.

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