05 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo X

A Christine todo aquello la intranquilizó muchísimo, pero mantuvo su serenidad habitual. Adriana se había quedado muy quieta al ver que su padre apenas la miraba y mostraba tal rabia contenida que parecía a punto de saltar. En esto, don Guzmán dijo:

—Como podéis comprobar, don Gabriel, no andaba errado. Por fortuna no seguimos vuestra sugerencia de buscar a vuestra hija antes en otros sitios. Excelente. Así irá todo mucho más rápido. ¿Os importa que empecemos de inmediato?

Con bastante esfuerzo, don Gabriel repuso:

—Comience vuestra señoría.

Don Guzmán, que vestía ropajes ricos y caros y venía con gola, se envaró y, dirigiéndose a Adriana, le dijo:

—Se os acusa de haber utilizado artes oscuras contra el cabo de la milicia don Carlos Méndez, como han referido él mismo y tres testigos más. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa?

Christine se quedó helada, y, rápidamente, empezó a hacer memoria acerca de las leyes y procesos judiciales. Adriana jugaba nerviosamente con los dedos y, tras un silencio muy incómodo, sin alzar apenas la vista, dijo con un hilo de voz:

—Vus… Vue… No sé cómo sucedió… Fue un accidente, vuestra señoría.

—Entonces, ¿confesáis vuestro crimen y os arrepentís de él?

Christine no sabía que debía hacer Adriana. Ésta miró unos instantes a su padre, gesto que imitó Christine, pero nada podía extraerse del rostro tenso y amargo de don Gabriel. Con voz trémula, Adriana repuso:

—Me… me arrepiento… vuestra señoría.

Don Guzmán se mostró tan satisfecho, que a Christine le causó una pésima impresión. Y no iba desencaminada. El alcalde, alzando ligeramente la voz, dijo:

—En tal caso, como consecuencia de los hechos de los que tengo conocimiento, y considerando inaplicables las razones aportadas por don Gabriel en las conversaciones que hemos mantenido previamente, y aplicando las disposiciones prevenidas en los fueros de nuestra villa, condeno a la aquí presente, Adriana Ruíz de Aranda, a morir en la hoguera por colaborar con demonios con el propósito de dañar a la población de Imessuzu. La pena será ejecutada mañana al despuntar el alba, en una pira que se levantará cerca de la segunda curva del camino hacia Cipemnêfile—. Y dirigiéndose a uno de los soldados, añadió—: Sargento, ponedle grilletes y lleváosla a la celda donde esté más aislada del exterior.

Christine, de puro estupor, tardó unos instantes en reaccionar. Sólo cuando vio que uno de los soldados sacaba unos grilletes y avanzaba hacia su amiga, acertó a decir:

—¿Me permitiría hablar vuestra señoría?

Aquella pregunta logró que don Guzmán detuviera con un gesto al soldado y que dijera:

—Hablad, Christine.

—Sin intención de ofender a vuestra señoría, creo que no se puede ejecutar una pena tan grave sin un juicio público.

—Creéis mal, amiga Christine. Los fueros de nuestra villa, que su majestad don Enrique III de Nêmehe juró respetar, previenen una serie de casos en los que se permiten procedimientos sumarísimos, que no han de ser públicos necesariamente. Uno de ellos es cuando hay evidencia constatable de colaboración con demonios, como en el caso que nos ocupa.

—Con el respeto que le debo a vuestra señoría, presencié los hechos y no creo que pueda asegurarse que Adriana colaborara conscientemente con ningún demonio.

Don Guzmán pareció algo molesto; alzó otro poco la voz, y habló algo más rápido, cuando repuso:

—Me resulta ofensiva la mera insinuación de que podría enviar a la hoguera a alguien sin motivos fundados. Sabed, Christine, que he consultado con un adivino experto quien, a la vista de las declaraciones de los testigos, y tras un sortilegio, ha confirmado el carácter demoníaco del daño sufrido por don Carlos Méndez. Por otro lado, ya que desconocéis la letra de los fueros de Imessuzu, os hago saber que don Gabriel, aquí presente y gran conocedor de nuestras leyes, ha apelado largamente a todos los resquicios jurídicos e interpretativos de los mismos para exculpar a Adriana, y en todos los casos he rechazado sus argumentos. Incluso me ha suplicado conmutar la pena de muerte por la de destierro a perpetuidad con el compromiso de renunciar a todos sus cargos y bienes y seguir la misma suerte de su hija. Lamentablemente, no puedo consentir que un ente diabólico expanda su mal por todo Nêmehe, de manera que no hay otra solución que la hoguera—. Y envarándose nuevamente concluyó—: si volvéis a dudar una sola vez más de la idoneidad de la sentencia, os condenaré por desacato y os castigaré a veinte azotes y a exponeros en el rollo durante dos días. ¿Os ha quedado claro?

Sin alterarse ni demostrar emociones, Christine repuso:

—Sí, vuestra señoría.

El alcalde, con un aire de satisfacción que repugnó a Christine, añadió:

—Eso me agrada—. Y dirigiéndose a los soldados, concluyó—: proceded, si sois tan amables.

Con el rabillo del ojo, Christine supo que Adriana le había lanzado una mirada fugaz, pero que, como casi todo el tiempo, tenía la vista perdida en algún lugar del suelo, algo más allá del sitio que ocupaba el alcalde. El soldado que llevaba los grilletes y un compañero, se le acercaron, le levantaron y juntaron ambos brazos, y cerraron los grilletes en torno a sus muñecas. Adriana ni se quejó ni se movió, con aire ausente, hasta que estuvo atada. Sólo entonces tuvo valor para mirar a su padre, y susurrar un vocablo inaudible. El dolor que embargó los ojos de don Gabriel al devolverle la mirada a su hija, le partió el corazón a Christine. Ambos, sin moverse, hicieron caso omiso de la despedida pomposa del alcalde; ella sólo tuvo ojos para ver como se llevaban a Adriana, y don Gabriel no tuvo coraje para volverse. Y siguieron así hasta que la puerta se cerró y quedaron solos.

Entonces, Christine oyó los pasos pesados de don Gabriel que, sin decir ni una palabra, se sentó de cara al fuego, en la misma silla que ella había ocupado hacía unos instantes. Si aquella situación era muy dolorosa para ella, no se podía imaginar lo que estaría pasando por la mente de don Gabriel. Se le había cerrado de nuevo el nudo en la garganta, como ya lo había hecho demasiadas veces durante aquel día terrible. No sabía qué decir ni qué hacer. Con gran esfuerzo, se volvió completamente y dijo:

—Don Gabriel… Lo siento muchísimo.

El aludido no respondió, ni siquiera con un gesto y Christine supuso que lo mejor era dejarle solo, de manera que buscó su capa, se la puso y salió de casa de su amiga. Ya no llovía, pero, aún así, se puso la capucha, para que no fuera fácil reconocerla; no deseaba hablar con nadie, únicamente estar sola e intentar asimilar que nunca más iba a ver a Adriana. Aún no se lo creía.

Habría deseado salir de las murallas, pero a la hora que era ya estaban las puertas cerradas. Así que se fue a una plaza pequeña, una en cuyo centro había un pozo, se acurrucó en la esquina más escondida y se tapó bien el rostro con la capucha. Abrazada a sus rodillas, por primera vez en mucho tiempo, deseó poder llorar, pero, en realidad, no sabía hacerlo, ya que no pensaba que arrasársele los ojos fuese llorar. Siempre le había parecido una pérdida de tiempo, y a su madre jamás le habría parecido bien. Pero deseaba que algo, lo que fuera, le aliviara la pena que sentía.

Al cabo de un rato, decidió que no era necesario preocupar a su madre, así que regresó a casa. Por fortuna, no se encontró más que a un par de transeúntes con faroles, que no le hicieron caso cuando ella pasó rápidamente a su lado bien cubierta por la capucha. Su madre la recibió con un saludo frío y casi de inmediato, se pusieron a cenar.

Durante la cena, intercambiaron alguna que otra frase intranscendente. Christine apenas probó bocado, cosa a la que su madre no dedicó interés. Sin embargo, cuando ella terminó de comer, la sorprendió diciéndole:

—Me he enterado de todo lo que ha pasado. Ni Adriana ni su padre se lo merecen. Me dan mucha pena.

Christine se emocionó al oírle decir aquello. Puede que Adriana, o cualquier otra, encontrara aquella frase demasiado fría, pero para ella representaba una de las mayores muestras de cariño y de preocupación que le había ofrecido su madre en varios años. Ella repuso de la misma manera:

—Os lo agradezco de corazón, madre.

Apenas cruzaron más frases el resto de la noche. Christine volvió a sorprenderse cuando su madre, sin habérselo pedido, le dejó en la mesa una infusión hecha con una mezcla de hierbas que a ella le encantaba. Recordó con tristeza que una vez se la había dado a probar a Adriana y la había encontrado repugnante, pero ella la disfrutó con expresión ausente, recordando todos los buenos ratos que había compartido con su mejor amiga durante aquellos años.

Le dolía mucho, pero fue consciente de que debía asistir a su ejecución, sentía que tenía que acompañarla hasta el último momento. Y fue consciente, también, de que aquella noche la pasaría en vela. Pensó, asimismo, que si tenía fuerzas, quería visitarla en su prisión, así que, cuando su madre volvió al salón, le dijo:

—Madre. Posiblemente saldré dentro de un rato.

En un tono carente de emoción, repuso:

—Muy bien.

No obstante, esperó a que su madre se acostara para salir, haciendo el menor ruido posible. Y se encaminó directamente hacia la cárcel de Imessuzu, donde tenían encerrada a Adriana. Como desde su casa, le era más cómodo bordear tres de sus paredes en vez de dar un rodeo y acceder a la puerta principal, pudo comprobar que había al menos cuatro soldados reales montando guardia, lo que le parecía un tanto excesivo. Christine pasó un buen rato intentando convencer a los dos soldados de la puerta para que le dejaran despedirse de su amiga, pero le repitieron pacientemente que tenían órdenes estrictas de no permitir el paso a nadie. Muy decepcionada, se alejó de allí y dio un paseo largo por Imessuzu. Por costumbre, pasó por delante de la casa de Adriana y se dio cuenta de que el salón de la vivienda continuaba iluminado. Así que Christine, incapaz de aceptar que iban a quemar a su mejor amiga, se dio media vuelta, regresó a la puerta de la casa, e hizo sonar con fuerza la aldaba.

7 comentarios:

Juan dijo...

Imessuzu es una villa con fueros, del estilo de las que había en la Castilla de la Baja Edad Media y durante el siglo XVI. En una villa, el alcalde tiene la última palabra en lo referente a la administración de justicia, ya que los poderes ejecutivo y judicial locales se reúnen en la figura del alcalde. Como diferencia, no he considerado la existencia de dos alcaldes, uno para el pueblo llano y otro para la nobleza, ya que habiendo un mando militar unificado, debería unificarse también el civil por eficacia. El alcalde puede delegar tareas en regidores (o concejales) y es el superior inmediato del mando de la milicia. Puede disponer, previa petición al oficial al cargo del acuartelamiento del ejército real, de soldados para ciertas tareas que entienda demasiado delicadas o complejas para los milicianos (esto ya no es histórico). Como esta que nos ocupa.

Según algunos escritos y documentos que he leído, el tratamiento para los alcaldes era "vuestra señoría". Y también podéis ver cómo me gustan los "duelos" dialécticos.

El rollo era una columna alta, acabada en una cruz o en una bola, que se erigía como símbolo de que la localidad tenía un régimen jurídico propio y donde se solía indicar de qué naturaleza era este. Sólo se erigían en villas con potestad para ajusticiar y compartía con las picotas la tarea de servir de lugar de ejecución. También se usaban para exponer, para vergüenza pública, a los delincuentes menores. A partir de la Constitución de 1812, se fueron echando abajo y ya apenas quedan.

Ya hay dos pistas clarísimas acerca del problema de Adriana (bueno, de uno de ellos, porque es que tiene dos). Una de ellas es el concurso de un adivino. La otra… bueno, es demasiado evidente.

Christine intenta aprovecharse del carisma que tiene para convencer a los guardias de que la dejen pasar a ver a su desdichada amiga. Por desgracia, las órdenes de los guardias eran no dejar pasar a nadie y la tirada de Christine es de 63. Aunque suma 15 por el carisma que tiene, no se acerca a 100, así que se va sin poder visitar a Adriana, a pesar de que a los guardias les cuesta algo de trabajo negarse.

Un saludo.

Juan.

Enrique González Añor dijo...

Me parece un poco exagerada la condena que se le impone a Adriana, teniendo en cuenta los hechos realizados.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Enrique

Efectivamente. Esa es la idea que quiero transmitirle al lector. La condena a muerte es disparatada, lo que sucede es que como narro desde el punto de vista de Christine, hay más cosas que ella no sabe y que, por ello, no puedo contar. Estoy relatando una serie de cosas en el capítulo XII (suelo ir adelantado con respecto a lo que voy publicando) que creo que aclararán algo lo que pasa.

Aún más, el proceso contra Adriana es completamente irregular y le niega todas las garantías procesales. Con respecto a los estándares de hoy en día, se violan todos los derechos de Adriana, pero, incluso para el siglo XVI, el procedimiento es irregular, como se encarga Christine de argumentar. Las referencias principales que tengo para el sistema procesal medieval son el proceso contra Juana de Arco, y el procedimiento de la Inquisición. No es descabellado, de todos modos, procedimientos tan injustos como el descrito si la acusación es tan gravísima como se le ha hecho a Adriana. De hecho (pista como un templo), estas acusaciones son históricas, y se cree que, cuando se acusaba de lo mismo que a Adriana, los tribunales locales se saltaban muchas cosas con objeto de condenar, y eso cuando pasaba por el tribunal, que a lo mejor se tomaba el pueblo la "justicia" por su mano.

Supongo que si hacemos caso a otras fuentes, los procesos para tribunales locales podrían ser mucho más relajados. Si te juzgaba la Inquisición, el proceso era muy similar al nuestro, sólo que con ciertas diferencias. Como nosotros, se exigían pruebas fehacientes, testigos, cada parte tenía sus abogados, se emitían informes periciales y médicos. Las diferencias, sin embargo, negaban ciertas garantías. Por ejemplo, el juez solía tomar parte activa en la investigación, con lo que no era del todo imparcial normalmente. La prueba suprema era la confesión, sin que importara cómo se consiguiera, de ahí que se practicara la tortura (eso sí, previo examen médico que asegurara que el reo podría soportar el tormento).

Adriana, según se intuye, estaba condenada desde el momento en que Carlos la denuncia. Desgraciadamente, es cierto que los fueros le permiten al alcalde procedimientos sumarísimos (que son los más injustos posibles, muy usados por las dictaduras), como bien explica, pero si te fijas, toma declaración a la acusación y a los testigos de la misma, pero apenas recaba la opinión de Adriana, y lo hace, encima, sin vista oral, sin "careos" con la acusación. Normalmente, eso no era así. No se llama en ningún momento a Christine, que lo ha visto todo, porque no le interesa, ya que hablaría en favor de Adriana y en contra de Carlos y los milicianos. Aún más, cuando ella, que es demasiado prudente y educada como para decirlo directamente, deja claro que ella presenció los hechos y nadie la ha llamado a declarar, don Guzmán la amenaza. Eso huele muy mal, ¿verdad? El argumento jurídico del alcalde es que Adriana, al usar un poder identificado como maligno, ya ha confesado su culpa y no es necesaria más investigación. Por eso, cuando Christine, que es despistadilla pero no es tonta en absoluto, va al punto esencial, y se ve que si sigue argumentando podría alegar falta de intención, consecuencias muy escasas de lo que ha hecho y, mucho peor, defensa propia, don Guzmán corta inmediatamente por las malas. Quiere quemar a Adriana, eso es evidente. Lo que aún no se sabe es por qué.

Un saludo.

Juan.

Enrique González Añor dijo...

Si te interesa el ver el Derecho existente en Castilla en la Edad Media, te recomiendo que veas "EL FUERO JUZGO" y "EL FUERO REAL"; ambos, los encontrarás en la red.

Un grato saludo.

Juan dijo...

Hola Enrique

Gracias por las referencias; son fantásticas. Ya tengo localizados los dos. Les sacaré todo el jugo posible :)

Un saludo.

Juan.

Luisa dijo...

Hola, Juan.

La verdad es que suena exagerado, pero en realidad, dadas las leyes utilizadas en la villa, están dentro de lo esperado. No se la juzga por un esguince de tobillo, si no por utilizar artes demoníacas. La Inquisición ha quemado por menos…

Bueno, yo no veo a Adriana como un demonio perverso. Veo en ella un trasfondo bueno. No sé, no acaba de encajarme del todo que sea dañina con alguien que no se lo merezca o para defenderse. Imagino que ya nos iremos enterando.

La actitud de Christine frente a lo ocurrido es la que se espera de una buena amiga.

A ver qué pasa.

Un beso.

Juan dijo...

Hola

Además de por usar artes demoníacas, hay algo más que ha motivado la decisión de don Guzmán. Eso lo leerás dentro de poco. Además, te adelanto que hay mucha ignorancia acerca de la magia en Nêmehe. Por ejemplo, lo que significa cada uno de los cuatro colores de la magia lo saben los pocos hechiceros que han recibido alguna enseñanza, como es el caso de Christine, o alguien que se haya querido informar. Eso sugiere que don Guzmán sabe más acerca de la magia de lo que aparenta.

Je, je, la referencia a la Inquisición es buena. Para nosotros, la condena de Adriana es una salvajada, pero en la época histórica en que la ambiento, no era algo tan inusual. En Nêmehe no hay nada parecido a la Inquisición, y todos estos delitos los trata la justicia laica. Existen también tribunales eclesiásticos, como en la España del Siglo de Oro, pero su jurisdicción es más limitada que históricamente (y serán igual de "blandos" y paternalistas). Pero no hay Inquisición lo que podría tener el curioso efecto de ser más injusto todavía, porque para la época, la Inquisición, por muy paradójico que parezca, daba a los reos más garantías que otros tribunales locales, más sujetos a los caprichos de los jueces locales. En Mundo de cenizas calcaré el sistema procesal de la Inquisición, pero sin la componente que nos choca más ahora, el hecho de que persiguiera delitos "religiosos" (blasfemias, no seguir los preceptos de la fe cristiana, etc...). Ello se debe a que la religión es algo secundario, por motivos que se irán desvelando.

Dices que no ves a Adriana como un demonio perverso. Yo tampoco, pero hay algo que tendré que explicar en el futuro. Se puede leer entre líneas de cosas que se dirán en el capítulo XII y en el XIII, y quizá, en el XI... Y es que el haber conocido a Christine es algo que ha marcado a Adriana hasta no te imaginas que punto.

Un saludo y gracias por leer y comentar :-)

Juan.