10 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XI

La luz mortecina de algunas velas, encendidas gracias a la compasión de un par de soldados, era lo único que libraba a aquella celda de la oscuridad completa. Adriana ya se había acostumbrado al mal olor; incluso, había intentado dormir, sin éxito. Le habían cambiado los grilletes de las manos por otros más pesados, unidos por una cadena larga que estaba sujeta a la pared y habían añadido otra presa similar para sus tobillos, de modo que no podía ni ponerse en pie.

Después de haber dominado el miedo que sentía, de haber podido dejar de angustiarse pensando en lo horrible que debía de ser morir quemada, se dedicó a recordar su vida. Estuvo recordando a sus padres, su infancia… En aquel momento, evocó de nuevo cómo se habían hecho amigas ella y Christine. Las otras niñas siempre la rechazaban y nunca entendió por qué; por eso, siempre jugaba sola. Acostumbraba hacerlo cerca de la puerta de su casa, en una plaza pequeña. Debía de tener unos siete años y su única diversión era jugar con una muñeca que le había hecho su madre, a la que sentaba a su lado y trataba como si fuera una amiga, hasta el punto de pasar horas hablando con ella. También se divertía viendo a la gente pasar. Observó que una niña, de edad parecida a la suya, y de pelo claro, se la quedaba mirando siempre que iba por su calle de la mano de una mujer alta y rubia. Estuvieron mirándose mutuamente en aquellas situaciones durante varias semanas, hasta que un día la vio ir sola calle abajo. Y cuando regresaba, además de mirarla, se le acercó y le dijo:

—¿Por qué siempre juegas sola?

Y ella había recordado responderle, con tristeza:

—Porque no tengo amigos.

Recordó con cariño que aquella niña rubia había puesto cara de pena, y le preguntó si podía jugar con ella. Desde entonces habían sido amigas, y con el paso de los años, siguieron siéndolo a pesar de lo diferentes que eran, a pesar de cómo cambia el tiempo a las personas. Una de las pocas cosas que le alegraban en aquel encierro era que, a despecho de que se hubiera enfrentado al alcalde, la habían exculpado completamente, lo que, dentro de la locura de aquella sentencia, era lo único razonable.

Se tuvo que tragar las ganas de llorar cuando pensó en que su padre había hecho lo mismo que Christine en aquella reunión que decidió su muerte. No se merecía el dolor que le estaba causando todo aquello. Ya era tarde, pero se arrepentía de haberse peleado con Clara; si hubiera hecho caso de lo que siempre le repetía Christine, que no la dejaban en paz porque cuando la provocaban se molestaba, ahora estaría durmiendo en su cama. No recordaba cuántas veces le había dicho su amiga que no hiciera caso de las malas caras o de los insultos, que si veían que eso no la incomodaba, dejarían de hacerlo. No había querido seguir ese consejo, si bien, no se podía imaginar que por una discusión estúpida pudiera acabar alguien en la hoguera.

Y, de pronto, algo empezó a brillar en su celda, y un fantasma que ella conocía muy bien se materializó lentamente en su celda, frente a ella. La imagen que le recordaba a su madre, se materializó brillando con una luz blanca, que decía Christine que representaba a la magia divina, la magia del bien. Sin embargo, en aquella ocasión, sintió por primera vez una aprensión muy rara, que no supo identificar.

Aquel rostro que, aunque nebuloso, se parecía al de su madre, la miraba con lástima. El fantasma se arrodilló ante ella y alargó una mano para acariciarle una mejilla. Era un espíritu, así que no sintió nada, pero supo que hacía el gesto de acariciarle el rostro y el cabello. Y con la misma expresión triste, le dijo:

—Eres tan guapa, tienes un pelo y unos ojos tan bonitos… Y dentro de unas horas, tu pelo se volverá quebradizo y se convertirá en cenizas, y tu cara, tus ojos… serán restos carbonizados. Son unos canallas.

Adriana, a la que le había costado mucho trabajo olvidarse por un rato de aquello, sintió que el miedo la invadía de nuevo y que se le arrasaban los ojos. Volvió la cara y repuso en un susurro ahogado:

—No me lo recordéis más.

El fantasma se limitó a replicar “pobrecita”, y a seguir con sus caricias etéreas, que le molestaban tanto como si hubieran sido físicas. Al final, repuso indignada:

—¡Dejad de hacer eso!

Y se vino abajo. Tanto tiempo intentando vencer su miedo y su desesperación, y aquel fantasma venía a recordárselo todo. Tiró de las cadenas, quiso ponerse en pie inútilmente y, entre sollozos, se quejó:

—Quiero salir de aquí… No quiero que me quemen…— Y, en vano, miró al fantasma y dijo—: sacadme de aquí… ayudadme.

El espíritu, que iluminaba la sala gracias a la luz que desprendía, repuso:

—¿Quieres que te ayude?

Adriana, secándose las lágrimas, preguntó incrédula, aunque esperanzada:

—¿Podríais ayudarme? ¿Podríais sacarme de aquí?

El fantasma, con leve tristeza, respondió:

—No puedo sacarte de aquí. Nadie podrá impedir que mueras en la hoguera. Pero sí podría salvar tu alma, si me lo pides y nos prometes ayudarnos después.

Aquel rostro tan parecido al de su madre, le dedicó una mirada intensa, y prosiguió con su discurso:

—Sé que eres inocente, que tu muerte no tiene sentido. Son la envidia y la maldad humanas las que te han encerrado en esta celda. Por eso, cuando el fuego te consuma, tu alma acabará condenada en el infierno, porque a quien ya caminaba por la senda del bien solamente se le puede sacar de ella. El fuego puede redimir a los malvados, pero condena a los que tienen buen corazón. Lo único que puedo ofrecerte es que, en el momento en que exhales tu último suspiro, estaremos allí para recoger tu alma y evitar que el rencor y la amargura la corrompan. ¿Qué respondes?

No era eso lo que hubiera preferido Adriana. Lo que ella quería era que abrieran la puerta de la celda, que el alcalde se echara atrás y poder volver con su padre y con Christine. Pero aquello ya era imposible; por eso, consideró como su única salida la propuesta que le estaban haciendo, aunque su corazón le estuviera advirtiendo de algo y frenara sus ansias de aceptar de inmediato. Por miedo, consciente de que si decía que sí, ya no podría echarse atrás, preguntó:

—¿Y podría visitar a mi padre, y a Christine, y decirles que estoy bien? ¿Podría aparecerme al igual que vos?

—Puede que al principio no, porque tendrías que aprender muchas cosas, pero sí podríamos arreglarlo para que pudieras hablar en sueños con ellos en pocos días.

A pesar de la alegría y de las esperanzas que le daba aquel fantasma, el sentimiento de que había algo malo en aquella propuesta también aumentó, sin que hubiera ningún motivo lógico. Adriana pensó que lo raro estaba en eso que le había dicho de prometer ayudarles. ¿Ayudarles a qué? Así que dijo:

—Me habéis dicho que debería prometer ayudaros. ¿Qué es lo que tendría que hacer?

Adriana vio sonreír al fantasma antes de contestar:

—Vigilar, guiar a la gente bondadosa y atormentar a los malvados—. Y con una vehemencia repentina, prosiguió—. ¡Adriana! ¿No recuerdas que la gente malvada ha decidido para ti una muerte espantosa? ¿No quieres castigarles por su maldad? ¿No quieres impedir que manden a la hoguera a más chicas inocentes? ¡Piénsalo! ¡Te ofrezco una nueva vida, te ofrezco poder! Y no voy a hacerlo dos veces. Tú decides, ¿aceptas?

Aquello la convenció. Apelaba a los pensamientos que le llevaban rondando desde que la habían metido en aquella celda, inflamaba el odio que había invadido su corazón. Pero desde un punto recóndito de su consciencia, algo la advertía, una sensación muy extraña la conminaba a decir que no. Sin embargo, no tenía más remedio que contestar que sí. Ofreció una última resistencia.

—Si accedo, nunca atormentaré ni a mi padre, ni a Christine ni a María Teresa, ni a ninguno de sus familiares, aunque se vuelvan malos.

—Eso te lo podemos conceder. Entonces, ¿aceptas?

Se imaginó haciéndole la vida imposible al canalla de don Guzmán, llenando de terror las noches de Carlos y de su estúpida prometida, haciéndole pagar a Antonia, la miliciana que, a puñetazos, le había inflamado un ojo y le había partido un labio, cada uno de sus golpes mil veces… Esbozó una sonrisa maligna, repleta de odio, y repuso:

—Acepto.

Y, entonces, sucedió algo muy raro. El espíritu repuso:

—Muy buena decisión. Sé fuerte, Adriana, porque cuando mueras, estaremos allí para ayudarte.

Y aquella sensación de que algo iba mal se hizo más fuerte que nunca. No obstante, lo que más le extrañó a Adriana, mientras el espíritu se desvanecía, fue que tuvo la certeza absoluta de que, a despecho de su aspecto, aquel fantasma no tenía nada que ver con su madre. Se apenó mucho al saberlo, pero, de todos modos, había tantas otras cosas que la llenaban de tristeza, que esa era sólo una más.

Y se apoyó en la pared de la celda nuevamente en penumbra, y, para espantar la tristeza y el miedo, se dedicó a fantasear sobre todo el mal que iba a causarle a don Guzmán.

5 comentarios:

Juan dijo...

Nada de documentación para este capítulo. Sólo algo que olvidé en el anterior. Sitúo conscientemente la cárcel de Imessuzu dentro de las murallas porque, antiguamente, no era descabellado, aunque hoy tendamos a tenerlas todas fuera de los casos urbanos y sólo estén en las ciudades las celdas de las comisarías. En Trujillo (Cáceres), la cárcel estuvo mucho tiempo al lado de la plaza de la Iglesia, donde está la casa de los descendientes de Pizarro, en pleno centro.

El fantasma dice en cierto instante: “a quien ya caminaba por la senda del bien sólo se le puede sacar de ella”. Rescato una idea muy antigua, de una carta ficticia que escribí hace muchos años.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
Gracias por tu visita a mi blog.
Me hago seguidora tuya desde ya. Me ha parecido sumamente interesante “Mundo de Cenizas”. El título es muy evocador. Veo que se trata de un experimento tomando como base un juego de rol. Curioso y atrayente. Vendré a leer los primeros capítulos en cuanto tenga un poco de tiempo para coger el hilo de la historia, y te comentaré más detenidamente. Lo que he leído me ha gustado mucho.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola de nuevo :-)

Es un experimento a varios niveles. El primero eso de usar un juego de rol. El segundo es meterme en una historia que se aleja de lo que suelo escribir. Va a ser una historia con muchos personajes, cuando yo suelo tener uno o dos principales a lo sumo. Y además, no tendré libertad absoluta para decidir lo que pasa. No podré plantear tramas que dependan de que un personaje gane un duelo, porque puede ser que los dados decidan que lo pierde...

Un saludo y gracias por tus comentarios :-)

Juan.

Luisa dijo...

Bueno, Juan, pues ahora sí estoy en disposición de comentarte este capítulo. Veo que ya tienes un comentario mío, pero es anterior a que comenzara a leer tu novela.
Ahora sí.

Desde luego, cada vez estoy más convencida de que este fantasma no es nada bueno. Su luz será blanca, pero ha tentado a Adriana como si del mismo Diablo se tratara. Ningún espíritu puro haría esa clase de tratos. Esos ánimos de venganza son signos premonitorios de lo que se le avecina. No hay que olvidar que los diablos pueden adoptar formas a su conveniencia y engañan, mienten y enredan. No sólo los diablos, también los espíritus negros.
Me da pena Adriana. Ha tenido una infancia muy marcada por la soledad y el rechazo. Es difícil que su personalidad no se haya visto afectada por ello. También se ve una gran falta de autoestima e inseguridad. La sociedad es carnívora y se afila los colmillos con los huesos de estos pobrecillos.

Seguiré leyendo.
Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Pues....

"SPOILERS" (o sea, pistas sobre la trama. Si quieres mantener el suspense, no sigas leyendo).

¡¡¡¡Bingo!!!! Ya veo que eres de las intuitivas :). Porque analizando lógicamente lo que dice el fantasma...

No me he podido resistir, es que has dado en el clavo, aunque hay una cosa que creo que no te esperas... Sigue leyendo, que ya llegaré. :)

Fin de "Spoilers" (je, je).

Sobre lo que apuntas sobre el carácter de Adriana, efectivamente, es así. Muchas veces, cuando a alguien le rechazan continuamente, acaba pensando que hay algo malo en él y que, en el fondo, se merece ese trato y se convence de que no vale nada. Cuando a Adriana la desprecian, le resulta difícil contenerse y se revuelve como lo haría un chucho apaleado, pero interioriza las perrerías que le lanzan. Luego, en lo de la inseguridad estoy muy de acuerdo. Necesita estar cerca de alguien autoritario, como su padre, porque no tiene demasiado criterio propio y necesita que le digan lo que tiene que hacer.

Eso no lo he podido plasmar todavía, porque solamente ha tenido conversaciones algo largas con Christine, pero hay un rasgo de su carácter que acabará saliendo a la luz. Y es que, emocionalmente es muy inmadura, porque no ha tenido la oportunidad de relacionarse más que con Christine, que no es precisamente expresiva. Como les pasa a los hombres feos, que cuando una chica parece hacerles un pelín de caso pierden la compostura de tal forma que ya se quieren casar con ella, a Adriana, que no es precisamente fea, le sucederá lo mismo con los hombres y con los amigos, se vuelca con cualquiera que le dé algo de afecto. Pero, a la vez, es muy huraña, no se fía de nadie y trata de protegerse siendo bastante desagradable con los desconocidos. Esto no he podido ponerlo de manifiesto aún.

Tampoco he podido aún reforzar el hecho de que Adriana es extraordinariamente atractiva y seductora. Tiene su explicación. Había dos tipos de brujas: las feas y retorcidas, y las que se aprovechaban de la belleza antinatural que tenían para seducir a los hombres y llevarlos a la perdición. Adriana es de las segundas. A pesar de todo, está convencida de que a ella no la pueden querer.

Y bueno, hay algo más. Suponiendo que el bien y el mal estén separados claramente (que no sé si va a ser así en Mundo de cenizas), Adriana está justo en la frontera. No es malvada, eso ya se ha visto, pero le bastaría un empujoncito hacia el lado del mal para convertirse en maligna. Eso ya se ve en este capítulo.

Un saludo.

Juan.