30 septiembre 2018

#OrigiReto2018 Secuestro ritual

Relato para el Reto de escritura de #OrigiReto2018 - Ejercicio: 20- Crea un relato que suceda en una carretera durante la noche.

Bases en:
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com.es/2017/12/reto-de-escritura-2018-origireto.html
o en
http://plumakatty.blogspot.com.es/2017/12/origireto-creativo-2018-juguemos.html

Esta vez son 1029 palabras (1034 menos cinco asteriscos de separación de escenas). Y como se trata del segundo relato del mes de septiembre, añado la etiqueta:



Este relato comenza exactamente donde acaba el primero de septiembre. Este lo he publicado casi al límite. Hasta el mes de octubre.


SECUESTRO RITUAL


Qué harta me tenía Abdul. En momentos como aquel me preguntaba qué demonios vi en él como para casarme y seguirle a Estados Unidos. Lo miré un instante. La borrachera lo había hecho quedarse dormido, pero, aun así, seguía pareciéndome guapísimo. Me había seducido con el rostro tan exótico que tenía, con su forma de reír y con esos ojos negros tan bonitos que tenía. Hubiera deseado que su familia le hubiese inculcado sus costumbres tradicionales: no bebería ni una gota de alcohol y no tendría que ir a recogerle a la taberna cada dos por tres.

Me detuve al advertir una señal de “Stop”. Miré a ambos lados y seguí conduciendo. Era de noche y la carretera estaba vacía. Tras pocos minutos de recorrido, se me fue pasando el enfado con Ahmed. En verdad, habíamos tenido muy mala suerte, sobre todo él. Sus padres habían llegado a España desde Marruecos y sufrieron mucho para encontrar trabajo, adaptarse y criar a sus tres hijos. Abdul era el mayor. Con mucho esfuerzo, estudió la carrera de física y consiguió un premio extraordinario de doctorado. Era uno de los físicos más brillantes de España, por lo que no tuvo más remedio que emigrar. Había elegido la Universidad de Harvard y yo estaba tan loca por él que dejé mi trabajo y a mi familia para seguirle.

Entonces, Trump ganó las elecciones y las cosas se pusieron feas para quienes tenían ascendencia musulmana, aunque ya tuvieran la ciudadanía. Lo echaron de Harvard y llevábamos unos años malviviendo a base de trabajos temporales, recorriendo un estado tras otro. A mí me resultó un inconveniente; para él, abandonar para siempre la carrera investigadora, aquello que era toda su vida, lo hundió. Se volvió huraño y empezó a beber demasiado, pero nunca descargó su frustración contra mí: prefería destruirse a sí mismo. Abdul me seguía queriendo y yo a él.

Otro automóvil se nos acercó y comenzó a seguirnos. El trayecto hasta nuestra casa, en mitad del campo, no era demasiado largo. Me resultó muy raro que el coche se mantuviera muy cerca de nosotros, pero no podía hacer otra cosa que seguir conduciendo. A la luz de los faros, en la cuneta, a unos cien metros, vi a dos tipos que parecieron tirar algo que no vi. Se me aceleró el pulso cuando los neumáticos delanteros reventaron y estuve a punto de perder el control del automóvil. El coche acabó en la cuneta, detenido por un montón de matorrales. Abdul abrió los ojos, pero fue incapaz de superar la somnolencia.

—¿Qué ha pasado? —me dijo con los ojos entrecerrados y volvió a desvanecerse.

Comprendí que algo iba muy mal cuando el coche que nos seguía se detuvo de inmediato y salieron de él cuatro tipos. Cerré los pestillos, muy asustada, pero no sirvió de mucho. Intentaron abrir las puertas con rabia, golpearon los cristales y me gritaron que saliéramos del coche. No podía contar con Abdul, que miraba adormilado al tipo que quería abrir la puerta del copiloto.

No sabía qué hacer. Giré la llave y el coche arrancó, pero con las ruedas destrozadas e incrustado en los matorrales, apenas logré que avanzara medio metro. Me asusté mucho más cuando rompieron el cristal de mi puerta y dos de los tipos me sacaron a la fuerza por el hueco del cristal. Me agarraron y me debatí inútilmente. Vi, gracias a los faros encendidos de mi coche, que otros dos tipos secuestraban a Abdul, tan borracho que le llevaban a hombros mientras mi marido arrastraba los pies.

—¡Dejadnos en paz! ¡No tenemos dinero!

—Lo sabemos. Queremos a Abdul —dijo uno de mis captores—. No te resistas y no te pasará nada.

No les hice caso. Di un pisotón muy fuerte al que me aprisionaba el brazo derecho y tuvo que soltarme. Al segundo le di un buen golpe en las costillas con la palma de la mano. La falta de dinero y, sobre todo, la necesidad de cambiar de ciudad cada pocos meses, me obligaron a dejar el Taekwondo, pero aunque estuviera desentrenada, seguía siendo una cinturón rojo que preparaba el examen para el cinturón negro.

Retrocedí en guardia, lista para enfrentarme a aquellos tipos. Por muy diestra que fuera, luchar contra dos hombres a la vez era inútil, pero, mientras hubiera una oportunidad, tenía que pelear. Uno de ellos se adelantó y, con todas mis fuerzas, giré y le di una patada en el estómago que lo derribó. Pero su compañero me abrazó y caí al suelo con el individuo encima. Luché por zafarme, pero pesaba mucho y nunca había sido buena peleando en el suelo. Aun así, le golpeé varias veces y cuando otros dos canallas, probablemente los que habían reventado las ruedas del coche, me agarraron, mi oponente sangraba por la nariz.

Intenté seguir luchando. Grité, supliqué y me debatí hasta que me dieron un golpe muy fuerte en la cabeza y perdí el conocimiento.

                                                                                      * * * * *

Pasé tres días en el hospital, en observación debido a una conmoción cerebral que, por fortuna, no me iba a dejar secuelas. Cuando recobré el sentido, pregunté a los médicos y a las enfermeras si sabían algo de Abdul, pero nadie supo o quiso decirme nada.

Fue el día en que me iban a dar el alta cuando me lo contaron todo. Me visitaron un hombre y una mujer, que se identificaron con agentes federales. No tuvieron compasión. Me enseñaron una foto del cadáver de Abdul sin intentar hacerme más fácil un momento así.

—¿Reconoce a este hombre? —dijo el agente, con un fuerte acento del sur.

—Es Abdul. Era mi marido —dije entre lágrimas.

La mujer tuvo el detalle de darme unos cuantos pañuelos para que me secara las lágrimas.

—¿Quién ha sido?

—Una secta ocultista —respondió la mujer.

—¿Y por qué? ¿Qué les hemos hecho?

—Buscaban una mente brillante que estuviera sufriendo —explicó el agente—. Ha sido un secuestro ritual. Han tenido mala suerte, simplemente. No podemos contarle más.

Cuando los agentes se marcharon, empecé a llorar de nuevo. Decidí que lo mejor sería volver a España, cosa que hice un par de meses después.

Nunca supe qué secta me arrebató a Abdul.

2 comentarios:

Stiby dijo...

Pues mira. Al final sí que estaba un poco en lo cierto y había gente siguiéndole jajaja. De todos modos, este relato es más trepidante que el anterior. Pobre mujer, la verdad, qué situación tan horrible estar ahí y no poder defenderse a ella ni a su marido. El otro va tan pedo que ni se entera xd

Por otro lado no he entendido lo de "secuestro ritual" ¿a qué se refiere? no es un secuestro si le han asesinado, ¿no?

Besos!

Stiby dijo...

Por cierto, tengo entendido que para los cinturón negro (no sé si también rojo) es ilegal usar el karate para atacar a alguien. Aunque creo que defenderse sí que pueden.