12 noviembre 2022

La leyenda de Owein de Astolat

En septiembre, si no recuerdo mal, terminé de leer la novela Reflejos de Shalott, de Gema Bonnín (aquí está el vínculo del libro en la página de la editorial). Es una novela muy bonita, muy bien escrita, que os recomiendo.

Gracias a esta novela conocí la leyenda de Elaine de Astolat, la dama que sufrió una maldición que la obligó a recluirse en una torre, sin más visión del mundo exterior que los reflejos que le llegaban por medio de un espejo. Después de leer el libro, me puse a pensar si había alguna esperanza para Elaine, si había alguna forma de liberarla. Y se me ocurrió este relato. Me he basado en el poema de Alfred Tennyson titulado "La dama de Shalott", fuente principal de inspiración para la novela Reflejos de Shalott, aunque he tomado prestados dos elementos de la novela de Gema que no están en el poema.

Espero que os guste.

 

LA LEYENDA DE OWEIN DE ASTOLAT

Los destellos rojizos con que los atardeceres iluminaban las nubes perdieron para Owein su belleza cuando se llevaron a Elaine de Astolat a la torre, en la isla de Shalott, de la que nunca volvería a salir. No supo al principio por qué una dama inocente, que hacía un verano que había dejado atrás la infancia, tuvo que partir para no regresar.

Owein servía en los jardines del palacio del señor de Astolat desde su infancia. Vivía en una cabaña próxima con su familia, por eso, averiguó al cabo de los meses que Elaine había sufrido una maldición. No podría dirigir, de nuevo, la vista ni a los árboles, ni a los ríos, ni a las torres de la hermosa Camelot. Moriría si miraba directamente al exterior y, por tanto, no podía salir de la torre.

Nadie sabía quién había maldecido a la dama Elaine. Su padre, el señor de Astolat, había enviado a todos sus informadores a averiguar el origen de la maldición y encontrar una forma de romperla. Owein confiaba en los medios y la voluntad de su señor y todos los días prestaba atención a los caballeros que llegaban al palacio, anhelando oír que la maldición se había roto y Elaine iba a volver.

Sin embargo, los meses pasaron, las estaciones se sucedieron unas a otras y la ansiada noticia no llegaba. Owein sufría porque amaba a Elaine, aunque ella jamás pudiera corresponderle. Cuando ambos eran niños, lo dejaban jugar cerca de ella. Incluso conversaban de vez en cuando. Tan feliz se sentía a su lado, tan hermosos le parecían los atardeceres que teñían las nubes del mismo color rojizo claro del cabello de Elaine, que Owein prometió no separarse nunca de ella.

Entonces, no entendía qué era el amor. Alguien le dijo que para estar siempre al lado de una mujer había que casarse con ella, así que un día, se le acercó mientras se confeccionaba una diadema de flores y le dijo que algún día le pediría su mano. Elaine se tapó la boca para sonreír, pero luego lo miró con tristeza.

—Lo siento tanto. Solo puedo casarme con algún noble que mi padre elija para mí.

—Me convertiré en el mejor caballero de Astolat —respondió Owen—. Vuestro padre no podrá negarse.

Elaine se ruborizó y se rio, nerviosa. La dama tenía razón. Owein no era más que un labriego. Uno que, tras el encierro de Elaine quiso convertirse en caballero, pero al que nunca aceptaron como escudero.
Los años pasaron y el amor infantil que Owein sentía fue cambiando y se transformó en una pasión adulta, en el deseo de verla y hablarle aunque nunca pudiera tocarla. Owein quería vivir en un mundo en el que la dama Elaine fuera libre y feliz. Se le partía el corazón cuando se sentaba en la ribera del río, cerca de la torre de la isla de Shalott y oía cantar a la dama prisionera.

Por ello, cuando el padre de Elaine murió y la búsqueda del origen de la maldición solo la continuaban unos pocos caballeros sedientos de fama, Owein encargó que le forjaran una lanza, se hizo con un caballo viejo y dejó sus tierras para encontrar él mismo el origen de la maldición de Elaine.

Su búsqueda duró años. Recorrió los reinos de Inglaterra, preguntando en los pueblos por hechiceros, brujas y lugares encantados. Muy pocos de ellos pudo conocer, muy pocos de aquellos sitios se le permitió visitar porque Owein no era un valiente caballero, sino un simple campesino. Pero no desesperó, porque ansiaba ver a Elaine libre y que volviera a percibir la belleza de los atardeceres.

Hasta que un día, cruzando un bosque, se topó con una niña rubia, vestida de blanco, que se protegía tras un tronco de la presencia de un lobo negro.  Owein desmontó, aferró la lanza con ambas manos y corrió hacia el lobo. El animal le gruñó, pero el campesino no se arredró. Atacó al lobo con lanzadas de escasa puntería. Golpeó, sin herir, una pata de la bestia y le arrancó un quejido. Y, al fin, el lobo, incapaz de ahuyentar a Owein, huyó.

La niña salió de detrás del árbol. Debería de tener unos diez años. Sus ojos eran grandes y azules, su piel muy blanca y las mejillas sonrosadas.

—Gracias por librarme del lobo, valiente caballero.

—No las merezco. No soy un caballero, sino un labriego. ¿Queréis que os lleve a casa?

La niña asintió. Por la riqueza del vestido, por su manera de hablar y sus ademanes, Owein pensó que debía de tratarse de la hija de algún noble. Por eso le llamó la atención que la niña, que se llamaba Linnette, le pidiera que la llevase al bosque que crecía en el valle de al lado.

Fueron tan solo tres días de cabalgada. A Owein le pareció tan impropio de una dama como ella comer solo algo de pan y queso que, en el primer pueblo que encontraron al entrar en el valle al que se dirigían, le compró una torta dulce. La niña se la comió con avidez.

—Estaba buenísima, Owein. Es la primera vez que alguien me compra un dulce.

—¿Ni siquiera vuestros padres?

—Mis padres hace tiempo que partieron —respondió en un tono menos amargo del que Owein se esperaba.

En la tarde del tercer día de viaje con Linnette, la niña, con gran alegría, lo hizo detenerse cerca de gran roble. Le pidió que se acercara y le sonrió.

—Os ruego, valiente Owein, que no os asustéis veáis lo que veáis. Confiad en mí.

Linnette tocó el roble con la palma de la mano y, de pronto, era una mujer tan alta como el propio Owein. El campesino, aterrado, retrocedió dos pasos y quedó sentado en el suelo.

—No temáis. Soy Linnette de Lyan. También me llaman la Dama del Roble y no voy a haceros daño.

—¿Sois una hechicera?

—Soy un hada, y este roble es el que me da fuerzas. Levantaos, valiente Owein. Solo siento agradecimiento hacia vos. Rompisteis una maldición que llevaba atormentándome dos meses y me trajisteis de vuelta a mi bosque.

Owein se puso en pie. El hada se sentó junto al árbol y le pidió que hiciera lo propio frente a ella. Tocó el suelo con un dedo y brotaron dos cuencos de madera llenos de hidromiel. Owein, intimidado por su anfitriona, se tomó la bebida antes de plantearle la pregunta que ansiaba decirle desde que Linnette había hablado de una maldición.

—¿Rompí una maldición?

—Ese lobo negro era un animal maldito. Perturbaba la paz de mi bosque y me alejé de mi roble para despistarlo, pero la maldición consistía en que aquel monstruo me perseguiría allá donde fuera. Cambié mi aspecto al de una niña, pero no me sirvió. Entonces, valiente Owein, llegasteis vos, luchasteis con el lobo y, al forzarlo a huir, rompisteis el vínculo maligno que lo ataba a mí y, por tanto, acabasteis con la maldición.

—Me alegra haberos servido, pero me apena ser  capaz de romper una maldición y no saber  acabar con aquella me obliga a vagar por toda Inglaterra. ¿Vos podríais ayudarme?

—No lo sé. ¿Sufrís una maldición? No lo parece.

—No la sufro yo, sino una dama.

—Contadme más, valiente Owein.

—Hay una mujer encerrada en una torre, sin poder mirar al exterior porque, de hacerlo, se marchitará como una flor abrasada por el sol.

—¿Habláis de la dama de Shalott?

Owein abrió la boca. Tras la sorpresa, su corazón se llenó de esperanza.

—Sí, hablo de Elaine de Astolat y llevo años buscando un remedio para su maldición.

—¿Por qué?

—Porque quiero que Elaine sea libre, quiero que sea feliz, que pueda ver de nuevo los campos y los ríos, que pueda sentarse donde desee para ver los atardeceres.

—Tres veces me han visitado caballeros en el transcurso de los años para preguntarme cómo romper la maldición. Cuando les he preguntado por qué deseaban romperla, me han hablado de la fama o de obtener algún premio. Sois el primero cuya motivación es Elaine. ¿Por qué? ¿Esperáis conseguir su mano?

Había soñado con aquello muchas veces, con que Owein la liberaba y ella se enamoraba de él, pero no eran más que sueños. Él era un campesino y no tenía nada que ofrecerle más que una vida de privaciones. No quería eso para ella.

—Soy solo un campesino. Nadie me concederá su mano, ni siquiera Elaine. La conozco desde que era una niña y solo quiero verla libre y feliz.

—Entonces, quizá pueda ayudaros, valiente Owein.

Owein la miró esperanzado, ilusionado.

—Los hombres, y no me refiero a la especie sino a los varones, lo solucionan todo dominando y destruyendo. Buscan acabar con la maldición y convertirse en héroes, pero eso no se puede hacer con una maldición semejante, porque desgarraría el tejido del que está hecho el mundo y violaría las leyes de lo sobrenatural. No es ni parecido a ahuyentar a un lobo.

—Entonces, ¿no hay esperanza para Elaine?

—Si queréis convertiros en un héroe y ganaros la admiración de todos,  no la hay. Si solo deseáis liberar a Elaine, hay un modo, pero tendrá un precio.

—Contádmelo —dijo Owein mientras un cosquilleo de esperanza le invadía el pecho.

—Puedo invertir la maldición. No cambiaría los efectos que causaría incumplirla, pero sí sus prohibiciones. Si hacéis dos cosas  y perdéis algo, cambiaré el tejido del mundo para que la maldición caiga sobre Elaine solo si abre los ojos dentro de la torre donde está recluida, en vez de morir si contempla el exterior. ¿Estáis dispuesto a liberarla?

—Mi mundo es gris desde que ella languidece en su encierro. Contádmelo, os lo ruego.

—Tendréis que romper el espejo a través del que ve el mundo. Luego, le vendaréis los ojos y la haréis salir de la torre.

La mujer tocó la tierra con un dedo y, en un instante, creció una planta que floreció y dio como fruto bayas rojas. Su interlocutora arrancó una de las bayas y se la puso en la mano.

—Una vez fuera, y no antes, deberá comerse esta baya. Con eso, la maldición se invertirá. Sin embargo, el dolor que ahora sufre Elaine no puede desvanecerse sin más, por el bien del equilibrio. El precio que acabáis de pagar es que he extendido la maldición a vos. Sé que amáis a Elaine o no estaríais hablando conmigo, así que sufriréis la misma muerte a la que la maldición de Elaine la condena si la besáis. No importa cuán casto sea ese beso, dará igual que sea en la mejilla o en la mano: si besáis a Elaine, moriréis.

A Owein se le partió el corazón. Aunque siempre había entendido que nunca podría tomar como esposa a Elaine, aquella prohibición le parecía cruel en exceso. Soñaba con besarle las mejillas, como haría un viejo amigo. Inspiró hondo un par de veces, pero jamás albergó la más mínima duda.

—Lo haré. ¿Cómo podría pagároslo?

—No es necesario. Os ayudo porque luchasteis contra un lobo para salvar a una niña a la que no conocíais y, sobre todo, porque le disteis a esa niña un  dulce. Nadie tiene esos detalles conmigo. Ahora, partid con mis mejores deseos: mientras antes salgáis, antes haréis libre a Elaine. Deseo que, algún día, el destino nos vuelva a reunir, valiente Owein.

Owein tomó con delicadeza la mano del hada y le besó el dorso. Sin perder tiempo, montó y emprendió al trote el camino de regreso a Astolat. Cabalgó hasta que cayó el atardecer. La mera ilusión de ver pronto libre a Elaine le devolvió la luz a aquel ocaso a ojos de Owein.

Le llevó dos semanas volver a la isla de Shalott. Se detuvo en el último pueblo antes de la isla y se compró un jubón y unos pantalones. Cerca de la torre donde languidecía Elaine, se sumergió en el río y esperó a secarse antes de ponerse su ropa nueva. Elaine era una noble, no se presentaría ante ella sucio y con la ropa raída. Tras el baño, se sentó a comer algo junto al camino.

Estaba terminando cuando oyó los cascos de un caballo y se puso en pie al ver al caballero. Era un hombre apuesto, que de su armadura solo se había quitado el casco, de cabellos castaños. Era inconfundible. Cuando llegó a su altura, Owein se arrodilló.

—Es un gran honor, sir Lancelot.

—Agradezco vuestras palabras, amigo. ¿Necesitáis ayuda?

—No, mi señor. Solo pretendía homenajearos.

Sir Lancelot le dedicó más palabras amables y siguió su camino hacia Camelot. ¡Con que alegría iba a contarle a Elaine que había conocido a sir Lancelot! Esperó un tiempo breve, para darle tiempo al caballero a alejarse, y partió hacia la isla de Shalott. Se detuvo un momento para contemplar, una vez más, el hermoso atardecer.

Dejó el caballo junto al poste al que estaba atada la barca con que cruzó las aguas para llegar a la isla de Shalott. Corrió hacia la puerta y se sorprendió de encontrársela abierta.

—¡Dama Elaine! —gritó Owein—. Soy un amigo, ¿dónde estáis? Necesito hablaros.

Subió unas escaleras y se sintió angustiado cuando llegó a la que solo podía ser la alcoba de Elaine. La habitación estaba revuelta y el espejo, destrozado. Bajó las escaleras llamando a la dama de Shalott, circundó la torre, sin encontrarla, dificultado por las sombras de la noche que acababa de caer.

Entonces, a lo lejos, oyó la dulce voz de Elaine, río abajo. Sin pensárselo, se tiró al agua y nadó lo más rápido que punto hasta el lugar donde había dejado al caballo, un sauce enorme. Galopó por la ribera del río, siguiendo el dulce sonido de su voz, que cantaba una melodía triste, doliente.
Owein se guio por la canción hasta que esta, de pronto, se apagó. «Dama Elaine, os lo suplico», pensó el campesino, «no dejéis de cantar. Si vuestra voz se apaga no podré encontraros».

Siguió cabalgando y quiso el destino que viera la luz débil de unas velas que viajaban en un bote, cuando ya se vislumbraban las primeras casas de Camelot. Creía ver a una mujer vestida de blanco y supo que la había encontrado. Rebasó el bote, desmontó y se lanzó al agua. Nadó y se encaramó a la embarcación con el mayor cuidado que pudo.

Entonces la vio.  Elaine era la mujer más bella que jamás había visto. Dormía entre hermosos tapices y las hojas caídas de los árboles adornaban la barca. Y, cuando Owein advirtió que estaba demasiado quieta, supo que algo iba mal. Le tocó una mejilla y la notó congelada. Comprendió que Elaine, la dama de Shalott, estaba muerta, que la maldición le había quitado la vida.

Las lágrimas le cerraron la garganta y no pudo hacer más que seguir sujeto a la barca. Inspiró hondo y contempló a Elaine una vez más.

—Si no podéis ver más atardeceres —le susurró Owein—, si vuestro único lecho va a ser la tierra, no habrá felicidad posible para mí, el iluso campesino que tuvo vuestra cura en la palma de la mano y no logró llegar a tiempo. Dama Elaine, lo único que quiero es estar siempre con vos.

Owein se encaramó un poco más al bote y, con el mismo cuidado con que se toca algo frágil cuyo valor es incalculable, besó la mejilla helada de la dama de Shalott. Poco a poco, la sangre se le congeló y la sombra cubrió por entero los ojos del campesino. Owein murió bajo las auroras boreales, junto a la mujer a la que siempre había amado.

Estaba escrito que Elaine llegaría sola a Camelot. Por tanto, el cuerpo de Owein se fue deslizando, despacio, como si se resistiera a separarse de la dama de Shalott. Al fin, cayó al agua y se hundió en la negrura.

*


Las leyendas y los cuentos solo hablan de los caballeros que salen victoriosos o mueren con gran honor. Nadie quiere escribir sobre campesinos que fracasan en su empeño. Pero ninguna historia que ha sucedido se pierde, porque se queda entrelazada en la urdimbre del tejido que forma el mundo.

Por ello, aquel viajero que se siente cerca de la isla de Shalott y contemple las nubes rojizas de los bellos atardeceres, si presta atención, oirá un relato que el viento susurra. Una leyenda según la cual, Linnette, la Dama del Roble, se sumerge en el cauce oscuro del río y devuelve a la superficie el cuerpo de Owein. Con las mejillas llenas de lágrimas, la Dama del Roble quema el cuerpo del campesino y guarda las cenizas.

Cuando los funerales de Elaine han terminado  y la tumba de la dama de Shalott refleja levemente la luz del atardecer, Linnette entierra las cenizas de Owein junto a ella. Dice la leyenda que, con ello, la Dama del Roble cumple la última voluntad del campesino que estuvo a punto de romper la maldición de la dama de Shalott.

Y dicen los susurros del viento que Elaine y Owein seguirán juntos hasta que el tejido del mundo desaparezca.

26 octubre 2022

[El viaje de Sylwester] Mähra III

  MÄRHA III

(Actualidad: año 252 de la Confederación)
 
 
 
 
 
El problema de los planes demasiado audaces era que tendían a fallar. Una vez dentro de la empalizada de Luzjda, Mähra miró hacia atrás y, tras haberse asegurado de que Sylwester no podría verla, echó a correr, buscando un callejón solitario. Entró en uno que estaba vacío y se escondió tras una columna. Dejó la cesta, se transformó en un cuervo y se alejó volando lo más rápido que pudo.

Mientras ascendía notaba que el odio le inflamaba el corazón. Haberse visto obligada a besar a un engendro como Sylwester había sido lo más humillante que había tenido que padecer en mucho tiempo y pensaba hacerle pagar cada beso con una marca grabada en su piel con un hierro al rojo vivo. Los humanos carecían de inteligencia, pero Sylwester era el más imbécil de todos. No obstante, era tan difícil mantener el disfraz de Nadja que cometía errores y, a pesar de su estupidez, el miliciano tenía la capacidad de atar cabos. Solo probar sus labios infectos había logrado convencerlo de aplazar el encuentro con el padre de Nadja, un humano que, como era obvio, no existía.

Cuando estuvo lo bastante alto, recuperó su forma de demonio, lo que le permitió volar mucho más rápido. Su plan para robar el artefacto había sido demasiado audaz y un imprevisto lo había frustrado y había empeorado la situación. Cuando le pidió a Gröndha un batallón de hostigadores y observadores con la excusa de acelerar la búsqueda del artefacto, logró ocultarle que el objetivo era distraer a los defensores de Luzjda mientras se colaba en la casa de Justyna para robarlo.

Tenía que haber funcionado, pero el destino, al parecer, castiga el valor. Entró en la casa convertida en una ladrona. Con un sigilo que el alboroto del ataque hacía innecesario, registró la casa hasta hallar un cofre. No fue capaz de alzar el cofre de la mesa. Parecía clavado a la misma y comprendió que algún hechizo impedía que nadie pudiera llevarse aquello. Reflexionó un instante y forzó la cerradura. Los hechizos que la protegían eran más débiles y logró forzarla. Dentro halló el artefacto, que era tal y como se lo había transmitido Skanblös. Cerró el cofre, se alejó todo lo que pudo y se transformó en Sylwester. Detestaba convertirse en animales o humanos machos, pero era la única forma de llevarse el artefacto.

Abrió el cofre de nuevo, exultante, y agarró el artefacto. O, al menos, lo intentó. Cuando lo rodeó con los dedos, sintió un dolor tan intenso que dio un grito. Quiso cogerlo de nuevo, desesperada, y tuvo que soltarlo porque la mano se le había quedado insensible. Se transformó en ladrona de nuevo, pero cuando intentaba escapar, irrumpió en la habitación una mujer de mediana edad, que no podía ser otra que Justyna.

No se podía imaginar que aquella humana fuera una hechicera tan formidable que superaba los poderes de Mähra con mucho. A su inferioridad frente a la hechicera se sumó que tenía activo el hechizo de transformación, lo que siempre era un estorbo en un combate con magia. Para escapar de Justyna tuvo que provocar un incendio y delatar que su casa era el objetivo de algo peor que una ratera. Había puesto sobre aviso a los humanos y estos cambiarían el artefacto de sitio. Podrían esconderlo en algún otro lugar de Luzjda o hacer algo mucho peor: trasladarlo a Vojotla, donde moraban hechiceros aún más poderosos, capaces de comunicarse con los dioses austanos. Si sucedía esto último, sin embargo, tendría una oportunidad excelente para robarlo, aunque debería buscar la manera de interceptar, en solitario, a los humanos que lo trasladaran. Sería la única manera de poder secuestrar a Sylwester y llevárselo con el artefacto a tierras de los demonios, pero fuera del reino de Vörla Skrohr y del alcance de Gröndha.

Llegó al Camino en el Cielo y poco tiempo después había abandonado los cielos de la Confederación. Era imprescindible que convenciera a Gröndha de que su fracaso no era tal, sino parte de un plan astuto para hacerse con el artefacto. Aunque tenía varias ideas, porque había reflexionado antes de iniciar aquel plan fracasado, aún debía pulir algunos detalles. Tendría tiempo durante el camino hacia el palacio del conde.

*

Los guardias del conde se resistieron a dejarla pasar sin tener cita, sorprendidos por verla allí tan pronto. Consultaron al conde y este aceptó reunirse con ella, pero cuando estuvo frente a él, tras haberle saludado, algo en su expresión la hizo temer que todo estaba perdido. Gröndha no era un humano estúpido: su astucia la había sorprendido más de una vez en el pasado.

—¿Qué se supone que ha pasado, Mähra?

—Las cosas han sucedido como había planeado, señor.

—¡Ah! ¿Sí? Una misión discreta para recabar información termina con la ciudad arrancada de su sueño y la casa donde se oculta el artefacto asaltada en ese mismo instante, ¿y eso es un éxito? A estas alturas, los humanos ya sabrán que buscamos el artefacto, que hay un demonio infiltrado en Luzjda y que el único a quien el espía ha podido sonsacar la ubicación del artefacto habrá sido Sylwester. Lo aislarán y habrás perdido a tu fuente de información por culpa de tu torpeza.

—Después del ataque vigilé a Sylwester. Sigue en libertad. Me cité con él y le hice beber una poción que me permitirá localizarlo durante cinco o seis días si no se aleja demasiado de Luzjda.

—¿Para localizarlo en la celda donde lo van a encerrar? Me bastaría con enviar a un par de cornejas para averiguar eso.

Mähra inspiró hondo. Iba a intentar convencer a Gröndha de que su desobediencia, una cuyo objetivo era traicionarlo, era parte un plan que pretendía ofrecerle unos resultados mejores de los que se imaginaba el conde. Si no conseguía engañarlo, sufriría su cólera. Buscó infundirse valor mirándolo a los ojos, como si no tuviera nada que ocultar.

—En realidad, señor, no esperaba tener la suerte de robar el artefacto. Lo intenté para averiguar más sobre nuestros enemigos y para obligarlos a trasladarlo. Mientras no lo saquen de Luzjda, nos será muy difícil hacernos con él.

—Lo lógico es que se limiten a esconderlo en otra casa de Luzjda y pidan auxilio a la capital.

—Puede ser, señor, y en tal caso sabríamos donde lo han escondido. Pero también podrían decidir llevárselo a Vojotla, mejor defendida, para alejar el peligro de sí mismos. Que demostremos tanto interés les hará comprender la importancia que tiene y procurarán llevar el artefacto a los más poderosos de la tribu.

Gröndha entrecerró los ojos. Mähra temía que no iba a tragarse aquello, pero no tenía más opción que intentarlo.

—Sí —dijo al final el conde—. No es seguro, pero existe esa posibilidad. Aun así, lo trasladarían muy bien custodiado y atacar a la escolta de ese Sylwester sería una violación de los tratados.

—No haría falta atacar a la escolta. Si pudiéramos forzarlos a violar los tratados, podríamos hacerlos prisioneros y los traería ante usted para que los juzgara. Sería muy sencillo hacernos con el artefacto si tenemos a Sylwester encarcelado en Vörla Skrohr.

Gröndha inclinó la cabeza ligeramente y la miró en silencio. A Mähra, que lo había interpretado como una invitación a explicarse, se le aceleró el corazón.

—Tendríamos, primero, que hostigar a diario la ciudad. No pido que les hagamos daño, señor, solo que no les dejemos dormir. Eso los podría presionar para sacar el artefacto con una escolta mínima. Los humanos confían en los tratados y saben que no podemos atacarlos directamente, así que no verán peligrosa una escolta de dos o tres guerreros, ya que necesitarán gente para ahuyentar a nuestros hostigadores.

—Tu plan parece condenado al fracaso —dijo Gröndha—, pero si los humanos entierran el artefacto debajo de la Casa del Consejo de Luzjda, lo habremos perdido de todas formas. Quizá sea eso lo que hagan, pero quizá piensen como tú y decidan sacarlo de la ciudad, confiados en los tratados y en pasar desapercibidos. Pensándolo con frialdad, solo hay dos alternativas: o los humanos esconden el artefacto, o lo sacan de Luzjda. Que los hostiguemos todas las noches no creo que cambie su decisión, así que adelante con tu plan. ¿Qué necesitas?

20 octubre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VII

EL ARTEFACTO VI

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 


 

Sylwester encendió una lámpara de aceite, casi a tientas, y abrió la puerta de la calle. No había nadie en el exterior, pero no era de extrañar ya que no se encontraba cerca de ningún cuartel ni punto de reunión. Los cuernos de alarma de toda la ciudad parecían haberse vuelto locos y Sylwester se vistió y dejó que su padre le ayudara a ponerse la coraza. Decidió dejarse el arco para llegar más rápido.

Había cinco plazas en Luzjda donde, en situaciones de emergencia, debían dirigirse los milicianos. Todo miliciano sabía a cuál debía acudir, y hacia su punto de reunión se apresuraba Sylwester cuando una niña de unos diez u once años salió de una casa y se le agarró a un brazo, llorando.

—¡Ayúdenos! ¡Hay monstruos en casa!

La niña tiró de él, pero Sylwester se recobró pronto de la sorpresa y entró corriendo en la vivienda antes que la chiquilla, tras haber embrazado el escudo y blandido el hacha. Se encontró a un joven de unos catorce años defendiéndose con una sartén de un zjolik, un diablillo que volaba a la altura de su cabeza e intentaba morderlo. Estaban cerca del pie de una escalera, donde yacía una mujer que parecía haberse caído de la misma. En el piso de arriba, lloraba un bebé.

Sylwester gritó con ganas e intentó partir en dos al monstruo. Todo fue muy confuso. El diablillo ascendió tras lanzar una dentellada al niño, quien le intentó dar un sartenazo. Sylwester, por miedo a alcanzar al muchacho, lanzó un golpe pésimo, pero, al menos, logró atraer hacia sí la atención del zjolik, que se aferró al escudo y se soltó para evitar el hacha de Sylwester.  El bebé seguía llorando en el piso de arriba y la niña corrió hacia ellos gritando.

—¡Salve a mi hermanito!

La chiquilla le lanzó un tajo al monstruo con un cuchillo de cocina enorme. Sylwester habría querido correr escaleras arriba, pero con la coraza puesta se habría tropezado. Tuvo que desoír los gritos de la niña, que le suplicaba que se diera prisa.

Se le heló la sangre cuando vio que había otro zjolik dentro de la cuna donde el bebé lloraba. Sylwester dio un grito y salvó a aquel niño gracias a que llamó la atención del diablillo y lo forzó a atacarlo. Para evitar correr la misma suerte que la mujer que yacía al pie de la escalera, entró en el dormitorio antes de que el diablillo lo alcanzara. El precio fue que el zjolik se le agarró al antebrazo del arma y le arrancó un grito al morderle. Intentó aplastarlo con el escudo y contraatacó con un tajo bien dirigido, que su escurridizo oponente esquivó.

Sylwester se interpuso entre el niño, que seguía llorando, y el diablillo. Le dolía el antebrazo, pero el ser era demasiado débil como para inutilizárselo de un solo mordisco. El zjolik titubeó y lo amenazó abriendo la boca mientras volaba cerca del techo de la habitación. Los niños gritaban pidiendo auxilio, aunque Sylwester se tranquilizó al oír voces de adultos: vecinos que acudían en su ayuda.

El diablillo se lanzó contra él y Sylwester lo atacó con todas sus fuerzas. Por desgracia, a pesar de su escaso tamaño y fuerza, un mercenario inexperto no era rival para un zjolik. El diablillo voló bajo el escudo y le clavó los dientes en el muslo. El tajo de Sylwester falló por poco. Un hombre y una mujer entraron con cuchillos y antorchas. Aquellos diablillos eran como las fieras, así que el fuego lo forzó a huir por la ventana.

Sylwester jadeó, dolorido y debilitado. Aquella pareja le había salvado: no habría aguantado dos mordiscos más. La niña que lo había llamado entró en la habitación y se abrazó a él, sollozando, pero esta vez, de alegría.

—Ha salvado a mi hermanito.

La niña cogió en brazos al bebé e intentó confortarlo. El hombre y la mujer se quedaron en el dormitorio y Sylwester bajó cojeando. Tres personas y el niño atendían a la mujer, la madre, que se había lastimado un brazo al caer por las escaleras, pero que había recuperado la consciencia. Los dos zjolik habían entrado en el dormitorio del bebé, tras haber roto la ventana, y uno de ellos atacó a la madre cuando corría escaleras arriba. Su hijo evitó que la remataran y la niña vio a Sylwester por otra ventana y salió a pedirle ayuda.

Sylwester se fue de allí, rumbo al punto de reunión, pero se prometió que los visitaría cuando pudiese. El único problema era que, si bien las heridas que tenía no eran graves, se sentía débil. Tanto el pantalón como la manga de la camisa estaban destrozados.

Oyó un caballo al galope detrás de él y una voz que le pedía que se apartara. Logró hacerlo cojeando y vio pasar a un jinete que portaba una antorcha, camino de la misma plaza a la que él se dirigía. Cuando llegó, se encontró un buen número de milicianos y civiles, algunos jinetes que se detenían o volvían a salir corriendo y mucha confusión. Se encontró a Stanislaw y a sus compañeros en la parte oriental de la plaza. Agnieszka fue la primera en advertir su estado y se preocupó por sus heridas.

Le tuvo que contar a sus compañeros el incidente con los dos zjolik. Stanislaw lo miró.

—Cuando esto acabe, que te mire un curandero. Que te den una antorcha y no luches si no es necesario.
 —Stanislaw se dirigió a los demás—. Tenemos que ir a la Casa del Consejo y examinar los alrededores. Lo único que se ha avistado son zjolik, czawronas y espectros. Parece una distracción más que un ataque. No os separéis unos de otros y atentos.

Piotr se puso a su lado mientras avanzaban por una calle iluminada por las luces provenientes de muchas ventanas. Los cuernos seguían sonando y sería difícil que alguien en Luzjda continuara durmiendo.Sylwester notó que Agnieszka le daba la antorcha a un compañero y que, a base de susurros y toques, se transmitía la orden de detenerse. La exploradora se pegó a una pared, sin hacer ruido y disparó contra una sombra oscura que había en un tejado, que se entreveía gracias al reflejo de las luces de una ventana cercana. La flecha de Agnieszka ni siquiera se acercó al ser, pero logró ahuyentarlo. Piotr le comentó que era un czawrona, una especie de ave negra con la envergadura de un hombre.

Cuando llegaron a la plaza a la que daba la fachada de la Casa del Consejo, hallaron a otros dos grupos de milicianos y a varios soldados a caballo. Stanislaw se reunió con los jefes de los otros dos grupos y, tras un rato de conversación, regresó con ellos y les pidió que lo rodearan.

—Varios espectros han intentado entrar en la Casa del Consejo, y han visto a czawronas oteando desde el cielo. Han dañado unas cuantas ventanas, pero el ataque más fuerte lo ha sufrido la casa de Justyna. Parece que ese ha sido el objetivo real de quien haya hecho esto. Es muy extraño.

A Sylwester se le hizo un nudo en la garganta. En contra de su costumbre, intervino antes de que Stanislaw les preguntara si tenían alguna duda.

—¿Han robado el artefacto?

—Que sepamos —respondió Stanislaw—, nadie ha entrado en la Casa del Consejo.

No se lo podía creer. La casa de Justyna era una vivienda típica de una persona de clase alta, pero no era identificable, como sí lo era la Casa del Consejo, para un atacante exterior. Quien estuviera detrás de aquello sabía que la casa de Justyna guardaba algo valioso y aquello no era del dominio público. En ningún momento le habían ordenado guardar el secreto, pero quizá se debiera a que era tan obvio que un miliciano inteligente lo habría hecho. Y él se lo había contado a Nadja. Aquella muchacha no habría tenido la precaución de callarse la información. Se lo habría contado a su padre, este a algunos de sus iguales y era posible que, entre ellos, hubiera algún espía de los demonios. ¡Cómo había sido tan estúpido! Había desvelado la ubicación del artefacto solo para impresionar a Nadja.

—¿Qué te pasa, Sylwester? —le preguntó Piotr.

—No es nada. ¿Qué órdenes tenemos? —preguntó Sylwester dirigiéndose a Stanislaw.

—Patrullar las calles hacia el suroeste para asegurarnos de que no quedan enemigos.

Se marcharon al tiempo que cinco jinetes llegaban a la plaza y se dirigían a la puerta de la Casa del Consejo.

Avanzaron un trecho por una calle amplia y Stanislaw les indicó que entraran en una más estrecha. Agnieszka se adelantó, seguida del jefe. A tales horas, y con los cuernos aún sonando, aquella calle desierta impresionaba a Sylwester. La exploradora regresó y tras una breve conversación con Stanislaw, les pidió a los demás que se acercaran.

—Hay un espectro en la callejuela de la derecha —les dijo el jefe—. Agnieszka y Jaroslaw darán un rodeo y le cerrarán el paso. Yo atacaré de frente. Los demás, venid detrás. Sylwester, tú no intervengas si no es necesario.

Piotr acompañó a Agnieszka y Jaroslaw, que habían atravesado a la carrera la bocacalle para que no les viera el espectro, pero se quedó apostado en la esquina. Los otros dos compañeros iban a sorprender al enemigo cruzando por una de las calles laterales.

El corazón le latió con furia a Sylwester cuando Piotr movió la antorcha y siguió a sus compañeros, detrás de Stanislaw. Su posición no era la mejor, y las antorchas de sus camaradas lo deslumbraban, pero acertó a vislumbrar una silueta rojiza que arañaba la puerta de una vivienda.

Agnieszka llegó la primera y el espectro se lanzó a por ella. Se frenó en seco e interpuso el escudo y el hacha, pero no pudo evitar un rasguño en un brazo. Jaroslaw y Stanislaw atacaron al engendro, aunque solo su jefe logró alcanzar al ser de refilón. Agnieszka había lanzado un contraataque certero; por desgracia, el ente era demasiado escurridizo.

El espectro respondió con un zarpazo a Stanislaw que se estrelló en el escudo. Agnieszka alcanzó al enemigo con un golpe débil que atrajo su atención hacia ella. Nikolai se había sumado al combate y Piotr y Sylwester decidieron no intervenir, ya que no tenían espacio.

Agnieszka detuvo el ataque del  espectro y estuvo a punto de atravesarle la cabeza. Su escurridizo rival evitó el impacto por un milímetro, pero no pude evitar el hachazo terrible que le propinó Jaroslaw. Tras aquel golpe, la silueta se difuminó y se disolvió como si fuera un jirón de humo. 

Tras aquello, siguieron avanzando. Sylwester se interesó  por Agnieszka, pero la exploradora había sufrido un arañazo con tan poca importancia que lo único que lamentaba era que le hubieran estropeado la camisa.

Media hora después, cesaron las alarmas y Stanislaw les ordenó regresar a la Casa del Consejo. Una vez allí, su jefe se alejó para indagar y regresó con la noticia de que el ataque había sido repelido. Parte de la casa de Justyna se había incendiado, pero el fuego se controló a tiempo y los daños no eran graves. Su jefe les ordenó regresar a casa, salvo a Sylwester, al que le exigió que viera a un curandero. Agnieszka se quedó con él y le acompañó.

Por suerte, los sanadores no habían tenido que esforzarse en exceso. Los monstruos que habían atacado la ciudad eran los que los demonios solían usar para espiar u hostigar a los civiles y las tres personas que atendieron antes que a él solo tenían algunos rasguños y mordiscos. Se quedó estupefacto cuando una de las curanderas le pidió con amabilidad que se acercara. Lucía el vestido verde oscuro de una pieza, con adornos claros en las mangas y en el cuello estrecho, usual en las curanderas cawkeníes. Se acercó a la mujer intentando disimular que le había parecido preciosa.

La curandera se levantó y le sonrió. Tenía el cabello de color rubio oscuro, adornado por varias trenzas, los ojos verdes y un rostro delicado muy bello.

—¿Aparte de en el brazo y la pierna tienes más heridas? —preguntó la curandera. Sylwester respondió que no y ella le examinó el brazo—. Esto no es nada. A ver la pierna.

La joven se puso en cuclillas y le palpó la pierna. Aunque lo hizo con delicadeza, se quejó un par de veces.

—Te limpiaré el brazo, pero dejaré que se te cure solo. La pierna te la voy a sanar, para que puedas volver a casa más rápido, que tendrás que dormir algo.

La curandera lo iluminó con una sonrisa y Sylwester sintió que se ruborizaba. Miró un instante a Agnieszka y vio que arrugaba los labios como si quisiera contener la risa.

—Llevas calzones, ¿no? —dijo la curandera. Sylwester asintió en silencio—. Bájate los pantalones, por favor.

Le hizo caso mientras sentía que volvía a ruborizarse. La curandera le pareció aún más hermosa cuando le tocó el muslo con unas manos suaves y cálidas e invocó sus poderes. La herida de la pierna se le cerró del todo y, mientras se volvía a ceñir los pantalones, la curandera se puso en pie y cogió un par de cosas de una mesa. Con gran delicadeza, le subió la manga de la camisa y le limpió los rasguños.

—Ya está. Ahora vete a descansar, que te lo has ganado. —La curandera le acercó el rostro y le besó una mejilla—. Gracias a vosotros, podemos vivir tranquilos. Felices sueños.

Sylwester se alejó junto con su amiga y no pudo evitar volverse un instante para mirar de nuevo a la curandera, que atendía a un guerrero de unos treinta años que cojeaba.

—Solo te ha faltado pedirle una cita —le dijo Agnieszka con una sonrisa cuando se habían alejado lo suficiente.

—Es que… era muy guapa.

—¿Más que Laska o Nadja?

Sylwester no supo qué contestar y salieron en silencio de la plaza. Cuando entraron en una de las calles principales de Luzjda, Agnieszka suspiró.

—No es malo que te gusten tanto las chicas, y tampoco tiene nada de perverso tener aventuras sin compromiso siempre que no le rompas el corazón a ninguna chica, pero tú no vales para ir de flor en flor.

—Yo no… yo no hago esas cosas.

—Estabas enamoradísimo de Laska. Aparece esa Nadja y te pasas con ella todas las tardes. Ves a una curandera guapa y simpática y te ruborizas… Si fueras de otra manera, no pasaría nada, pero tú tardas muy poco en encapricharte de una chica y, luego, te cuesta meses olvidarla. Te van a hacer mucho daño si sigues así.

—Te equivocas conmigo.

—Ojalá encontraras a una chica que te respetara y te quisiera y que a ti también te gustase, porque eso es lo que anhelas de verdad, estoy segura. Creo que, en realidad, tienes miedo. Solo te encaprichas de mujeres con las que no tienes ninguna posibilidad porque te da miedo amar de verdad.

Sylwester calló y Agnieszka no dijo nada más sobre aquello. Por tanto, su mente se concentró en la conversación que iba tener al día siguiente con Nadja, un diálogo que quizá terminase en discusión.

*


La tarde siguiente al ataque acudió nervioso a la cita con Nadja, en el sitio acostumbrado. Tuvo que inspirar hondo al verla. Estaba más guapa que nunca. Vestía un corpiño precioso y se había adornado el cabello con una corona de flores. Llevaba en la mano izquierda una cesta de mimbre en la que adivinó una botella, pan, queso y un saquillo. Estuvo a punto de desarmarlo con la sonrisa que le dedicó y con los dos besos en las mejillas que le dio.

—Hoy he pensado en algo diferente —dijo Nadja—. Salgamos de la ciudad y nos beberemos una botella de vino de Vojotla debajo del árbol más bonito que encontremos. ¿Te gusta el plan? Di que sí.

—Me encanta el plan, pero tenemos que hablar.

—Claro que sí —le dijo mientras le enlazó un brazo con su derecha y lo hizo caminar—. Cuéntame lo que quieras mientras caminamos. ¿Qué tal anoche? Yo lo pasé fatal: las alarmas no me dejaron dormir y mi padre apostó dos guardias a la puerta de mi dormitorio. Apenas he dormido.

—Yo tuve que pelear con dos zjolik, pero estoy bien.

—¡Oh! Lo siento. ¿Causó muchos daños el ataque? ¿Hubo muchos heridos? ¿Algún muerto?

Sylwester suspiró cuando llegaron a una plaza pequeña y torcieron hacia su izquierda, camino de la puerta sur de la empalizada. Quería preguntarle a Nadja a quién le había contado que el artefacto se hallaba en la casa de Justyna, pero la chica hablaba y preguntaba con tanto entusiasmo que no veía la oportunidad.

—Lo que más sufrió fue la casa de Justyna, y de eso…

Nadja dio un grito y sintió que tiraba de él hacia el suelo. Al parecer, había tropezado. Aunque la chica acabó en el suelo, la cesta no se volcó y la botella y la comida permanecieron intactas.

—¡Ay! ¡Qué torpe soy! Ayúdame, por favor.

Sylwester la ayudó a incorporarse y le preguntó que si se había hecho daño.

—Me duele una rodilla, pero no es nada —respondió Nadja—. Cambiemos de tema. ¿Adónde me vas a llevar? Tiene que ser el sitio más bonito que conozcas, porque este vino es muy especial.

Mientras caminaban por la calle, muy concurrida, Nadja no paró de hablar del sabor y el olor del vino que iban a probar, de los secretos de su elaboración, de cómo los comerciantes lo cargaban en grandes carros y lo exportaban a los condados austanos. Su amiga tenía tantas ganas de hablar que siguió sin encontrar la oportunidad de confesarle sus sospechas, algo que, en el fondo, no tenía ganas de hacer.

Cuando llegaron a una bocacalle, Sylwester le pidió que entraran y recorrió un breve trecho. Nadja protestó con afabilidad, ansiosa por abrir el vino. Se detuvieron frente a la casa donde había luchado contra los zjolik y llamó a la puerta.

—Anoche salvé a esta familia —le dijo a su amiga—. Quiero saber si están bien.

—¿No podrías visitarlos en otro momento? —se quejó Nadja con un mohín que le resultó adorable.

Abrió la puerta la niña que le había pedido auxilio. La chiquilla abrió mucho los ojos y le dio un abrazo. Tiró de él para hacerlo entrar y lo condujo hacia su madre, que estaba sentada en una mecedora y tenía al bebé dormido en los brazos. La niña le contó entusiasmada, sin alzar la voz, quién era Sylwester.

—Acérquese, por favor, pero no haga ruido —dijo la madre en voz baja.

Sylwester acercó el rostro al bebé dormido y se sintió feliz de verlo sano y salvo. La madre estaba restablecida y le agradeció su gesta con los ojos brillándole por la emoción. Sylwester se volvió, radiante de felicidad, hacia Nadja y, por un instante, se le heló la sangre en las venas. La joven miraba al bebé y a su madre con una expresión de odio tan profunda que parecía irreal al provenir de una muchacha hermosa que tenía el cabello adornado con una corona de flores. Solo duró un instante: cuando advirtió que Sylwester la miraba, el odio se desvaneció de su rostro y le sonrió.

—Eres tan valiente… —dijo Nadja—. Te espero fuera, pero no me hagas esperar.

Sylwester intercambió un par de frases con la madre y su hija y salió de la casa. Nadja volvió a enlazarle el brazo y continuaron su camino, pero él aún tenía fresca la expresión de odio que había mostrado y se la quedó mirando, sin atreverse a preguntar.

—¿Qué pasa? —preguntó Nadja en respuesta, aflojando el paso.

—Mirabas a esa pobre mujer y a su bebé como si los odiases.

—No era a ellos. Pensaba en como aborrezco a los monstruos que asesinan a niñas inocentes. Ojalá pudiera matarlos a todos de la forma más dolorosa posible.

Sylwester se contentó con aquella explicación, pero volvió a sentirse impresionado por la manera en que Nadja había dicho aquello.

Sylwester decidió esperar a estar sentados bajo los árboles para hablar con la muchacha Salieron de Luzjda y les llevó una media hora encontrar una colina en cuya cumbre se alzaban dos robles enormes. Nadja tiró de él colina arriba, se sentó junto al tronco de la más grande y le invitó a hacer lo propio. Mientras la joven extendía un mantel pequeño que iba doblado en la cesta y ponía encima, con cuidado, el queso, el pan y el saquillo, que contenía almendras, la botella de vino y dos cuencos, Sylwester se decidió.

—¿A quién le contaste que el artefacto estaba en casa de Justyna?

—A nadie, tesoro. ¿Crees que desvelaría un secreto así?

Nadja le sonrió, pero advirtió que se había puesto muy nerviosa, algo que lo inquietó aún más.

—Sé que no lo harías con mala intención, pero no puede ser casualidad que atacaran la casa de Justyna en vez de la Casa del Consejo.

—Claro que es casualidad. Su objetivo fue la Casa del Consejo y usaron la vivienda de Justyna para crear una distracción.

—¿Cómo sabes que atacaron también la Casa del Consejo?

—M… me lo dijo mi padre, tesoro. —Sylwester la miró con desconfianza y, tras un titubeo, Nadja bajó la vista—. Está bien. Se lo conté a mi padre, ¡pero él no se lo revelaría a nadie!

—Ha tenido que hacerlo —respondió Sylwester y se puso en pie—. Recógelo todo. Llévame ante tu padre. No desconfío de él pero tengo que saber a quién se lo ha contado o quien pudo oíros hablar.

—Por favor, aún no has probado el vino —replicó Nadja mientras se ponía en pie.

Sylwester iba a insistir, pero se quedó helado. Nadja se le echó encima, lo abrazó y le dio un beso en los labios. Fue un beso largo, intenso. Cuando la chica se separó, lo miraba de tal manera que Sylwester no pudo sino abrazarla y besarla a ella de la misma forma. Separó los labios de ella y, aún abrazados, se miraron a los ojos. Era la primera vez que besaba a una mujer en los labios y le había gustado tanto que se olvidó por un instante del artefacto, de los demonios y del resto del mundo. Solo existían el rostro de Nadja y sus ojos, que clavaba en los de él.

—Te presentaré a mi padre, pero no ahora. Por favor, bebamos y disfrutemos de esta tarde tan bonita.

Reforzó sus palabras con un nuevo beso y Sylwester, ansioso por volver a sentir sus labios bajo aquellos robles, en una tarde soleada y espléndida, cedió y se sentó. No hubo más besos, pero sí mucho afecto, muchas risas y palabras dulces. El vino tenía un regusto amargo, pero buen sabor y Sylwester se lo bebió casi entero, ya que Nadja solo se llenó una vez su cuenco.

Cuando Sylwester se puso en pie para iniciar el  camino de regreso, se notó mareado y le dolía el estómago, pero procuró ocultárselo a Nadja. La chica guardó todo en la cesta de mimbre, la dejó en el suelo y lo miró con intensidad. Lo besó de nuevo y, abrazada a él, lo miró.

—Tengo miedo de que decidan llevarse el artefacto a Vojotla —dijo Nadja.

—Mejor —dijo Sylwester con la lengua algo trabada—, así no atacarán más Luzjda y allí estará más seguro.

—¡No seas tonto! Solo puedes tocarlo tú. Tendrás que llevarlo, y no quiero que te vayas, quiero que estés conmigo.

Sylwester no había pensado en aquello. Conmovido por las palabras de Nadja, incapaz de confortarla, la abrazó con fuerza. Ella le reposó la barbilla en el hombro.

—Si te ordenan partir, quiero que me lo digas. Es muy importante. Prométemelo.

—Te lo prometo.

Nadja le respondió con un beso dulce en la mejilla, levantó la cesta y enlazó un brazo con el de él para regresar a la ciudad. Apenas hablaron durante el camino de vuelta, debido al mareo y al dolor de estómago de Sylwester. Estaban muy cerca de la puerta sur cuando Nadja se detuvo y lo soltó.

—Tengo que irme. ¿Podrás regresar solo a casa? Te veo raro.

—Estoy bien —mintió.

—Mañana no podremos vernos. Estaré muy ocupada, pero ven a verme al día siguiente, a la hora de siempre. ¿Vendrás?

—Pues claro —respondió Sylwester con la lengua tan trabada como si estuviera borracho.

Nadja se despidió y entró en la ciudad caminando tan rápido que parecía estar corriendo.

El viaje de vuelta a casa fue un tormento. Tenía el paso inestable de un borracho y notó que algún viandante le dedicaba miradas reprobatorias, pero aquello no era una borrachera. Además, solo había tomado una botella que ni siquiera era grande. Temió que el vino o algo de la comida estuviera en mal estado. Debería haber buscado un curandero, pero su mente nublada se dejó llevar por el instinto de regresar a su hogar.

Una vez en casa se acostó y se quedó dormido casi de inmediato. A la mañana siguiente se despertó fresco, como si el mareo y el dolor de estómago del día anterior hubieran sido un sueño. Pronto, recordó los besos de Nadja y, con un cosquilleo en la boca del estómago, suspiró arrobado por el recuerdo.

25 septiembre 2022

[El viaje de Sylewester] Línea principal VI

 EL ARTEFACTO VI

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 


El día siguiente, Sylwester acudió temprano al punto  de reunión y ver aún allí a sus compañeros de siempre lo alegró. Todavía le faltaban dos buenas noticias más. La primera, que la noche había sido tan tranquila que ya no era necesario reordenar las partidas de batidores, de ahí que volviera a salir bajo las órdenes de Stanislaw. La segunda era que iban a realizar una patrulla rutinaria por los bosques al sur de la ciudad y al día siguiente les darían el día libre para compensarles de las fatigas de las jornadas previas.

Aquella mañana fue, para Sylwester, un simple paseo por el bosque en compañía de sus amigos y una oportunidad para fijarse en los árboles bajo cuyas copas se desplazaban. Cuando se sentaron a almorzar sin haber visto rastro alguno de enemigos, todos se sentían relajados y felices. Agnieszka se sentó junto a él y le preguntó que cómo estaba. Como siempre confiaba en ella para confesarle ese tipo de cosas, le habló sobre Nadja.

—Me alegra que te guste tanto —dijo tras dejarlo hablar un rato—, pero ten cuidado. Pronto volverá a Vojotla.

Sylwester no había pensado en aquello.

—Vojotla no está lejos.

—A tres días de camino. Cuando regrese a la capital apenas os podréis ver. Además, pasa bastante tiempo fuera por lo que me has contado.

—La distancia no es importante si hay amor. Cuando un soldado tiene que servir lejos de casa, su novia o su mujer lo esperan si lo aman.

—Si lo aman mucho. Y, aun así, es una situación muy difícil, que requiere mucha madurez. Vosotros sois demasiado jóvenes.

Las palabras de su amiga le apenaron, pero Sylwester reconoció que estaba en lo cierto. Regresó algo más triste de lo que había partido, pero aquel iba a ser un día afortunado. Cuando entraron por la puerta sur, deseosos de irse a casa, les esperaban la gente acostumbrada: familiares de algunos de los milicianos, el marido de Agnieszka… Y, para sorpresa de Sylwester, cerca del grupo de milicianos que hablaban con sus seres queridos, se encontraba Laska.

A Sylwester le pareció que estaba preciosa con el vestido azul que llevaba. Se le aceleró el pulso y se entretuvo en recorrer la zona con la vista, en busca de Bazyli, a quien no vio. Cuando Laska lo miró un instante y luego caminó despacio, alejándose de la puerta, Sylwester se decidió y se apresuró hasta alcanzarla. La saludó con timidez, a lo que ella respondió en tono lánguido. Le preguntó qué hacía allí y Laska alzó un poco la barbilla, sin mirarlo.

—Habíamos quedado. Dijiste que vendrías a verme para dar un paseo y aún estoy esperando.

—Fui a buscarte —respondió Sylwester mientras sentía un cosquilleo en el pecho—, pero te vi hablando con Bazyli y me… y no os quise molestar.

—Solo estábamos hablando. Podrías haber vuelto más tarde, pero, claro, estás muy ocupado últimamente.

—Han sido días muy complicados. Hemos tenido que hacer batidas agotadoras, ha habido problemas.

—Para otras chicas sí tienes tiempo.

Sylwester se detuvo por la sorpresa y dejó que Laska se alejara unos metros. No se podía creer lo que estaba oyendo. Admiró un instante el cabello dorado de la chica que le gustaba y sintió que estaba a punto de estropearlo todo, aunque no entendía qué estaba pasando. La alcanzó avanzando a grandes trancos y caminaron un trecho en silencio. Entonces, se dio cuenta. Bazyli le había contado a Laska que lo había visto paseando con Nadja y, al parecer, eso le había molestado. ¿Eran celos?

—Yo… es solo una amiga.

—Una amiga muy buena y muy guapa, por lo que me han contado.

Estuvo a punto de decirle que Nadja era solo una amiga que, además, iba a marcharse pronto, que a quien él quería era a Laska, pero se contuvo en el último momento.

—Siento haberme olvidado de visitarte. Me gustaría mucho pasear contigo cuando tú puedas.

—¿Esta tarde?

—Esta tarde no puedo, pero mañana tengo permiso. Solo he de ir un rato a la Casa del Consejo y podré pasarme el resto del día contigo.

—No sé, si estás tan ocupado quizá no sea buena idea.

—Claro que sí. Tengo muchas ganas de estar contigo. Cuando acabe en la Casa del Consejo voy a buscarte.

—De acuerdo. Hasta mañana.

Laska apretó el paso y Sylwester la miró un buen rato. Su última frase había sonado lánguida, sin entusiasmo. Quizá pensase que no estaba dispuesto a acudir, pero aunque Nadja era un poco más hermosa que ella, por Laska sentía algo especial. O, al menos, sentía algo más profundo que los sentimientos que le inspiraba Nadja.

*


El paseo con Nadja de aquella tarde fue tan agradable como sus encuentros anteriores. La chica le confesó que, cuando lo atropelló, quería preguntarle por el Templo de Laszlota. Aquel edificio era uno de los mayores y más bonitos de Luzjda y era el lugar donde se rezaba y se dejaban ofrendas a los espíritus mayores de los bosques. Sylwester se ofreció a enseñárselo y Nadja, sonriente, se cogió de su brazo y se encaminaron hacia allí. A medio camino, Nadja le pidió que le contara la historia del Templo y a qué espíritus estaba dedicado.

—Será muy parecida a la del Templo de Vojotla y se adorará a los mismos espíritus.

—Tú cuéntamela y ya te diré si se parece o no. Quiero oírla de tus labios.

—El templo se construyó hace trescientos quince años. Luzjda no era más que un campamento fortificado donde se refugiaban los cazadores y campesinos cuando los demonios atacaban. El espíritu más venerado, el primero al que se le creó una capilla,  fue Kwrolas. Cien años después, se creó una capilla para Kwrolwrjzeka, para agradecerle que Luzjda se salvara de unas inundaciones. Hace cuarenta y cinco años, se improvisó una capilla para Duswzybior, pero costó tres años que las cosechas volvieran a ser buenas.

—No conozco a ninguno de esos espíritus. Solo le rezo a Bógwojna , como mi padre.

—¿Bógwojna? ¿El dios de la guerra?

—Ese mismo.

Sylwester la miró extrañado. No conocía a todas las tribus cawkeníes que moraban fuera de la Confederación, pero dudaba que alguna de ellas tuviera dioses.

—Es muy raro. Los nombres de los espíritus siempre empiezan por Kwro, Duj o Dusz. ¿No será Kwrowojna?

—Tienes que viajar más, tesoro —dijo Nadja, nerviosa, y se rio a carcajadas—. ¿Qué hacen esos espíritus? ¿Se os aparecen?

Sylwester se detuvo y miró a Nadja, que se rio de nuevo con nerviosismo.

—Yo… no soy muy religiosa, Sylwester. Lo siento si te he ofendido.

—No me ofendes —respondió Sylwester, quien tiró suavemente de ella para que volvieran a caminar.

—Solo quería saber si los espíritus de Luzjda son como los dioses austanos. Perdóname.

—No me he enfadado. Los espíritus nos ayudan desde su propio mundo, oyen nuestras plegarias y agradecen nuestras ofrendas, pero ni ellos ni los seres que los sirven se muestran nunca. Supongo que igual que los dioses austanos.

—Para nada. Los dioses austanos están muy presentes. —Nadja suspiró y bajó la vista—. Yo he visto ángeles varias veces. Son monstruos recubiertos de metal, de tres metros de altura, que blanden espadas enormes, pueden invocar al fuego y hacer cosas mucho peores. Si ves uno, huye lo más rápido que puedas.

—¿Te ríes de mí?

Pero la seriedad y la tristeza que inundaron la mirada de Nadja lo hicieron arrepentirse de su pregunta. La chica le dedicó una sonrisa apenada y le suplicó que cambiaran de tema. Sylwester se pasó el camino hasta el Templo de Laszlota preguntándose qué escondía Nadja. No era común entre las familias de los militares acompañarlos en sus viajes. Quizá los comerciantes y los diplomáticos se hicieran acompañar de sus familias, pero no los militares. Nadja ignoraba cosas tan elementales que parecía extranjera, pero su acento era cawkení puro. Le extrañaba aún más la visión que tenía de los ángeles, que él consideraba seres poderosos, pero benéficos. Casi llegados a su destino, pensó que esos misterios hacían más interesante a su nueva amiga.

Los escasos recelos que le habían causado aquella conversación se esfumaron cuando comprobó el arrobamiento con que Nadja contempló el Templo. Le rogó que se lo enseñara todo y entraron.

El edificio era un recinto enorme de madera, con la parte inferior de las paredes exteriores de piedra. La planta era rectangular y el techo a dos aguas, desde dentro, consistía en una sucesión de vigas de madera inclinadas que se unían en sus lados superiores, que estaban redondeadas en la parte inferior para formar arcos. Colgadas del techo por la zona central, alejadas de la madera, había seis lámparas de aceite enormes que iluminaban de manera perpetua el recinto porque su superficie superior reflejaba la luz. Nadja se maravilló cuando Sylwester le explicó que las lámparas podían descender hasta quedar a cinco metros del suelo, gracias a unas cadenas ocultas en algunas de las vigas, y que se rellenaban con unos recipientes sujetos por dos pértigas que los monjes que cuidaban del recinto sabían manejar a la perfección.

Las capillas de cada uno de tres espíritus principales se hallaban alineadas, separadas unas de otras, en la línea central del edificio. Su amiga, entusiasmada, le preguntaba por los significados de los símbolos de cada capilla, qué representaban las estatuas, por qué había velas rojas en la capilla de Duswzybior, blancas en la de Kwrolwrjzeka y ninguna en la de Kwrolas. Le explicó que Kwrolas era el espíritu que gobernaba los bosques y que no soportaba el fuego, ni siquiera el inofensivo de las velas. Sylwester sacó unas monedas.

—Reza conmigo y haré una ofrenda en nombre de los dos. Kwrolas es el espíritu al que más conectado me siento.

—Ni siquiera había oído hablar de él. Mejor te espero fuera. No tardes.

Sylwester la vio alejarse con cierta tristeza, depositó las monedas en la vasija enorme decorada con imágenes de encinas, robles y hayas usada para tal fin y se arrodilló para pronunciar un par de oraciones. Cuando salió Nadja lo recibió con una sonrisa radiante. Regresaron a la plaza donde siempre se veían y se despidieron hasta la tarde siguiente.

*


Sylwester se despertó al despuntar el alba, como tenía por costumbre. Pudo comer algo antes de irse, ya que tenía tiempo de sobra para acudir a la Casa del Consejo. Salió de casa desarmado y contento de no tener que cargar con la coraza.

Lo hicieron esperar media hora en la misma sala donde aguardó dos días antes. Al fin, un hechicero lo hizo pasar a otra estancia con una mesa, dos taburetes y una estantería llena de libros. Sylwester le contó las dos pesadillas que había tenido, todo lo acontecido durante la batida en que hallaron el artefacto y lo que habló con Justyna. El hombre lo escuchó en silencio y, cuando hubo terminado, lo miró unos instantes.

—Son simples pesadillas producidas por la tensión de aquel encuentro.

—Discúlpeme, pero eran muy reales. Nunca he tenido pesadillas semejantes.

—Nunca te habías encontrado con un gran demonio.

Sylwester calló un instante. Inspiró hondo, buscando una réplica adecuada, sin lograrlo.

—Le pido un favor. ¿Podría contarle a Justyna los sueños que he tenido? A lo mejor, ella, en su sabiduría…

—Se lo contaré muchacho. Descansa y todo mejorará.

El hechicero había sido amable, pero Sylwester sintió que no había hecho ningún caso de lo que le había dicho. Decidió seguir su consejo: en todo caso, no tenía más alternativas. No le iban a conceder a un simple miliciano una audiencia con Justyna para que le contara unas pesadillas. Algo más animado, se encaminó a casa de Laska. Al no verla en la calle, llamó a la puerta y le abrió su madre. Hubo de esperar un rato, ya que su amada estaba terminando de ordenar la despensa y tuvo que arreglarse después, pero pudieron dar un paseo agradable bordeando el exterior de la empalizada de la ciudad. Le llamó la atención el interés de Laska por saber más de Nadja. Pareció alegrarse cuando supo que la chica no vivía en Luzjda. Cuando se despidieron, Laska le dijo que fuera a buscarla dentro de tres o cuatro días y que, si tenía tiempo libre, se verían.

La cita con Nadja fue tan agradable como todas las demás. Terminaron en una taberna, bebiendo cerveza y riendo mucho. Sylwester se acostó aquella noche feliz por dos motivos: había estado, por primera vez, con dos chicas en un mismo día, y la actitud de Laska le había hecho ilusionarse con que a ella le importaba. Sabía lo que le diría Agnieszka: que Laska actuaba así por orgullo, que le molestaba que Sylwester le estuviera haciendo más caso a otra chica y quería asegurarse de que él seguía interesado. Estaba convencido de que no era así, de que, poco a poco, iba conquistando a Laska.

En realidad, pensó que le gustaría ser novio de las dos, aunque eso fuera impensable. Laska tenía un carácter más dulce y una actitud más convencional que Nadja, pero esta era un poco más guapa y más divertida.

*


Los siguientes tres días fueron rutinarios. La paz había vuelto a Luzjda y sus tres jornadas como miliciano consistieron en rodear la ciudad visitando granjas. Lo más peligroso que hicieron  fue levantar unos troncos que una vaca revoltosa había tirado. Todas las tardes se paseaba por la ciudad con Nadja, satisfaciendo la curiosidad de su amiga, a la que cada vez veía más guapa.

Por eso, cuando, en mitad de la noche, los cuernos de alarma lo arrancaron del sueño, el corazón se le desbocó por la sorpresa.

20 agosto 2022

[El viaje de Sylwester] Línea principal V

  EL ARTEFACTO V

(Actualidad: año 252 de la Confederación)

 

 

Sylwester hubiera preferido aquella tarde, una vez limpias la coraza y el hacha, tumbarse en la cama hasta la hora de cenar, pero se dejó convencer por su madre para ir a comprar una hogaza de pan. Se consoló pensando en que la tienda del panadero quedaba muy lejos de la casa de Laska.

Empezaba a atardecer y las calles no estaban tan concurridas como en las primeras horas del día. Los jornaleros que vivían en los barrios más humildes ya habrían regresado a sus hogares y solo salían a aquellas horas los niños con más energías, algunas parejas de enamorados y algún despistado que iba a hacer compras de última hora. Recordó que, si las cosas hubieran sido de otra manera, quizá estaría recorriendo aquellas calles con Laska, y aquel pensamiento lo apenaba.

Sylwester entró en una plaza pequeña en la que varios niños jugaban a pelearse con palos de madera. Al mirarlos, recordó que tenía que lograr que lo recibiera algún mago para contarle lo de su sueño. Ambas cosas lo distrajeron lo suficiente como para que no viera que alguien se le había echado encima hasta que chocaron.

Una mujer joven se había sujetado a sus hombros, como si estuviera a punto de caerse. Tuvo que abrazarla para impedir que acabara en el suelo. Su tacto le pareció cálido y agradable, sentimiento del que se avergonzó porque la chica se quejaba de dolor. Notó que perdía pie, pero la abrazó más fuerte.

—No me sueltes, por favor —dijo la chica.

—¿Qué te pasa?

—Me duele mucho. Creo que me he torcido un tobillo. ¡Ay! Ayúdame.

Dejó que la extraña le pasara un brazo por los hombros y la sujetó con firmeza de la cintura. Solo medía unos cinco centímetros menos que él. De esa forma, la joven cojeó hasta un poyo de madera, un tablón enorme que había en una pared. Para Sylwester fue una experiencia extraña. Alguna vez había ayudado de esa forma a un compañero lastimado, pero nunca había sujetado así a una mujer y le resultó diferente. La curva suave de su cintura, más pronunciada que la de un hombre, le pareció atractiva, sin saber el motivo. Y a diferencia de cuando acarreaba a un miliciano, su tacto le parecía cálido y suave.

Había una anciana vestida de gris oscuro y con el cabello cubierto por un pañuelo negro que los miró con desconfianza. La chica no le hizo caso y le dio las gracias a Sylwester para, a continuación, avergonzarlo. Se quitó la sandalia del pie izquierdo, con un gemido ahogado, se levantó la falda hasta la rodilla y se desabrochó la calza de color rojo claro de la parte inferior del muslo. Cuando se la bajó y se la quitó con cuidado, Sylwester sintió que se ruborizaba y la anciana se levantó y se marchó, indignada. La chica la miró un instante.

—Vieja estúpida —dijo en voz baja y lo miró—. Me he lastimado la pierna, no tenía por qué enfadarse.

Sylwester le dio la razón con un gesto de la cabeza y la miró, inquieto, frotarse el tobillo. Solo se trataba de una pantorrilla, pero nunca le había visto las piernas a ninguna chica, ni siquiera a Agnieszka. Le pareció preciosa, para su sorpresa.

—¿Puedes moverlo? —acertó a preguntar Sylwester.

—Sí y apenas me duele. ¿Crees que se me pasará?

—Puede ser, pero si quieres te llevo a ver a un curandero.

—Espera, deja que descanse un poco. Si no puedo andar, me llevas adonde quieras.

La chica le sonrió. Era muy atractiva. Tenía el cabello rubio oscuro y ondulado, y los ojos marrones muy claros, tanto que parecían dorados. Eran muy llamativos.

—Lo siento. Me acerqué para hacerte una pregunta, no para caerme encima de ti, pero pisé mal. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Nadja.

—Sylwester.

—Gracias por sujetarme, Sylwester. Tienes los brazos muy fuertes, ¿eres un guerrero?

—Bueno… sirvo en la milicia.

—¡Eso es maravilloso! —dijo Nadja abriendo mucho los ojos—. Me gustan los milicianos. Son muy valientes.

Sylwester, halagado, le dio las gracias y Nadja le pidió que se sentara a su lado. La joven mantenía la pantorrilla al descubierto y, de vez en cuando, se frotaba el tobillo y movía el pie. Para no seguir con la vista fija en su pierna, la miró a la mejilla.

—¿Vives en Luzjda?

—No, soy de Vojotla. Mi padre es un oficial del ejército y hemos venido porque dicen que una partida de milicianos muy valientes luchó contra un demonio enorme y sus muertos vivientes y rescató un antiguo artefacto de gran poder.

—No fue exactamente…

Sylwester se arrepintió de sus palabras, pero la expresión maravillada de Nadja lo tranquilizó.

—¿Estuviste allí? —Cuando Sylwester asintió, la chica se rio. Descubrió que le encantaba su risa—. ¡Qué afortunada soy! Tenía muchas ganas de hablar con uno de vosotros. Me encantaría conocer al más valiente de todos, al único que puede tocar el artefacto.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Todos los oficiales de Vojotla lo saben. Seguramente habrás oído decir que van a enviar un destacamento a Luzjda para custodiar el artefacto.

—No lo había oído.

—¿No? Bueno, si oyes rumores, me avisas. Otra cosa, ¿podrías presentarme a tu compañero, al que puede tocar el artefacto? Tiene que ser un hombre muy valiente.

Sylwester no podía negarle nada a una muchacha con unos ojos y una sonrisa como las de Nadja, así que bajó la vista con una leve sonrisa.

—No hace falta. Soy yo.

Nadja dio un gritito de alegría y casi consiguió que se ruborizara cuando le dio un abrazo.

—¿Cómo puedo tener tanta suerte? Por favor, cuéntamelo todo. ¿Cómo lo encontrasteis, cómo fue el combate?

Sylwester se lo contó todo con el máximo detalle posible. Nadja se mostraba maravillada, radiante. Tan entusiasmada parecía que dejó de frotarse el tobillo.

—¿Y cómo es ese artefacto? —le preguntó cuando hubo terminado su relato.

—Tiene la longitud de la palma de mi mano y la anchura de mi pulgar. Es negro, duro y muy liso, pero demasiado ligero para ser de metal macizo.

—¿Qué sientes cuando lo tocas?

—Nada.

—¿Y no has notado nada raro desde entonces?

—Eres muy curiosa —dijo Sylwester, con una sonrisa.

—Tengo mucha curiosidad. Por favor, por favor —dijo y lo volvió a encandilar cuando le puso una mano en la mejilla—, dime, ¿qué has notado?

—Tuve un sueño… una pesadilla.

Nadja le rogó que se la contara, pero una vez que se la hubo relatado, se rio e hizo un gesto con la mano.

—No le des importancia. Es una pesadilla tonta. No se la cuentes a nadie, que pensarán que estás asustado y tú eres demasiado valiente como para eso.

Sylwester optó por callar. Quizá la chica tuviera razón, pero no se iba a quedar tranquilo hasta que un mago le dijera que sus sueños no tenían importancia. Como empezaba a oscurecer, Sylwester se puso en pie.

—Me ha gustado hablar contigo, pero he de irme. Tengo que comprar pan.

—¿Puedo ir contigo? Por favor, por favor, ya no me duele el tobillo.

Sylwester no vio motivos para rechazarla, aparte de que tampoco deseaba despedirse de una chica tan atractiva y simpática. Así que esperó a que se pusiera y anudara la calza, se ajustara la sandalia y se pusiera en pie. Abandonaron la plaza con ella pasándole un brazo por los hombros y él sujetándola de la cintura porque ella le pidió que la ayudara a caminar, para no forzar el tobillo lastimado.

La tienda del panadero estaba cerca de allí y, por suerte, Nadja se recuperó con rapidez: cuando se detuvieron en el tenderete, la chica ya no necesitaba apoyarse para caminar. Tolek, el panadero, lo sorprendió mirando con desconfianza a Nadja. Sylwester le pidió una hogaza y cuando iba a entregarle el dinero, cruzó una nueva mirada con la chica, que se limitaba a sonreírle.

—¿Quién es esa?

—Soy Nadja. Encantada de conocerle.

Sylwester se sintió confundido al comprobar que Tolek hizo caso omiso de Nadja y lo miró muy serio. Tanto que se sintió obligado a responder.

—Es una chica de Vojotla. Se lastimó una pierna y la estoy ayudando.

—Pues anda con cuidado —concluyó Tolek, quien dejó de mirarlos.

Cuando se marcharon, Sylwester seguía sin entender la actitud de Tolek, un hombre muy afable de ordinario.

—No te preocupes —dijo Nadja—, a veces me pasa. Incluso en Vojotla hay algunas tabernas donde no puedo entrar sola. Pero en tierras de los austanos… allí es terrible. He ido un par de veces a Gudeña, y para hacer compras tranquila tengo que ir con un guerrero, si no, todo son malas caras o, bien, todo se les ha acabado.

—No deberían tratarte así. Eres muy agradable.

—¡Oh, gracias! Son supersticiones tontas, no hagas caso. Pero —y Nadja le detuvo parándose delante de él—, dime, ¿es que soy demasiado guapa? ¿Qué piensas?

Sylwester la miró a los ojos tan bellos e inusuales que tenía. Admiró las líneas de su rostro, la forma de sus labios.

—Eres muy guapa y muy simpática.

—¿Pero tan guapa como para parecer endemoniada? —preguntó, con un gesto de tristeza.

Sylwester se quedó un instante callado, un tiempo que terminó cuando Nadja se rio.

—Gracias, Sylwester. Soy muy mala, pero solo bromeaba. Si me decías que soy demasiado guapa, me estarías llamando demonio, pero si me decías que no lo soy tanto, me estarías llamando fea. Perdona, era una broma.

Lo besó en la mejilla y Sylwester sintió un cosquilleo y muchas ganas de que lo hiciera otra vez. Nadja se pasó hablando todo el tiempo hasta volver a la plaza en la que se habían conocido. Le preguntaba sobre él, su familia, su casa… Poco antes de salir de la plaza, se detuvo.

—Debo irme ya —dijo Nadja.

—¿Te acompaño a tu casa?

—Eres un encanto, pero mejor que no. Si mi padre te ve acompañarme a casa es capaz de enviar a dos soldados a interrogarte. Pero me gustaría verte de nuevo. ¿Podrías mañana, en el mismo sitio donde te atropellé? Te prometo no echarme encima de ti otra vez.

—Claro.

—Pero ¿podría ser más temprano? Quiero que me lleves a conocer Luzjda.

Al final se citaron una hora antes del momento en que se encontraron. Nadja se despidió muy alegre y lo decepcionó un instante cuando se marchó sin besarlo otra vez, pero fue solo un momento. Ya se había alejado unos metros cuando Nadja se volvió con una sonrisa, se besó la palma de la mano y sopló para enviarle un beso. Sylwester la miró alejarse hasta que desapareció tras una esquina y se dio cuenta de algo interesante: mientras había estado con ella, no había pensado en Laska ni un momento.

* * * * *


El recuerdo de Nadja y la ilusión de verla de nuevo al día siguiente se vieron perturbados por una nueva pesadilla. Se vio frente a la Casa del Consejo, que no tenía el aspecto acostumbrado. Estaba destrozada y salían columnas de humo. Lo peor eran los cientos de cadáveres de soldados que yacían en la plaza amplia a la que daba la puerta principal del edificio. El ambiente de soledad y muerte angustiaba a Sylwester. Oyó pasos a su derecha y la misma muchacha de piel tostada de su anterior pesadilla se detuvo junto a él.

—Te dije que avisaras —dijo la joven—, que volverme a encerrar tendría consecuencias desastrosas y no me hiciste caso. Esto es culpa tuya. Disfruta de lo que has conseguido.

Era noche cerrada cuando Sylwester se despertó por culpa de la pesadilla, con el corazón desbocado y sintiendo que le faltaba el aire. Habría ido en aquel momento a aporrear la puerta de la Casa del Consejo si aquello hubiera servido de algo.

Le costó conciliar el sueño y se despertó lo bastante tarde como para tener tiempo solo de asearse y salir a toda prisa a la puerta sur de la ciudad. Se habían producido problemas, de nuevo, debido a la presencia de homúnculos y vampiros de árboles, así que habían reorganizado a los milicianos y a Sylwester le toco un oficial que no lo conocía y que no pareció estimarlo de confianza. Lo pusieron junto a un grupo de cuatro muchachos de apenas dieciséis años. Acompañaban a una compañía de guerreros más curtidos y realizaron una batida por el bosque de alcornoques situado hacia el noroeste de Luzjda. Su misión era seguir en formación a sus compañeros y, a la orden del oficial, disparar con arco para acosar al enemigo mientras los veteranos cargaban contra ellos.

Fue un día agotador y aburrido, ya que cubrieron una distancia considerable y solo pudo disparar dos veces, ambas contra grupos reducidos de vampiros de árboles. Poco antes del almuerzo, habían interceptado a un grupo de vampiros de árboles. Los cinco dispararon y Sylwester fue el que realizó el peor tiro. Uno de sus compañeros mató a un monstruo de un flechazo afortunado en un ojo y otro hirió a un segundo enemigo. A punto de acabar la batida, se volvieron a hallar a otro grupo de vampiros, este de solo tres individuos. El disparo de Sylwester fue aún peor, pero ninguno de sus compañeros acertó. En ningún caso, los enemigos fueron rival para los milicianos más expertos que cargaron contra ellos.

A pesar del cansancio, se sintió animado por su cita con Nadja. No se lo ocultó a sus padres ni a sus hermanos. Estos últimos se burlaron de él y le preguntaron que si ya se había olvidado de Laska. Mientras recorría las calles hacia la plaza donde se había citado con ella, reconoció que aún seguía sintiendo algo por Laska, pero Nadja parecía haberla desplazado en su corazón.

Cuando se detuvo cerca de la fuente y Nadja se levantó para aproximarse, se quedó deslumbrado. Llevaba una falda roja oscura y un corpiño negro, con adornos grises en los bordes. El corpiño iba abierto por delante, unido por cordones y dejaba al descubierto una camisa blanca de mangas largas con escote. Llevaba una corona de margaritas en el cabello y estaba preciosa. Nadja lo besó en la mejilla y le sonrió.

—Las margaritas las he recogido esta mañana. ¿Estoy guapa?

—Mucho.

Nadja le enlazó el brazo izquierdo con el suyo y le sonrió. A Sylwester se le fue la mirada a los ojos y a los labios de la muchacha.

—Cuando alguien me cae muy bien, me gusta ir cogida de su brazo. ¿No te importa?

Sylwester respondió que no y caminaron un trecho corto.

—Me gustaría conocer la parte alta de la ciudad, la que está rodeada por la muralla de piedra. Llévame a la Casa del Consejo, ¿te gustaría?

—De acuerdo, pero ¿no la has visto ya? Tu padre es del ejército.

—Sí, pero a mí no me lleva. Son cosas de hombres, dice el muy tonto. Y no quiero ir sola por si los guardias sospechan de mí por ser guapa. Si voy contigo, no me dirán nada. Por favor.

Sylwester asintió y recorrieron una de las calles principales, que describía una cuesta suave, hasta llegar al arco, aún sin puerta, que se abría en la muralla de piedra en construcción.

Aquella parte de la ciudad era la más rica, y había unos pocos edificios de piedra, principalmente, torres. Las casas de madera eran grandes y estaban bien adornadas. Nadja no paraba de charlar, y su voz y su presencia le hacían olvidarse de Laska y de sus otros problemas, hasta que tuvieron la mala fortuna de cruzarse con Bazyli, que debía de venir de la Casa del Consejo.

—¿Quién es esa belleza? —le preguntó Bazyli a modo de saludo.

—Me llamo Nadja, encantada. ¿Eres compañero de Sylwester?

—No, yo soy un soldado de verdad y él un simple miliciano. Me llamo Bazyli. Nunca te había visto por aquí.

—Porque soy de Vojotla. Y no digas eso de Sylwester, que es muy valiente.

—No lo discuto. A ver si nos encontramos de nuevo, Nadja. Pasadlo bien.

Sylwester se había molestado, pero logró ocultarlo con su silencio. Agradeció que Nadja hubiera hablado por él. Se sintió celoso, pero esta vez por la idea de que Nadja se olvidara de él para dejarse engatusar por Bazyli. ¿Por qué aquel individuo se empeñaba en quitarle todas las chicas a las que conocía?

—Qué imbécil ese Bazyli. Espero no volver a verlo.

Aquella frase de Nadja le alegró tanto que fue, para él, lo mejor que le había pasado en varios días. No tardaron en llegar a la zona abierta a la que daba la fachada de la Casa del Consejo. Nadja miró el edificio, arrobada.

—Es maravilloso, Sylwester. Qué grande es, qué bonitos los colores, la decoración, los símbolos…

Solo pudo compartir la alegría de la muchacha un instante. Recordó la pesadilla y vio aquella zona llena de cadáveres y el edificio pasto de las llamas. Su abatimiento fue lo bastante grave como para que Nadja le preguntara qué le sucedía. Le contó la pesadilla, pero ella le quitó importancia, en tono jocoso.

—Esa pesadilla tuya sería un sueño maravilloso para un demonio. Imagínate: si destruyeran la Casa del Consejo significaría que toda Luzjda habría caído. No te habrán endemoniado, ¿no?

—¡Claro que no! ¿Cómo puedes…? —gritó Sylwester, pero se calló al comprobar que Nadja se reía.

—Lo que he dicho es estúpido, ¿verdad? Pues más estúpido es que te preocupes por unas pesadillas idiotas. Anda, acerquémonos.

Sylwester se sentía molesto porque Nadja no hiciera caso de unas pesadillas que lo tenían tan preocupado, pero no quiso decir nada. La muchacha tiró de él para hacerlo recorrer el contorno del edificio, que era bastante grande.

—Qué sitio tan impresionante —dijo Nadja cuando regresaron a la plaza, tras haber recorrido todo el perímetro—. Así que ahí tienen guardado el artefacto. A saber en qué habitación estará.

—No está aquí —dijo Sylwester.

Nadja se soltó y se encaró con él.

—¿Cómo que no? ¿Y dónde está?

—Lo llevé a casa de Justyna.

—¿Y está muy lejos? ¿Podrías llevarme? —le preguntó con una sonrisa preciosa y un brillo de súplica en la mirada imposible de resistir.

Volvió a cogerlo del brazo y recorrieron el mismo camino que anduvo Sylwester unos días antes, con el artefacto en la mano. Una vez en casa de Justyna, repitieron el paseo por todo su contorno. Una vez que habían regresado a la fachada principal, notó que Nadja inspiraba hondo y se llevó un instante una mano a la frente.

—No me extraña que hayan escondido el artefacto aquí. Es un sitio horrible.

—No te entiendo.

—Deben de ser los hechizos que la protegen o… —Nadja lo miró, con lo ojos muy abiertos—. O puede que haya demonios maldiciendo este sitio. Siempre he sido muy sensible a esas cosas. Vámonos, por favor.

Las palabras de la muchacha convencieron a Sylwester de que tenía que contarle a alguien experto sus pesadillas. Cogido del brazo de Nadja, se apresuró todo lo que pudo sin obligarla a forzar el paso. No obstante, la chica le pidió, extrañada, que no corriera tanto y lo miró.

—¿Adónde me llevas?

—A la Casa del Consejo. Voy a pedir audiencia para contarle a alguien mis pesadillas. Lo que me has dicho antes me ha preocupado mucho. Soy el único que puede tocar el artefacto, quizá un demonio esté intentando controlarme mientras duermo.

—¡No seas tonto! —gritó Nadja mientras se soltaba de un tirón—.  ¡Si un demonio quisiera controlarte haría cosas mucho peores que provocarte pesadillas estúpidas!

Sylwester la miró tan atónito como dos chicas que venían detrás de ellos y se apresuraron para rebasarlos. Por fortuna, aquella parte de la ciudad no solía estar concurrida a aquellas horas.

—No quiero pasarme horas dentro de ese edificio horrible por culpa de una tontería. Quiero que me enseñes la ciudad, por favor.

—No estaremos allí mucho tiempo. Pediré una audiencia para mañana y luego te llevo adonde quieras.

—¡Eres un idiota! Ve a donde quieras, pero irás solo.

Nadja cruzó los brazos bajo el pecho, lo que resaltó la figura tan atractiva que tenía, y volvió el rostro hacia su derecha. Sylwester suspiró y tras responder un escueto “de acuerdo”, se encaminó hacia la Casa del Consejo. Solo había recorrido unos diez metros cuando sintió que le tocaban el hombro.

—Perdóname, Sylwester. Me he portado como una niña caprichosa, pero es que lo estaba pasando tan bien… quería estar contigo toda la tarde y me pone triste que tengamos que despedirnos tan pronto. Si es tan importante para ti, pide esa audiencia y nos vemos otro día.

—Acompáñame. Será solo un rato y pasearemos juntos hasta que anochezca.

—No voy a desperdiciar una tarde como esta en un sitio tan horrible. Seguro que te tienen ahí un buen rato. Pasearé sola y te echaré de menos hasta mañana. ¿Nos vemos en el mismo sitio y a la misma hora?

—Claro que sí.

Sylwester se sentía tan feliz de que Nadja fuera lo bastante comprensiva como para hacer aquel pequeño sacrificio que hizo el ademán de abrazarla. La muchacha le sonrió.

—Puedes abrazarme, tonto.

Se abrazaron y Sylwester disfrutó otra vez de la calidez de su tacto. Cuando se separaron, Nadja volvió a producirle un cosquilleo al besarlo en la mejilla y se despidió mientras se marchaba, agitando una mano en un gesto discreto.

Sylwester se encaminó a la Casa del Consejo, muy alegre. Sin embargo, Nadja tenía razón. El funcionario que lo atendió fue bastante seco y le pidió que esperara en una sala. Lo hicieron estar allí más de una hora, solo para darle un documento que debería presentar a su oficial. En él, se lo convocaba a media mañana en la Casa del Consejo dentro de dos días. Cuando salió, oscurecía y se lamentó de haber desperdiciado una tarde que podría haber pasado con Nadja.

08 agosto 2022

[El viaje de Sylwester] Los capitulos de mi reto bien ordenados.

 Como seguir la historia en mi blog es un poco complicado, voy a dedicar unos minutos a crear esta entrada donde pongo todos los capítulos en orden. Como ejercicio para mí, incluiré una línea o dos acerca del contenido que os podréis encontrar. La presentación de la historia la podéis encontrar aquí:

Presentación del reto.

Y aquí están los capítulos, en su orden de publicación (que a lo mejor no será el orden definitivo cuando cree el borrador definitivo de la historia). Como veréis, muchos de ellos son autoconclusivos. Lo suyo es leerlos según el orden de más abajo, pero, por ejemplo, Marta I y Marta II se pueden leer de manera independiente, sabiendo que Marta I va a explicar cosas que en Marta II se darán por sabidas.

Katarzyna I Katarzyna es una niña cawkení que sueña con convertirse en una gran guerrera. Tiene cualidades: es muy fuerte y rápida. Por desgracia, un monstruo con ojos de serpiente se cruzará en su camino.

Marta I Marta es una campesina austana. Es dulce y cariñosa, aunque muchos de sus vecinos le dan de lado por ser demasiado guapa. De hecho, un demonio la maldijo en su niñez, aunque nunca habia manifestado efecto alguno. Un mal día, su maldición se revela.

El Artefacto IEl Artefacto II y El Artefacto III (NOTA: estos tres capítulos son una misma hitoria dividida en tres partes). Sylwester es un joven miliciano cawkení que vive en Luzjda. Un muchacho de lo más corriente. Durante una batida para cazar vampiros de árboles, tienen un encuentro aterrador y han de librar un combate para el que un grupo de muchachos no está preparado. Por fortuna, contaban con un jefe experto y capaz y un mago, pero sucederá algo que cambiará la vida de Sylwester.

Katarzyna II Han pasado muchos años desde que los sueños de Katarzyna se truncaron. Ahora es una mujer que se esconde detrás de un casco, un coselete con aspecto de brigantina y una espada ropera. Vive en Gudeña y malvive como vigilante o guardaespaldas y realizando otros trabajos que requieran alguien capaz de usar armas. Un día, contactan con su socio para encargarle una tarea sencilla en apariencia. Pero esa misión no es lo que parece.

Mähra I y Mähra II. Mähra es un demonio con ojos de serpiente. Lo único que le queda es un odio mortal hacia la humanidad. Para sus iguales es una diablesa joven y de aspecto dulce, pero pocos de ellos saben la crueldad que esconde su alma. Se dedica a atormentar a los humanos bajo la protección del conde Gröndha. Un día recibe una comunicación que la llena de ilusión: han encontrado un antiguo artefacto humano y el conde necesita de sus servicios.

Marta II Ha pasado un año desde que Marta tuvo que dejarlo todo. Sobrevive con lo justo, pero sin pasar necesidad, como curandera en Gudeña. Ya no es la campesina enamoradiza que una vez fue y se ha prometido a sí misma que no amará a nadie jamás. Adaptarse a Gudeña, una ciudad cruel para quienes tienen la doble desgracia de ser pobres y guapos, le ha supuesto rodearse de una mentira que la aísla del mundo.

El artefacto IV Sylwester intenta descubrir qué significa la pesadilla que ha tenido mientras se ve obligado a realizar batidas más largas de lo habitual debido a que la presencia de seres y bestias aliadas de los demonios se ha incrementado de pronto. (NOTA: es una historia más larga que iré publicando a trozos).

El Artefacto V. Sylwester está cansado y triste porque las cosas no le van bien con la chica que le gusta. Sin embargo, una casualidad demostrará que el amor es muy caprichoso. 

El Artefacto VI Las cosas mejoran para Sylwester y para Luzjda durante unos días hasta que, de pronto, la vida apacible se verá perturbada de nuevo.

El Artefacto VII Luzjda sufre un ataque en plena noche. Sylwester se verá obligado a comabatir a un zjolik y a luchar contra otros seres con ayuda de sus compañeros. Algo de lo que sucede durante el ataque le hace sospechar de que Nadja ha desvelado, por accidente, algo que no debería. 

Mähra III. La diablesa regresa con urgencia a su país para entrevistarse con el conde Gröndha. Su intento de robar el artefacto ha fracasado, pero tiene un plan. Solo le resta convencer al conde para que la ayude.

El artefacto VIII Sylwester anhela reencontrarse con Nadja, pero la mala suerte se interpone en su camino. Cuando se reúne con sus compañeros de la milicia, varios soldados lo prenden y lo llevan a casa de Justyna, donde le encomendarán una tarea que no desea realizar.

El artefacto IX. Sylwester consigue, al fin, comunicarse con el artefacto. Este les pide que lo lleven a una ciudad que no se esperaban, pero Justyna confía en la sabiduría del artefacto y organizan el viaje. Todo parece ir bien hasta que tienen un encuentro poco agradable.

Iré actualizando esta entrada. Espero que os guste lo que leais.

31 julio 2022

[El viaje de Sylwester] Línea principal IV

 EL ARTEFACTO IV

(Actualidad: año 252 de la Confederación)



Sylwester se levantó una hora más temprano de lo que debía. Aún no había amanecido y hubo de encender una vela para hacerse con algo de pan y queso para desayunar. No solía hacerlo: acostumbraba esperar al almuerzo, pero se había despertado con ganas de tomar algo y se sentía nervioso. Mientras acompañaba la comida de un poco de cerveza, pensaba en cómo iba a explicarles a los magos de la ciudad la visión que había tenido para que se convencieran de que no era una mera pesadilla.

Salió de casa cuando empezaba a clarear. Se arrepintió al principio de no haberse llevado una lámpara, pero como tendría que ir directamente al punto de reunión con el resto de la milicia, no habría podido dejarla en casa. De hecho, tener que cargar con armadura y escudo, dificultó su camino. Al llegar a la calle ancha en la que desembocaba aquella donde vivía, tropezó con una piedra y cayó al suelo. No se hizo daño, pero organizó tal escándalo que oyó abrirse un par de ventanas y se sintió tan avergonzado que se levantó con dificultad y se alejó de allí a grandes trancos.

Por suerte, la claridad creciente de la mañana le facilitó el trayecto y no hubo más percances. Cuando se detuvo frente a la puerta de la Casa del Consejo,  se la encontró cerrada y ni siquiera había guardias. En realidad, no había pensado en que carecía de sentido que aquel edificio abriera tan temprano. Para cuestiones urgentes que acontecieran de noche, se podía acudir a los centinelas de la empalizada o a alguno de los cuarteles de la milicia. Nadie solía necesitar que los recibiera un alto cargo o un hechicero nada más salir el sol. Pero Sylwester necesitaba contarle a algún experto la pesadilla que había tenido. Así que se sentó de espaldas a la puerta, como si fuera un pedigüeño.

El tiempo pasó despacio. El sol había salido del todo y las únicas personas a las que había visto eran un par de labriegos que lo miraron con curiosidad. Se desesperó porque no podría esperar mucho más tiempo. Debía reunirse en la puerta sur con sus compañeros de la milicia una hora después del amanecer y solo tendría permiso para no acudir si algún oficial aceptaba recibirlo.

Al fin, llegaron dos soldados que venían precedidos por un funcionario. Se detuvieron frente a él, y el funcionario lo miró con curiosidad. Sylwester se puso en pie y, con toda cortesía, le pidió audiencia con algún oficial o algún hechicero.

—Tendrás que volver otro día —dijo el hombre, que introdujo una llave enorme en la cerradura—. Esta noche ha sido movida y se va a hacer una batida por las afueras. Si fuera tú, iría a reunirme con tus compañeros.

—Es muy urgente. He tenido una pesadilla muy extraña… —Sylwester se calló, al ser consciente de lo ridículas que sonaban sus palabras.

—Si en un día normal no te harían caso, hoy menos. Ve con tus camaradas.

Sylwester se marchó frustrado, pero consciente de que el hombre tenía razón. Mientras recorría las calles, mucho más llenas de gente, se desvió para pasar por delante de la casa de Laska. La última vez que habían hablado, tres días atrás, la notó triste y le propuso dar un paseo por los alrededores de Luzjda. Le ilusionó que le hubiera dicho que le encantaría. No habían quedado en nada concreto, pero aquella mañana se sintió con valor para proponerle dar el paseo por la tarde, una vez acabado su servicio.

Sus esperanzas se convirtieron en decepción cuando, justo al entrar en la pequeña plaza que daba a la calle donde vivía Laska, se encontró que la chica y Bazyli conversaban sentados en el murete de la fuente que había en el centro. Lo único bueno fue que Bazyli estaba vuelto hacia Laska y ella le escuchaba con la vista baja; por tanto, no lo vieron y Sylwester pudo dar media vuelta sin pasar la vergüenza de saludarla mientras hablaba con su rival.

Sintió que le invadían los celos. La expresión que le había visto a Laska indicaba que su tristeza se debía a haber discutido con Bazyli y, en esos momentos, se estaban reconciliando, justo antes de que su rival tuviera que participar en la batida. Sylwester se sintió irritado al principio, pero cuando llegó a la puerta sur, su rabia se había convertido en tristeza y apatía.

Se apenó más cuando supo que no los mandaría Stanislaw en aquella ocasión, y que no iba a coincidir con sus compañeros habituales, que ya habían partido para patrullar los bosques que bordeaban los cultivos. Le habría gustado, sobre todo, poder hablar con Agnieszka. El único de su partida era Piotr, quien no tardó en quedarse junto a él para que no los destinaran a grupos distintos. Como él, había llegado un poco tarde y por eso sus compañeros habían partido sin ellos.

De no haberse sentido tan mal por culpa de haber visto a Laska y Bazyli juntos, se habría frustrado al saber que su misión iba a consistir en recorrer granjas próximas a la empalizada y asegurarse de que no había visitantes indeseables. Le habría encantado recorrer los bosques junto a sus compañeros, aunque fuese un poco más arriesgado.

Las primeras cinco visitas fueron aburridas. El procedimiento que seguían era siempre el mismo. Los comandaba Dyzek, un guerrero alto y corpulento de unos treinta años. Como eran ocho milicianos en total, cuando llegaban a una granja se dividían en parejas y examinaban las viviendas, los talleres, los graneros, los establos y los campos en paralelo. Nunca hallaron nada excepto muestras, un par de veces, de huellas de homúnculos.

La sexta granja era lo bastante grande como para que los establos estuvieran separados de la vivienda de los dueños. Recorrieron un inmenso campo de trigo de camino al edificio.
 
Sylwester iba tan distraído evocando la imagen de Laska hablando con Bazyli que se sobresaltó al oír el grito de Piotr.

—¡A tu izquierda!

Sylwester se volvió, pero no reparó en lo que sucedía hasta que Piotr se le puso delante y golpeó sin fuerza un bulto, oculto en parte tras un surco lleno de tallos de trigo.

—Suerte que está muerto —dijo Piotr, tras volverse hacia él—. ¿Qué te pasa? Se te habría echado encima si hubiera estado vivo.

El bulto que había localizado su amigo eran los restos de un homúnculo, desgarrado a dentelladas. Lo más probable era que alguno de los perros de los granjeros lo hubiera atacado.

—Lo siento. Es que me ha pasado algo malo hoy.

—Bueno, pero no te distraigas, que si te hieren lo vas a pasar peor.

Llegaron a la puerta del establo y Sylwester entreabrió la puerta con cuidado mientras Piotr aguardaba a un par de metros, con el hacha y el escudo preparados. Hacia la mitad del recinto, vacío de animales, vio a un par de homúnculos, cada uno próximo a una pared. Sylwester sospechó que aquello no era casual, que los demonios habían lanzado a sus monstruos contra Luzjda para encontrar el artefacto. Le pidió a su amigo, en susurros, que mirase también y estuvieron de acuerdo en que no había más.

—¿Avisamos a los demás? —susurró Sylwester.

—Son solo dos y nos llegarán ni a las rodillas. Ataquemos.

Sylwester asintió en silencio, contaron hasta tres, abrieron la puerta y entraron dando gritos. Al principio, pareció un combate fácil aunque Sylwester seguía sin estar concentrado. Falló el golpe por muy poco y alzaba el hacha de nuevo cuando aparecieron dos homúnculos más que cargaron contra él desde el otro extremo del establo. Piotr logró atraer a uno de ellos, lo que le evitó verse enfrentado a tres.

Sylwester quiso descargar un golpe con todas sus fuerzas contra su primer rival, para evitar vérselas con dos a la vez. El mango del hacha le resbaló lo suficiente como para fallar por muy poco. Su enemigo le golpeó en la espinilla y le dejó la pierna paralizada unos instantes. Debilitado, retrocedió hasta quedar de espaldas contra una pared. Con mucho esfuerzo, logró abatir a uno de sus enemigos y contener al otro el tiempo suficiente como para que Piotr, que había hecho un combate magnífico, partiera en dos al último homúnculo.

Sylwester, dolorido, sintiendo que la coraza le pesaba el doble, jadeó mientras le decía a su amigo que estaba bien, que había sido un golpe sin importancia en la pierna, que  no se preocupara. Recordó su conversación con Agnieszka y le sonrió a su camarada.

—Has luchado muy bien.

—Gracias. Y tú estás fatal. Dime, ¿qué te pasa? No tendrá que ver con Laska, ¿no?

Sylwester, un tanto sorprendido y demasiado dolorido como para buscar excusas, asintió. La única resistencia a su intimidad que pudo oponer fue decirle que se lo contaría durante el almuerzo, que probablemente tomarían al terminar allí. Piotr aceptó y no dijo nada sobre el asunto hasta que, tras haber inspeccionado aquella granja, avanzaron medio kilómetro y se sentaron a descansar a la sombra de tres robles preciosos que crecían junto a un sendero que rodeaba la ciudad.  

Desde allí, la visión de Luzjda era espléndida: una ciudad de recios edificios de madera, edificada sobre una colina de laderas suaves y defendida por una empalizada con la altura de seis hombres. En la parte más alta de la colina, se vislumbraban las murallas de piedra, al estilo austano, que fortificaban el centro de la población y debían servir de última línea de defensa ante un asedio.

Compartieron algo de pan, queso y tocino balo la sombra de uno de los robles. Al fin, Sylwester se sintió obligado a comentarle que había visto a Bazyli y a Laska juntos.

—¿Y por eso te pones así? —preguntó incrédulo su amigo—. Media Luzjda sabe que esos dos van a acabar casados. Acéptalo.

—No tiene por qué ser así —respondió Sylwester, conteniéndose a duras penas. Echaba de menos la delicadeza que siempre mostraba Agnieszka—. Bazyli no la trata bien, no la respeta. Algún día se dará cuenta.

—¡Eso es lo que tú quisieras! No creo que la trate tan mal como dices. Laska no es idiota.

—Déjalo ya. Hablemos de otra cosa.

Sylwester volvió la cabeza y le dio un sorbo largo a su odre de vino rebajado. Sintió la mano de su amigo en el hombro.

—¿Qué tiene Laska que estás tan colado por ella?

—Tú no lo entiendes. Es especial, es guapa, es…

—¿Guapa? ¡Guapo soy yo! ¡Y tú!

Sylwester volvió a mirarlo, sin entender.

—Mira, Sylwester, si pretendes estar con una chica porque piensas que es guapísima y maravillosísima y que tú eres un pobre pardillo que no la merece, tarde o temprano te dará la razón y se buscará a otro que se sienta valioso. ¿Es que a ti te gustaría casarte con una chica que estuviera todo el día quejándose de lo fea que es y lo poco que vale?

—Yo no soy un pardillo.

—Pues actúas como si lo fueras. Mira, yo estuve tres años enamorado perdido de Irenka.

—¿La que se casó hace tres meses con…?

—Con Józef, sí.

—No tenía ni idea.

—Porque no fui tan estúpido como para dejar que se me notara —dijo Piotr y bebió un sorbo de su odre más largo del que había tomado Sylwester—. Y aún la quiero, que es peor. Pero he aprendido algo: no vale la pena. Si una chica te hace caso, y a ti te gusta, quiérela, trátala muy bien, pero no te enamores en vano de nadie. Lo único para lo que te sirve es para sufrir. Y la vida es muy corta.

Después de aquello, cambiaron de tema. Piotr le estuvo hablando de las ganas que tenían de que pasaran dos años más y pudiera viajar a la capital, Vojotla, para ingresar en el ejército tribal. Ese era el sueño de la mayoría de los milicianos, aunque solo los mejores lo lograban. Piotr entrenaba a diario y Sylwester siempre había pensado que iba a conseguirlo.

El motivo de Sylwester para haber ingresado en la milicia de Luzjda era proteger los bosques de los vampiros de árboles, y su sueño era ingresar en la guarnición de cualquiera de los fuertes de las ciudades fortificadas de la frontera norte: Zwoblot o Zwatuja, aunque no le importaría terminar aún más lejos. Los bosques del norte eran mayores y más densos y estaban más amenazados por los demonios.

Cuando terminaron de almorzar, descansaron unos minutos. Tras unos instantes de silencio, Piotr se le acercó y miró hacia una de las ramas del roble bajo el que se hallaban.

—Creo que esa alondra nos está vigilando  —susurró Piotr—. Además, no canta.

—¿Y tienes que decirlo en voz baja, para que no se entere? —preguntó Sylwester a punto de reírse.

—No quiero que sospeche.

Sylwester se rio sin hacer ruido y comprobó que Piotr tanteaba con cuidado el suelo entre ambos. Se hizo con un guijarro no más grande que su pulgar y se lo cambió de mano con disimulo. A su amigo le encantaba ahuyentar a animales inofensivos.

—Pobre alondra, no la espantes —dijo Sylweser sin convicción.

—Que se vaya a curiosear a otro sitio.

Piotr se hizo el distraído y, de pronto, le lanzó el guijarro a la alondra. Falló por medio metro, pero asustó al ave que se alejó volando.  Sylwester se volvió para poner orden en la bolsa donde guardaba el resto de la comida cuando un movimiento brusco lo hizo volverse. Vio atónito como la alondra aterrizaba a toda velocidad en el antebrazo de su amigo y le picaba en un dedo. Piotr aulló y quiso golpear al ave, pero esta ya había alzado el vuelo.

—¡Maldito bicho! —gritó Piotr—. ¡Me ha hecho sangre!

Sylwester no pudo evitarlo. Se echó a reír mientras Piotr se chupaba el índice herido y escupía la sangre. La verdad es que era difícil encontrar una alondra tan agresiva. Quizá tuviera su nido cerca, pero aquella situación era tan cómica como extraña.

—Te dije que la dejaras en paz. Si no lo hubiera visto, me sería difícil creerme lo que te ha pasado.

—Como pille a ese bicho…

Pero, a pesar de sus palabras, Piotr también se rio: el picotazo de una alondra furiosa jamás sería una herida grave.

El resto del día de servicio fue tranquilo y ni Piotr ni Sylwester tuvieron que pelear de nuevo. Cuando regresaron a Luzjda lo único que sentían era cansancio de tanto caminar con la coraza puesta.