Para celebrar que el relato de esta semana en el cuentacuentos de esta semana empezará con una frase mía, voy a ilustrar mi cuento de esta semana.
Muchas gracias por elegirla.
Todas las fotos que aparecen por aquí las he hecho yo mismo.
Una tras otra, las flores se fueron marchitando. Uno tras otro, los habitantes del pueblo se habían ido marchando a la ciudad, hasta que Juan y su nieta Marta se quedaron solos en una aldea de casas cerradas. A la mujer le resultaba extraño y muy triste pasear por las calles vacías, que en su niñez, habían tenido vida. Como todas las mañanas, llevaba la regadera metálica de su abuelo llena de agua. Como todos los días, recorría el último jardín que había creado Juan, aquel cuyas flores y plantas se habían ido secando una tras otra.
Aquella mañana, Marta comprobó con tristeza que uno de los dos últimos rosales se había muerto, así que se limitó a regar al superviviente, la única planta lozana de una tierra seca, poblada por matojos débiles. Contempló la ladera reseca, a la que le quedaba muy poca vegetación, y recordó su infancia. Le había contado su abuelo, que ya tenía noventa años, que cuando contaba tan solo con treinta, la tierra empezó a ser menos fértil. Y él lo sabía bien, porque había sido jardinero desde que era niño. Bajo los cuidados de Juan y del bisabuelo de Marta, los jardines habían conservado el esplendor durante mucho tiempo, pero el campo se fue marchitando lentamente.
Marta tenía ocho años cuando sucedió algo maravilloso. Hubo un año con un clima algo más suave de lo habitual, y aquella primavera, la ladera que ahora contemplaba se había llenado de flores, de todas las formas y colores imaginables. Hacía muchos años que no sucedía algo parecido, y todo el pueblo se pasaba días enteros mirando o paseando por la ladera. Incluso vino la televisión a informar y a llevarles las imágenes a los habitantes de las ciudades, que ya apenas venían a visitar el pueblo como antaño. El único que se había mostrado triste era su abuelo, que le había dicho:
- Cuando era niño, esto sucedía todas las primaveras.
Pero aquella fue la última vez que Marta vio el campo tan hermoso, tan engalanado. Tenía treinta y cinco años, y aquello no se había repetido. A veces nacían algunas flores sueltas, que se iban marchitando, y en los últimos tiempos, ni siquiera eso.
Sin embargo, ahora tenía un problema más inmediato. Tendría que decirle a su abuelo que sólo quedaba un rosal. Era lo único que quedaba del jardín que había hecho antes de enfermar y no poder levantarse de la cama. La pena se había apoderado de él en estos años y ella, que compartía la misma pasión por la jardinería que su abuelo, lo entendía. Le había ayudado en todos sus intentos por conseguir que volvieran las flores, y todo había sido inútil. Juan no dejaba de quejarse con amargura, recordando los tiempos en que el problema principal era arrancar las malas hierbas que crecían por doquier y amenazaban con ahogar a las plantas cultivadas. Decía que en su juventud, las plantas crecían prácticamente solas.
Un día, mientras cortaba las ramas muertas de los rosales, muy abatido, tras haber tosido un rato, le había dicho:
- Lo he intentado todo. Y da igual lo que haga, que las plantas apenas crecen.
Dejó lo que estaba haciendo, tosió durante otro rato, y le dijo:
- La naturaleza se muere, y parece que a nadie le importa. La gente se va a las ciudades, se encierran bajo sus cúpulas y se creen que pasar el día con luz artificial y comer alimentos sintéticos es vivir.
Marta no dijo nada, pero tenía razón. Aparte de por no dejarle solo y para aprender a cultivar, se había quedado con su abuelo porque le angustiaba la idea de vivir entre cientos de edificios cubiertos por una cúpula metálica que impedía que las ciudades se vieran afectadas por la lluvia o las tormentas. A ella le gustaba mirar las nubes, o contemplar el cielo estrellado por las noches, y no quería vivir encerrada.
Aquel día fue la última vez en que su abuelo tocó la tierra, o cuidó de alguna planta. A la mañana siguiente, ya no tuvo fuerzas para levantarse de la cama, y Marta tuvo la certeza de que había enfermado de pena.
Terminó de regar, dejó de evocar aquellos recuerdos, y volvió con su abuelo, sin saber bien cómo iba a darle la mala noticia.
* * * * * *
Marta no terminaba de creérselo, pero el caso era que aquel último rosal se aferraba a la vida con desesperación. Seguía creciendo despacio, así que la mujer continuaba regándolo. Se llenó de capullos, lo que la alegró ligeramente, pero no deseaba ilusionarse en vano. Su abuelo había conseguido llegar a aquel punto muchas veces, pero la mayoría de los capullos se secaban, y los pocos que florecían, daban lugar a flores ya marchitas.
De modo que aquella mañana, cuando Marta vio el rosal, se quedó tan estupefacta que soltó la regadera, la cual rebotó varias veces con un sonido metálico y derramó su contenido en la tierra; y se tapó la boca con las manos. Entre las hojas verdes, había una rosa roja enorme. Se acercó a la planta y se la quedó mirando unos instantes, incapaz de creer lo que estaba viendo. Aquel rosal estaba lleno de capullos a punto de florecer, que parecía que darían lugar a rosas de ese mismo tamaño. Marta lloró de alegría, y en un impulso, cortó aquella flor y corrió de vuelta a su casa. Llorando aún, despertó a su abuelo y le dijo:
- Lo has conseguido. ¡Mira, abuelito, mira!
Cuando Juan tuvo aquella flor maravillosa en sus manos, se le iluminó el rostro, y le resbalaron lágrimas de felicidad por sus mejillas. Después de tantos años, lo habían logrado, habían conseguido volver a cultivar flores. Echaron la rosa en agua, y Marta memorizó todas las instrucciones de su abuelo para cuidar de aquel rosal. A partir de entonces, iba muy alegre todas las mañanas a regar, y se preguntaba cual de aquellos capullos se abriría el primero.
Sin embargo, uno tras otro, los capullos se fueron secando. Alguna flor marchita tuvo el valor de salir, para morir al día siguiente. Una tras otra, las hojas se fueron secando y cayendo. Y la enfermedad del rosal pareció contagiarse a Juan, que cada vez se encontraba más débil. Finalmente, el último rosal se murió, y el jardín se quedó vacío. Aquella flor maravillosa había sido la última. Marta miró una vez más la ladera, y vio que el viento levantaba polvo, y mecía unos matorrales que sobrevivían a duras penas.
Juan recibió con tristeza aquella noticia. Le pidió a Marta que se le acercara y que le cogiera la mano. Y con la voz muy débil, le dijo:
- He sido jardinero toda mi vida. Era el trabajo que siempre quise hacer y he sido muy feliz con él. Pero ya no puedo cultivar nada, ya no tengo nada por lo que vivir.
Marta protestó, pero dejó de hacerlo porque, si no, no podría oír a su abuelo.
- Sabes que me muero, Marta, así que no tiene sentido quejarse. Te hablo porque quiero pedirte una cosa. Cuando muera, vete a la ciudad.
A Marta le parecía una idea horrible. Sabía valerse bien en el campo y, de todos modos, tenía dinero suficiente para comprar lo necesario en la ciudad. Así que repuso:
- No quiero irme. Cuando mueras, recordaré lo que me has enseñado, volveré a plantar rosales, y margaritas... ya lo conseguimos una vez, seguro que...
Su abuelo la hizo callar apretándole la mano, y prosiguió:
- Si te quedas aquí, tú también te marchitarás. Aquella rosa fue la última, ya no volverán a nacer nunca más. Aún tienes mucha vida por delante. Quiero que cierres la casa y te marches a la ciudad. Pero no te vayas para vivir como ellos. No vivas tan solo para trabajar y poder pagar todo lo que te ofrezcan y que cada día es más caro. No quiero que trabajes para que los gobernantes y unos pocos se hagan ricos a tu costa. Te pido que vayas para conservar nuestra memoria. Quiero que le cuentes a la gente de la ciudad que, hace años, existieron las flores, quiero que les cuentes lo que era ir al campo y cortar flores para hacer un ramo, quiero que sepan cómo eran, qué forma tenían... y de qué colores eran -. Hizo una pausa para tomar aliento -. ¿Lo harás, Marta?
No era capaz de negarse, de manera que, con un pellizco en el estómago, se lo prometió.
* * * * * *
El entierro de Juan fue breve, y sólo asistieron, aparte de Marta, sus padres, sus tíos y algún sobrino. Antes de la ceremonia, había empaquetado todos sus bienes y, en aquel instante, ella y uno de sus sobrinos, cargaban en el vehículo todos los fardos. En una bolsa de mano, llevaba los libros de jardinería de su abuelo, y los dispositivos de almacenamiento digital que había utilizado en las últimas décadas. Eran la herencia que más apreciaba, aunque todos aquellos conocimientos se habían vuelto inútiles.
Al fin, entraron en el vehículo, que se alzó para separarse un par de metros del suelo. Los habían diseñado así para evitar tener que construir carreteras, aunque ya no tenía sentido proteger un suelo en el que no crecía casi nada. Al menos durante un tiempo, viviría con sus padres, mientras se adaptaba a la ciudad. Contempló con tristeza las puertas y ventanas selladas de la casa en la que había vivido tantos años, y la ladera polvorienta donde había nacido la última flor de la Tierra. Hizo un esfuerzo, y la recordó tal y como había estado una primavera de hacía veintisiete años, llena de vida y de colores.
La aldea vacía quedó atrás. Marta estuvo mirando las casas hasta que, a causa de una curva del camino, dejaron de estar a la vista. Allí yacía el que había sido el último jardinero del mundo.
Marta conseguiría que nunca se olvidase.
Juan Cuquejo Mira.