18 junio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXI

El miliciano la atrajo hacia sí y le rodeó los hombros en un gesto protector, del todo casto, mientras le pedía que no se preocupara. La chica repuso acurrucándose ligeramente contra él. A Pablo le bastó un instante para reparar en que entre aquellos dos había una relación, de alguna clase, muy estrecha. No se parecían demasiado, así que no pensaba que fueran hermanos. ¿Quizá primos lejanos? ¿Serían pareja? Pablo se propuso averiguarlo; sobre todo le interesaba descartar que Juan fuera su novio o su prometido. Así que dijo:

—Perdóneme, amiga Raquel. ¿Le podría hacer una pregunta?

La chica, desde el abrazo protector de Juan, le miró con atención, lo que interpretó como un sí.

—Todo eso que sabe de los demonios, los cralates y lo demás, ¿es cierto que lo lee en libros antiguos? ¿Comprende las cosas que dicen esos libros?

—Sí.

—Entonces vuestra merced, además de guapísima, es muy inteligente.

Pablo acompañó el requiebro de una sonrisa y analizó la reacción de sus dos interlocutores, que seguían pegados el uno al otro. Ella se ruborizó ligeramente y repuso:

—¡Oh! Gracias.

Una mujer hecha y derecha que se ponía colorada por un halago sencillo, ¡qué encanto! En cambio, Juan le miró con una expresión entre seria y furiosa que le permitió intuir que al miliciano le gustaba Raquel. Sospechaba que no era correspondido, pero de eso no podía estar seguro. Su intuición y sus sospechas se acrecentaron cuando, en un tono bastante seco, el miliciano le comentó:

—Ha sido un placer, pero debo acompañar a Raquel a su casa, antes de que me ordenen algo y ya no pueda. Adiós.

E hizo ademán de llevársela. Así que el miliciano amaba a Raquel y se había puesto celoso, pensó Pablo. Decidió que no iba a ponérselo tan fácil, porque por mucho que respetara las relaciones consolidadas, estaba convencido de que esta no lo era. Así que dijo:

—Amigo Juan, con todo respeto, ¿es que la disciplina de la milicia de Gaiphosume es así de relajada? Porque si en Itvicape yo abandonara mi puesto para irme a casa con una amiga me caerían unos días de calabozo. ¿Aquí no pasaría lo mismo?

El miliciano no le hizo caso, pero la chica se detuvo y le dijo:

—No Juan, no quiero que tengas problemas por mi culpa. Iré sola, no te preocupes.

A ella le notó algo de miedo en la expresión y Juan mostraba una cólera contenida que le obligó a Pablo a reprimir unas cuantas risotadas. Por supuesto, no iba a consentir que la chica se fuera sola, de hecho, su objetivo era hablar con ella todo lo posible para conocerla mejor, de forma que intervino.

—Espérenme un momento vuestras mercedes.

Y sin el menor titubeo, se fue directamente hacia el oficial que le había inscrito en la milicia de la ciudad y, aprovechando que estaba muy ocupado recibiendo información y dando instrucciones, le dijo, señalando hacia donde estaba Juan:

—Discúlpeme, señor, pero mi amigo Juan y yo llevamos un rato sin saber qué hacer, y creemos que podríamos ayudar en otra parte. Estamos deseosos de colaborar. ¿Nos da su permiso para incorporarnos a la defensa de otro tramo de murallas?

Como Pablo ya sospechaba, el oficial, asediado por la necesidad de organizar a tanta gente, le dio permiso y les ordenó que fueran al lienzo de muralla este, donde hacía poco tiempo se combatía, según sus palabras. Lo hizo sin comprobar nada, sin apenas mirar a Juan y a Raquel, aliviado probablemente por poder librarse de un par de personas más. Volvió con sus nuevos amigos, o lo que se consideraran ellos, y les comunicó la noticia. Fueron con Raquel a que devolviera el arco y la acompañaron ambos a su casa. Recorrieron el camino juntos, y sólo hicieron un alto cuando Pablo tuvo que dejar su equipaje en el barracón que le había asignado la milicia de la ciudad. Llegó a pensar que, al regresar, se encontraría que Juan y Raquel se habrían ido, pero tuvieron la cortesía de esperarle.

Fue un trayecto que a Pablo le resultó agradable. Estuvo dándole conversación a Raquel casi todo el rato, y aunque lo intentó, no logró que Juan abandonara su silencio salvo para responderle con frases breves y secas. La chica le pareció muy simpática y algo inocente, pero lista. Al parecer, leía tratados antiguos de magia porque el tema le gustaba mucho y sabía bastante de eso. Cuando estuvo en su casa se despidió con dos besos, primero de Juan y luego de él.

Afortunadamente, al estar solos, a Juan pareció que se le pasaba el enfado y poco a poco, fue hablándole con mayor normalidad. El resto del tiempo que estuvieron ambos de servicio no fue demasiado emocionante. Iban a incorporarse a su puesto cuando dejaron de sonar las campanas de alarma. Aún así, les ordenaron apostarse en un lienzo de las murallas y disparar a toda rata que vieran. Oscurecía rápidamente y, de todos modos, no vieron demasiadas. Sólo dispararon un par de veces. O sería mejor decir que lo intentaron; Juan debía de andar muy distraído porque la primera vez que pasó una manada de ratas por su sección de muralla, su compañero asió mal el arco y no pudo disparar, mientras que él casi ensarta a una de aquellas bestias repulsivas. El segundo tiro de su compañero también fue malo, pero el suyo fue excelente, y consiguió acabar con una rata que parecía estar buscando un hueco para entrar en la ciudad.

Pero la inactividad le hizo daño. No podía evitar pensar en Mercedes. Era consciente de que se engañaba a sí mismo si pensaba que olvidarse de ella no le iba a doler. Aquel miliciano serio, que iba siendo más cordial lentamente no era, en realidad, la compañía que habría deseado, pero en aquella ciudad no conocía a nadie. Así que cuando terminó su turno, Pablo se las arregló para irse con él y, no con poco esfuerzo, consiguió convencer a Juan para irse a una taberna, a base de rogarle diciéndole que tras haber estado a punto de morir en la caravana necesitaba tomarse un trago.

Juan acabó por rendirse y fueron a un local que él mismo sugirió. Se sentaron en una mesa pequeña y pidieron una primera jarra de vino, que sólo costaba cuatro maravedís y una blanca y estaba delicioso. Aunque Juan pagó la primera, fue Pablo quien se bebió casi todo el vino. La segunda corrió de su cuenta. Con el alcohol empezando a subírsele a la cabeza, logró que Juan pagara una tercera, luego pagó él otra más. Cuando, trabándosele la lengua, pidió la quinta y se sirvió a sí mismo otra copa, Pablo ya estaba bastante borracho, mientras que Juan, que se había reprimido más y había comido algo, seguía sobrio.

De pronto, vio unas mesas más allá, a tres milicianos que iban acompañados de una chica morena. No se parecía en nada a Mercedes, pero tuvo la desgracia de recordársela, y entre la alegría que le proporcionaba el alcohol, se coló el recuerdo de la chica con la que nunca iba a tener nada. Y se entristeció mucho, tanto que se le humedecieron los ojos. Y tratando de espantar aquella amargura, dijo, en un tono más alto del que habría deseado y con bastantes dificultades para articular las palabras, porque tenía la lengua como dormida:

—Amigo Juan… ¿quiere que le dé un consejo?

Repentinamente mareado apoyó los codos en la mesa, cogió su copa con cierta dificultad, bebió un trago largo, y sin fijarse en si Juan había respondido, dijo:

—Aléjese de todas las mujeres. Las mujeres son una mierda.

Juan le sorprendió replicando con vehemencia:

—Eso es mentira. Las mujeres son lo más maravilloso de la Creación.

Pablo no pudo contenerse. Riéndose, se echó hacia atrás, con la fortuna de que la pared le detuviera, tomó otro sorbo, del que derramó parte porque no podía dejar de reír, y señalando a Juan le dijo:

—¡Ay! ¡Qué chiste más bueno! ¿No se sabe más como ese?

Y tras hipar, añadió

—Amigo Juan, ¿no conoce la famosa seguidilla?— Y esbozando una sonrisa estúpida de borracho, se dejó caer nuevamente sobre los codos, se sirvió una copa más, y declamó, con la lengua pastosa—: Las mujeres y las flores son parecidas. Mucha gala a los ojos, y al tacto… ¡espina!

Y, sin ningún motivo, empezó a reírse a carcajadas, agachando tanto la cabeza que la dejó reposando sobre el antebrazo que apoyaba en la mesa. La respuesta de Juan no se hizo esperar:

—Amigo Pablo, es gente como vuestra merced, tan poco considerada y delicada con las mujeres quien las vuelve antipáticas. ¿Qué piensa que le van a devolver si lo único que busca de ellas es llevarlas a su lecho? Trátelas con respeto, como si fueran mujeres y no trozos de carne, y verá cómo todo cambia.

La risa de Pablo, en esta ocasión, sonó más amarga. Echado sobre la mesa, acercó su rostro al de Juan, y le replicó:

—Ay, amigo mío, tiene tanto que aprender… A ellas les gusta tanto yacer con hombres como a nosotros con ellas. Lo que pasa es que tienen que hacerse las puras y las santas y la madre que las parió… A mí me dan ya asco… Todas tienen algo, o están enamoradas de otro, o se van a casar con un puto viejo de los cojones, o esta noche no sólo para dejarte con las ganas… Pero…— y la emprendió a puñetazos con la mesa, que entrecortaron sus palabras— to… das se mue…ren por fornicar… con un hom… bre con un par de…

Juan detuvo los puñetazos agarrándole la mano cerrada y repuso:

—Estese quieto. Y no es cierto, no son todas así. Lo que pasa es que hay chicas decentes y otras que no lo son tanto.

Pablo no pudo contener la risa de nuevo, pero esta vez su risa sonó más a bufidos que a otra cosa, por el intento que hizo por acallarla. Apuró el último trago de su copa y se la llenó de nuevo, lo que le resultaba cada vez más difícil, mientras Juan le miraba con un semblante serio que le daba más ganas de reír. Con la lengua muy pastosa, repuso:

—Ay, amigo Juan, no es cosa de decencia… Es que… para todo existe su momento. A veces hay que ser delicado… y a veces bruto… Y no digo que haya que pegarles… ¡no, no!..., eso es despreciable… Digo que…

Se interrumpió porque aún le cabía algo más de vino. Dio un sorbo largo y dificultoso ya que la copa bailaba de un lado a otro y prosiguió:

—Por ejemplo, su… amiga Raquel. Seguro que… suspira por encontrar un hombre que le dé un buen… eh… un buen beso… si es que no tiene ya a… a uno así, que siempre pasa l…

Juan le interrumpió un poco irritado:

—Vuestra merced no conoce a Raquel de nada. No tiene derecho a hablar de ella de esa forma.

Algo le decía que se estaba metiendo en un terreno peligroso, pero el alcohol nublaba su juicio y, tras beberse otro sorbo, se llevó el índice a los labios, como ordenando silencio o, al menos, intentó hacer el gesto y añadió:

—No se enfade… amigo Juan. Es que… todas son iguales… Créame… Verá… a vuestra merced… le gusta Raquel, ¿verdad?

La expresión de furia que vio en Juan le dio ganas de reír, pero consiguió contenerla hinchando los carrillos e hipando. Aceptando su silencio como un sí, sonrió estúpidamente y dijo:

—En su lugar, yo… me citaba con ella… y, entonces… le plantaba un buen beso en la boca… A lo mejor os da… un bofetón, pero… ¿y si le gusta?

Su interlocutor mantuvo su silencio tenso un rato, durante el que Pablo apuró su copa. Iba a llenarla de nuevo cuando Juan le detuvo agarrándole la muñeca:

—No tiene ni idea de nada, ni idea… Deje de decir idioteces. ¡Y por el amor de Jutar! ¡No siga bebiendo que se va a morir!

Pablo forcejeó inútilmente y protestó:

—¡Pues yo tengo sed!

—De acuerdo, pues quédese aquí bebiendo. Yo me marcho.

Juan se levantó, a lo que Pablo respondió irguiéndose en su asiento y diciendo con rapidez:

—No… Los que beben solos son… los borrachos. ¡Me he juntado con… el aguafiestas del pueblo! Yo me voy… también.

E hizo ademán de levantarse. Sin embargo, cuando estuvo de pie todo le dio vueltas. Se apoyó en la mesa pero el cuerpo se le fue hacia un lado, y optó por volver a sentarse. Se recostó de cualquier forma en la pared y repuso:

—Eh… Amigo Juan, creo que me… quedo. El suelo está un poco… irregular y puedo caerme… y…

Juan miró sorprendido el suelo un momento y de pronto, empezó a reírse, y entre carcajadas, dijo:

—¿Irregular? Es la primera vez que oigo esa excusa—. Y cuando dejó de reírse, propuso—: ¿dónde se aloja esta noche? Le acompaño si lo desea.

—Duermo en… en el barracón que hay… en… la plaza de Nêmehe.

Su interlocutor repuso con un escueto “lo sospechaba”, dejó unas monedas en la mesa y, tras ponerse a su lado le dijo:

—Vamos. Levántese y apóyese en mí. No dejaré que se caiga.

Pablo mintió por puro orgullo:

—Vale. Pero que conste que… no lo necesito… pero no rechazo una… oferta tan amable.

Y salieron de la taberna bien agarrados. En realidad, al poco rato los pasos de Pablo ya eran más firmes, pero como no se fiaba de su equilibrio continuó apoyado en Juan. Y se llevó la grata sorpresa de que no era tan estirado y antipático como parecía. Pablo tuvo la ocurrencia de amenizar el recorrido empezando a cantar algunas canciones cómicas que conocía. Algunas eran ligeramente obscenas. El caso fue que Juan, o bien terminaba por reírse, o, en ocasiones se ponía a cantar a coro algunas estrofas.

No supo bien como, acabaron llegando a los barracones, momento en el que Juan pudo convencerle de que guardara silencio. No sabía exactamente con quien había hablado su compañero de juerga para que les dejaran pasar, el caso es que, dentro del edificio, Pablo se estuvo callado.

Juan le dejó tumbarse sobre una de las camas, y Pablo se quedó tendido y casi inmóvil, dominado por un sopor irresistible. Oyó decirle a Juan, en un susurro:

—Le quitaré las botas, pero no me pida que le desnude.

A lo que repuso, en un tono de voz más alto que el susurro de su compañero, y con la lengua trabada completamente:

—No, a mí sólo me desnudan las mujeres.

Al fin, Juan se despidió y le dejó en aquel gran recinto, donde se oía únicamente el roncar de algún que otro miliciano. Le estaba venciendo su sopor cuando recordó sin querer la noche que había bailado con Mercedes, y el momento en el que la besó. Después de lo mal que lo habían pasado aquella tarde, esos instantes felices le parecieron como un sueño. Y se desesperó. ¿Dónde iba a encontrar a una chica como Mercedes, bella, simpática y que le hacía caso? Ya tenía 22 años y se sentía tan lejos de encontrar a alguien con quien compartir su vida como cuando era niño. Y lo peor era que la decisión de no seguir, por muy razonable que fuese, la había tenido que tomar él, aunque deseara lo contrario. Por un momento, albergó la idea de no rendirse, de continuar conquistándola, de perseguirla. Pero sólo iba a conseguir crearle un problema serio a Mercedes y otro más serio a él.

Se le llegaron a humedecer los ojos y, con torpeza, se los secó con una manga. Sin embargo, no eran más que lágrimas de borracho. Por fortuna, el sueño le venció un minuto después.

12 junio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XX

Cuando Pablo oyó la última puntualización de aquel oficial que gritaba tanto, se maldijo a sí mismo por no haber ocultado su condición de miliciano. De lo que él tenía ganas era de irse con Mercedes, a descansar un poco, pero parecía que no se lo iban a permitir. Así que concluyó la charla que había mantenido con su compañera de viaje diciéndole:

—Bueno, entonces, nuestros caminos se separan aquí.

La chica le miró extrañada y apenada y dijo:

—¿No vais a continuar el viaje?

—Por supuesto que sí, pero no sé que quieren de mí. Igual han muerto muchos milicianos y necesitan que me quede aquí unos días.

En realidad, Pablo estaba considerando la posibilidad de quedarse unos días sirviendo en la ciudad. No era de esperar un nuevo ataque después de aquella barbaridad que habían vivido, así que se podría ganar unos cuantos maravedís sin mucho esfuerzo. Mercedes le miró unos instantes, con expresión triste, y se abrazó a él. A Pablo también le daba algo de pena despedirse, pero quizá fuera mejor así, ya que no iba a intentar nada con una mujer prometida con alguien importante. De todas formas, le dijo:

—Tampoco tiene por qué ser esta la última vez que nos veamos. Podríamos coincidir todavía por aquí, o salir en la misma caravana...

Ella no dijo nada hasta que se soltaron. Y, simplemente, comentó:

—Debería irme ya.

Y fue a por sus cosas. Estuvo arreglando sus fardos, con cierta lentitud, como si remoloneara. Y cuando Pablo estaba haciendo lo propio, Mercedes volvió a acercársele, le puso una mano en su antebrazo y le dijo:

—Mi prometido es don Carlos Javier de la Ensenada—. Y algo azorada añadió—: en Nêmehe os será fácil averiguar su dirección. No os pido que me visitéis pero, ¿me escribiréis al menos?

Pablo se quedó un tanto asombrado. El prometido de Mercedes era un maestre de campo muy conocido en el reino, que había demostrado su gran valía en diferentes combates. Pero por lo que él sabía, ya era muy mayor. No era, para nada, adecuado para Mercedes, aunque eso se lo calló. Fingió al decir:

—Sí, os escribiré en cuanto pueda.

Mercedes sonrió con tristeza, y Pablo no pudo averiguar si se había creído que iba a escribirle, o si su expresión le estaba indicando que sabía que nunca iba a recibir misiva alguna. Tras un escueto adiós, se marchó en dirección a la zona donde reunían a los civiles. Él la estuvo mirando un rato y, aunque no quisiera reconocerlo, le dolió mucho la idea de que no iba a volver a verla. Que fuera lo mejor para los dos no lo hacía más fácil. Finalmente, se volvió y se acercó a donde estaba el oficial.

Lo que le oyó decir se lo esperaba y deseaba. Les ofrecieron a los milicianos que habían visto interrumpido su viaje servir en Gaiphosume durante tres o cuatro días, los que tardarían en organizar otra caravana hacia Nêmehe. Les ofrecieron veintisiete maravedís y una blanca por cada día, aparte de comida y alojamiento. Parecía una buena oferta. Esa cantidad era un real menos seis maravedís y medio por día. Si multiplicaba por treinta ambos números, le salían 30 reales menos 195 maravedís, que eran casi seis reales, con lo que la suma total rondaría los 24 reales. Eso suponía casi el doble de lo que él cobraba en Itvicape, poco más de 13 reales cada mes. Aún así, desconfiado por naturaleza, miró hacia atrás y vio al miliciano de antes, distraído mirando a una torre, y avanzando dos pasos, le dijo sin alzar mucho la voz:

—¡Eh! Vuestra merced, permítame una pregunta.

Su interlocutor le miró con cierta extrañeza, pero cortésmente, repuso:

—Pregunte vuestra merced lo que desee.

—¿Qué sueldo tienen por aquí los milicianos sin rango?

—Seis ducados al mes.

—¿Y cuánto cobra realmente al mes?— Como el joven pareció dudar, Pablo insistió—: Se lo ruego, es importante que lo sepa.

—Trece reales y ocho maravedís.

Pablo, sonriente, le dio las gracias y de inmediato, volvió con el oficial. Paga doble; con el dinero que ganase allí se pagaba la mitad del resto del viaje. Y habiendo muerto tantas ratas, se limitaría a cubrir los puestos de los heridos. Un trabajo fácil y cómodo, de los que a él le gustaban.

Los trámites fueron breves. Alguien hizo sacar un documento en el que Pablo y los otros dos milicianos que habían aceptado las condiciones, estamparon su firma. Tras haber firmado, les pidieron que se quedaran allí unos instantes, que les dirían en breve adonde tendrían que ir. Pablo se dispuso a dar paseos por la pequeña plaza que dejaba un espacio libre cerca de la puerta de las murallas cuando observó que el miliciano con el que había hablado antes se había alejado y conversaba con una chica alta, vestida de cocinera, que portaba un arco. Se acercó un poco y la examinó a conciencia. Tenía una melena oscura muy cuidada y muy bonita, pero de cara no era muy guapa. Le fallaba algo la nariz y no le gustaban sus sonrisas, que le parecían exageradas. Pero el corpiño se le ajustaba al talle destacando una figura muy elegante y atractiva, y la falda que le caía pegada a una de sus caderas y le revelaba la línea de un muslo, prometía unas piernas largas y de piel suave. Así que dado que ya había hecho amistad, o algo así, con el miliciano aquel, no dudó en aproximarse a los dos e inmiscuirse en su conversación.

Se puso al lado de ambos, mirando sonriente a la chica. Ella dejó de hablar y le devolvió una mirada que mezclaba extrañeza y curiosidad. Al haberse aproximado, comprobó que era igual de alta que él y le pareció más atractiva, aunque sólo de cuello para abajo. Le gustaban las mujeres altas, quizá porque él, para ser hombre, era ligeramente bajito. Sin embargo, se dirigió al muchacho:

—Vuestra merced ha sido muy amable respondiendo a mis preguntas, pero no he tenido la cortesía de decirle mi nombre. Me llamo Pablo.

Y le tendió la mano. El miliciano se la estrechó y repuso:

—Yo soy Juan. Encantado.

Sin esperar a que Juan le presentase a la chica, le dio dos besos y le preguntó su nombre. Se llamaba Raquel. Tras ello, dijo, dirigiéndose a Juan:

—Bien. No conozco a nadie en esta ciudad, y como me ha parecido vuestra merced muy amable, querría tener el honor de servir a su lado, si no tiene inconveniente.

—Inconveniente no tengo, pero eso es cosa de los mandos.

—Descuide vuestra merced. Eso corre de mi cuenta—. Y tras haber esbozado una sonrisa pícara, prosiguió diciendo—: ¿son frecuentes ataques tan violentos por aquí? Porque la caravana ha quedado en poder de esos bichos.

La chica no dijo nada; se limitó a mirar a Juan, que respondió:

—En realidad no. Ha habido ataques peores, pero es la primera vez en un par de años que vemos algo así. Incluso hay gente que asegura que esto es un ataque preparado.

Pablo, que seguía teniendo fresco el recuerdo de aquellas cosas de ojos rojos pero que no deseaba que se rieran de él, dijo en un tono que pretendía ser divertido:

—¿Preparado? ¿Por quién? ¿Es que hay gente capaz de domesticar ratas asesinas de más de veinte libras?

El miliciano repuso con tranquilidad:

—No lo sé. Sólo le cuento a vuestra merced lo que he oído por ahí.

Entonces, la chica dijo, con cierta timidez:

—No, personas no, pero... Hay leyendas que dicen que cuando los demonios crearon a las ratas gigantes no se pararon ahí, y crearon a otros muchos monstruos.

Raquel se calló unos instantes y Pablo, que no estaba en aquel momento para oír relatos fantásticos, dijo:

—Perdóneme vuestra merced, pero no creo en las leyendas. No tiene sentido que los demonios cruzaran la línea de Torres para crear monstruos, cuando les sería más sencillo cruzarla para atacarnos directamente. Además, eso es algo que no pueden hacer, ¿no está de acuerdo?

La chica parecía algo molesta cuando repuso:

—Los demonios no pueden cruzar la línea de Torres, pero nosotros y los animales salvajes sí podemos hacerlo. Hace varios siglos, los demonios se dedicaron a capturar animales que se aventuraban en su territorio y usaron su magia maligna para transformarlos. Al principio, les bastaba con hacerlos más grandes y agresivos, pero fueron mejorando su técnica y crearon monstruos mucho más peligrosos—. Resopló enojada, lo que le hizo gracia a Pablo, y añadió—: hay unos seres, que se denominaron en una lengua antigua cralates, o reyes de las ratas, que pueden controlar manadas enteras gracias a poderes mágicos innatos que poseen.

Aquel nombre le sonaba de algo, así que dijo:

—No se enoje vuestra merced. Dígame, ¿qué aspecto tienen esos cralates?

La chica repuso con gesto serio, pero en un tono de voz mucho más neutro:

—Mi libro no los describe bien. Sólo habla de que son capaces de controlar manadas enteras de ratas mediante magia demoníaca, y que son muy inteligentes y bastante peligrosos. Caminan erguidos, como las personas, tienen brazos largos terminados en garras y llegan a medir cinco codos, pero no hay ningún grabado de ellos.

A Pablo se le aceleró el pulso. Coincidía con las cosas que había entrevisto, y aunque no estuvo, por fortuna, lo bastante cerca como juzgar correctamente su altura, más de siete pies le parecía razonable en función de lo observado. De pronto, el miliciano le sorprendió completamente al decir:

—¿Coincide esa descripción con lo que vio durante el ataque a la caravana?

Pablo le miró fijamente unos instantes y se encontró con una expresión fría. Juan parecía ser más listo de lo que aparentaba, y no supo exactamente qué le traicionó, si su forma de hablar o que dejó traslucir en su expresión, mientras miraba a la muchacha tras haberle descrito a aquellos seres, el temor momentáneo que sintió. Fue consciente de que ya le habían cazado, así que no tenía motivos para seguir aparentando y, además, necesitaba compartir aquello con alguien. En el tono más conciliador que pudo, sin mirar directamente a ninguno de los dos, dijo:

—Está bien... Tienen razón vuestras mercedes. Lamento mucho haber desconfiado tanto, pero es que no me creo aún lo que vi, y temía que me tomaran por un loco o un histérico. Respondiendo a su pregunta, amigo Juan, sí, son muy parecidos. Aunque hay dos detalles más: tenían por ojos dos luceros rojos muy brillantes, y cuando me miraron sentí miedo aunque estaban muy lejos de mí.

Alzó la vista para mirar a Juan, que le miraba inexpresivo, pero fue la muchacha quien le dijo, preocupada:

—¡Oh, cielos! Entonces ha visto cralates de verdad… El brillo rojo en los ojos y el inspirar miedo son consecuencias de usar la magia maligna.

Pablo la notó asustada, y vio que se acercaba al miliciano, como si buscara su apoyo, y le dijo con aprensión:

—Juan... ¿qué va a pasar? ¿Podríamos resistir un ataque así?

11 junio 2011

Valses extraños y curiosos: Vals de Masquerade

Este es el vals que voy a bailar a finales de mes con mis compañeros de bailes de salón. Se trata del Vals de Masquerade, del compositor de origen armenio Aram Ilyich Khachaturian:

Vals de Masquerade

Disfrutadlo, porque es una preciosidad.