31 octubre 2021

#EstrellasDeTinta Las peores vacaciones de su vida

Este es mi microrrelato de octubre para el reto de escritura Estrellas de tinta, organizado por Katty Cool. Puedes leer las instrucciones del reto (y solictar apuntarte) en la bitácora de la organizadora:

https://plumakatty.blogspot.com/2020/12/estrellas-de-tinta-reto-de-escritura.html

En esta ocasión, voy a poner objetivos y objetos delante, asi como número de palabras.

Objetivo que cumple: 5—Haz un relato sobre unas vacaciones en la cabaña del bosque.

Objetos:

23- Crema hidratante

Son 242 palabras según https://www.contarcaracteres.com/palabras.html , así que cumplo los objetivos de extensión. Aquí está la pegatina:


Es una continuación del relato de octubre (entrada anterior del blog) 

Mi relato recomendado del mes de octubre es el de Isefran:

https://supeingoreson.wordpress.com/2021/10/01/estrellas-de-tinta-octubre-el-cuento-de-la-luna-parte-ii/

Aquí está mi microrrelato. Espero que os guste.

 

LAS PEORES VACACIONES DE SU VIDA

A Juan José, concejal de Casabermeja, población SIDICOTRAPI porque su término municipal limitaba al sur con el sistema de contención, le encantaba visitar la cabaña que poseía en uno de los bosques del Parque Natural de los Montes de Málaga. Era un pequeño privilegio de político, ya que al pueblo se le prohibía el acceso a los parques naturales. Disfrutaba en el porche de la cabaña de la visión de los pinos que rodeaban la casita.

Por eso, cuando oyó varios golpes en el interior, se pensó que su mujer se habría caído. No se esperó verla inmovilizada contra la pared por un ciborg que la agarraba del cuello. Lidia sostenía un bote de crema hidratante, y miraba aterrorizada al ser, cuya placa decía JVR-127.

—Señor Juan José —dijo el ciborg—. Los impuestos están asfixiando al pueblo. Una ciudadana ha intentado pagarlos con esto.

El ciborg tiró una chaqueta destrozada y una manta llena de agujeros.

—Los impuestos son justos —respondió Juan José—. Cálmate y hablaremos.

—Exijo la reducción de…

El ciborg no pudo terminar. Tres agentes de la escolta de Juan José irrumpieron en la cabaña y le frieron los circuitos. Lidia corrió hacia él y se abrazaron.

Últimamente, los ciborgs estaban fallando mucho, pero eran un mal necesario: cada vez había menos policías dispuestos a servir fuera del SIDICOTRAPI.

Lo que más le dolió a Juan José fue lo  que le iba a costar al Estado reparar aquel ciborg.

30 octubre 2021

#EstrellasDeTinta Un mundo más justo y humano tras la catástrofe

Este es mi relato de octubre para el reto de escritura Estrellas de tinta, organizado por Katty Cool. Puedes leer las instrucciones del reto (y solictar apuntarte) en la bitácora de la organizadora:

https://plumakatty.blogspot.com/2020/12/estrellas-de-tinta-reto-de-escritura.html

En esta ocasión, voy a poner objetivos y objetos delante, asi como número de palabras.

Objetivo que cumple: 7—Escribe un relato sobre los motivos/consecuencias del deshielo Ártico. Puede ser ficción.

31- Un ciborg

10- Un Banco de peces

Son 1461 palabras según https://www.contarcaracteres.com/palabras.html , así que cumplo los objetivos de extensión.

Este relato, quiero advertiros, tiene ciertas dosis de exageración y humor negro. Espero que lo que narro quede en eso, en exageraciones de cosas que estamos sufriendo hoy. Incluye una referencia a una novela de Gema Bonnín, cuyo Twitter os invito a conocer:

https://twitter.com/gemabonnin

Espero que os guste. Tiene continuación en el microrrelato, que publicaré mañana.

 

UN MUNDO MÁS JUSTO Y HUMANO TRAS LA CATÁSTROFE

Cuando el Ártico se derritió, no lo hizo como se esperaba. No fue poco a poco, sino que la última cuarta parte del hielo se derritió en apenas dos años. Lo llamaron el Deshielo Final. Los muros de contención costeros se desbordaron y se tuvieron que abandonar las ciudades construidas junto al mar.

Fue una catástrofe. La situación del pueblo ya era pésima al producirse el Deshielo Final, pero la ruptura de los muros de contención fue catastrófica. Los Estados decidieron que no podían salvar a todos los pobres que la subida paulatina del nivel del mar y los cambios climáticos habían creado y, unos años antes del Deshielo Final, se crearon los Sistemas de Dificultamiento y Control del Trasvase Poblacional hacia el Interior o SIDICOTRAPI.

El Estado castigaba con dureza, en el pasado, a quienes llamaban al SIDICOTRAPI el Muro de Aislamiento, aunque se trataba de una estructura de planchas de acero de unos diez metros de altura coronada por concertinas y protegida por ciborgs y soldados humanos. Hoy en día, solo llaman al Muro SIDICOTRAPI los políticos del Interior, y les importa bien poco lo que digamos los que vivimos fuera.

A fuerza de remos llegué al trozo de mar donde se alzó, en tiempos más felices, Málaga. Me pregunté cómo sería pasear por aquella ciudad de aspecto fascinante.  Solo sobresalían de las aguas cuatro edificios grisáceos, que eran los vértices de un cuadrado imaginario. Siempre que alquilaba la chalupa, me dirigía hacia esas cuatro ruinas y dejaba de remar un rato, fascinada.

Me esforcé un rato más para alcanzar una zona alejada de la antigua urbe. Dejé caer el ancla, inspiré varias veces y me zambullí. Los habitantes de fuera del Muro vivíamos asfixiados por una crisis económica permanente. Los trabajos eran precarios, la comida y la energía escaseaban y los impuestos abusivos nos hacían pasarlo bastante mal. Mi sueldo alcanzaba para comprar comida para mi hijo y para mí, pagarnos un hueco donde dormir en un jardín público y comprar la electricidad necesaria mantener nuestros móviles en funcionamiento. Porque, sí, no teníamos un techo bajo el que dormir, pero era obligatorio tener una cuenta bancaria, aunque no tuvieras dinero. Y para eso, el móvil era imprescindible.

Buceé hasta llegar a la planta baja de un edificio, usando la linterna de mi móvil, que llevaba bien protegido en una bolsa de plástico sellada. Esperé a que me rebasara un banco de peces y entré en un local que había sido una librería. Respiré con ganas cuando llegué a una burbuja de aire creada, probablemente, por una supertormenta. Aquella supertormenta habría matado a cientos de habitantes de fuera del Muro; a mí me había permitido encontrar un tesoro. Abrí una trampilla y los músculos de mis brazos, cansados por la sesión de buceo, me dolieron, pero accedí a lo que había sido un desván de la librería.

Aquello estaba lleno de joyas. Las tres cuartas partes de los libros, volúmenes en papel, se habían estropeado por culpa de los años de abandono, pero aún quedaban muchos intactos. Busqué un rato y me quedé embelesada con un volumen, de tapa dura, de El Quijote. Lo metí en la mochila impermeable y busqué un rato más. Hallé intacto un ejemplar de Arena Roja, de Gema Bonnín, en cuya portada había una chica en lo que parecía una arena de gladiadores de la antigua Roma y, de fondo, rascacielos modernos, como los que había visto en fotografías de Madrid. Me lo llevé y, también con esfuerzo, salí del desván. Cerré bien la trampilla y regresé a la chalupa.

El comercio a través del Muro era muy reducido. La gente del exterior compraba parte de la comida, a precios prohibitivos, a empresas públicas y vendía materias primas sumergidas. Ese era el comercio legal. En el mercado negro había comerciantes dispuestos a intercambiar reparaciones de móviles, mantas, ropa y comida por artesanía y otros objetos de los tiempos previos al Deshielo Final. Los libros en papel bien conservados eran de enorme valor. 

Además, aunque el intercambio fuera un trueque, al ser un negocio sujeto a impuestos, llamaría la atención del ciborg de Hacienda JVR-127, al que yo llamaba Javier 127. Perdería parte de los beneficios, pero eludir a los ciborgs de Hacienda era casi imposible y, aunque parezca raro, me interesaba recibir una visita. Si mis planes salían bien, un día, la gente de fuera del Muro podría devolver el maltrato al que la sometían los Estados que se ocultaban detrás de los Muros.

Para vender aquellas dos joyas, tuve que dejar a mi hijo al cuidado de mis vecinos y hacer dos trayectos de tres horas de ida y vuelta. No quería vender todos mis libros a un único contrabandista y que sospechase que tenía acceso a cientos de libros en papel. Las ventas fueron tan bien que obtuve dos mantas nuevas, dos abrigos, varias camisas y pantalones y comida sintética para un mes. Parte de la comida se las di a mis vecinos, en agradecimiento.

Durante tres noches dormí mal. Aunque deseaba la visita de Javier 127, la temía al tiempo. Al atardecer del cuarto día, mientras arropaba a mi hijo, que se encontraba mal, percibí gritos ahogados y el rumor de gente que recogía cosas. Se me aceleró el pulso y me volví. A diez metros de mí estaba Javier 127, que me señaló.

—Ciudadana Rosa González, aproxímese.

Cogí mi manta y mi chaqueta y avancé hacia él, intentando que no se me notara el temblor de las manos. Cuando me detuve frente a aquel ser de rostro humano, pero con medio cuerpo recubierto de placas de metal y músculos cibernéticos, me temblaban las rodillas. Sin embargo, me alegraba tener una nueva oportunidad.

—He detectado que ha realizado una operación comercial sin haber liquidado las tasas correspondientes. Le exijo el pago inmediato de quinientos doce euros y treinta y cinco céntimos en concepto de tasas y multas.

Caí de rodillas, en parte porque era una cantidad enorme. Nos habría supuesto a mi hijo y a mi pasar un par de semanas sin apenas comer de no haber sido por las conservas que había ganado con las ventas. Pero la razón principal de caer de rodillas y alzar las manos suplicantes hacia Javier 127 era cerrar un poco más la trampa.

—Se lo suplico, señor agente. No tengo tanto dinero, mi hijo y yo pasaremos hambre si nos impone una sanción así. Tenga piedad.

—No hay piedad para los defraudadores. Los impagos de impuestos dañan al pueblo.

—Yo lo entiendo, y no me importa pasar hambre por el bien del pueblo, pero mi hijo… —dije, fingiendo que se me quebraba la voz—, solo tiene seis años. No debería pasar hambre por culpa de mis delitos. 

—Miente. Los impuestos son justos: solo pagan quienes tienen dinero.

Tuve que reprimir una sonrisa de satisfacción. Iba a minar el  software de aquel híbrido de hombre y máquina con una nueva contradicción lógica.

—No le miento. Tenga mi móvil, mire mi saldo.

Apenas tenía cuatrocientos euros. No había sido casualidad haber realizado las ventas la tercera semana del mes, antes de cobrar mi nómina, pero después de haber pagado las cuotas mensuales de los  impuestos de movilidad, el impuesto vital, las cuotas bancarias y los seguros médicos obligatorios. Noté la expresión de incertidumbre de Javier 127, así que volví a atacar.

—Yo soy su jefe. La soberanía reside en el pueblo y mi bienestar de ciudadana es el objetivo, pero le suplico piedad. —Empecé a besarle los pies—. Haré lo que me pida. Vacíeme la cuenta, pero acepte mi chaqueta y mi manta para pagar el resto. Está a mi servicio, pero hoy me someto a su voluntad y a la del Estado. Por favor.

Me incorporé y le tendí mi manta vieja y la chaqueta raída, que no había tirado aún esperando ese momento. Casi noté la angustia del ciborg al examinar las dos prendas.

—Estos artículos no cubren la deuda.

—Por favor —supliqué poniéndole la cabeza en los pies de nuevo—, pagaré el resto el mes que viene, junto con la multa que el señor agente me imponga. O castígueme. Deme unas cuantas patadas en sitios donde duela, pero que no me impidan trabajar. Está a mi servicio y pago impuestos para asegurar mi bienestar, pero hoy le suplico que me castigue por no poder pagar los impuestos.

Un ser humano no se habría tragado mi pantomima, pero Javier 127 tenía cerebro de robot. Mi última parrafada estaba llena de contradicciones lógicas que, confiaba, le freirían algún circuito.

Javier 127 se alejó, llevándose mi manta vieja y mi chaqueta raída. Sabía que, tarde o temprano, algo se rompería dentro de él y se rebelaría contra los políticos. Ojalá pudiera estar allí cuando sucediera.