25 febrero 2012

Mundo de cenizas. Capítulo XXXI

Durante unos momentos terribles, todo fue confusión entre soldados y milicianos, entre heridos e ilesos. Aquellos seres parecían ser lo bastante astutos como para haberles distraído con las ratas mientras identificaban al oficial al mando, y le habían atacado para desorganizar al grupo. Sin embargo, se hizo valer el buen juicio con que don Felipe elegía a sus oficiales, ya que, con la voz entrecortada por el dolor, el soldado al mando gritó:

—¡Atáquenles! ¡Disparen, carguen!

Asimismo, la disciplina y el coraje de los miembros de aquella expedición quedaron fuera de duda cuando todos los soldados y milicianos ilesos, a excepción de Pablo, que se había agazapado un par de pies más allá, dispararon sin dudarlo. Los dos monstruos habían retrocedido y estaban parcialmente ocultos. El tiro de Juan erró por mucho, y uno de los cralates pudo guarecerse sin recibir más que un rasguño. Sin embargo, al otro le clavaron dos saetas en el tronco, que le dejaron bastante maltrecho. Y, por fin, la suerte premió el valor que acababan de demostrar. La flecha que había lanzado un miliciano le entró al monstruo por el ojo izquierdo y le atravesó el cráneo. El cralate cayó muerto sin haber tenido tiempo ni de gritar de dolor.

Aquel disparo afortunado elevó la moral de una tropa muy necesitada de ella. De inmediato, salieron del parapeto milicianos y soldados dispuestos a no permitir que el otro monstruo huyera. Salvo un miliciano, que se puso a hablar con el clérigo y el soldado al mando, y un soldado que tenían Pablo y Juan al lado, salieron todos a perseguir al enemigo. Juan y el soldado, iban a hacer lo propio, pero aquél se detuvo para ver donde estaba Pablo. Y se preocupó cuando le vio encogido tras una roca de buen tamaño, con expresión de pánico en el rostro y pidiéndoles a él y al soldado que estuvieran quietos. Juan avanzó con cuidado hacia él y, entonces, Pablo le susurró, con tanto miedo que casi no le salía la voz de la garganta:

—Hay otro… allí… viene escondiéndose.

Cuando miró donde Pablo le señalaba, comprobó que estaba en lo cierto. Uno de aquellos seres que avanzaba cauteloso entre la maleza. No les había visto a ninguno de los tres, pero sí a los compañeros que combatían con el cralate superviviente. Lo peor del caso era que, por su posición, era casi imposible que el resto de los combatientes le hubieran visto. Juan recordó los consejos de Raquel y, aunque no se veía haciéndolo, fue consciente de que si aquel ser empezaba a utilizar sus poderes, o lo que era peor, si intentaba convocar a una manada de ratas, sólo les quedarían dos opciones: cargar contra él con la esperanza de distraerle el tiempo suficiente para que los demás compañeros se ocuparan de él, o morir a manos del cralate o de las ratas. Como el soldado se les había acercado, Juan les susurró a sus dos compañeros:

—Dudo que le hayan visto, habría que atacarle.

El soldado asintió sin dudarlo, de hecho, las órdenes eran atacar, y si no habían obedecido era por haber descubierto a un tercer enemigo. Pablo, con los ojos muy abiertos y expresión asustada, quiso replicar, pero desistió de hacerlo y fue a por su ballesta. Sin embargo, Juan le detuvo:

—No, amigo Pablo, tendrá que ser cuerpo a cuerpo. Si fallamos al disparar, nos descubrirá y estaremos perdidos.

Era consciente de que no era buen arquero, y al estar protegido por los troncos, las probabilidades de fallar eran elevadas, incluso para un arquero más experimentado. Pablo, para su sorpresa, replicó agitado:

—Yo no voy. Os cubriré desde aquí, pero yo no me enfrento a eso.

Juan se quedó helado. El soldado se había hecho con un montante y, escondido, dividía su atención entre vigilar al nuevo enemigo y averiguar qué iban a decidir Juan y Pablo. Lo más calmado que pudo, dijo:

—No hay otro remedio. Necesitaríamos vuestra espada para enfrentarnos a ese monstruo. Si se pone a convocar a las ratas, estaremos perdidos. Yo solo no puedo apoyar al soldado, os necesitamos.

Casi sintió lástima por la expresión aterrorizada de Pablo. Pero, al menos, la decepción que acababa de sentir se esfumó, porque, aunque fuera de mala gana, su amigo soltó la ballesta y se ajustó bien el cinto, mientras susurraba, en un lamento:

—¡Me he tenido que juntar con el héroe del pueblo!

Acababan de agazaparse junto al soldado cuando vieron al cralate alzar la cabeza y comenzar a aullar. Justo como Raquel había dicho que hacían. Y recordó qué le había aconsejado para aquella situación. Susurró:

—¡Ahora!

Y cargaron contra él, corriendo con todas sus fuerzas. El monstruo no parecía percatarse de su presencia, y tal y como su amiga le había dicho, parecía el mejor momento para atacarle. Pero, aún así, aquella bestia debía medir un pie o un pie y medio más que él, y el miedo atenazó su corazón cuando estuvo a su lado. Pablo, que se las había arreglado para acercársele por la espalda, le lanzó una estocada muy bien dirigida que le entró por los cuartos traseros y casi lo atraviesa. El cralate se tambaleó e interpuso un brazo para protegerse de Juan, quien por los nervios había lanzado un golpe con la espada medio suelta que dio en el blanco por suerte. Al mover torpemente el brazo, el monstruo recibió un ataque que no le habría alcanzado, y se hizo un corte bastante feo, él solo, con el filo de la ropera, que llenó de sangre el rostro de Juan.

Le habían herido por dos veces, pero hubiera sido insuficiente para derrotarle. Sin embargo, el soldado lanzó un golpe brutal desde una guardia alta, que le dio al monstruo en el otro brazo con tal ímpetu que se lo pegó al pecho, que fue el que recibió el mayor impacto. Y el cralate se desplomó derribado de costado y si Juan no se hubiera apartado a tiempo, le habría caído encima. Lo que sí le cayó a Juan fue más sangre, que le tiñó los cabellos y buena parte del coselete de rojo.

Pablo iba a lanzar una segunda estocada, pero se detuvo jadeando al ver que el cralate no se movía. El soldado le dio varias patadas muy fuertes y la bestia caída no reaccionó, por lo que la dio por muerta y les apremió a regresar de inmediato a la protección del parapeto natural, cosa que hicieron a toda velocidad. Una vez allí comprobaron que el resto de compañeros regresaban a sus puestos tras haber dado cuenta del tercer cralate. Pablo le dijo que estaba perdido de sangre y le ayudó a buscar algo con que limpiarse un poco. Después de aquello, volvió a sumirse en su silencio tenso.

Tras aquello, transcurrió una hora interminable que llegó a su fin cuando vieron aparecer al grupo de soldados, acompañados del oficial al mando, que habían partido hacía un tiempo que se les antojaba muy largo. Volvían desanimados, pero ilesos. Por lo que Juan y Pablo pudieron enterarse, habían sorprendido a un par de cralates aislados, que habían matado sin sufrir ni un rasguño, pero nada más. En una misión cuyo objetivo era diezmar a los cralates, aquello era un fracaso en toda regla, ya que habían tenido más bajas que enemigos habían abatido.

Con ánimo sombrío, la columna emprendió el camino de regreso hacia el punto de reunión con la otra mitad de la expedición, una zona próxima al claro donde habían acampado, pero más próxima a la salida del bosque. Aunque fue una marcha relativamente breve, resultó muy tensa porque la columna cargaba con muchos heridos y la defensa iba a ser difícil en caso de un ataque. Esto no llegó a producirse, pero tuvieron que soportar otra espera de casi dos horas en medio de un bosque denso y oscuro capaz de inquietar incluso a los soldados más animosos. Aunque no sufrieron ningún ataque digno de aquel nombre, varias veces sonaron gritos, órdenes y el ruido que se oye cuando se usan arcos o ballestas. Como ni a Juan ni a Pablo les ordenaron intervenir, permanecieron sentados entre unos matorrales, sin cruzar ni una sola palabra.

Finalmente, llegó el resto de la expedición. Y aunque Juan se cuidó mucho de manifestarlo, ver el estado en que regresaba le cerró la garganta en un nudo. No supo exactamente cuántos soldados habían caído, pero le parecían cerca de diez. Sí le fue evidente, como a todos, que sólo tres de los milicianos habían regresado. El aspecto de los que regresaban era desolador: con las armaduras sucias y con piezas menores rotas, con los rostros repletos de cansancio y horror. Aunque lo que más les desmoralizó fue que don Felipe venía inconsciente y malherido, con lo que la expedición había quedado descabezada.

El siguiente oficial en el escalafón tomó el mando, únicamente, para ordenar una formación defensiva y hacer salir a la expedición del bosque por el camino más rápido. Fueron otras dos horas de marcha angustiosa, en un bosque oscuro bajo cuyos matorrales podía haber cualquier cosa. Sin embargo, durante todo el trayecto no vieron ni a una simple rata. Para Juan, llegar al límite del bosque y verse de nuevo en campo abierto le supuso un alivio momentáneo que, no obstante, agradeció mucho. Al poco rato, se ensimismó y empezó a pensar obsesivamente en la viuda de Pedro y en el huérfano que dejaba. Se le humedecían los ojos de vez en cuando imaginándose la cara de su mujer al recibir la noticia.

Su ensimismamiento tuvo la virtud de hacerle muy llevadero el viaje de vuelta a Gaiphosume. La ruta de regreso fue diferente. En vez de regresar bordeando Metmehapet, dieron un rodeo para no acercarse a la pequeña población y marcharon por las colinas que había al oeste de Gaiphosume. Juan comprendió que iban a llegar directamente al castillo que defendía Gaiphosume, con el objeto de impedir que la gente supiera que casi la tercera parte de los soldados que habían partido se quedarían para siempre en aquel bosque maldito. Sería en vano, porque se acabaría sabiendo, pero, al menos, tardaría algún tiempo en extenderse el rumor.
A los milicianos no les hicieron entrar en el castillo. Con cierta solemnidad, el oficial al mando de la expedición les agradeció su valor, se lamentó por los muertos y ratificó que sus condenas de reclusión quedaban perdonadas. Así, el oficial de la milicia hizo formar a los seis milicianos ilesos y a los tres heridos, dos de los cuales tenían que apoyarse en sus compañeros, y les hizo bajar por la ladera de la elevación que dominaba el castillo hasta alcanzar la carretera que discurría próxima a la costa. No les llevó mucho tiempo alcanzar el puente sobre el río Gaiphosume y entrar en la localidad por la Puerta del Puente.

El espacio despejado que había tras la Puerta del Puente estaba lleno de curiosos, entre los cuales había varios familiares de los milicianos que habían partido. Probablemente, desde lo alto de las murallas, se habría corrido la noticia del regreso de los milicianos, y sus allegados acudían a recibirles. Juan, aún ensimismado, se quedó casi en el mismo sitio en el que había recibido la orden de romper filas. Tras un rato indeterminado, oyó a Pablo decirle, con rabia:

—¿Qué vais a hacer?

Pablo tenía el rostro contraído en una expresión enojada. Respondió muy despacio:

—No lo sé.

—Pues no sé vos, pero yo necesito un trago.

Comenzó a plantearse si acompañar a Pablo o no cuando oyó a una mujer que repetía su nombre. No tenía familia, no se esperaba que nadie fuera a recibirle allí; por eso, no se dio cuenta de que se trataba de Raquel hasta que la miró. Si hubiera tenido un estado de ánimo normal, se habría sorprendido y conmovido de ver cómo le cambió la cara a su amiga cuando vio el aspecto que traía. Raquel se quedó parada un instante, a cuatro o cinco pies de él, mirándole con preocupación el coselete. Embotado como estaba, reparó lentamente en que estaba perdido de sangre de cralate, así que acertó a decir:

—La sangre no es mía.

Pero Raquel le estaba mirando a los ojos, con una expresión entre angustiada y triste. Murmuró, sobrecogida:

—Ha tenido que ser horrible.

Por toda respuesta, Juan agachó un poco la cabeza, ya que no le era fácil mantener la mirada consternada de su amiga. En esto, Pablo le sorprendió diciendo en tono antipático.

—Me voy a la taberna.

Caminando con rapidez, entró en una taberna que estaba muy cerca. Raquel se las arregló para volver a mirarle a los ojos y le preguntó:

—¿Te han herido?

—No.

Y, tras una pausa, con una calidez que consiguió reconfortarle una pizca, añadió:

—Ya ha pasado todo, Juan. Ahora necesitas descansar, comer algo… ¿quieres que…?

Una discusión a gritos la hizo callar. La vio apartarse de él y entrar corriendo en la taberna. Le costó unos instantes reparar en que Raquel había reaccionado así porque uno de los que gritaban era Pablo. Juan se encaminó con paso cansino hacia la taberna, entre un grupo de curiosos que, sin embargo, no entraron como sí lo hizo él. Lo que vio le habría alterado en otras circunstancias. Raquel forcejeaba con Pablo, que fuera de sí le gritaba insultos terribles al tabernero, que le respondía con otros no menos graves. Su amiga le retenía a duras penas, pero le ordenaba que se tranquilizara con una determinación y un coraje que a Juan le parecían impropios de ella. El tabernero le exigió el pago de una cantidad, acompañándolo de unos cuantos insultos, y Pablo le replicó que por aquel vino malo no pagaba ni la mitad. Cuando el otro le mostró un cuchillo de gran tamaño, Pablo redobló sus intentos de apartar a Raquel, mientras gritaba:

—¿A mí me vas a sacar eso, hideputa! ¡Yo te mato!

Y habría desenvainado de no haberlo impedido Raquel agarrándole la muñeca y empujándole. Gritó tan fuerte como los dos hombres cuando le dijo:

—¿Está loco? ¿Va a arruinar su vida por unos cuantos maravedís? ¡Cálmese ya!

En un tono que a Juan le pareció más peligroso que los gritos por lo bajo y grave que sonó, Pablo repuso.

—Raquel, por favor, apártese.

En realidad, pensó Juan, Pablo había ido a enfrentarse a un rival que le superaba con mucho. Aquel tabernero era bien conocido en Gaiphosume por no tenerle miedo a nadie. Había servido en el ejército, de donde le echaron por ser indisciplinado y algo pendenciero, y estaba habituado a tratar con gente de muy mala catadura. Aunque Pablo llevara ropera, Juan estaba convencido de que el tabernero sería muy capaz de descuartizarle. Así que pensó que debía hacer algo. Con la frialdad que le daba el estado de ánimo inusual que le había dejado la expedición que había padecido, se encaminó tranquilamente hacia el hombre, que le miró receloso, e interrumpió la discusión diciendo, con serenidad:

—¿Cuánto dinero le debe mi amigo?

—Diez maravedís.

Sin más, le pagó lo que pedía y, con aquello, terminó la pelea. Pablo, que había dejado de forcejar, salió refunfuñando de la taberna dando grandes zancadas y empujando a varios de los curiosos que habían acudido a ver la pelea. Raquel le siguió a toda prisa y Juan salió del recinto mucho más despacio. Pablo y su amiga iban discutiendo. Se pararon frente a un muro y Pablo, que no hacía más que decir que aquel canalla había empezado, que era un ladrón, que a él nadie le amenazaba, empezó a beberse grandes tragos del pellejo de vino que había comprado, mientras Raquel no paraba de repetirle que se tenía que controlar, que o se calmaba o acabaría en la cárcel o de galeote.

Y, de pronto, Pablo se dejó caer, arrastrando la espalda por la pared, hasta quedar sentado. Y se cubrió la cabeza con ambas manos y empezó a temblar. Raquel se agachó y le escondió con su cuerpo. Y cuando estuvo junto a los dos, la oyó decir:

—Amigo Pablo, no se avergüence. Ha soportado una prueba terrible. Nadie tendría derecho a reírse de vuestra merced si le ve así. Además, yo le cubro, nadie se dará cuenta.

Con un atisbo de sorpresa, Juan comprendió que Pablo estaba llorando. Raquel terminó arrodillándose frente a él y cubriéndole la cabeza con los brazos, el pecho y la cabeza. Su amigo murmuraba entre lágrimas que pensó todo el tiempo que iba a morir, que en aquel bosque no sabía por dónde le iban a venir los enemigos, que estaba oscuro, no se veía y se sentía torpe e incapaz. Raquel, entretanto, le reconfortaba con ternura. Se la quedó mirando un rato, pensando en que no sabía que su amiga supiera lidiar con situaciones como aquella. Acabó sintiendo que estaba de más, así que le dijo, en tono apagado.

—Estaré en la taberna.

Raquel respondió con un gesto nervioso de la mano y asintiendo ligeramente. De manera que Juan les dejó solos y entró con parsimonia en la misma taberna donde Pablo casi se mete en un problema del que no iba a poder salir bien parado. Pidió una jarra de vino al mismo tabernero y, sentado en una de las mesas, apoyando el cuerpo en una pared, se la fue bebiendo muy despacio, sin tener apenas noción del tiempo, pensando obsesivamente en Pedro, su viuda y su retoño.

No supo cuánto tiempo pasó allí. Sólo que aquel intervalo terminó cuando Raquel le puso una mano en el hombro y se sentó frente a él, sonriente. Él sólo acertó a esbozar un principio de sonrisa en respuesta, pero a su amiga no pareció importarle. Juan estaba planteándose preguntarle acerca de Pablo, pero fue ella quien se adelantó:

—He tardado un poco porque preferí acompañar a Pablo a su alojamiento, por si se metía en más líos. Pero no. Cuando dejó de llorar se quedó muy relajado y se recuperó muy rápido por el camino. Me pidió perdón por lo de la taberna y… de verdad, no sé cómo te has hecho amigo de él. ¿Sabes lo que me dijo al despedirse?

Juan, con un movimiento muy ligero de la cabeza, repuso que no, y Raquel continuó, en un tono más divertido que indignado:

—Que como se iba a acostar, que si no podía darle un beso de buenas noches. Me molestó un poco, pero después de lo mal que lo había pasado, no fui capaz de negarme, y le besé en la mejilla. ¿Y sabes lo que me dijo? —En esta ocasión, no esperó a tener respuesta—. Que hubiera preferido un beso menos decente, pero que estaba bien para empezar. ¡No tiene vergüenza!

Raquel le miró sonriente unos momentos, a lo que Juan repuso con otra sonrisa débil, y prosiguió:

—Pero lo bueno es que ya ha recuperado las ganas de bromear. Le bastará dormir bien, tomarse un buen desayuno y hacerse a la idea de que ya está en un sitio seguro, y lo habrá superado, si es que no lo ha hecho ya. En cambio, tú me preocupas mucho más.

Juan se enderezó, mirando a su amiga extrañado, pidiéndole sin palabras que se explicara, cosa que hizo de inmediato.

—Cuando te saludé en la plaza tenías los mismos ojos que mi hermano la primera vez que participó en un combate de verdad. Me diste tanta pena…—y, añadió, clavándole la mirada en sus ojos—: lo habéis pasado muy mal… seguro.

A Juan se le hizo un nudo en la garganta, pero se limitó a asentir ligeramente. Preferiría que Raquel no siguiera recordándole lo que había padecido en aquella expedición que tan mal había terminado, aunque no tenía fuerzas para protestar. Pensó que no se merecía estar allí, que hubiera sido mejor para todos si en vez de morir Pedro, hubiese caído él víctima de su estupidez cuando casi sale del perímetro del campamento la noche que acamparon. Mientras le pasaba todo aquello por la cabeza, apenas hizo más que mantener la vista perdida en su vaso de vino, y rodearlo con la mano. Su amiga lo sacó de su estado, diciéndole:

—Mi hermano se pasó dos días sin hablar apenas. No quiero ni acordarme… Preferiría que reaccionaras como Pablo. Mira, no hay motivo para avergonzarse. Mi padre me ha dicho más de una vez que, en casos como el vuestro, acaban llorando más bisoños de lo que te creerías, y no son más débiles o cobardes que los demás, es sólo su forma de sobreponerse a lo que han vivido. Tú haces mal en tragártelo, sólo conseguirás sentirte desgraciado y culpable durante más tiempo.

La única reacción de Juan fue bajar la cabeza y apurar su vaso de vino. Tras un intervalo de silencio, Raquel comprobó cuanto vino quedaba en la jarra, le sirvió más, con lo que acabó con el contenido de la jarra, y le dijo:

—¿Harán buen hipocrás aquí? Espera un momento.

Su amiga se levantó y se dirigió hacia un sitio que Juan, que no se había movido, no vio. Tras un rato, volvió con las mejillas encendidas y una expresión algo rara. Sin alzar mucho la voz, le dijo:

—Me ha dicho el tabernero que no tengo que pagar. Que una chica tan valiente como yo se merece una invitación. No he sabido qué decir.

Juan tampoco supo qué contestar, así que acabaron con el vino y el hipocrás sin apenas hablarse. Raquel, finalmente, dijo:

—Vámonos. No deberías presentarte mañana con la armadura tan sucia. Aún hay luz suficiente.

Y le condujo, de nuevo, al exterior de las murallas. Juan se dejó llevar dócilmente, de modo que Raquel recorrió un trecho de la ribera del río Gaiphosume hasta encontrar una zona que le satisfizo. Bajo la luz menguante del atardecer, le ayudó a quitarse el coselete y se afanó un buen rato en limpiarlo de sangre, mojando un trapo que traía en el agua y que terminó teñido de rojo. Por primera vez, mientras la veía concentrarse en su coselete, Juan disfrutó contemplando cómo le caía el cabello sobre los hombros, la figura tan espléndida que tenía y lo guapa que era. Le ayudó mucho a levantarle el ánimo tenerla a su lado, y cuando, usando otro trapo, se dedicó a quitarle del rostro y del cuello la sangre reseca, sintió que, además de la suciedad, le estaba librando de parte del pesar que se había traído de la horrenda expedición.

A pesar de que Juan insistió en que no hacía falta, Raquel se empeñó en acompañarle hasta el edificio donde vivía. Apenas había ya luz cuando su amiga le abrazó y se despidió de él con dos besos, que aclararon otro poco más su ánimo sombrío. Subió agotado las escaleras, que se le hicieron muy largas, y no hizo más que desvestirse y acostarse. Se quedó dormido casi de inmediato.

Y no tuvo ningún sueño.

06 febrero 2012

(Cuentacuentos) El globo rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera

Termino al fin la historia que empecé hace dos frases. Las otras dos partes son:

http://sinciforma.blogspot.com/2012/01/cuentacuentos-hay-verguenzas-que-un.html

y

http://sinciforma.blogspot.com/2012/01/cuentacuentos-no-pienses-que-te-voy.html

Dudaba que pudiera usar la frase de esta semana para rematar la historia, pero sí he podido, porque me he informado un poco y he descubierto dos cosas:

1) Los globos son un invento medieval. Algunos juglares inflaban vejigas de animales para distraer a los niños. Pablo lo explica un poco.

2) Las aceras son un invento renacentista. La Villa de Madrid, en 1612, decretó que todas las calles deberían tener aceras. Lo que sucedió es que nadie hizo caso de la ordenanza hasta más de dos siglos después. Sucedía que las autoridades exigían a los propietarios de las casas de Madrid que construyeran, cada uno, su trozo de acera, pagándolos de su bolsillo. Y nadie lo hizo. La España de entonces no era tan distinta a la de hoy en día.

Aquí está la última (y larga) parte del relato:

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EL GLOBO ROJO TRATABA DE ESQUIVAR AQUELLA MULTITUD SOBRE LA ACERA

El globo rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera, mientras un grupo de niños lo perseguía. El alboroto que causaban éstos hizo que el señor de Pablo interrumpiera brevemente su relato y dedicara una mirada triste a los chavales. A Pablo le pareció ridículo que aquellos mocosos se empeñaran en perseguir lo que sería, probablemente, la vejiga de algún animal pintada de rojo y llena de aire, creada por algún juglar con ganas de hacerse notar.

Al menos, el globo no abandonó nunca las aceras, que eran una innovación muy curiosa de la ciudad de Burna. Eran una solución a los problemas que causaba que los peatones caminaran por las calles libremente, cruzándose por delante de carros o diligencias. Las aceras estaban reservadas a los que marcharan a pie, mientras que el resto de la calle quedaba para los carros y caballos. A Pablo de parecía un invento poco útil y costoso, propio de una cuidad como Burna, llena de ricachones y siempre empeñada en ostentar.

Con un suspiro, su señor retomó el relato.

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Llegamos al mostrador y vi a Clarissa dejar el barril junto a otros mientras continuaba alumbrándola. Terminó rápido se hizo con la lámpara y volvió a lo suyo con un "adiós" muy escueto. Interpreté aquello como un rechazo, sensación que se reforzó cuando la vi afanarse con tazas y cubiertos sin hacerme el menor caso. Se me aceleró el pulso cuando pensé que tenía que decirle algo, demostrarle algo de interés, que no creyera que la rechazaba por no ser lo bastante atractiva. Permanecí un rato allí, buscando una frase, que acabé por encontrar. Pero no tuve oportunidad de decirla a la primera, porque Clarissa me dijo, en un tono seco:

-¿Qué sucede? ¿Por qué no te vas a tu habitación?

Me llevó algo de tiempo comenzar a responderle:

-M... Es que... Yo... Como te alumbré al ir al sótano, me pregunto... si querrías llevarme a mi habitación.

Clarissa me miró mordiéndose ligeramente el labio, con una expresión divertida en los ojos. En tono zalamero añadió:

-¿No sabes ir solo?

Respondí que no y le tendí un brazo, a lo que Clarissa respuso con una risita. Sin embargo, tomó el antebrazo que le ofrecía y subimos la escalera que daba a las habitaciones bien pegados. Me llevé una sorpresa cuando, al llegar al final de un pasillo, tomó la dirección opuesta a la que debía llevarme al cuarto que debía compartir con los otros cinco escuderos. Se lo hice saber con timidez y su respuesta me descolocó mientras subíamos otras escaleras:

-Hoy no vas a dormir ahí. Te llevo a una habitación mucho mejor.

Me puse muy nervioso porque no sabía adonde me llevaba, porque el segundo piso era muy lóbrego y porque quizá empezara a insinuárseme de nuevo. Llegamos a un rincón muy oscuro donde había una puerta. Clarissa se sacó una llave de la faltriquera, abrió la puerta y entramos. Cuando la mujer cerró la puerta detrás de mí, me empezó a latir el corazón con furia. Me quedé inmóvil en medio de la habitación mientras ella encendía velas de varios candelabros, hasta que la habitación quedó bien iluminada. Se trataba de una habitación de mujer.

Comprendí adónde me había llevado, y me costó mucho esfuerzo reprimir mis nervios. Fui capaz de volverme hacia ella, y me encontré con que me miraba con intensidad, sonriendo ligeramente. De lo que no era capaz era de portarme como, se suponía, tendría que portarse un hombre en aquella situación. No me veía capaz de tomar la iniciativa. Pero no hizo falta. Mientras parecía desatarse la ropa por la espalda, me dijo, coqueta:

-¿Te gusta mi habitación?

Respondí que sí, que era muy bonita, con una voz que casi no me salía de la garganta, ya que mientras contestaba, vi como el vestido que llevaba Clarissa, que era de una pieza, caía al suelo y se quedaba delante de mí en camisa y calzas. Continué inmóvil mientras se quitaba con sensualidad las calzas y dejaba a la vista unas piernas impresionantes. Cuando se quitó la camisa de la misma forma y pude verla desnuda pensé que era la mujer más hermosa del mundo, y mi cuerpo empezó a reaccionar por sí mismo.

Clarissa se me acercó, mirándome a los ojos, me puso las manos en los hombros, acercó su boca a la mía hasta casi tocarla y, al fin, fui capaz de hacer algo; la abracé y la besé. Ella se liberó dulcemente, y en el mismo tono me dijo:

-Tú no has yacido con muchas mujeres, ¿verdad? Yo diría que con ninguna, ¿me equivoco?

La mirada de Clarissa, la calidez que parecía desprender su cuerpo, el lugar donde estaba; todo aquello me impulsó a ser sincero, a mi pesar:

-No te equivocas.

Y, para mi sorpresa, se rió y me dijo:

-¡Cómo me gustan los chicos guapos e inexpertos! ¡Me encanta enseñarles! Déjalo en mis manos.

Y, con una sonrisa preciosa, me quitó el jubón, y después la camisa. Lo hizo de una forma que me puso, de placer, los vellos de punta. Y fue aún mejor cuando empezó a besarme el pecho y a ir bajando hasta llegar a los pantalones, que me empezó a quitar.

Nunca olvidaré la noche que pasé con Clarissa. Aparte de preciosa era muy ardiente y me trató con una paciencia extraordinaria, sin que le importase que no tuviera ni la menor idea de lo que hacer en esas situaciones. Aprendí donde besar, cómo tocar y cómo satisfacer a una mujer. Nos amamos largo rato hasta que terminamos acostados frente a frente. Le así una mano y Clarissa respondió al gesto con una sonrisa, antes de quedarse dormida. Yo estuve contemplando su rostro un rato, hasta caer dormido también.

* * * * * *

Me despertaron unos alaridos horrendos, y un rumor de lucha que parecía venir del piso de abajo. Clarissa y yo nos despertamos a la par. Me dio tiempo sólo a incoporarme, porque mi compañera me hizo volver a tumbarme con delicadeza y me dijo con tristeza:

-No te levantes, cielo. Quédate conmigo.

Le retiré la mano con la misma delicadeza, me volví a incorporar y respondí, mientras entre los alaridos se colaban súplicas desesperadas:

-Tengo que irme, he de proteger a mi señor, a mis compañeros, tengo que luchar... Tú quédate aquí, cierra bien la puerta y escóndete.

Comprendí que algo marchaba muy mal cuando la reacción de Clarissa fue montar en cólera. Me agarró de la garganta con mucha fuerza, clavándome los dedos y me obligó a tumbarme nuevamente. Y me quedé inmóvil por el terror cuando me gritó:

-¡Te he dicho que te estés quieto!

Aparte del tono furioso, lo que me aterrorizó fue que la dentadura blanca y perfecta de Clarissa se había convertido en dos hileras de colmillos. Fui consciente de que estaba perdido, que habíamos dado realmente con la Posada Maldita del Lanyur. No osé moverme; sólo cuando empezó a faltarme el aire, di muestras de estar ahogándome. Y, entonces, el monstruo que había confundido con una mujer preciosa, aflojó su presa y me dijo con dulzura:

-No, no, cariño, no tengas miedo. Lo que pasa es que os habéis alojado en la Posada Maldita del Lanyur. Tus señores y los escuderos ya están perdidos. Si bajas para luchar sólo conseguirás que te maten-. Empezó a acariciarme una mejilla con ternura mientras proseguía-. Eres tan guapo y tan amable que me daría mucha pena comer tu carne, o tomarme una sopa hecha con tus huesos. Quédate conmigo, ya que ninguno de los míos entrará aquí sin mi permiso. Cuando sea seguro, te sacaré de la posada.

Sentí que aquel monstruo me estaba mintiendo, pero allí, desnudo, desarmado y solo, no tenía más remedio que, por el momento, mostrarme dócil. De pronto, pensé que aquello bien podía ser una pesadilla, pero parecía demasiado real para serlo. Y con ciertas esperanzas, recordé lo que había dicho nuestro clérigo y aventuré a decir, para fingir algo de rebeldía:

-No puede ser, esto no puede ser la posada maldita.

Clarisa, que había vuelto a acostarse, pero asía férreamente uno de mis brazos y no me quitaba ojo de encima, sonrió y dijo:

-Claro que sí puede ser. El clérigo que venía con vosotros lo ha explicado. Dijo, exactamente: "Ningún edificio que hunda sus cimientos en la tierra puede ocultar la maldad del hechizo que he empleado". Y tiene razón. Toda la razón.

Hizo una pausa teatral que mató todas mis esperanzas. Clarissa prosiguió y me hundió en la desesperación:

-Lo que sucede es que la Posada Maldita del Lanyur no tiene cimientos. Cambia su situación cada semana y se limita a posarse en la tierra, no a hundir sus pilares en ella para absorber la maldad, como hacen otros lugares encantados. Por eso, a pesar de vuestros esfuerzos, nunca podéis encontrarla. Y nunca lo conseguiréis. Porque la maldad que convierte este edificio en maldito está concentrada en un sitio que ni te imaginas.

Pareció disfrutar cuando fui incapaz de ocultar mi abatimiento, pero, durante la hora interminable que pasamos despiertos en su cama, no me hizo el menor daño. De pronto, sin que yo hubiese advertido el menor cambio que lo justificara, Clarissa se levantó, luciendo lo que seguía siendo un cuerpo de mujer de belleza extraordinaria, y me ordenó en tono seco:

-Levántate y vístete.

Lo hice tiritando, no tanto de frío sino de miedo, por lo que cuando terminé, ella ya estaba vestida y me miraba con impaciencia. Me tomó del antebrazo derecho, abrió la puerta y me dijo en un susurro:

-Procura no hacer ningún ruído. Toda mi gente ya estará dormida, pero si nos cruzamos con alguien, no tendré más remedio que entregarte para que te descuarticen y te salen para tu carne aguante más. ¿Entendido?

Asentí aterrorizado y, con mucha cautela, deshicimos el camino que habíamos recorrido unas horas antes. Por fortuna, nadie nos salió al encuentro, y, tras haber cruzado el salón en aquella cena que tan feliz había creído, Clarissa abrió la puerta de la posada y la volvió a cerrar cuando estuvimos fuera. Noté que ya había cierta claridad. En vez de dejarme libre, me empezó a conducir hacia un lugar indeterminado entre los árboles. Fue entonces cuando me planté y dije que me soltase ya, que ya estábamos fuera de la posada, que adonde me llevaba. Con cara de pocos amigos, me repuso:

-La posada esta rodeada por una barrera que la incomunica del resto del mundo. ¿Cómo si no conseguimos pasar desapercibidos? Cuando se nos acaba la carne, la abrimos y cuando capturamos a unos cuantos idiotas, la volvemos a cerrar. Pero hay un punto donde se puede abrir una puerta para escapar en casos de emergencia. Ahí te llevo, pedazo de estúpido.

Y con una fuerza que era incapaz de resistir, tiró de mí hasta que terminé accediendo a acompañarla. La zona que rodaba la posada era muy siniestra, con un bosque de aspecto lóbrego y casi enfermizo. No me fiaba de Clarissa, pero como no tenía mucho que hacer contra ella, decidí fingir docilidad a la espera de un momento en que defenderme.

Llegados a un punto nos detuvimos y supe que habíamos llegado adonde mi acompañante quisiera llevarme. De pronto, Clarissa se puso tensa y yo también percibí un rumor de pasos. Una voz burlona de mujer me sorprendió al sonar a mi espalda:

-Clarissa, querida, ¿me puedes decir qué estás haciendo?

La ferocidad con que le respondió, me hizo pensar que no se llevaban demasiado bien:

-¡No es asunto tuyo! Quiero liberar a este muchacho. Con los otros que hemos capturado hoy tenemos carne para dos semanas, así que no necesitamos a este.

-¡Oh! ¿Te has enamorado? ¿Fornicas una sola vez y ya pierdes la cabeza? Tienes que quitarte esa manía.

Clarissa pareció calmarse, y pasó a responder con sarcasmo:

-Cassandra, cielo, ¿lo tuyo es glotonería o es que los demonios no te han querido ni tirar los despojos?

-No, querida, es que es injusto que quieras disfrutar tú sola de un muchacho tan guapo. Con lo joven que es y la buena forma que tiene, debe tener una carne tierna y jugosa. Y es tan apuesto que a lo mejor yazgo con él unas cuantas veces antes de comérmelo... Pero déjalo ya, Clarissa, entrégame al muchacho y vete.

-¡Jamás! ¡Ven aquí a quitármelo!

Cassandra parecía una mujer de la talla de Clarissa, pero de piel muy blanca y fina y con una melena rubia. Era tan atractiva como el monstruo con el que había compartido lecho hacía unas horas, o quizá aún más. Pero aquella conversación que mantenían había conseguido aterrorizarme hasta el punto de que las piernas me temblaban. Y que fueran a pelearse me inquietaba mucho más. De pronto, Clarissa me miró haciendo unos gestos raros con las manos, y mis piernas se quedaron paralizadas. La bruja se limitó a decirme lo siguiente:

-Es por tu seguridad. Si pierdo estás muerto, corras lo que corras. Si gano y has salido huyendo, no estoy segura de poder localizarte a tiempo. Quédate ahí y disfruta.

Clarissa se refería, consideré, a que disfrutara de la pelea, cosa que veía muy complicada. Las dos brujas se acercaron, giraron lentamente la una alrededor de la otra, como si se tratara de fieras, y se amenazaron varias veces con las bocas llenas de colmillos. Una vez, de adolescente, había visto pelearse a dos mozas y a mí resultó una visión bastante desagradable, a pesar de que, para la ferocidad con que se golpearon, las consecuencias no fueron más que algún moretón, el pelo revuelto y la ropa desordenada. Cuando Cassandra se echó sobre Clarissa aquello fue igual que ver a dos perros rabiosos pelearse. Forcejearon, se pegaron y se mordieron varias veces, tan enzarzadas que costaba trabajo seguir la pelea. Se paró momentáneamente el forcejeo cuando Clarissa mordió el antebrazo de su rival y la hizo aullar de dolor. Mantuvo la presa hasta
que Cassandra la obligó a soltarse a base de puñetazos. Cuando Clarissa retrocedió mareada y con una ceja rota, su oponente la mordió cerca del cuello, y no la soltó hasta que Clarissa la obligó a base de golpes.

Cassandra parecía ser más fuerte, o más feroz, que su rival, y aunque tenía la mitad del rostro surcado por unos arañazos terribles, que la obligaban a cerrar un ojo por la hemorragia, Clarissa había recibido un mordisco en la mejilla y varios en brazos y antebrazos, y gritaba más que su oponente. Me encontré deseando que de aquel combate de monstruos fuera Clarissa la que saliese victoriosa, pero mis esperanzas se esfumaron casi del todo cuando Cassandra logró derribar a Clarissa y caer sobre ella. Tras un forcejeo breve, mi supuesta salvadora estaba boca abajo, y su rival encima. Clarissa pataleó e intentó volverse, y cuando estaba tumbada de costado, Cassandra le mordió el brazo y comenzó a agitar la cabeza, igual que hacen los perros feroces. Se me revolvió el estómago y llegué a taparme los oídos para no oír más los alaridos de Clarissa, que no
podía liberarse.

De alguna forma, Clarissa pudo alzarse un poco, y con rapidez se volvió y echó el cuerpo encima de la cabeza de su enemiga, que ni aún así había abierto las mandíbulas y seguía golpeándola donde podía. Eso lo logró como las demás veces, sólo que en esta ocasión, no entendí cómo no le había abierto la cabeza a Cassandra. Una vez libre, Clarissa quiso seguir con los golpes, pero Cassandra tiró de ella hacia delante, se revolvió y la mordió en el muslo, con la misma ferocidad de antes. Y, a punto de vomitar, tuve que taparme los oídos de nuevo. Y fui consciente de que iba a morir. Clarissa se liberó de nuevo, pero esta vez ayudada por una piedra que Cassandra le arrancó de las manos antes de separarse, con el cabello rubio teñido de sangre.

Las dos luchadoras se levantaron jadeando, llenas de heridas y de sangre. Pero Clarissa se mostraba más quebrantada; cojeaba y no podía mover uno de los brazos. Cassandra la atacó, la derribó sin problemas y lucharon desesperadamente en el suelo. Y sucedió lo impensable. Clarissa, tras haber rodado ambas por el suelo consiguió inmovilizarla boca abajo un breve instante, el suficiente para morderle el cuello y agitar con ferocidad la cabeza. Oí un crujido espeluznante, que me hizo doblarme sobre mis piernas paralizadas y vomitar. Cuando pude alzar la vista, Clarissa sacudía el cuerpo inmóvil de Cassandra, con incredulidad. Al fin, se levantó exultante y me dijo entre jadeos:

-La he vencido... Es la primera vez... que lo consigo.

Tras un gesto suyo, mis piernas recuperaron la vida, lo que me facilitó acabar de vomitar. Clarissa se me acercó cojeando y con cierta debilidad, me ayudó a incorporarme mientras me decía:

-Vamos, cielo, que ya no queda casi nada-. Y añadió muy alegre-. He podido con ella... por fin.

Acerté a decir, con mis nervios a punto de explotar:

-¿Pero a qué precio lo has hecho? Estás destrozada... desfigurada.

Clarissa se limitó a sonreír y a decirme:

-Otras veces he acabado peor. Yo ya estoy muerta, por eso mi cuerpo es muy distinto al tuyo. Dentro de cinco o seis días estaré repuesta y no me quedarán ni cicatrices. A Cassandra le va a llevar más tiempo porque, cuando te libere, voy a seguir pegándole hasta que me harte. Pero no creo que tarde más de dos semanas en volver a darme la lata.

Tras una pausa, añadió:

-Llévame del brazo; casi no puedo andar.

A pesar de considerarla como un ser diabólico, que gravemente herida, sólo pensaba en ensañarse con su enemiga vencida, no me sentí capaz de negarme. Recorrimos un trecho pequeño con mucha lentitud, ya que Clarissa, en verdad, apenas podía tenerse en pie. En un momento determinado, hizo una serie de gestos con las manos y, al terminar, anunció:

- Ya está. Pasa entre esos dos troncos y serás libre.

Di varios pasos rápidos hacia allí, pero pensé que debería, por lo menos, despedirme de Clarissa, y darle las gracias. Así lo hice, y su respuesta fue reírse y decir:

-¡Qué encanto! Anda, ven y dame un beso, aquí, en la mejilla.

Le hice caso y, en respuesta, suspiró y añadió:

-Qué pena que no esté en condiciones de hacerlo contigo una última vez... Te aconsejo que no se te ocurra alojarte en ninguna posada de la región entre Mencea y Yarte, porque si te alojas de nuevo en la Posada Maldita, no tendrás tanta suerte como hoy. Y ahora vete. Y cuídate.

Y sin más, crucé entre los troncos y me vi en la carretera hacia Mencea, en lo que era una mañana clara y algo fría. Avancé con precaución, a escondidas, hasta una posición en la que divisar la posada. Pero la zona estaba vacía, completamente. Así que estuve caminando casi todo el día hasta que un labriego compasivo me llevó en su carro y me ofreció alojamiento en su granja.

Y esto era lo que quería contarte, Pablo.

* * * * * *

Pablo se quedó pensativo un rato. Su señor tenía la vista perdida en el fondo de su jarra de cerveza, ya prácticamente vacía. Ató cabos y le preguntó:

-Entonces, si a vuestra merced no le importa contestar, ¿Clarissa era una de las tres brujas que han muerto hace un rato?

Con un suspiro, repuso:

-Sí. Era la del cabello negro. Estaba igual que como la recordaba.

Pablo seguía pensando, planteándose muchas cosas, asimilando la historia que le había narrado su señor. Entrecerrando los ojos, con una sonrisa leve, le preguntó:

-Sin intención de ser indiscreto, ¿su tristeza proviene de que sentía amor, o al menos, simpatía por Clarissa?

Aquella pregunta le hizo reaccionar y respondió airado:

-¡No! ¡Nunca! No puedo amar a un monstruo así, pero...-y bajó la vista de nuevo, volviendo a un tono mucho más calmado-, el caso es que le debo la vida. Pero no es eso lo que me atormenta. Ya que me he sincerado ante ti, amigo Pablo, seguiré haciéndolo. Me atormenta la idea de que ella me salvó, luchó por mi vida, y cuando fue ella la que estuvo en problemas... no hice nada.

Pablo miró con nuevos ojos a su señor. Dudaba mucho que estuviera hablando de sacar la espada en plena ejecución, atacar a los verdugos y llevarse a Clarissa a caballo. Con suspicacia, le dijo:

-Pudo vuestra merced interceder por ella. A fin de cuentas, por muy bruja que fuera, siempre será un atenuante haber salvado una vida, y posiblemente, más. Pero si hubiera, mi señor, hablado en su favor, tendría que haber reconocido ante el tribunal que fornicó con una criatura diabólica, y eso hubiera sido fatal para su carrera. Habría llegado a perder su condición de caballero.

Creyó Pablo que estaba terminando de atar todos los cabos, y que comprendía que para un hombre de tan grandes ideales como su señor, haberse visto obligado a elegir entre su propia carrera, labrada durante más de veinte años de servicio, y sus ideales caballerescos de devolver las gracias concedidas le habría supuesto un sufrimiento intolerable. Era una idea interesante.

Sonrió sin darse cuenta y, al alzar la vista, reparó en su que señor le miraba con una mezcla de irritación y suspicacia. La situación le pareció graciosa, y empezó a reírse a carcajadas, ante el asombro de su señor. Ya no tenía sentido seguir fingiendo. Con cierto descaro, Pablo dijo:

-Le tengo por alguien astuto, así que dejaré que lo deduzca. A ver, ¿cuánto hace que fue destruida la Posada Maldita del Lanyur?

Su señor repuso con recelo:

-Un año y cinco meses.

-¿Y cuánto tiempo llevo yo a su servicio?

Su señor abrió mucho los ojos, de pura estupefacción, e hizo ademán de levantarse. Pero Pablo le apretó con fuerza una muñeca y le dijo:

-Si yo fuera vuestra merced, me quedaría quieto.

Y dejó a la vista, en una sonrisa espantosa, dos hileras de colmillos que recorrió con la lengua antes de volver a cerrar la boca. La cara de terror del que se había creído todo este tiempo su señor casi le hace volver a reír. En vez de eso, en el tono en que un padre le explicaría un concepto complejo a un hijo inexperto, Pablo empezó a decir:

-Ay, mi señor. ¿De verdad está tan apenado por culpa de Clarissa? No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que vuestra merced no fue el único. De hecho, era raro que no se encaprichara del muchacho más joven y dulce de cada grupo que atrapábamos. A lo mejor se piensa que esa buena obra la hizo sólo para vuestra merced, o que fue el único con el que Clarissa compartió lecho. Lamento decirle que si le perdonábamos aquellas excentricidades era porque andábamos sobrados de carne y porque bastaba protestarle un poco para que se metiera en tu lecho a cambio de que no la castigaran. Y, por cierto, ella y
Cassandra estaban siempre peleándose a la menor oportunidad. No luchó por salvarle, sino por el odio que le tenía a la rubita-. Pablo suspiró burlón, y añadió-. Ah, Clarissa, era una bruja malísima, pero debe saber que todos los malvados hemos sido niños alguna vez. Clarissa acabó en la Posada porque la quemaron injustamente por bruja, lo que convierte en brujos a los inocentes. Una vez, hace muchos años, fue una muchacha dulce y enamoradiza, que estaba loca por un joven de su pueblo. Lo normal es que cuando a tu novia la acusan de bruja le des de lado. Pero aquel chaval era bastante estúpido, o era lo bastante bondadoso pensará vuestra merced, tanto que, espada en mano, quiso librarla de la hoguera. Los soldados le descuartizaron, claro, pero creo que aquel recuerdo le daba su absurda compasión.

Su antiguo señor le miraba fijamente, inmóvil por el dolor de su muñeca. Pablo no se resistió a hurgar un poco más en su herida:

-Tengo que confesarle que sus remordimientos están justificados. Independientemente de los motivos, Clarissa le salvó la vida y, en pago, se ha limitado a verla arder sin mover un dedo. Bonita forma de defender la Justicia.

Pablo disfrutó al ver la expresión dolida de su antiguo señor. Y concluyó:

-¿Sabe una cosa? Mis nuevos amos me ordenaron matar a su antiguo escudero y sustituirle, para infiltrarme en el ejército real y vengar la pérdida de la posada matándole cuando hubiera recabado la información suficiente. Pero... no pienso hacerlo. Le dejaré vivir con sus remordimientos, con la certeza de que una bruja malvada supo ser más compasiva que vuestra merced, que le falló a alguien a quien debía su vida. Mis amos verán que es peor castigo dejarle vivir.

Al fin, Pablo, que había devuelto a sus dientes su aspecto humano, se despidió de su antiguo señor con una reverencia burlona y le dejó frente a su jarra de cerveza, sumido en la más oscura de las prisiones.

04 febrero 2012

Investido como nuevo doctor por la Universidad de Málaga

Aunque ya hace diez meses que leí la tesis, el día 2 de febrero tuvo lugar el acto académico de investidura como nuevos doctores de la Universidad. Esto es así porque el acto se hace el año posterior a haber leído la tesis.

La verdad es que fue un acto muy bonito, me lo pasé bastante bien, asistió mi director de tesis, estuve con un compañero de fatigas doctorales. El coro cantaba muy bien en latín... Por cierto, que el juramento que hacemos los nuevos doctores (aunque lo hizo un compañero, en representación del resto) es:

"POLLICEOR ME MAXIMA DILIGENTIA, FIDE ATQUE HONESTATE MUNERE FUNCTURUM, UT UNIVERSITATIS HONOREM POSSIM AUGERE."

O sea, que prometo desempeñar mi doctorado con la máxima diligencia, fidelidad y honestidad, para aumentar el honor de nuestra Universidad. La anécdota es que creí que tenía que pronunciar esas palabras y estuve un buen rato aprendiéndome la frase en latín. Si hubiera leído con más calma la carta que me enviaron desde Protocolo...

Y bueno. Como no llevé mi cámara, tengo muy pocas fotos, pero el Diario Sur hizo unas cuantas. Podéis ver una galería aquí:

http://www.diariosur.es/multimedia/fotos/ultimos/92330-nombra-nuevos-doctores-0.html

Yo aparezco en la foto 27. Soy, de los tres de azul, el que está en el centro.

De vez en cuando, son buenas estas celebraciones y pequeñas alegrías.