25 noviembre 2018

#OrigiReto2018 Alma de papel

Relato para el Reto de escritura de #OrigiReto2018 - Ejercicio: 10- Continua un cuento conocido en lugar de aceptar el final.

Bases en:
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com.es/2017/12/reto-de-escritura-2018-origireto.html
o en
http://plumakatty.blogspot.com.es/2017/12/origireto-creativo-2018-juguemos.html

Aquí ya queda claro, así que lo puedo decir. El cuento en que se basaba el relato anterior de noviembre era El soldadito de plomo, Hans Christian Andersen. Aprovecho este ejercicio del reto para cambiarle el final. Ese cuento es uno de los primeros que recuerdo haber leído y es uno de mis preferidos de siempre. Espero que os guste.

Son 1040 palabras y aquí está la pegatina de noviembre.




ALMA DE PAPEL


Era tan injusto. Después de todo lo que había padecido mi capitán y, poco después de regresar al hogar, aquel duende maldito había logrado al fin su propósito. Mis hermanos empezaron a dispararle, pero el monstruo huyó y se escondió debajo de la cama.

Yo no disparé porque vi algo que me partió el corazón. La bailarina a la que amaba se había lanzado a rescatarle. Creo que nunca supo que el papel no resiste el fuego. Llegó hasta él y su precioso vestido y su cuerpo grácil de bailarina se carbonizaron en un instante. Solo quedó de ella la lentejuela, que ya no brillaba con los rayos del sol, sino que quedó ennegrecida por el fuego. Mi capitán se derritió y quedó convertido en una gota con forma de corazón, sobre la que se pegó la lentejuela. La madre de nuestro dueño apagó el fuego con agua y solidificó a nuestro desdichado capitán, que ya solo era un corazón de plomo con una lentejuela gris oscura incrustada.

Llorando, mi dueño puso el cadáver de nuestro capitán dentro de la caja y nos guardó. Aquel día no quiso jugar más.

Dentro de nuestra caja, los veinticuatro soldados restantes lamentamos la muerte de nuestro capitán. Sin embargo, éramos luchadores valientes y decididos, y pronto nos planteamos si había alguna forma de cambiar el final de aquella historia. No quisimos aceptar un destino tan cruel y debatimos durante horas.

—El ratón de la alacena —dijo Holger—. Es viejo y muy sabio. Él sabrá qué hacer.

No fue una operación fácil. La mesa era muy alta y nuestro capitán y lo que quedaba de la bailarina pesaban mucho. Creamos una cadena que dos de los nuestros sujetaron hincando sus bayonetas en la mesa. De esa forma, tres de nosotros nos dejamos caer tan cerca del suelo que no nos rompimos nada. Corrimos hacia la planta baja mientras los veintiún compañeros amenazaban al duende cruel con acribillarlo si se le ocurría seguirnos.

Fue duro bajar las escaleras, aunque lo hicimos sin sufrir daños ya que nuestro pobre capitán, en su forma actual, no podía romperse. Nos limitábamos a tirarlo primero y a formar una cadena para caer unos encima de otros. Cuando cruzamos el agujero de la alacena donde vivía el ratón, este nos recibió con alegría y algunas caricias con el hocico.

—Nuestro capitán —le dije— ha caído en el fuego y ha quedado convertido en esto. La lentejuela es lo único que ha quedado de la bailarina a la que amaba. ¿Podemos hacer algo por ellos?

El viejo ratón olfateó largo rato el corazón de plomo. Permaneció pensativo y, al fin, dijo:

—El alma de vuestro capitán sigue encerrada en el plomo, porque esa es su esencia. Para recuperarlo, solo tenemos que volver a fundirlo y devolverle su antigua forma. No importa que la pintura se haya esfumado, podemos volver a pintarlo.

—¿Y la bailarina? —pregunté esperanzado.

—Tenía el alma de papel. El fuego la destruyó y todo lo que fue ha desaparecido para siempre.

—¡No puede ser! —dije—. Esta historia no puede terminar así. No quiero que mi capitán viva con el corazón roto, no lo acepto. El alma de la bailarina tiene que estar en la lentejuela.

El ratón golpeó con la uña la lentejuela varias veces.

—La lentejuela está ennegrecida. Si su alma pudo refugiarse ahí dentro, algo que no creo, no volvería a ser la misma.

—¡Claro que sí! —insistí—. Le traeré papel. Recuerdo muy bien como era. La haremos exactamente igual que antes, pintaremos de blanco la lentejuela y se la pondremos sobre la banda azul. Volverá con nosotros, el destino no puede ser tan cruel.

—No tengo papel —dijo el ratón con tristeza.

Salí sin decir más. Había visto una papelera al bajar las escaleras. El destino estaba de mi parte, porque había un par de papeles arrugados alrededor. Cargué con ellos y regresé con mis compañeros. Uno de los soldados se había prestado a crear el molde. Bastó encerrarlo entre una lámina de arcilla y un trozo de losa y que el viejo ratón se echara encima de la losa a dormitar. Cuando el molde estuvo seco, el ratón buscó a una duendecilla, a una de carne y hueso, corazón bondadoso y alma de hechicera. Con su magia, derritió el plomo que era nuestro capitán y sacó la lentejuela, de la que cuidó el ratón. Cuando el plomo llenó el molde, se dio cuenta.

—No hay plomo suficiente.

—Le faltaba la pierna derecha —dije—. ¿Es un problema?

—Ahora que ya lo sé, no.

Cuando el cuerpo de nuestro capitán recobró su antigua forma, la duendecilla lo congeló con el aliento y empezó a pintarlo con unos pinceles que había traído. Mientras tanto, el viejo ratón, con gesto triste y siguiendo mis indicaciones, recreó el cuerpo de la bailarina. La duendecilla, le pintó la banda azul y le pegó la lentejuela. Era igual que antes, salvo que la lentejuela era muy gris, casi negra, porque la pintura no se le pegaba.

—De joven era un gran mago —dijo el ratón—. El hálito de vida es cosa mía.

Les echó el aliento al capitán y a su amada. El primero en despertar fue él. Exultantes, lo rodeamos y lo abrazamos.

—Hermanos —dijo el capitán—. ¿Cómo es posible? Me derritió el fuego.

—Pero la magia de ratones y duendes lo puede todo —dije.

Supe que algo iba mal cuando vi que la bailarina no se movía y que la duendecilla estaba abrazada al ratón, que intentaba consolarla. Mi capitán, embelesado, abrazó a la mujer que amaba.

—Estás bien, amor mío —dijo—, pero tienes sucia la lentejuela.

Nuestro capitán frotó y frotó, pero la negrura no estaba solo en la superficie de la lentejuela. Toda ella se había carbonizado por dentro.

La bailarina abrió los ojos. Y su mirada estaba vacía. El capitán la acarició, pronunció cientos de palabras de amor, pero ya no era la bailarina. Era un trozo de papel pintado con una lentejuela gris pegada encima. Mi capitán se rindió y se sentó a llorar.

Y la bailarina, incapaz de reconocer o comprender, giró la cabeza para oír una música que solo ella podía escuchar. Y se marchó bailando.


24 noviembre 2018

#OrigiReto2018 Al final del cuento

Relato para el Reto de escritura de #OrigiReto2018 - Ejercicio: 9- Describe un despertar original.

Bases en:
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http://plumakatty.blogspot.com.es/2017/12/origireto-creativo-2018-juguemos.html

Este relato está basado en un cuento muy bien conocido. No lo diré aquí sino en el siguiente relato de noviembre, continuación de este, para no desvelar nada. Son 1042 palabras.


AL FINAL DEL CUENTO


Cuando una sacudida brusca me despertó, un movimiento que pareció como si la prisión que me envolvía hubiera caído sobre algo, no sabía si estaba despierto o continuaba soñando. Desde hacía un tiempo que no sé cuantificar, no distingo entre sueño y realidad. Creo que lo último real que experimenté fue hundirme despacio en el mar, después de haber recorrido en barco unas alcantarillas que me parecieron interminables. Mi barco había aguantado un tiempo las aguas, pero al final, se deshizo y yo empecé a hundirme.

No sé si la sombra que me cubrió cuando estaba bajo el agua fue realidad o un sueño. Tampoco sé si verme arrastrado por un conducto blando por el que apenas cabía fue realidad o el inicio de mi eterna pesadilla. Noté que mi bayoneta se clavó profundamente en algo. Tan dificultados tenía los movimientos, atrapado por aquella materia blanda y viscosa, que no pude liberar el rifle.
Fue entonces cuando empezó la pesadilla. Aquella prisión blanda que me aprisionaba no dejaba de moverse, de intentar retorcerme y doblarme. Algo me quemaba y por más que intentaba liberar la bayoneta o salir de allí, lo único que lograba era que me doliera todo. La oscuridad era completa, pero notaba como si ascendiera y descendiera.

No sé cuánto tiempo seguí así. Solo sé que me sumí en un estado de duermevela y que gracias a que pasaba desmayado buena parte del tiempo, no perdí la razón. La última pesadilla consistió en que mi prisión se volvió loca. Las paredes blandas me apretaron y me liberaron continuamente, contorsionándose con una ferocidad que nunca habían mostrado. Ni por esas logré liberar mi bayoneta. Y, de pronto, nada. Oscuridad, inmovilidad. Oí algunos sonidos extraños.

En aquel instante, sabía que estaba despierto del todo por primera vez en muchos días. Las paredes de mi prisión se mantuvieron inmóviles después del brusco movimiento inicial hasta que sentí como si alguien le hubiera dado un golpe muy fuerte, desde fuera, a mi cárcel. Era la primera vez que sentía aquello desde que se había iniciado mi encierro. Y eso me dio esperanza. ¿Habría venido alguien a rescatarme?

Pero si habían venido a rescatarme, pensé tras un intervalo largo en que no percibí ninguna actividad desde el exterior, estarían intentando hacer algo, y la inmovilidad que no cesaba daba a entender que seguía solo.

Ya estaba a punto de perder toda esperanza cuando noté un movimiento suave y oscilante. La presión sobre mi costado izquierdo aumentaba y disminuía de manera regular. Noté que algo avanzaba hacia mí, como atravesando algún tipo de material y me llevé la sorpresa de que un filo metálico tropezó conmigo. Por suerte, solo consiguió mellarme un poco y pasó rozando por encima de mí.

La luz me cegó durante casi un minuto: llevaba demasiado tiempo a oscuras. Por eso, no vi bien a quién me levantó y me sujetó entre el dedo índice y el pulgar. Solo pude percibir una silueta redondeada con el pelo largo.

—¿De dónde has salido tú? —dijo aquella mujer.

Me llevó hacia un lugar extraño, una especie de recipiente enorme y me echó agua por encima. El líquido caía en el gran recipiente. Más acostumbrado a la luz, pude comprobar que estaba en una habitación de una casa que no conocía. Sobre una mesa había un cuchillo y, al lado, un pez abierto por la mitad. Fue entonces cuando conseguí comprenderlo todo. El barco de papel se deshizo al mojarlo las olas, me hundí y aquel pez, pensando que yo era una presa, me engulló. El animal no pudo digerirme, aunque había perdido parte de mi pintura.

La mujer subió por unas escaleras, abrió una puerta y no me pude creer la buena suerte que había tenido. Era mi habitación, la habitación del niño que era mi dueño. Desde las alturas, podía ver la caja donde estaban mis veinticuatro compañeros, podía ver el castillo y podía ver a la bailarina a la que amaba y ya no esperaba volver a ver nunca más. Mi dueño no estaba, así que la mujer me dejó en una mesa y se fue.

Pasé dos horas maravillosas. Desde donde estaba, podía ver perfectamente a la bailarina. Estaba hecha de papel y llevaba un vestido de muselina, con una banda azul sobre el hombro en la que había una preciosa lentejuela blanca. Era la mujer de mis sueños, y por como me miraba, apoyada sobre una pierna como yo, el sentimiento era mutuo. Lo único malo era que el malvado duende, que también la amaba, me miraba desde un rincón del suelo, con odio y celos.

Cuando mi dueño subió a su habitación, se llevó una gran alegría

—¡Cojito! ¿Cómo han conseguido encontrarte? ¡Qué alegría!

Mi dueño, sin soltarme, fue a la caja donde estaban mis compañeros, los desplegó y me puso a mí al frente.

—Como eres el único que ha salido de mi cuarto —dijo mi dueño—, a partir de hoy serás el capitán.

Qué orgulloso me sentí. Qué alegría leí en los ojos de la bailarina. Había pasado momentos muy malos dentro de aquel pez, había padecido una travesía muy peligrosa a bordo de un barco de papel que no podía aguantar mucho. Y, a pesar de todo, había conseguido volver a mi hogar, volver con mi amor.

Pero la fortuna es caprichosa y los corazones crueles nunca cejan en sus empeños. Mi dueño estuvo jugando con mis hermanos y conmigo largo rato, hasta que se le ocurrió que los soldaditos de plomo podíamos pelear contra el terrible duende. Fue a por él, lo puso en la mesa, frente a todos nosotros y me cogió entre los dedos.

—Va a ser una gran batalla, cojito.

El duende fingió que fue cosa de una ráfaga de viento. Saltó y golpeó la mano de mi dueño que, sorprendido, me soltó. Caí en la chimenea, que estaba encendida. Mi dueño se puso a llorar, pero era demasiado pequeño para sacarme de allí. Bajó corriendo las escaleras.

Me derretía. Había faltado tan poco, había tenido tan cerca poder amar a mi bailarina. Y cuando vi que había saltado, gritando mi nombre, hacia la chimenea, no pude suplicarle que no lo hiciera porque el fuego me había sellado los labios.