31 marzo 2011

Valses curiosos: Chihiro no Warutsu

Llevaba tiempo sin localizar nuevos valses... Parece que a Joe Hishaisi le gusta el vals... Si habéis visto el viaje de Chihiro, en la banda sonora de la película está esta canción, Chihiro no Warutsu:


Se trata de un vals en 3/4, no muy rápido pero lo bastante como para que se pueda considerar vienés. Por cierto, la canción en realidad se titula "el vals de Chihiro". En japonés transliterado, indicando la forma en que los japoneses pronuncian una palabra extranjera se siguen, al menos, dos normas:


  • Las letras "l" pasan a ser "r", ya que la "l" no existe en japonés.

  • Además, las sílabas no deben acabar en consonante, por lo que se añade una "u" si una sílaba fuera a terminar en consonante.
Por ejemplo, el nombre Olga, un japonés lo pronunciaría Oruga. Y claro, atendiendo a que en alemán sería Walz, que se pronuncia Valts, un japonés pronunciaría Warutsu. Pues eso, Chihiro no Warutsu... Disfrutadlo.

25 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XIII

Christine le miró con la misma cara que habría puesto si le hubiesen hablado en una lengua desconocida:

—No le entiendo, don Gabriel.

—¿Lucharías por ella?

Le miró sin ser capaz de ocultar su asombro, que se incrementó cuando vio en el rostro de don Gabriel una sonrisa muy leve:

—Que bien te conoce mi hija. Eres muy inocente, querida Christine. ¿Piensas que estoy afilando todas las armas que tengo porque me entretiene hacerlo? No voy a consentir que me quiten también a mi hija. O me matarán primero, o mataré a don Guzmán, pero no me voy a quedar aquí esperando.

Christine se asustó bastante, aunque su semblante mantuviese la serenidad de siempre. Pero no era una mujer fácil de ahuyentar, y el simple hecho de imaginarse intentando interceder por su amiga aliviaba el dolor que sentía, así que repuso:

—Sí, don Gabriel, lucharía… pero… he intentado visitarla en la cárcel. Hay, al menos, cuatro soldados custodiándola, y nosotros sólo somos dos.

—No, de la cárcel no vamos a poderla sacar, pero hay un momento mucho más propicio. Aparte de por su impaciencia y su odio, hay otro motivo por el cual don Guzmán quiere ejecutar la sentencia tan pronto. No quiere que tengamos tiempo para reaccionar, y desea que Imessuzu no sepa lo que ha pasado hasta después de haberla quemado. Sabe que la mayoría de la gente de bien de nuestro pueblo se horrorizaría al ver cómo queman a una niña de diecisiete años que no le ha hecho mal a nadie. Sólo a un miliciano que atacaba a su mejor amiga. Don Guzmán no desea enemistarse con el pueblo. Por eso ejecutará la sentencia al despuntar el alba y lo más lejos posible de la villa, para que casi nadie la pueda presenciar y para que cuando el pueblo sepa lo sucedido, ya no pueda hacer nada. Allí será mucho más fácil liberarla.

Christine no veía de qué forma iban a poder liberarla los dos solos, ya que don Guzmán se llevaría, probablemente a tres o cuatro soldados como escolta. Sin embargo, calló unos instantes, lo que dio tiempo a don Gabriel a dejar de nuevo la espada en la mesa, mirarla y decirle:

—Christine, tienes que saber algo. La condena de Adriana es injusta, pero es conforme a los fueros que rigen Imessuzu. Si participas en su liberación, quebrantarás la ley. ¿Estás dispuesta a ayudarme a pesar de ello?

Eso era algo que ya sabía cuando se declaró dispuesta a luchar por Adriana, y no pensaba echarse atrás, así que no dudó en responder:

—Lo estoy, don Gabriel.

—Bien. Entonces serás tú quien se encargará de liberarla cuando llegue el momento. Eres la más indicada para ello. Tendrás que hacerlo justo cuando esté atada en el poste. Si lo intentamos antes, le pondrán un cuchillo en la garganta y no habrá nada que podamos hacer. Es muy cruel esperar hasta el final, pero para quemarla le quitarán los grilletes y la atarán con cuerdas, que podrás cortar con un puñal. Nosotros armaremos bastante revuelo, pero aún así, deberás ser sigilosa, liberarla lo antes posible y alejarla de Imessuzu lo más rápido que puedas. Echaos al monte, bien cerca de la línea de Torres. Tengo la esperanza, querida Christine, de que si eres lo bastante discreta, no podrán demostrar que hayas tenido nada que ver y te será posible regresar a tu casa sin mayores complicaciones, una vez que la dejes a salvo.

Christine repuso afirmativamente con un gesto de la cabeza, y reprimió las ganas de preguntar muchas cosas. Tras unos instantes en los que sólo era audible el trabajo de don Gabriel, el hombre dejó por enésima vez la espada en la mesa, se levantó y, caminando hacia la puerta, dijo:

—Si me disculpas…

Christine, que conocía el carácter de don Gabriel, se dio cuenta de que aquella noche estaba más despistado y distraído que nunca. No era propio de él cambiar de opinión a menudo, por ello, le llamó la atención que su anfitrión se parara y le dijera:

—O mejor, ven conmigo. A lo mejor me das suerte.

Obedeció al instante, deseosa de saber adónde iban a ir. Pero lo único que hizo don Gabriel fue abrir la puerta, pararse en medio de la calle y mirar al cielo. Christine hizo lo propio, y vio que las estrellas brillaban con fuerza en una noche despejada. Comprendió lo que sucedía justo antes de que don Gabriel pronunciara una maldición y añadiera con amargura:

—Tantos días lloviendo y tenía que despejarse hoy.

Sin más, volvieron a entrar y don Gabriel le pidió que se quedara allí con él. Estaba esperando una visita y, en función de la información que le trajera, terminaría de trazar el plan con que iban a liberar a Adriana. Ambos volvieron a sentarse en los mismos sitios, y callaron durante largo rato, ensimismados en sus propios recuerdos. Christine empezó a sentirse adormilada, pero luchó contra su sopor. Sin más preámbulos, don Gabriel, que ya había terminado con las dos espadas y se afanaba en examinar la ballesta, dijo:

—Quiero hacerte una pregunta, aunque no sé si te acordarás de aquello.

Por toda respuesta, le miró con interés, y don Gabriel comenzó a decir:

—Hace casi un año, Adriana amaneció perfectamente y cuando regresó, más tarde de lo habitual, lo hizo con un corte en el labio y con el ojo izquierdo amoratado, como si le hubieran dado un buen puñetazo dos o tres días atrás. No me contó ni quién le pegó, ni quien la trató para que curase tan rápido. Dime, Christine, la curaste tú, ¿verdad?

Christine recordaba perfectamente aquel suceso. No la había visto en todo el día, y justo cuando salió un momento de casa, al atardecer, la abordó, cubierta con una capucha y muy apurada. Le preguntó si su madre podría ayudarla sin decirle nada a nadie, cosa que Christine no podía prometerle. Se preocupó y tuvo que insistir un par de veces para que su amiga le contara qué sucedía. Al final, Adriana se la llevó a un sitio donde no pudieran verlas y se abrió la capa y se quitó la capucha. Tenía la ropa sucia y revuelta, un labio cortado y aún con un poco de sangre y un ojo hinchado. Le contó que se había caído, y que pensó que estaba bien, pero que le empezó a doler un ojo, a hinchársele, y no quería preocupar a su padre, por eso no quería que se enterase de nada.

Aquello le pareció inverosímil a Christine, y empezó a preguntarle que quién le había pegado y Adriana, a insistir que no había sido eso, que se había tropezado en el campo y se había caído. Hasta que para sorpresa de Christine, volvió a cubrirse y le espetó:

—Si no puedes ayudarme, no lo hagas.

Y se alejó. No quiso que acabaran peleadas por aquello, así que la detuvo y le dijo que haría todo lo que pudiese, porque su madre exigiría que don Gabriel estuviera al tanto. Fue entonces cuando lanzó por primera vez un hechizo en su presencia. No le había ocultado nunca que usara la magia, pero procuraba no emplear sus poderes en público. No consiguió curarla del todo, pero, al menos, le rebajó casi toda la hinchazón del ojo. Recordó con afecto la expresión maravillada con que la miraba mientras la curaba, y como se pasó varios días preguntándole sobre magia. Le resultó muy amargo recordarla deseando saber hacer ese tipo de cosas, preguntándole una y otra vez cómo podía aprender.

Ya no tenía sentido resistirse o negar nada, así que lo reconoció:

—Sí, don Gabriel, fui yo. Mi madre no le mintió.

Christine sabía que don Gabriel fue a preguntarle a su madre si le había curado unos golpes a Adriana, porque ella, a su vez, se lo comentó extrañada. Para no dejar morir la conversación, y evitar así quedarse dormida, le dijo:

—Lo que no comprendí nunca, don Gabriel, es por qué protegió a su atacante. Pensé que a vuestra merced sí se lo habría contado.

—Yo sí lo comprendo, querida Christine. No quería causarnos problemas. Sé sincera; si hubieras sabido quién fue, habrías ido a pedirle explicaciones, ¿no? A mí no me contó nada, insistió en la absurda mentira de que se había caído hasta que fue consciente de que no la creía, y pasó a decir que no podía decírmelo, a decirme enfadada que no era asunto mío… Me habría metido en problemas si hubiera castigado a la miliciana de la que sospeché sin más prueba que la declaración de mi hija. Don Guzmán siempre ha utilizado cualquier cosa contra mí, pero a mí me habría dado igual. Sé que nunca han querido a Adriana, y no tenía más remedio que soportarlo, pero que la molieran a golpes, eso no iba a consentirlo. Por fortuna, conozco a mucha gente, y aunque nadie quería delatar al agresor, fui eliminando sospechosos y sigo convencido de que todo fue cosa de Antonia, una miliciana que tiene fama de pendenciera, y que sólo es valiente con las chicas. Así que un día que Antonia tenía servicio, hice formar a los milicianos antes de asignarles sus tareas de aquella jornada, y les dije que alguien había atacado a mi hija, que no estaba dispuesto a que ese tipo de cosas continuaran pasando, y que si volvía a suceder, castigaría a la milicia por ser incapaz de mantener la paz en Imessuzu. Creo que acerté, porque no volvió a repetirse.

La verdad era que Christine, de haberlo sabido, quizá habría tenido algo más que palabras con aquella tipa, casi tan alta como ella y muy corpulenta, sobre todo si se mostraba orgullosa y arrogante, como sería probable. Lo que decía don Gabriel era muy razonable. Se preguntó por qué le era tan difícil comprender las emociones de los demás, con lo fácil que parecía serlo para el resto de la gente.

Don Gabriel concluyó en un tono amargo de nuevo:

—Para mi hija, sus seres queridos son más importantes que sus deseos de venganza o su ira. ¿Crees que a una niña así se la puede acusar de colaborar con los demonios?— Y, entrecerrando los ojos con furia, añadió—: don Guzmán se arrepentirá de haber nacido.

Y volvieron a quedarse callados, pero esta vez mucho más tiempo. Christine quiso evitarlo, pero el sueño la fue venciendo poco a poco. Saber que había alguna esperanza para su amiga la había tranquilizado lo suficiente. Así que cerró los ojos…

Y tras lo que había parecido un suspiro, oyó golpes fuertes en la puerta de la casa. Don Gabriel se apresuró a abrir y Christine reparó en que se había quedado dormida un buen rato en la silla. Se desperezó y se llevó una sorpresa cuando vio entrar apresuradamente a un muchacho joven y no muy alto que, sin haberla visto, hablaba en tono apresurado, aunque alegre, con su anfitrión:

—¡Lo tenemos, don Gabriel! Don Guzmán se hará acompañar de seis soldados, después de mucho porfiar con el sargento mayor del cuartel. La buena noticia es que ha pedido voluntarios, porque muy pocos quieren verse envueltos en esta salvajada, y mi cuñado y su amigo se han presentado. O sea, que en la práctica…

Calló preocupado al ver a Christine, que se había acercado un poco, pero don Gabriel intercedió:

—No temáis, amigo, está de nuestro lado.

Christine, adormilada aún, tuvo que hacer un esfuerzo para recordar al muchacho que la miraba sonriente. Se llevó una sorpresa cuando recordó tantas veces como había acompañado a Adriana, los días de mercado. Aquel chico se llamaba Sebastián, y era quien le vendía a su amiga las hortalizas que luego cocinaba para la cena que compartían su padre y ella. Siempre había tratado a Adriana con mucha simpatía, y más de una vez conseguía hacerla reír, lo que era muy poco habitual en su trato con el resto de Imessuzu.

El único problema era que aquel muchacho no era el más indicado para enfrentarse a un soldado. Apenas un dedo más alto que Adriana, era de constitución frágil y, por lo que ella sabía, carecía de entrenamiento o conocimientos de Destreza. Pero allí estaba, metido en una conspiración para salvar la vida de su amiga. Sebastián la sacó de sus pensamientos.

—Me alegro mucho de contar con la ayuda de vuestra merced. Me resultaba extraño que la única amiga de Adriana se quedara sin hacer nada.

Don Gabriel, impaciente, le pidió que continuara con lo que venía diciendo, con lo cual, Sebastián prosiguió:

—Mi cuñado y su amigo ya se han tomado las hierbas tóxicas que me dio María Teresa, de modo que dentro de un par de horas estarán malísimos y don Guzmán tendrá que conformarse con cuatro soldados. Y dado que yo tendré al más bajito con un cuchillo en la garganta, quedan tres… y don Guzmán, para el resto—. Y, radiante, concluyó—. Vamos a lograrlo, don Gabriel.

Don Gabriel no dijo nada, pero Christine, preguntó:

—¿Qué tipo de hierbas se han tomado?

Sebastián le empezó a decir nombres de varias hierbas tóxicas, aunque de efectos leves, bastante populares en la tradición, aunque no combinadas de esa forma. Por primera vez desde que se habían llevado a Adriana, Christine sonrió sinceramente y dijo:

—Se van a pasar el día entero vomitando y con dolor de estómago… No entiendo por qué tomarse esas molestias por una desconocida, pero me alegro y se lo agradezco.

—Comprenda, vuestra merced, que mi cuñada tiene la misma edad que Adriana, y al marido de mi hermana le inquieta que don Guzmán esté llegando tan lejos, y a ambos les horroriza la idea de que se produzca una ejecución tan espantosa… hacía mucho tiempo que eso se creía olvidado. No pueden simplemente desobedecer… pero si enferman… es algo por lo que no les pueden castigar, ni el sargento mayor, que tampoco quiere enemistarse con el pueblo, va a ponerse a investigar.

Y dirigiéndose de nuevo a don Gabriel, dijo:

—Ya he terminado de ayudar con el transporte de leña seca de modo que, si vuestra merced lo considera oportuno, puedo llevarme ya la daga y vuestras armas.

Mientras don Gabriel asentía, se encaminaba al armario, lo abría y seleccionaba una de las varias dagas que tenía, Christine recordó que una vez, Adriana le había confesado una sospecha. Estaba convencida de que le gustaba a Sebastián, porque era muy raro que la tratase tan bien. Y a ella le agradaba su amabilidad, pero le daba pena porque le parecía un chico muy feo, cosa en lo que Christine estaba de acuerdo. Pero en aquel momento, siendo consciente de que iba a arriesgar la vida por su amiga, comprendió que había más, y que Sebastián hacía todo aquello por amor. Pensó que el mundo era injusto, al darle un cuerpo tan débil y poco agraciado a la persona noble y valiente que se escondía tras la apariencia de un muchacho al que nadie tenía en cuenta.

Sebastián recibió una daga, la que había sacado don Gabriel del armario, y una de las roperas y una daga de vela de las que llevaba media noche afilando. Se despidió de ambos cortésmente y se marchó.

19 marzo 2011

Maldita crisis. La editorial Grupo Ajec solicita ayuda.

Bueno, esto sí que va a ser una entrada del todo extraña.

Alguna vez habré comentado, con bastante alegría, cosas acerca de la nueva "generación" de escritores españoles de literatura fantástica que han aparecido en los últimos tiempos. Algunos los he reseñado aquí, otros los estoy leyendo... Pues bien, una de las editoriales "culpables" de todo esto ha sido Grupo AJEC. De hecho, dos de los últimos libros que he leído o estoy leyendo en los últimos meses han sido editados por este grupo. Ciertamente, esta es la editorial que más ha apostado por los noveles españoles del género.

Pues bien. Hace algunos meses, me encontraba con la noticia de que otra editorial muy querida para mí, que lleva muchos años trabajando por la divulgación científica y la ciencia, atravesaba momentos muy difíciles. Esos se arreglaron, al parecer, y la editorial sigue funcionando.

Pero hace unos días, desde Grupo AJEC se ha emitido el siguiente comunicado de prensa:

Estimados amigos:

Debido a malas noticias económicas recibidas en las últimas 48 horas, y tras mucho trabajar para intentar solventar los problemas que amenazan, por desgracia, la continuidad de Ajec como editorial, me he veo obligado a pediros directamente ayuda para seguir adelante.

Esta ayuda pasa por conseguir –para salir de este bache- al menos 50 nuevos suscriptores para Ajec; si lo logramos, con esta pequeña inyección económica, habremos salvado un escollo importante, al que los últimos cambios que estamos afrontando nos ha llevado.

Esta suscripción será libre, aunque preferiblemente por un mínimo de 50 euros, y podrá aplicarse tanto a los nuevos títulos que están por aparecer, como incluir títulos ya editados. Se podrá elegir también suscribirse solamente a una colección, o bien a títulos sueltos.

Los suscriptores tendréis un descuento del 20% del pvp sobre los libros, además de un libro de regalo; y recibirán sus libros antes que en las librerías.

Os podéis suscribir mediante un ingreso (libre, pero preferiblemente mínimo de 50 euros), en el número de cuenta:

3058 0181 08 2810009790,

con confirmación del mismo en el correo grupo_ajec@msn.com, o bien editor@grupoajec.es con vuestros datos y direcciones para los envíos.

Para cualquier consulta podéis escribir a grupo_ajec@msn.com y estaré encantado de resolver vuestras preguntas.


Espero que entre todos podamos ayudar para salir adelante. Muchas gracias por vuestro apoyo por anticipado.

Raúl Gonzálvez.


Pues eso, que si os gusta la literatura fantástica y queréis tener un 20% de descuento en multitud de obras que yo recomendaría, ya tenéis todos los datos. La web de la editorial es Grupo AJEC. Si miráis la lista de los libros más vendidos en el año 2o1o, veréis que están grandes como Angel Torres Quesada, Rafael Marín o David Prieto, y autores muy prometedores (cosa que digo porque les he leído) como Guillem López o Susana Eevee.

Por cierto, no conozco al director de la editorial pero... mucha suerte, Raúl.

16 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XII

Unos instantes después de que Christine hubiese llamado, la puerta de la casa se abrió y vio la figura de don Gabriel, un par de dedos más bajo que ella. La miró un momento, con expresión indefinida, pero no dijo nada porque ella se le adelantó:

—Perdóneme, don Gabriel, pero no puedo dormir, y como he visto luz en su casa, me preguntaba si podría hablar un momento con vuestra merced.

La respuesta sonó en un tono muy apagado:

—Yo tampoco, Christine… Pasa, por favor, siempre serás bienvenida en mi casa.

Christine se quedó un tanto extrañada por el tratamiento tan cercano de don Gabriel, que le hablaba como si se tratase de Adriana, cosa que no había hecho antes. El salón estaba iluminado por dos candelabros muy grandes, puestos sobre la mesa de buen tamaño donde solían cenar padre e hija. La mesa estaba llena de armas. Podía ver dos espadas roperas, varias dagas y una ballesta. Don Gabriel, se sentó y dijo:

—Christine, siéntate donde desees.

Detrás de aquellas palabras corteses se adivinaba una tristeza infinita. Christine obedeció, y se sentó en la esquina más alejada de don Gabriel quien, sin hacer demasiado caso de su invitada, se dedicó a afilar una de las roperas.

Entonces, a Christine se le encogió el corazón, suspiró varias veces y se le arrasaron nuevamente los ojos. Apretó la boca y volvió la vista, para contener las lágrimas. Y oyó decir a su anfitrión:

—No te avergüences por llorar.

Recobró la compostura y dijo:

—No, don Gabriel… lo que me sucede es que no sé llorar.

—Yo tampoco, Christine.

A Christine le daba miedo lo que iba a decir, pero le ardía tanto por dentro que sentía que debía confesárselo a alguien. Sin que pudiera evitar que su tono se embargase de emoción, dijo:

—Don Gabriel, hay algo que me está matando, y no sé a quién confesárselo. Le suplico que me perdone, pero… yo tengo la culpa de todo—. Don Gabriel se limitó a mirarla, y ella continuó—. Adriana me pidió que me fuera, pero no le hice caso, me quedé allí, crucé mi acero con Carlos… Eso lo provocó todo, la hizo reaccionar y atacar a Carlos. Si me hubiera ido en vez de empeñarme en enfrentarme a los milicianos, ahora estaría vuestra merced con ella. Lo siento tanto… perdóneme, pero…

Don Gabriel la acalló con un gesto y repuso:

—No es cierto, Christine, no tienes ninguna culpa. De lo único que te podría acusar es de no haber querido dejarla en manos de aquella gentuza. Nunca he querido reconocerlo, pero esto que ha pasado hoy era inevitable. Es absurdo que te culpes. Si te hubieras ido, quizá habría manifestado su maldición mientras la torturaban y, entonces, te sentirías culpable por haberte ido, y estarías diciéndome que tuviste la culpa porque no te enfrentaste a los milicianos. No te atormentes más.

Y dejando la ropera en la mesa, continuó:

—Fuiste como una hermana para mi hija. Te conozco como si vivieras con nosotros, porque Adriana, cuando cenábamos, no paraba de hablar de ti. Me contaba de qué habíais hablado, qué estabas haciendo, a quienes habías atendido… Te adoraba. Si no hubieras sido tan buena amiga, se le habría agriado el carácter de tal forma que esto que ha pasado hoy habría sucedido mucho antes. Si tuviera que pagarte por todo lo que has hecho por Adriana, todos mis bienes no alcanzarían ni para la vigésima parte de la deuda.

Christine, que se esperaba haber enfurecido a don Gabriel con su confesión, se quedó sin palabras. Poseía tierras, y una buena posición, de manera que el halago era exagerado. Pero no le hizo falta hablar, ya que su interlocutor aún no había terminado.

—No te atormentes, porque el culpable de todo esto soy yo. Creí que a Adriana no le iba a pasar, creí que podría controlarlo… pero fui un iluso. Sólo he conseguido que la arranquen de mi lado.

—Se lo ruego… no diga eso vuestra merced… Ha sido un padre muy bueno y…

Don Gabriel interrumpió el discurso entrecortado de Christine hablando con firmeza:

—No, querida Christine. Me has confesado algo que te estaba matando. Yo también necesito confesarte algo. No se lo he contado a nadie, ni siquiera a Adriana. Circulaban rumores por Imessuzu, rumores sobre mi mujer y sobre mi hija, que siempre negué, a sabiendas de lo bien encaminados que iban.

Tomó aire y, tras una pausa breve, dijo:

—Carmen, la madre de Adriana, mi esposa… mi querida esposa, era una mujer bellísima, muy dulce, muy buena. Todo Imessuzu la pretendía, aunque sólo nos hacía algún caso a don Guzmán, a quien el cielo maldiga, y a mí. Me escogió a mí… fuimos muy felices un tiempo. Tuvo a Adriana, que nació sana y fuerte. Pero empecé a darme cuenta de que la gente le daba de lado. En aquel entonces vivíamos en mi casa de campo, y observé que las cosechas empeoraron, que los animales estaban nerviosos… A Carmen le gustaban mucho las flores. Escogió un trozo de tierra y plantó rosales. Ya sabes que no suelen ser plantas difíciles. Pues a Carmen, que los cuidaba con mucho cariño, se le secaban todos en cuestión de semanas, ¡todos! Hablando con los agricultores vecinos, supe que los problemas con las cosechas sólo sucedían en mis tierras, así que, por muy extraño que pareciera, creí que todo se debía a mi mujer. La convencí de que nos fuéramos a la ciudad, ya que dentro de las murallas Adriana y ella estarían más seguras. ¿Adivinas qué sucedió, Christine?

Christine, perpleja, negó con la cabeza, y don Gabriel dijo:

—Los animales volvieron a tranquilizarse, las cosechas mejoraron y los rosales que yo planté en el mismo sitio donde los cultivaba Carmen crecieron sin problemas. Sí, Christine, era ella quien los secaba. Pero al vivir en Imessuzu, tenía roces constantemente con los vecinos y empezaron a suceder cosas. Cuando alguien discutía con Carmen y conseguía enfurecerla, acababa con jaqueca, o se ponía a vomitar, o enfermaba… Así que un día le dije que le pasaba algo, le conté que influía negativamente en las cosechas y cómo lo había descubierto. Aun me acuerdo de los ojos espantados con que me miraba, de las veces que me repitió que no podía ser, que tenía que estar equivocado. La convencí y viajamos hasta Nêmehe, en busca de alguien que pudiera ayudarnos. Y una adivina nos contó lo que sucedía. Fue el momento más amargo de mi vida.

Don Gabriel necesitó tragar saliva e interrumpirse, antes de repetir:

—Lo que te voy a contar no lo sabe nadie, ni mi hija. Verás… Carmen, mi amada Carmen, era una bruja.

—¿Una hechicera? Bueno, eso no es malo.

Lo que dijo a continuación su anfitrión, la dejó perpleja, ya que creía que él no sabía nada sobre hechicería:

—No Christine, por lo que sé hechiceras sois tu madre y tú. Carmen era una bruja, una persona que es extraordinariamente receptiva a la magia maligna, a la magia destructiva. Pero no podía lanzar hechizos porque ni siquiera era consciente de que podía usar magia demoníaca con tanta facilidad como yo uso mi espada. Tanto es así que las brujas de escaso poder mueren sin saber que, en realidad, eran brujas. Sin darse cuenta, desprenden un aura de muerte que, si actúa el tiempo suficiente, vuelve estériles los campos, inquieta a los animales, e irrita a las personas. Si se dejan llevar por el odio o la envidia, la gente blanco de su ira padece males que ella les provoca sin ser consciente. Sólo es posible darse cuenta de que una mujer es una bruja, sin acudir a un adivino, si es lo bastante poderosa como para que sus maldiciones tengan efectos visibles o casi inmediatos.

Bajó la vista y en un tono aún más amargo, dijo:

—Y lo peor de esa maldición es que la brujería, normalmente, es hereditaria.

Christine recordó lo que le había dicho una vez Adriana, que era la hija de la endemoniada y quizá estuviera también endemoniada. Y le vinieron a la memoria sus protestas continuas de que no sabía lo que había pasado con Carlos. Lamentó profundamente haber dudado de ella, pero le resultaban tan extraños los conceptos que estaba oyéndole a don Gabriel… Creía saber mucho de magia, pero en aquellos instantes no estaba tan segura. Casi convencida de la verdad, pero dudando, como siempre, de su propia perspicacia, preguntó:

—Entonces, ¿vuestra merced quiere decir que Adriana es una bruja?

Don Gabriel, que había vuelto a la tarea de afilar la ropera, tomó aire y repuso:

—Sí, Christine. Rezaba a diario pidiéndole al Cielo que Adriana no manifestara ningún síntoma de brujería. Cuando empezó a mostrar evidencias de sus poderes, me negué a aceptarlas, les busqué otras explicaciones. Llegué a enfurecerme, a gritarle y amenazarla como si me hubiera vuelto loco, como si no supiera tan bien que no puede hacer nada para evitarlo. Tendría que habérmela llevado muy lejos de Imessuzu, y de don Guzmán, pero creí que a ella no le iba a pasar lo que a Carmen, y que si le pasaba, podría mantenerlo en secreto. La culpa de que vayan a quemarla sólo la tengo yo. Fui incapaz de ayudar a Carmen, y tampoco he podido servirle de algo a mi hija.

Christine, que había ido a casa de su amiga buscando consuelo, se encontró intentando hacer lo propio con don Gabriel. No soportaba verle así. Conocía a tantos viudos que se habían desentendido de sus hijos, que era injusto que se sintiera tan culpable. Adriana no había tenido para él más que palabras de cariño. Así que dijo, con la mayor delicadeza que pudo:

—Vuestra merced no la repudió por ser bruja. Estuvo a su lado hasta el final, y ha criado a su hija lo mejor que pudo. No hay nada de lo que deba avergonzarse.

Le resultó curioso darse cuenta de que la situación se había dado la vuelta, que la que había entrado atormentada por los remordimientos había sido ella y ahora era Christine quien intentaba persuadir a don Gabriel de lo contrario. Pero no lo consiguió, porque éste dijo:

—Busqué durante mucho tiempo una cura. Pero eso no existe, porque la brujería es algo que nace con uno y no le abandona nunca una vez se manifiesta. Carmen no quería ser una bruja por nada del mundo y cada vez que fracasábamos, se iba apenando más y más. Luego, tuvo aquel incidente con el desgraciado de don Guzmán, un par de meses después su segundo aborto y, a partir de ahí, perdió las ganas de vivir—. Perdió la vista en la mesa y, a la luz de las velas, le brillaron los ojos—. Empezó a descuidarse, a desatender a Adriana… Hice todo lo que pude. Pasaba todo el tiempo que me era posible con ella, trataba de consolarla… pero no sabía qué hacer, qué decir. Lloraba a diario, me repetía que estaba endemoniada, que lo mejor que podía hacer era morirse. Le di todo el amor que pude, pero no fue suficiente. Al final, sucedió algo contra lo que la adivina me había prevenido. Dejó de quererse a sí misma y sus poderes se volvieron contra ella. La vi marchitarse día a día; acabó sin poder levantarse de la cama, enferma y consumida, hasta que nos dejó.

Christine recordó con amargura que cuando le gritó a Adriana aquella misma tarde, su respuesta había sido preguntarse si era un monstruo. Aquella situación era absurda, su amiga no merecía aquello, así que dijo:

—Don Gabriel, ¿no podemos hacer nada? ¿No podemos apelar a la Audiencia de Cipemnêfile? ¿No podemos pedir el favor del Rey? Todo esto es absurdo, Adriana no ha hecho nada que justifique una sentencia tan espantosa.

Christine no llegó a comprender el significado de la mirada, larga y profunda, que don Gabriel le dedicó. Éste repuso abandonando el tono triste de sus frases anteriores.

—Querida Christine, ya no hay tiempo para eso. Don Guzmán es un canalla, pero ha sabido esperar el momento oportuno para vengarse. Porque no te he contado que don Guzmán siempre supo que Carmen era una bruja, lo que le pasó fue que no pudo demostrarlo nunca. Te he contado que la pretendía. Nunca fuimos amigos, pero un día quiso forzar a mi mujer, a despecho de que llevábamos casados varios años. Y Carmen reaccionó de una forma parecida a como hizo Adriana. Don Guzmán salió huyendo, sin dejar de vomitar y tardó cuatro días en recuperarse. Hicimos un pacto. Yo no le desafiaría en duelo ni le denunciaría por la afrenta que nos había hecho a mí y a Carmen, y, a cambio, él no la denunciaría por bruja. Y en aquel momento, sellamos nuestra enemistad. Desde entonces, siempre nos vigiló, buscando el más mínimo error, la más mínima manifestación de brujería con objeto de ejecutar a Carmen. Y cuando ella murió, se obsesionó con ejecutar a Adriana—. Con odio, concluyó—. Y por fin lo ha conseguido. Cree que por ser la máxima autoridad de Imessuzu tiene derecho a todo, pero se equivoca.

Se afanó con rabia en afilar la ropera que tenía entre manos y, sorpresivamente, dijo:

—Has dicho que quieres hacer algo por mi hija, ¿qué estarías dispuesta a hacer?

10 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XI

La luz mortecina de algunas velas, encendidas gracias a la compasión de un par de soldados, era lo único que libraba a aquella celda de la oscuridad completa. Adriana ya se había acostumbrado al mal olor; incluso, había intentado dormir, sin éxito. Le habían cambiado los grilletes de las manos por otros más pesados, unidos por una cadena larga que estaba sujeta a la pared y habían añadido otra presa similar para sus tobillos, de modo que no podía ni ponerse en pie.

Después de haber dominado el miedo que sentía, de haber podido dejar de angustiarse pensando en lo horrible que debía de ser morir quemada, se dedicó a recordar su vida. Estuvo recordando a sus padres, su infancia… En aquel momento, evocó de nuevo cómo se habían hecho amigas ella y Christine. Las otras niñas siempre la rechazaban y nunca entendió por qué; por eso, siempre jugaba sola. Acostumbraba hacerlo cerca de la puerta de su casa, en una plaza pequeña. Debía de tener unos siete años y su única diversión era jugar con una muñeca que le había hecho su madre, a la que sentaba a su lado y trataba como si fuera una amiga, hasta el punto de pasar horas hablando con ella. También se divertía viendo a la gente pasar. Observó que una niña, de edad parecida a la suya, y de pelo claro, se la quedaba mirando siempre que iba por su calle de la mano de una mujer alta y rubia. Estuvieron mirándose mutuamente en aquellas situaciones durante varias semanas, hasta que un día la vio ir sola calle abajo. Y cuando regresaba, además de mirarla, se le acercó y le dijo:

—¿Por qué siempre juegas sola?

Y ella había recordado responderle, con tristeza:

—Porque no tengo amigos.

Recordó con cariño que aquella niña rubia había puesto cara de pena, y le preguntó si podía jugar con ella. Desde entonces habían sido amigas, y con el paso de los años, siguieron siéndolo a pesar de lo diferentes que eran, a pesar de cómo cambia el tiempo a las personas. Una de las pocas cosas que le alegraban en aquel encierro era que, a despecho de que se hubiera enfrentado al alcalde, la habían exculpado completamente, lo que, dentro de la locura de aquella sentencia, era lo único razonable.

Se tuvo que tragar las ganas de llorar cuando pensó en que su padre había hecho lo mismo que Christine en aquella reunión que decidió su muerte. No se merecía el dolor que le estaba causando todo aquello. Ya era tarde, pero se arrepentía de haberse peleado con Clara; si hubiera hecho caso de lo que siempre le repetía Christine, que no la dejaban en paz porque cuando la provocaban se molestaba, ahora estaría durmiendo en su cama. No recordaba cuántas veces le había dicho su amiga que no hiciera caso de las malas caras o de los insultos, que si veían que eso no la incomodaba, dejarían de hacerlo. No había querido seguir ese consejo, si bien, no se podía imaginar que por una discusión estúpida pudiera acabar alguien en la hoguera.

Y, de pronto, algo empezó a brillar en su celda, y un fantasma que ella conocía muy bien se materializó lentamente en su celda, frente a ella. La imagen que le recordaba a su madre, se materializó brillando con una luz blanca, que decía Christine que representaba a la magia divina, la magia del bien. Sin embargo, en aquella ocasión, sintió por primera vez una aprensión muy rara, que no supo identificar.

Aquel rostro que, aunque nebuloso, se parecía al de su madre, la miraba con lástima. El fantasma se arrodilló ante ella y alargó una mano para acariciarle una mejilla. Era un espíritu, así que no sintió nada, pero supo que hacía el gesto de acariciarle el rostro y el cabello. Y con la misma expresión triste, le dijo:

—Eres tan guapa, tienes un pelo y unos ojos tan bonitos… Y dentro de unas horas, tu pelo se volverá quebradizo y se convertirá en cenizas, y tu cara, tus ojos… serán restos carbonizados. Son unos canallas.

Adriana, a la que le había costado mucho trabajo olvidarse por un rato de aquello, sintió que el miedo la invadía de nuevo y que se le arrasaban los ojos. Volvió la cara y repuso en un susurro ahogado:

—No me lo recordéis más.

El fantasma se limitó a replicar “pobrecita”, y a seguir con sus caricias etéreas, que le molestaban tanto como si hubieran sido físicas. Al final, repuso indignada:

—¡Dejad de hacer eso!

Y se vino abajo. Tanto tiempo intentando vencer su miedo y su desesperación, y aquel fantasma venía a recordárselo todo. Tiró de las cadenas, quiso ponerse en pie inútilmente y, entre sollozos, se quejó:

—Quiero salir de aquí… No quiero que me quemen…— Y, en vano, miró al fantasma y dijo—: sacadme de aquí… ayudadme.

El espíritu, que iluminaba la sala gracias a la luz que desprendía, repuso:

—¿Quieres que te ayude?

Adriana, secándose las lágrimas, preguntó incrédula, aunque esperanzada:

—¿Podríais ayudarme? ¿Podríais sacarme de aquí?

El fantasma, con leve tristeza, respondió:

—No puedo sacarte de aquí. Nadie podrá impedir que mueras en la hoguera. Pero sí podría salvar tu alma, si me lo pides y nos prometes ayudarnos después.

Aquel rostro tan parecido al de su madre, le dedicó una mirada intensa, y prosiguió con su discurso:

—Sé que eres inocente, que tu muerte no tiene sentido. Son la envidia y la maldad humanas las que te han encerrado en esta celda. Por eso, cuando el fuego te consuma, tu alma acabará condenada en el infierno, porque a quien ya caminaba por la senda del bien solamente se le puede sacar de ella. El fuego puede redimir a los malvados, pero condena a los que tienen buen corazón. Lo único que puedo ofrecerte es que, en el momento en que exhales tu último suspiro, estaremos allí para recoger tu alma y evitar que el rencor y la amargura la corrompan. ¿Qué respondes?

No era eso lo que hubiera preferido Adriana. Lo que ella quería era que abrieran la puerta de la celda, que el alcalde se echara atrás y poder volver con su padre y con Christine. Pero aquello ya era imposible; por eso, consideró como su única salida la propuesta que le estaban haciendo, aunque su corazón le estuviera advirtiendo de algo y frenara sus ansias de aceptar de inmediato. Por miedo, consciente de que si decía que sí, ya no podría echarse atrás, preguntó:

—¿Y podría visitar a mi padre, y a Christine, y decirles que estoy bien? ¿Podría aparecerme al igual que vos?

—Puede que al principio no, porque tendrías que aprender muchas cosas, pero sí podríamos arreglarlo para que pudieras hablar en sueños con ellos en pocos días.

A pesar de la alegría y de las esperanzas que le daba aquel fantasma, el sentimiento de que había algo malo en aquella propuesta también aumentó, sin que hubiera ningún motivo lógico. Adriana pensó que lo raro estaba en eso que le había dicho de prometer ayudarles. ¿Ayudarles a qué? Así que dijo:

—Me habéis dicho que debería prometer ayudaros. ¿Qué es lo que tendría que hacer?

Adriana vio sonreír al fantasma antes de contestar:

—Vigilar, guiar a la gente bondadosa y atormentar a los malvados—. Y con una vehemencia repentina, prosiguió—. ¡Adriana! ¿No recuerdas que la gente malvada ha decidido para ti una muerte espantosa? ¿No quieres castigarles por su maldad? ¿No quieres impedir que manden a la hoguera a más chicas inocentes? ¡Piénsalo! ¡Te ofrezco una nueva vida, te ofrezco poder! Y no voy a hacerlo dos veces. Tú decides, ¿aceptas?

Aquello la convenció. Apelaba a los pensamientos que le llevaban rondando desde que la habían metido en aquella celda, inflamaba el odio que había invadido su corazón. Pero desde un punto recóndito de su consciencia, algo la advertía, una sensación muy extraña la conminaba a decir que no. Sin embargo, no tenía más remedio que contestar que sí. Ofreció una última resistencia.

—Si accedo, nunca atormentaré ni a mi padre, ni a Christine ni a María Teresa, ni a ninguno de sus familiares, aunque se vuelvan malos.

—Eso te lo podemos conceder. Entonces, ¿aceptas?

Se imaginó haciéndole la vida imposible al canalla de don Guzmán, llenando de terror las noches de Carlos y de su estúpida prometida, haciéndole pagar a Antonia, la miliciana que, a puñetazos, le había inflamado un ojo y le había partido un labio, cada uno de sus golpes mil veces… Esbozó una sonrisa maligna, repleta de odio, y repuso:

—Acepto.

Y, entonces, sucedió algo muy raro. El espíritu repuso:

—Muy buena decisión. Sé fuerte, Adriana, porque cuando mueras, estaremos allí para ayudarte.

Y aquella sensación de que algo iba mal se hizo más fuerte que nunca. No obstante, lo que más le extrañó a Adriana, mientras el espíritu se desvanecía, fue que tuvo la certeza absoluta de que, a despecho de su aspecto, aquel fantasma no tenía nada que ver con su madre. Se apenó mucho al saberlo, pero, de todos modos, había tantas otras cosas que la llenaban de tristeza, que esa era sólo una más.

Y se apoyó en la pared de la celda nuevamente en penumbra, y, para espantar la tristeza y el miedo, se dedicó a fantasear sobre todo el mal que iba a causarle a don Guzmán.

05 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo X

A Christine todo aquello la intranquilizó muchísimo, pero mantuvo su serenidad habitual. Adriana se había quedado muy quieta al ver que su padre apenas la miraba y mostraba tal rabia contenida que parecía a punto de saltar. En esto, don Guzmán dijo:

—Como podéis comprobar, don Gabriel, no andaba errado. Por fortuna no seguimos vuestra sugerencia de buscar a vuestra hija antes en otros sitios. Excelente. Así irá todo mucho más rápido. ¿Os importa que empecemos de inmediato?

Con bastante esfuerzo, don Gabriel repuso:

—Comience vuestra señoría.

Don Guzmán, que vestía ropajes ricos y caros y venía con gola, se envaró y, dirigiéndose a Adriana, le dijo:

—Se os acusa de haber utilizado artes oscuras contra el cabo de la milicia don Carlos Méndez, como han referido él mismo y tres testigos más. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa?

Christine se quedó helada, y, rápidamente, empezó a hacer memoria acerca de las leyes y procesos judiciales. Adriana jugaba nerviosamente con los dedos y, tras un silencio muy incómodo, sin alzar apenas la vista, dijo con un hilo de voz:

—Vus… Vue… No sé cómo sucedió… Fue un accidente, vuestra señoría.

—Entonces, ¿confesáis vuestro crimen y os arrepentís de él?

Christine no sabía que debía hacer Adriana. Ésta miró unos instantes a su padre, gesto que imitó Christine, pero nada podía extraerse del rostro tenso y amargo de don Gabriel. Con voz trémula, Adriana repuso:

—Me… me arrepiento… vuestra señoría.

Don Guzmán se mostró tan satisfecho, que a Christine le causó una pésima impresión. Y no iba desencaminada. El alcalde, alzando ligeramente la voz, dijo:

—En tal caso, como consecuencia de los hechos de los que tengo conocimiento, y considerando inaplicables las razones aportadas por don Gabriel en las conversaciones que hemos mantenido previamente, y aplicando las disposiciones prevenidas en los fueros de nuestra villa, condeno a la aquí presente, Adriana Ruíz de Aranda, a morir en la hoguera por colaborar con demonios con el propósito de dañar a la población de Imessuzu. La pena será ejecutada mañana al despuntar el alba, en una pira que se levantará cerca de la segunda curva del camino hacia Cipemnêfile—. Y dirigiéndose a uno de los soldados, añadió—: Sargento, ponedle grilletes y lleváosla a la celda donde esté más aislada del exterior.

Christine, de puro estupor, tardó unos instantes en reaccionar. Sólo cuando vio que uno de los soldados sacaba unos grilletes y avanzaba hacia su amiga, acertó a decir:

—¿Me permitiría hablar vuestra señoría?

Aquella pregunta logró que don Guzmán detuviera con un gesto al soldado y que dijera:

—Hablad, Christine.

—Sin intención de ofender a vuestra señoría, creo que no se puede ejecutar una pena tan grave sin un juicio público.

—Creéis mal, amiga Christine. Los fueros de nuestra villa, que su majestad don Enrique III de Nêmehe juró respetar, previenen una serie de casos en los que se permiten procedimientos sumarísimos, que no han de ser públicos necesariamente. Uno de ellos es cuando hay evidencia constatable de colaboración con demonios, como en el caso que nos ocupa.

—Con el respeto que le debo a vuestra señoría, presencié los hechos y no creo que pueda asegurarse que Adriana colaborara conscientemente con ningún demonio.

Don Guzmán pareció algo molesto; alzó otro poco la voz, y habló algo más rápido, cuando repuso:

—Me resulta ofensiva la mera insinuación de que podría enviar a la hoguera a alguien sin motivos fundados. Sabed, Christine, que he consultado con un adivino experto quien, a la vista de las declaraciones de los testigos, y tras un sortilegio, ha confirmado el carácter demoníaco del daño sufrido por don Carlos Méndez. Por otro lado, ya que desconocéis la letra de los fueros de Imessuzu, os hago saber que don Gabriel, aquí presente y gran conocedor de nuestras leyes, ha apelado largamente a todos los resquicios jurídicos e interpretativos de los mismos para exculpar a Adriana, y en todos los casos he rechazado sus argumentos. Incluso me ha suplicado conmutar la pena de muerte por la de destierro a perpetuidad con el compromiso de renunciar a todos sus cargos y bienes y seguir la misma suerte de su hija. Lamentablemente, no puedo consentir que un ente diabólico expanda su mal por todo Nêmehe, de manera que no hay otra solución que la hoguera—. Y envarándose nuevamente concluyó—: si volvéis a dudar una sola vez más de la idoneidad de la sentencia, os condenaré por desacato y os castigaré a veinte azotes y a exponeros en el rollo durante dos días. ¿Os ha quedado claro?

Sin alterarse ni demostrar emociones, Christine repuso:

—Sí, vuestra señoría.

El alcalde, con un aire de satisfacción que repugnó a Christine, añadió:

—Eso me agrada—. Y dirigiéndose a los soldados, concluyó—: proceded, si sois tan amables.

Con el rabillo del ojo, Christine supo que Adriana le había lanzado una mirada fugaz, pero que, como casi todo el tiempo, tenía la vista perdida en algún lugar del suelo, algo más allá del sitio que ocupaba el alcalde. El soldado que llevaba los grilletes y un compañero, se le acercaron, le levantaron y juntaron ambos brazos, y cerraron los grilletes en torno a sus muñecas. Adriana ni se quejó ni se movió, con aire ausente, hasta que estuvo atada. Sólo entonces tuvo valor para mirar a su padre, y susurrar un vocablo inaudible. El dolor que embargó los ojos de don Gabriel al devolverle la mirada a su hija, le partió el corazón a Christine. Ambos, sin moverse, hicieron caso omiso de la despedida pomposa del alcalde; ella sólo tuvo ojos para ver como se llevaban a Adriana, y don Gabriel no tuvo coraje para volverse. Y siguieron así hasta que la puerta se cerró y quedaron solos.

Entonces, Christine oyó los pasos pesados de don Gabriel que, sin decir ni una palabra, se sentó de cara al fuego, en la misma silla que ella había ocupado hacía unos instantes. Si aquella situación era muy dolorosa para ella, no se podía imaginar lo que estaría pasando por la mente de don Gabriel. Se le había cerrado de nuevo el nudo en la garganta, como ya lo había hecho demasiadas veces durante aquel día terrible. No sabía qué decir ni qué hacer. Con gran esfuerzo, se volvió completamente y dijo:

—Don Gabriel… Lo siento muchísimo.

El aludido no respondió, ni siquiera con un gesto y Christine supuso que lo mejor era dejarle solo, de manera que buscó su capa, se la puso y salió de casa de su amiga. Ya no llovía, pero, aún así, se puso la capucha, para que no fuera fácil reconocerla; no deseaba hablar con nadie, únicamente estar sola e intentar asimilar que nunca más iba a ver a Adriana. Aún no se lo creía.

Habría deseado salir de las murallas, pero a la hora que era ya estaban las puertas cerradas. Así que se fue a una plaza pequeña, una en cuyo centro había un pozo, se acurrucó en la esquina más escondida y se tapó bien el rostro con la capucha. Abrazada a sus rodillas, por primera vez en mucho tiempo, deseó poder llorar, pero, en realidad, no sabía hacerlo, ya que no pensaba que arrasársele los ojos fuese llorar. Siempre le había parecido una pérdida de tiempo, y a su madre jamás le habría parecido bien. Pero deseaba que algo, lo que fuera, le aliviara la pena que sentía.

Al cabo de un rato, decidió que no era necesario preocupar a su madre, así que regresó a casa. Por fortuna, no se encontró más que a un par de transeúntes con faroles, que no le hicieron caso cuando ella pasó rápidamente a su lado bien cubierta por la capucha. Su madre la recibió con un saludo frío y casi de inmediato, se pusieron a cenar.

Durante la cena, intercambiaron alguna que otra frase intranscendente. Christine apenas probó bocado, cosa a la que su madre no dedicó interés. Sin embargo, cuando ella terminó de comer, la sorprendió diciéndole:

—Me he enterado de todo lo que ha pasado. Ni Adriana ni su padre se lo merecen. Me dan mucha pena.

Christine se emocionó al oírle decir aquello. Puede que Adriana, o cualquier otra, encontrara aquella frase demasiado fría, pero para ella representaba una de las mayores muestras de cariño y de preocupación que le había ofrecido su madre en varios años. Ella repuso de la misma manera:

—Os lo agradezco de corazón, madre.

Apenas cruzaron más frases el resto de la noche. Christine volvió a sorprenderse cuando su madre, sin habérselo pedido, le dejó en la mesa una infusión hecha con una mezcla de hierbas que a ella le encantaba. Recordó con tristeza que una vez se la había dado a probar a Adriana y la había encontrado repugnante, pero ella la disfrutó con expresión ausente, recordando todos los buenos ratos que había compartido con su mejor amiga durante aquellos años.

Le dolía mucho, pero fue consciente de que debía asistir a su ejecución, sentía que tenía que acompañarla hasta el último momento. Y fue consciente, también, de que aquella noche la pasaría en vela. Pensó, asimismo, que si tenía fuerzas, quería visitarla en su prisión, así que, cuando su madre volvió al salón, le dijo:

—Madre. Posiblemente saldré dentro de un rato.

En un tono carente de emoción, repuso:

—Muy bien.

No obstante, esperó a que su madre se acostara para salir, haciendo el menor ruido posible. Y se encaminó directamente hacia la cárcel de Imessuzu, donde tenían encerrada a Adriana. Como desde su casa, le era más cómodo bordear tres de sus paredes en vez de dar un rodeo y acceder a la puerta principal, pudo comprobar que había al menos cuatro soldados reales montando guardia, lo que le parecía un tanto excesivo. Christine pasó un buen rato intentando convencer a los dos soldados de la puerta para que le dejaran despedirse de su amiga, pero le repitieron pacientemente que tenían órdenes estrictas de no permitir el paso a nadie. Muy decepcionada, se alejó de allí y dio un paseo largo por Imessuzu. Por costumbre, pasó por delante de la casa de Adriana y se dio cuenta de que el salón de la vivienda continuaba iluminado. Así que Christine, incapaz de aceptar que iban a quemar a su mejor amiga, se dio media vuelta, regresó a la puerta de la casa, e hizo sonar con fuerza la aldaba.

04 marzo 2011

Leído El Amuleto, de Cristina Carretero

Interrumpo brevemente mi relato para hablar de una reseña más. Hace ya un mes que terminé de leer el libro El Amuleto, de Cristina Carretero, novela ganadora del III Concurso literario de El Corte Inglés, pero aún no había dicho nada de él en la bitácora. Tengo el placer de tener una copia dedicada por la propia autora.

Bien, tengo que empezar confesando una cosa. Para mí es extraordinariamente difícil reseñar este libro, puesto que es una novela romántica. El género romántico es uno de los que no toco nunca, y cuando lo hago, es por accidente. Por ejemplo, leí por accidente La maldición del dragón, de Dennis L. McKiernan, que es bastante romántico, así como suelen ser románticos algunos libros de Laura Gallego, cosa que no sabía antes de leerlos. La diferencia entre esos libros y El Amuleto, es que los primeros son fantasía épica, aunque den mucha importancia a los amoríos, y el que estoy reseñando ahora está ambientado en nuestra época.

Tengo que confesar también que no me gusta la literatura romántica, aunque haya leído con cierto agrado estos libros de fantasía épica romántica que he comentado, pero...

Con respecto a El Amuleto, tengo que reconocer que es un libro que recomendaría leer como introducción al género romántico porque tiene varias virtudes. Una de ellas es que el dibujo de nuestra sociedad y nuestra cultura son de una precisión altísima. Este libro, leído dentro de cincuenta años, daría una imagen fiel de cómo éramos los treintañeros de entonces, de cómo hablábamos y pensábamos. La técnica narrativa empleada, la primera persona en la mayor parte de la obra, está escrita de manera muy coloquial, algo que puede chocar un poco, pero que está hecho conscientemente, con la idea de que el lector vea en los personajes personas normales y corrientes, que hablan coloquialmente tanto con los demás como narrando su propia historia. Así, se ven plasmadas cosas tan comunes para nosotros como la dificultad de tener un buen trabajo, las peripecias para conseguir días libres, los problemas del tráfico en Madrid... En definitiva, un dibujo muy realista del mundo de hoy en día para las personas normales, las que van a trabajar, tienen hijos, etc...

Sin embargo, lo mejor de este libro es que expresa con una precisión asombrosa cosas sobre el amor, sobre la mentalidad de las mujeres de hoy en día y sobre las relaciones afectivas. Y que siendo un libro escrito desde el punto de vista narrativo de una mujer, huye de cosas muy comunes, como pintar a las mujeres como víctimas de la sociedad, ponerlas todo el día quejándose de lo duro que es ser mujer y, sobre todo, pintar un mundo de mujeres nobles y buenas y hombres muy malos. La protagonista vive su vida, trabaja, cuida de su hija como si fuera la cosa más normal del mundo (sinceramente, es que lo es), sin resentimientos hacia una sociedad malvada que la discrimina por ser mujer, o a unos hombres insensibles que sólo buscan sexo rápido y fácil. Es algo muy de agradecer; en un serie "de época" de la que vi un episodio, todas las mujeres, desde la criada a la señora, no dejaban de repetir lo difícil que lo tienen. Aunque en aquella época fuera así, la cosa ya cansa. El Amuleto no cae en este recurso tan fácil y tan manido, y no veremos nunca a la protagonista protestar por haber nacido mujer.

Tampoco cae, como ya he comentado, en el resentimiento hacia la insensibilidad de los hombres, sino que todo lo que tiene que ver con relaciones está tratado con mucha delicadeza, cosa que echo a faltar en muchos libros de esos que se autodenominan "femeninos". Y, ante todo, hace unas reflexiones tan precisas sobre los deseos de las mujeres de hoy en día que no puedo sino reconocerle a Cristina, la autora, una capacidad de observación muy desarrollada.

La primera moraleja del libro es que las mujeres ansían estar con los "triunfadores". Un triunfador no es necesariamente quien tiene mucho dinero, sino un hombre que por su personalidad, sus cualidades, quizá por su físico y por su actitud ante la vida, atrae hacia sí lo bueno, ya sean mujeres, buenos trabajos o reconocimiento. A mí no me gusta la metáfora, pero en algunos sitios web llaman a ese tipo de hombres "machos alfa", como los que existen entre los primates. Hombres con dotes de liderazgo, aunque estén en las categorías profesionales más bajas, hombres con los que la mayoría de las chicas querrían estar, porque ni van todo el día buscando "rollos" ni se rebajan a ser los criados de ninguna chica, pensando que así van a tener sexo por obra de algún hechizo o así. Hombres que saben que valen, y no se hunden ante los rechazos o los problemas que plantean las relaciones.

Hay mucha gente, resentida por continuos rechazos, que piensan que las chicas van por el dinero. No. Desean estar con alguien con personalidad, con una vida plena. A menudo, ese tipo de personas tienen más dinero que la media, pero es por su esfuerzo y cualidades, y es ésto, y no el dinero, lo que atrae realmente. A los ricos que lo son por herencia o especulación, sólo se les acercan las "caza-fortunas", pero no la gran mayoría de las mujeres, que ya tienen sus vidas y sus trabajos y no necesitan nadie que las mantenga. Esto queda reflejado con toda fidelidad en El Amuleto. En esta novela, se ve como el chico comete la mayor parte de los errores que suelen dar al traste en cualquier seducción, pero como es un "triunfador", ninguno de tales errores le pasan factura. Es algo que vemos a diario, de ahí que deba recalcar la capacidad de observación de la autora, y de lo que muchos chicos se quejan. Tantas veces he visto que el "triunfador", en una discoteca, le entra a una chica con una frase y tiene éxito, mientras que cinco o seis "fracasados" usan sus mismas palabras y sólo reciben desprecio... La vida es así, no es la frase, es la actitud de saber que vales, y que te da igual que la muchacha te diga que no, lo que atrae a una chica.

Por cierto, también pasa al revés. Existen las "triunfadoras" y las "fracasadas", pero de eso no trata este libro.

Luego, aparece pintada con toda precisión la figura del "pagafantas", del que pasa años enamorado de una chica, siendo su amiguito, creyéndose que así se van a enamorar de él. Estoy acostumbrado a que en las películas románticas el "pagafantas" acabe con la chica. Siempre veo que el chico persigue a la chica, se rebaja, le suplica, la infla de regalos a pesar de su desprecio... hasta le llora... ¡y la chica acaba con él! No sé cómo habrá conseguido la autora ponerse tan en el papel del hombre "pagafantas", pero lo borda. Y, sobre todo, la cosa acaba como tiene que acabar... Lo he visto tantas veces...

O sea, encuentro El Amuleto como un libro muy interesante. Yo lo he visto como un reflejo muy acertado de cómo son las relaciones de pareja. Muchas chicas podrán verlo como la realización de sus sueños más profundos en lo que respecta a las relaciones y supongo que les resultará muy sencillo meterse en la historia y soñar un poquito, algo parecido a lo que me pasa a mí cuando leo un libro de fantasía épica.

Lo único malo de este libro es que, al leerlo, me hizo recordar constantemente que yo debo de ser un "macho psi" (la psi es la penúltima letra del alfabeto griego, no me autodenomino "macho omega", que es la última, porque, al menos, me sé la teoría, pero sí que soy casi lo opuesto a un "macho alfa" -je, je, je-). Nunca seré capaz de despertar los sentimientos que se ven en la novela.

01 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo IX

Christine vio que Adriana miraba fijamente a Carlos con el rostro deformado por una mueca de furia. Pero aquello era lo de menos. Lo grave era que sus ojos despedían un fulgor rojo tan intenso que, por comparación, el resto de su amiga parecía estar sumido en la oscuridad. Mirarla causaba una sensación de miedo muy extraña, que atenazó, incluso, el corazón de Christine. De los tres milicianos sólo veía la cabeza de uno, escondido tras un pilar. Por primera vez en todo aquel incidente, la voz de Christine sonó desesperada:

—¡Adriana, no!

Aquel grito hizo volverse a Carlos, que contempló estupefacto a Adriana y que retrocedió un par de pasos con el terror pintado en el rostro. Y, sin más, levantó ligeramente la pierna, y por la expresión de sorpresa de Carlos, Christine habría asegurado que se le había levantado sola. Y con un crujido, se le torció el tobillo, lo que resultó algo muy desagradable incluso para Christine, que estaba acostumbrada a ver heridas y miembros rotos o inflamados. El miliciano empezó a gritar y se sentó en el suelo, rodeándose el tobillo con ambas manos y diciendo:

—¡Puta! ¿Qué me has hecho?

Y continuó profiriendo alaridos. Cuando Christine volvió a mirar a Adriana, vio que tenía los ojos muy abiertos y que se tapaba la boca con las manos, horrorizada. Al compararla con su aspecto mientras los ojos le brillaban de aquella forma tan siniestra, tuvo la extraña sensación de que el monstruo que había ocupado su lugar unos instantes se había transformado de nuevo en su amiga.

Christine tuvo el impulso de que debían irse de allí cuanto antes. Se puso de pie, sin envainar aún su espada, que no había soltado en ningún momento y tiró del brazo de Adriana, que seguía conmocionada, tapándose la boca y la nariz con ambas manos, incapaz de hacer otra cosa que mirar a Carlos, que no paraba de gritar. Como quiera que los milicianos se aventuraron tímidamente, con la intención de ayudar a su cabo pero temerosos de Adriana, Christine, al que todo aquello había conseguido superarla, les gritó apuntándoles con la espada y con voz trémula:

—¡Alejáos!

Y obligó a su amiga a volverse y a empezar a correr. Tenía que tirar de ella, que estaba medio aturdida, pero consiguió que avanzaran con rapidez. Y al borde de la histeria, perdida su serenidad habitual, dijo entre jadeos:

—¡Estás completamente loca! ¿Cómo has podido hacer algo así?

Adriana, también entre jadeos y a punto de echarse a llorar, acertó a decir muy débilmente:

—Yo no quería… no sé qué ha pasado.

Llegaron a casa de Adriana, y Christine, que miraba nerviosamente a su alrededor, le ordenó con malos modos que abriera la puerta. Ella se sacó una llave grande de una faltriquera e intentó colarla por el hueco de la cerradura, pero le temblaban tanto las manos que no lo consiguió. Christine se la arrancó de los dedos y abrió ella misma. La hizo entrar y cerró tras de sí. Estaban las dos empapadas, pero no hicieron nada por quitarse la ropa mojada. Adriana parecía estar sollozando, pero tenía la cara tan mojada por la lluvia que no podría asegurarse. Christine, que aún estaba muy furiosa y muy asustada por lo que había visto, le espetó:

—¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido…? ¿Es que estás loca? ¡No puedo creerlo!

Cómo única respuesta, Adriana la miraba con tristeza. Hasta que agachó la cabeza, suspiró entrecortadamente y dijo, con un hilo de voz:

—Yo… ¿Qué clase de monstruo soy?

Y tapándose el rostro con ambas manos, se sentó acurrucada en una esquina y se echó a llorar, mientras repetía en voz baja que ella no había querido hacerlo, que no sabía qué había pasado. Christine no se movió, se limitó a mirarla como si fuera una desconocida. Mientras la oía llorar y quejarse, se dio cuenta de que un par de horas antes, si la hubiera visto tan desconsolada, habría ido de inmediato a reconfortarla. Pero, en aquel instante, no estaba segura de querer una amiga como ella. Siguió mirándola mientras decidía si marcharse de allí y no dirigirle ni una palabra más en su vida, o si se le acercaba. Se le había grabado la imagen de aquellos ojos rojos. De los cuatro colores de la magia, el rojo es el que corresponde a los demonios y a la magia maligna. De pronto, recordó que le seguía doliendo el brazo, así que se concentró para lanzarse a sí misma un hechizo para curarse. Sus ojos estarían brillando con un hermoso tono azul, y no con el rojo tan siniestro que acababa de ver. Christine era curandera, como su madre, pero ninguna de las dos eran charlatanas; eran hechiceras capaces de utilizar el poder de sus propias mentes para ayudar a la gente a sanar más rápido, además de ser expertas en usar hierbas y procedimientos tradicionales para aliviar la mayoría de las dolencias. Después del hechizo se sintió bastante mejor; aunque aun le molestaba el brazo, lo hacía bastante menos.

Se sintió muy dolida por tantos años como llevaba Adriana engañándola. Su amiga siempre había asegurado que no podía usar la magia, y aún después de aquella demostración, seguía diciendo que no sabía cómo lo había hecho. Como hechicera, Christine sabía que era preciso tener mucha disciplina y mucha concentración para utilizar la magia, y no se creía que alguien pudiera lanzar un hechizo sin darse cuenta.

Y mientras Adriana no paraba de llorar y de quejarse, Christine pensó que algo no encajaba. La mentira de que había lanzado un hechizo sin querer habría sido creíble para alguien que desconociera cómo funciona la magia, y no era el caso de Christine. Aún más, Adriana lo sabía. Una vez que le pegaron, fue a verla y Christine le explicó que iba a lanzarle un hechizo para que se curase más rápido. Su amiga, curiosa por naturaleza, le había hecho un montón de preguntas, de modo que sabía que un hechizo requería de estudio y de concentración. No tenía sentido que fuera un engaño consciente… Comprendió que Adriana le estaba diciendo la verdad, por muy increíble que pareciera.

Lo que no entendía era por qué, si tantas veces la habían acosado, había lanzado un hechizo tan espectacular precisamente aquella tarde. ¿Qué había de diferente en aquella ocasión? Y cuando se dio cuenta, se le volvió a cerrar la garganta por un nudo. Se acordó de la angustia con la que quiso detener a Carlos cuando desenvainaron. Recordó que Adriana nunca la había visto batirse en duelo con nadie. La diferencia en aquella ocasión era que Christine estaba delante y estaba viviendo una situación muy difícil.

Había sido tan injusta con Adriana… Finalmente, en la lucha que se libraba en su interior entre la compasión hacia su mejor amiga, y el miedo que ahora le tenía, venció la compasión. Se arrodilló a su lado y le pidió con ternura que dejara de llorar. Su respuesta fue, simplemente:

—¡Ay! Christine…

Y empezó a llorar sobre su hombro. Cuánto lo necesitaba. A Christine apenas le costó trabajo tranquilizarla, conseguir que se pusiera en pie, se cambiara de ropa y se secara un poco. Por su parte, se quitó la capa, aunque ella no tenía ropa seca que ponerse. Decidió sentarse en la silla más vieja que había en la estancia, para no empapar una nueva, y esperó un rato a que Adriana regresara al salón. Como no lo hizo, decidió encaminarse hacia su alcoba, porque no le parecía normal que deseara estar sola.

Cuando llegó, comprobó por qué no había bajado. Se había puesto la ropa apropiada para salir al campo y estaba organizando prendas que tenía colocadas sobre su lecho. Al parecer, le suponía una tarea muy amarga, porque se secaba los ojos de cuando en cuando. A otra le habría bastado probablemente aquella visión para adivinar qué pasaba, pero Christine, que no se lo imaginaba, preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

Sin mirarla, Adriana repuso:

—Me voy. Será lo mejor, porque si no, un día mataré a alguien y ya no tendrá remedio.

—Tiene que haber otra solución.

—Yo no la veo—. Suspiró dos veces y añadió—. No me quiero ir, me da mucha pena… pero no sé qué otra cosa hacer.

Como es natural, Christine no pensaba que eso fuera a arreglar nada, así que preguntó:

—¿Y adónde ibas a ir? Habrá gente en todas las ciudades o pueblos con la que te puedas enfadar.

—Puedo vivir sola en alguna cabaña apartada, o algo parecido.

Era mejor no seguir por ahí, así que Christine cambió de enfoque:

—Al menos, consúltalo con tu padre. Seguro que él le encuentra una solución. Además, no ha sido tan grave. Por lo que he visto Carlos no tendrá más que una torcedura; diez días de reposo y estará como nuevo. Entiendo de esas cosas—. Y decidió bromear un poco—. No te vayas. Le pediré a mi madre que me enseñe más e iré detrás de ti curando a la gente con la que te enfades.
Aquello consiguió que Adriana sonriera y respondiese:


—¡Cómo eres…! — Y tras dejar amontonados un par de vestidos, concluyó—. De acuerdo. Vámonos al salón y esperemos a mi padre… Vaya, sigues empapada. Te prestaría algo, pero con lo alta que eres ibas a estar muy rara con mi ropa.

—Es igual.

—Pero al menos ponte al lado del fuego… Lo dejé encendido. Vamos.

Así lo hicieron, y estuvieron un rato hablando de cosas sin importancia, en tono apagado. Y, con cierta aprensión, Christine, que lo estaba eludiendo pero necesitaba hablar con ella de eso, terminó por preguntar.

—Dime… ¿cómo le hiciste eso a Carlos?

El rostro de Adriana se llenó de amargura al responder:

—No lo sé. Recuerdo que, sentada en el suelo, os supliqué varias veces que no pelearais. Me levanté y tenía mucho miedo de que te matara. Odié con todas mis fuerzas a Carlos, sentí que me invadía la rabia… Vi que los milicianos huyeron de mí, pero no les presté atención, sólo tenía ojos para vosotros dos. Lo siguiente que recuerdo es que te tiró al suelo, que me dijiste algo, pero no lo oí, y que Carlos empezó a chillar. Solo entonces me di cuenta de que había sido yo, pero… no sé qué pasó, ni cómo lo hice. Si me pidieras que lo repitiera sería incapaz, porque no sé qué le hice.

—Es rarísimo. Es la primera vez que sé de algo así. Lo consultaré con mi madre.

Lo que Christine se calló fue que, probablemente, su amiga tuviera razón con lo de estar endemoniada, y la poseyese algún demonio. Quizá tenía dentro a un monstruo que sólo la dominaba cuando estaba muy enfadada. Por ello era todo el tiempo una chica normal, salvo en situaciones extremas.

El hecho de que abrieran la puerta con rapidez, interrumpió su conversación. Quien la cruzó fue María Teresa, la mujer que había entrado al servicio de su familia al enfermar la madre de Adriana y que, cuando murió, había cuidado de ella hasta que fue lo bastante mayor como para arreglárselas sola. En la actualidad, vivía con su marido y sus hijos pero, como le faltaba el dinero, don Gabriel le encargaba cuidar de su casa al menos unas horas al día. Era de las pocas personas de Imessuzu que le tenía afecto a Adriana. Por ello, sólo su gesto preocupado evitó que la recibiera con la efusividad de siempre.

María Teresa se acercó rápidamente a Adriana, la saludó con dos besos y le dijo:

—Me alegra tanto encontraros aquí… He venido corriendo nada más enterarme de lo que ha pasado. Se ha corrido la voz y la gente está muy asustada. Temía que os hicieran daño.

Adriana preguntó, muy preocupada:

—¿Dónde está mi padre? Llevadnos con él, por favor.

María Teresa respondió con tristeza:

—Ir a buscarle fue lo primero que hice. Pero no se puede hablar con él; está reunido con el alcalde. Lo mejor es que no salgáis de aquí ninguna de las dos y que cerréis bien la puerta. Yo iré a esperar a vuestro padre y le traeré cuando haya terminado de hablar—. Y dándole un abrazo a Adriana, le dijo—: Espero que todo se arregle cuanto antes, mi niña… Volveré pronto.

Y se marchó con tanta rapidez como había entrado, dejándolas a las dos muy preocupadas, ansiando su regreso.

Pero María Teresa no regresó. El tiempo pasó lentamente, oscureció del todo, y tras algunos intentos de entablar alguna conversación, Christine terminó sumiéndose en el mismo silencio preocupado que su amiga.

Finalmente, oyeron que abrían la puerta principal, y las dos se pusieron de pie y se acercaron un poco. Christine vio entrar al padre de Adriana, con muy mala cara y, tras él, cruzaron la sala el alcalde de Imessuzu, don Guzmán, y cuatro soldados del ejército del rey, ataviados con casco y coraza, que se detuvieron tras el alcalde cuando este se quedó quieto, mirando con intensidad a Adriana y a Christine.