01 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo IX

Christine vio que Adriana miraba fijamente a Carlos con el rostro deformado por una mueca de furia. Pero aquello era lo de menos. Lo grave era que sus ojos despedían un fulgor rojo tan intenso que, por comparación, el resto de su amiga parecía estar sumido en la oscuridad. Mirarla causaba una sensación de miedo muy extraña, que atenazó, incluso, el corazón de Christine. De los tres milicianos sólo veía la cabeza de uno, escondido tras un pilar. Por primera vez en todo aquel incidente, la voz de Christine sonó desesperada:

—¡Adriana, no!

Aquel grito hizo volverse a Carlos, que contempló estupefacto a Adriana y que retrocedió un par de pasos con el terror pintado en el rostro. Y, sin más, levantó ligeramente la pierna, y por la expresión de sorpresa de Carlos, Christine habría asegurado que se le había levantado sola. Y con un crujido, se le torció el tobillo, lo que resultó algo muy desagradable incluso para Christine, que estaba acostumbrada a ver heridas y miembros rotos o inflamados. El miliciano empezó a gritar y se sentó en el suelo, rodeándose el tobillo con ambas manos y diciendo:

—¡Puta! ¿Qué me has hecho?

Y continuó profiriendo alaridos. Cuando Christine volvió a mirar a Adriana, vio que tenía los ojos muy abiertos y que se tapaba la boca con las manos, horrorizada. Al compararla con su aspecto mientras los ojos le brillaban de aquella forma tan siniestra, tuvo la extraña sensación de que el monstruo que había ocupado su lugar unos instantes se había transformado de nuevo en su amiga.

Christine tuvo el impulso de que debían irse de allí cuanto antes. Se puso de pie, sin envainar aún su espada, que no había soltado en ningún momento y tiró del brazo de Adriana, que seguía conmocionada, tapándose la boca y la nariz con ambas manos, incapaz de hacer otra cosa que mirar a Carlos, que no paraba de gritar. Como quiera que los milicianos se aventuraron tímidamente, con la intención de ayudar a su cabo pero temerosos de Adriana, Christine, al que todo aquello había conseguido superarla, les gritó apuntándoles con la espada y con voz trémula:

—¡Alejáos!

Y obligó a su amiga a volverse y a empezar a correr. Tenía que tirar de ella, que estaba medio aturdida, pero consiguió que avanzaran con rapidez. Y al borde de la histeria, perdida su serenidad habitual, dijo entre jadeos:

—¡Estás completamente loca! ¿Cómo has podido hacer algo así?

Adriana, también entre jadeos y a punto de echarse a llorar, acertó a decir muy débilmente:

—Yo no quería… no sé qué ha pasado.

Llegaron a casa de Adriana, y Christine, que miraba nerviosamente a su alrededor, le ordenó con malos modos que abriera la puerta. Ella se sacó una llave grande de una faltriquera e intentó colarla por el hueco de la cerradura, pero le temblaban tanto las manos que no lo consiguió. Christine se la arrancó de los dedos y abrió ella misma. La hizo entrar y cerró tras de sí. Estaban las dos empapadas, pero no hicieron nada por quitarse la ropa mojada. Adriana parecía estar sollozando, pero tenía la cara tan mojada por la lluvia que no podría asegurarse. Christine, que aún estaba muy furiosa y muy asustada por lo que había visto, le espetó:

—¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido…? ¿Es que estás loca? ¡No puedo creerlo!

Cómo única respuesta, Adriana la miraba con tristeza. Hasta que agachó la cabeza, suspiró entrecortadamente y dijo, con un hilo de voz:

—Yo… ¿Qué clase de monstruo soy?

Y tapándose el rostro con ambas manos, se sentó acurrucada en una esquina y se echó a llorar, mientras repetía en voz baja que ella no había querido hacerlo, que no sabía qué había pasado. Christine no se movió, se limitó a mirarla como si fuera una desconocida. Mientras la oía llorar y quejarse, se dio cuenta de que un par de horas antes, si la hubiera visto tan desconsolada, habría ido de inmediato a reconfortarla. Pero, en aquel instante, no estaba segura de querer una amiga como ella. Siguió mirándola mientras decidía si marcharse de allí y no dirigirle ni una palabra más en su vida, o si se le acercaba. Se le había grabado la imagen de aquellos ojos rojos. De los cuatro colores de la magia, el rojo es el que corresponde a los demonios y a la magia maligna. De pronto, recordó que le seguía doliendo el brazo, así que se concentró para lanzarse a sí misma un hechizo para curarse. Sus ojos estarían brillando con un hermoso tono azul, y no con el rojo tan siniestro que acababa de ver. Christine era curandera, como su madre, pero ninguna de las dos eran charlatanas; eran hechiceras capaces de utilizar el poder de sus propias mentes para ayudar a la gente a sanar más rápido, además de ser expertas en usar hierbas y procedimientos tradicionales para aliviar la mayoría de las dolencias. Después del hechizo se sintió bastante mejor; aunque aun le molestaba el brazo, lo hacía bastante menos.

Se sintió muy dolida por tantos años como llevaba Adriana engañándola. Su amiga siempre había asegurado que no podía usar la magia, y aún después de aquella demostración, seguía diciendo que no sabía cómo lo había hecho. Como hechicera, Christine sabía que era preciso tener mucha disciplina y mucha concentración para utilizar la magia, y no se creía que alguien pudiera lanzar un hechizo sin darse cuenta.

Y mientras Adriana no paraba de llorar y de quejarse, Christine pensó que algo no encajaba. La mentira de que había lanzado un hechizo sin querer habría sido creíble para alguien que desconociera cómo funciona la magia, y no era el caso de Christine. Aún más, Adriana lo sabía. Una vez que le pegaron, fue a verla y Christine le explicó que iba a lanzarle un hechizo para que se curase más rápido. Su amiga, curiosa por naturaleza, le había hecho un montón de preguntas, de modo que sabía que un hechizo requería de estudio y de concentración. No tenía sentido que fuera un engaño consciente… Comprendió que Adriana le estaba diciendo la verdad, por muy increíble que pareciera.

Lo que no entendía era por qué, si tantas veces la habían acosado, había lanzado un hechizo tan espectacular precisamente aquella tarde. ¿Qué había de diferente en aquella ocasión? Y cuando se dio cuenta, se le volvió a cerrar la garganta por un nudo. Se acordó de la angustia con la que quiso detener a Carlos cuando desenvainaron. Recordó que Adriana nunca la había visto batirse en duelo con nadie. La diferencia en aquella ocasión era que Christine estaba delante y estaba viviendo una situación muy difícil.

Había sido tan injusta con Adriana… Finalmente, en la lucha que se libraba en su interior entre la compasión hacia su mejor amiga, y el miedo que ahora le tenía, venció la compasión. Se arrodilló a su lado y le pidió con ternura que dejara de llorar. Su respuesta fue, simplemente:

—¡Ay! Christine…

Y empezó a llorar sobre su hombro. Cuánto lo necesitaba. A Christine apenas le costó trabajo tranquilizarla, conseguir que se pusiera en pie, se cambiara de ropa y se secara un poco. Por su parte, se quitó la capa, aunque ella no tenía ropa seca que ponerse. Decidió sentarse en la silla más vieja que había en la estancia, para no empapar una nueva, y esperó un rato a que Adriana regresara al salón. Como no lo hizo, decidió encaminarse hacia su alcoba, porque no le parecía normal que deseara estar sola.

Cuando llegó, comprobó por qué no había bajado. Se había puesto la ropa apropiada para salir al campo y estaba organizando prendas que tenía colocadas sobre su lecho. Al parecer, le suponía una tarea muy amarga, porque se secaba los ojos de cuando en cuando. A otra le habría bastado probablemente aquella visión para adivinar qué pasaba, pero Christine, que no se lo imaginaba, preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

Sin mirarla, Adriana repuso:

—Me voy. Será lo mejor, porque si no, un día mataré a alguien y ya no tendrá remedio.

—Tiene que haber otra solución.

—Yo no la veo—. Suspiró dos veces y añadió—. No me quiero ir, me da mucha pena… pero no sé qué otra cosa hacer.

Como es natural, Christine no pensaba que eso fuera a arreglar nada, así que preguntó:

—¿Y adónde ibas a ir? Habrá gente en todas las ciudades o pueblos con la que te puedas enfadar.

—Puedo vivir sola en alguna cabaña apartada, o algo parecido.

Era mejor no seguir por ahí, así que Christine cambió de enfoque:

—Al menos, consúltalo con tu padre. Seguro que él le encuentra una solución. Además, no ha sido tan grave. Por lo que he visto Carlos no tendrá más que una torcedura; diez días de reposo y estará como nuevo. Entiendo de esas cosas—. Y decidió bromear un poco—. No te vayas. Le pediré a mi madre que me enseñe más e iré detrás de ti curando a la gente con la que te enfades.
Aquello consiguió que Adriana sonriera y respondiese:


—¡Cómo eres…! — Y tras dejar amontonados un par de vestidos, concluyó—. De acuerdo. Vámonos al salón y esperemos a mi padre… Vaya, sigues empapada. Te prestaría algo, pero con lo alta que eres ibas a estar muy rara con mi ropa.

—Es igual.

—Pero al menos ponte al lado del fuego… Lo dejé encendido. Vamos.

Así lo hicieron, y estuvieron un rato hablando de cosas sin importancia, en tono apagado. Y, con cierta aprensión, Christine, que lo estaba eludiendo pero necesitaba hablar con ella de eso, terminó por preguntar.

—Dime… ¿cómo le hiciste eso a Carlos?

El rostro de Adriana se llenó de amargura al responder:

—No lo sé. Recuerdo que, sentada en el suelo, os supliqué varias veces que no pelearais. Me levanté y tenía mucho miedo de que te matara. Odié con todas mis fuerzas a Carlos, sentí que me invadía la rabia… Vi que los milicianos huyeron de mí, pero no les presté atención, sólo tenía ojos para vosotros dos. Lo siguiente que recuerdo es que te tiró al suelo, que me dijiste algo, pero no lo oí, y que Carlos empezó a chillar. Solo entonces me di cuenta de que había sido yo, pero… no sé qué pasó, ni cómo lo hice. Si me pidieras que lo repitiera sería incapaz, porque no sé qué le hice.

—Es rarísimo. Es la primera vez que sé de algo así. Lo consultaré con mi madre.

Lo que Christine se calló fue que, probablemente, su amiga tuviera razón con lo de estar endemoniada, y la poseyese algún demonio. Quizá tenía dentro a un monstruo que sólo la dominaba cuando estaba muy enfadada. Por ello era todo el tiempo una chica normal, salvo en situaciones extremas.

El hecho de que abrieran la puerta con rapidez, interrumpió su conversación. Quien la cruzó fue María Teresa, la mujer que había entrado al servicio de su familia al enfermar la madre de Adriana y que, cuando murió, había cuidado de ella hasta que fue lo bastante mayor como para arreglárselas sola. En la actualidad, vivía con su marido y sus hijos pero, como le faltaba el dinero, don Gabriel le encargaba cuidar de su casa al menos unas horas al día. Era de las pocas personas de Imessuzu que le tenía afecto a Adriana. Por ello, sólo su gesto preocupado evitó que la recibiera con la efusividad de siempre.

María Teresa se acercó rápidamente a Adriana, la saludó con dos besos y le dijo:

—Me alegra tanto encontraros aquí… He venido corriendo nada más enterarme de lo que ha pasado. Se ha corrido la voz y la gente está muy asustada. Temía que os hicieran daño.

Adriana preguntó, muy preocupada:

—¿Dónde está mi padre? Llevadnos con él, por favor.

María Teresa respondió con tristeza:

—Ir a buscarle fue lo primero que hice. Pero no se puede hablar con él; está reunido con el alcalde. Lo mejor es que no salgáis de aquí ninguna de las dos y que cerréis bien la puerta. Yo iré a esperar a vuestro padre y le traeré cuando haya terminado de hablar—. Y dándole un abrazo a Adriana, le dijo—: Espero que todo se arregle cuanto antes, mi niña… Volveré pronto.

Y se marchó con tanta rapidez como había entrado, dejándolas a las dos muy preocupadas, ansiando su regreso.

Pero María Teresa no regresó. El tiempo pasó lentamente, oscureció del todo, y tras algunos intentos de entablar alguna conversación, Christine terminó sumiéndose en el mismo silencio preocupado que su amiga.

Finalmente, oyeron que abrían la puerta principal, y las dos se pusieron de pie y se acercaron un poco. Christine vio entrar al padre de Adriana, con muy mala cara y, tras él, cruzaron la sala el alcalde de Imessuzu, don Guzmán, y cuatro soldados del ejército del rey, ataviados con casco y coraza, que se detuvieron tras el alcalde cuando este se quedó quieto, mirando con intensidad a Adriana y a Christine.

3 comentarios:

Juan dijo...

Bueno… Pues casi, casi sabemos qué problema tiene Adriana. No lo diré exactamente hasta el momento en que dé la última pista en la narración, pero… ya casi se puede adivinar. Cuando dé esa última pista, explicaré las fuentes en que me he basado.

Christine, como ha quedado de manifiesto, es normalmente muy serena, muy flemática y reflexiva. Y, aun enfurecida, no suele perder la cabeza. Así que la forma en que ha actuado en este capítulo es muy poco habitual. Además, tiene un sentido de la justicia muy desarrollado, por eso se ha conmovido mucho cuando descubre por qué Adriana ha reaccionado como lo hizo y se siente incapaz de darle de lado. No le parecería justo.

Por lo demás, poco trabajo de documentación. Me he asegurado de que en la época histórica de referencia existían cosas como las chimeneas, he leído algo sobre el mobiliario… pero no ha hecho mucha falta por ahora. Lo único, por si no se intuye, es que don Gabriel tiene una posición económica, si no elevada cuando menos bastante desahogada.

Un saludo.

Luisa dijo...

Hola, Juan.

Buf, me lo temía. Está claro que los poderes de Adriana la superan. No puede controlarlos por ahora. En cierto modo es un peligro, incluso para ella misma, porque las consecuencias seguro que le traen problemas. Además, ¿cómo encajar una cosa así? No me extraña que se haga preguntas y que Christine esté reticente frente a su amistad. Aunque creo que uno no elige a sus amigos. Algunos se clavan sin querer. Y, en este caso, le hace mucha falta tener una amiga como ella.

Bueno, lo dejas mal. Creo que vienen a llevársela.

Voy a ver qué pasa.

Un beso.

Juan dijo...

Hola Luisa

Aciertas en todo lo que cuentas. Tanto en lo que ya has leído en los capítulos IX y X como en lo que vas a leer en el XII, donde se aclaran muchas cosas. El problema de Adriana es muy serio, ya lo leerás.

Efectivamente, el dilema de Christine es también muy grave. Como gran parte del resto de la Humanidad, Christine es enemiga declarada de los demonios. Así que haber visto usar a su mejor amiga, a la que quiere como una hermana, magia demoníaca ha sido un golpe tan fuerte que hace que muchas cosas se le vengan abajo. Por suerte para Adriana, Christine tiene un sentido de la justicia muy desarrollado, como comenté antes. Tanto a ella como a su madre las marcó la gesta de su padre, y sienten que no pueden ser menos que él, o su sacrificio sería en vano. Para Christine el argumento de "no es justo", le basta para interceder por alguien y enfrentarse a quien haga falta. También tiene suerte Adriana de que su amiga sea tan reflexiva y tan fría. Y sí... ya se verá en el capítulo XII y posteriores hasta qué punto ha sido importante Christine para Adriana.

Un saludo.

Juan.