31 julio 2019

#OrigiReto2019 Las dos muertes de la hidra

Este es el microrrelato de julio de 2019 para el OrigiReto 2019. Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras:

http://plumakatty.blogspot.com/2018/12/origireto-creativo-edicion-2019.html

o en

http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2018/12/reto-de-escritura-2019-origireto.html

Este microrrelato tiene 957 caracteres según https://www.contarcaracteres.com/ (uno es un asterico para separar escenas). Está enlazado son el siguiente relato:




Y cumple con el mismo objetivo: 18. Escribe dos versiones de un relato cambiando el género de los personajes, de manera que cambie el significado o relata un hecho que sea la excepción a lo habitual.  El objeto oculto es 32. árbol sagrado.

Aquí está la pegatina:






Y aquí está el relato. Espero que os guste.




LAS DOS MUERTES DE LA HIDRA


Halys alzó el hacha de metal Shaq y, furiosa, atacó a la hidra que emponzoñaba el árbol sagrado. Aquel macho enorme llevaba meses atacando cultivos y matando a campesinos, llevado por su maldad y su sed de sangre. La batalla fue dura, pero Halys, tras cortar la última cabeza y cauterizar la herida, se sintió muy feliz. Un ser despreciable menos en el mundo. Entró en el cubil del monstruo y se maravilló con el tesoro.

*

Halys alzó el hacha de metal Shaq y, apenada, atacó a la hidra que se ocultaba junto al árbol sagrado. Matar a una pobre hembra que atacaba cultivos porque tenía hambre era muy triste. Las autoridades no se preocuparon de buscar otras soluciones: la desdichada hidra tenía que morir. La batalla fue dura y amarga. Halys sintió un nudo en la garganta cuando cortó la última cabeza y cauterizó la herida. Miró el cadáver de aquella desdichada y suspiró. Entró en el cubil del animal y ni siquiera ver el tesoro pudo disipar su tristeza.

28 julio 2019

#OrigiReto2019 Jó, qué cita

Este es el relato de julio de 2019 para el OrigiReto 2019. Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras:

http://plumakatty.blogspot.com/2018/12/origireto-creativo-edicion-2019.html

o en

http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2018/12/reto-de-escritura-2019-origireto.html

Este relato tiene 1994 palabras según https://www.contarcaracteres.com/ (una es un asterico para separar escenas). En esta ocasión, diré que  objetivo cumple porque el título lo dice todo:

20. Haz un escrito sobre una cita que sea un desastre. Los objetos ocultos que incluye son disfraz de jirafa y una letra del alfabeto griego.

El relato está basado en la película de 1985 "Jó, qué noche", de título original "After Hours". De ahí el título que le he puesto, homenaje directo.



JÓ, QUÉ CITA


Estaba muy emocionado. Estaba tan emocionado que no me di cuenta de que una señora, embutida en un abrigo rojo, caminaba hacia mí hasta que impactamos. Yo caminaba rápido por el entusiasmo. La señora caminaba a toda prisa por algún motivo. El choque cumplió con las leyes de la física: como la señora pesaba el doble que yo, acabé en el suelo a dos metros del punto de impacto.


—¿Se encuentra bien? —pregunté cuando, un poco mareado, conseguí llegar hasta la mujer.

—¡Bien, bien! ¡Quítese de en medio, que mi marido me espera atado y amordazado a la cama!

Me había apartado de un empujón, con tan mala fortuna que tropecé y acabé en el suelo de nuevo. Me senté para recuperarme. Tendría que haber comprendido que aquello era un mal presagio de lo que se avecinaba, pero estaba tan emocionado que no vi las señales. Solo pensaba en que iba a conocer a Sandra.

Me levanté y caminé lo más rápido que pude.  No quería llegar tarde al restaurante donde nos habíamos citado. Llevaba seis meses hablando todos los días por el chat de Twitter con Sandra, seis meses maravillosos. Y, al fin, aprovechando que ella estaba en mi ciudad por viaje de trabajo, habíamos decidido conocernos.

El restaurante que habíamos elegido, entre risas y bromas por Twitter, se llamaba “La Catástrofe”. Seguía tan emocionado que tampoco advertí ese mal augurio. Cuando saqué el móvil, advertí el primer error de aquella noche. Confiamos demasiado en la tecnología y no se nos ocurrió quedar en la puerta. Preferimos que quien llegara primero avisaría en el chat. Intenté conectar con Twitter, pero mi móvil no tenía batería. Con la emoción, se me había olvidado cargarlo.

En aquel momento de la noche, aún rebosaba optimismo. Le pedí al camarero una mesa próxima a la puerta. Había llegado quince minutos antes debido a la emoción. Estaba muy contento y emocionado, ya lo he dicho antes, así que no debería ser una sorpresa.

La sorpresa me la llevé cuando pasó cerca de una hora y Sandra, que había dicho que iba a llevar un vestido rojo, para que la pudiera reconocer de lejos, no apareció. No me lo podía creer. Quizá llevaba escritos cientos de mensajes al chat para avisarme de algún imprevisto. Pasé casi todo el rato bebiendo cerveza sin alcohol, picando aceitunas y mirando con odio al móvil hasta aceptar que el aparato no tenía la culpa.

Miré hacia el interior del restaurante, dividido en dos por unos cristales muy limpios y vi a una mujer vestida de rojo que se acercaba. Como estaba al lado de los cristales, me levanté y abrí la boca. La mujer se detuvo y abrió también la boca. ¡Era Sandra!

Nos quedamos inmóviles por la sorpresa unos instantes. Pronto, nos sonreímos. Y descubrí, por las malas, que Sandra era muy despistada. Avanzó hacia mí por rapidez. Intenté advertirla, pero no tuve tiempo. Se dio un golpe tan fuerte contra el cristal que rebotó y quedó sentada en el suelo, con las manos cubriéndose la frente. Varios comensales se interesaron por ella y la ayudaron a levantarse mientras entraba en la parte más cara del restaurante por la puerta, también de cristal. Cuando llegué, Sandra ya estaba de pie y se frotaba la frente.

—¡Julio! Qué alegría —me dijo y me besó en las mejillas—. Llevo una hora esperando. Pensé que te habías arrepentido. Te he mandado cien mensajes.

—No tenía batería.

Nos miramos y empezamos a reírnos. Sandra me pareció aún más guapa que en las fotos. Días antes de la cita, temí que me hubiera enviado fotos falsas, como pasa tantas veces, pero había sido un miedo infundado.

—Vente a mi mesa —dijo Sandra—. Verás lo…

Se había vuelto con rapidez y, en esta ocasión, tampoco pude avisarla. Un camarero, con una bandeja bien cargada de bebidas, chocó con Sandra. Ella chocó conmigo, yo impacté con el cristal y a los dos nos cayeron encima cervezas, refrescos y un plato de carne con salsa de tomate.

El camarero nos pidió perdón varias veces, pero no había sido culpa suya. Yo tenía algunas manchas, sin embargo, Sandra estaba empapada. El pelo, que se había arreglado a conciencia, lo tenía pegado a las mejillas y a los hombros. Yo también estaba empapado de líquidos de diversos sabores, así que decidimos ir a mi coche. La llevaría a su hotel, luego iríamos a mi casa y, con ropa limpia iríamos a cenar a cualquier sitio, aunque fuera una hamburguesería. El caso era pasar un rato juntos.

Al doblar la primera esquina del trayecto, tuvimos que pararnos para no atropellar a alguien que vestía un disfraz de jirafa y llevaba sujeto al pecho un cartel que decía: “arrepentíos: la jirafa cósmica viene a juzgaros”.

—¡El fin está cerca! —gritó el tipo del disfraz—. Por favor, colaborad con un pequeño donativo de veinte euros para la iglesia de la diosa jirafa. ¡El apocalipsis es cuestión de días!

—Perdone, ¿cómo se llama? —respondió Sandra.

—Señor Camelopardalis.

—Camelo… pardalis, si el fin del mundo será la semana que viene, ¿para qué le sirve recaudar dinero?

—Recaudo porque… porque… yo…

El hombre profirió un alarido desgarrado y huyó de allí a toda prisa, gritando sin cesar. Sandra me sonrió y chocamos una mano. Continuamos nuestro camino y encontramos que mi coche estaba bloqueado por una furgoneta enorme, con un rótulo en letras rojas: “Sigma Technologicalistic”. Esperamos durante diez minutos, y como no apareció nadie, abrí el coche y empecé a hacer sonar la bocina. Cinco minutos y varios insultos de vecinos después, salió de un portal un tipo con una chaqueta de Sigma Technologicalistic. Caminaba de una forma tal que si vistiera un sombrero y llevara una pistola al cinto, parecería haber salido de una película del Oeste. Y para mi desesperación, el tipo, en vez de quitar la furgoneta, abrió la puerta trasera, se hizo con un par de maletines y se marchó.

—¡Hombre! —le grité—. Quite de ahí la furgoneta, que llevamos veinte minutos esperando.

La única respuesta del individuo fue cerrar el puño y levantar el dedo corazón.

—Déjalo —dijo Sandra—. Llamo a un taxi, subes a mi habitación y te limpias un poco, cenamos algo por allí y luego volvemos a por tu coche.

Por desgracia, no le hice caso a causa de lo enfadado que estaba. Había estado practicando kickboxing durante cuatro meses y no iba a dejar que nos trataran así. Corrí hacia él y lo obligué a volverse.

—Quite la furgoneta de ahí, o…

—¿O qué? —respondió el hombre mientras dejaba las maletas en el suelo—. ¿Quieres jugar?

—añadió mientras se remangaba.

Sandra me suplicó que no me peleara. Ojalá le hubiera hecho caso. Mi instructor me decía que tenía potencial, pero aquel individuo parecía una mezcla de Jet Li y Steven Seagal. Empezó a dar saltos y propinar patadas y acabé, un par de minutos después, sentado en el suelo, sin comprender qué había sucedido. No pude reaccionar cuando vi a Sandra romperle a mi rival una botella de vino, que nunca he sabido de donde sacó, en la cabeza. El tipo cayó inconsciente, yo me levanté y Sandra se tapó la boca con las manos.

—No quería darle tan fuerte —susurró.

Decidimos que mientras Sandra lo metía en los asientos traseros, yo movería un poco la furgoneta. No encontré las llaves, pero pensé que si me montaba y soltaba el freno de mano, podría avanzar unos metros y volverlo a poner. Quitar el freno de mano fue sencillo, pero aquello no era un automóvil y no supe volver a ponerlo. Y el volante se bloqueó. Por suerte, una farola detuvo la furgoneta. Salí corriendo, sin hacer caso de las decenas de luces que se encendieron en los pisos de alrededor, entré en el coche y salimos de allí.

Nuestras desgracias no iban a acabar. Sandra, muy nerviosa, no conseguía encontrar el hospital. Y cuando acababa de arrancar tras un semáforo en rojo, el tipo recuperó la consciencia.

—¿Qué me has hecho? ¡Yo te mato! —gritó y empezó a golpearme.

Intenté mantener el coche dentro de la calzada a pesar de los golpes y de los gritos del hombre y de Sandra, quien intentaba detener al tipo de Sigma Technologicalistic, que había dejado de golpearme y trataba de estrangularme. No pude. Nos dimos un buen golpe contra el muro de un parque y los airbags se dispararon. Y me desmayé.

*


—Julio, Julio, despierta.

Abrí los ojos y, cuando conseguí enfocar la mirada, vi a Sandra muy cerca de mí, muy preocupada. Me había sacado del coche y me había sentado junto al muro contra el que habíamos chocado.

—Ese imbécil se ha ido —me dijo—, pero ¿qué hacemos con tu coche?

Sandra llamó a la policía y fue capaz de convencerles de que había sufrido un desvanecimiento mientras conducía y que solo necesitábamos llamar a la grúa del seguro. No le fue fácil. Un policía la olió.

—Vaya borrachera que lleváis —le dijo—. Primero vais a soplar y luego iréis al calabozo.

—No he bebido nada —respondió Sandra y el policía se rio.

Por suerte, el alcoholímetro nos marcó cero a ambos. Los policías, desconcertados, nos hicieron soplar dos veces más, y tuvieron que aceptar el resultado. Se marcharon y Sandra marcó el número del seguro y me dio el aparato. Tras veinte minutos de hablar con cuatro operadores diferentes, de oír diversas melodías y de recibir varias disculpas porque aquella noche estaban desbordados por culpa de una epidemia de averías mecánicas, quedaron en que enviarían una grúa dentro de una hora
.
Llamarían al móvil de Sandra para confirmar que seguíamos junto al vehículo dentro de media hora.
Pensé que ya nada podía salir peor: me equivocaba. Sandra dejó el móvil en una repisa del muro del parque, junto a mí, y entró en el coche para buscar algo. Me distraje cuando la vi que tiraba del bolso.
—Espera, que te abro la  puerta por el otro lado.

Cuando abrí la puerta, vi que alguien se alejaba corriendo de nosotros y temí lo peor. Volví a por el móvil de Sandra y ya no estaba.

—Te han robado el móvil, Sandra.

El conductor de la grúa llamaría y, al no recibir respuesta, no acudiría a recogernos. Aquello fue demasiado. Me senté contra el muro y se me saltaron las lágrimas. Sandra se arrodilló a mi lado y me dio un abrazo.

—No te preocupes. Tenía el móvil asegurado. Cálmate.

Sandra consiguió tranquilizarme, con una paciencia que me hizo sentir que era alguien muy especial.

—Cuando cogí el taxi para el restaurante —dijo Sandra—, vi este parque. No queda lejos del hotel. ¿Vamos andando? En la recepción podrás pedir un taxi y volver a casa.

No teníamos otra alternativa. Caminamos durante veinte minutos y pareció que la mala suerte se cansó de nosotros. Nadie nos molestó y fue un paseo muy agradable, que nos dio la oportunidad de conocernos mejor, el objetivo de aquel desastre de cita. Cuando estuvimos frente a la puerta del hotel, Sandra se me puso delante y nos sonreímos.

—En persona eres aún más agradable que por Twitter —dijo Sandra.

—Y tú también.

—Estoy aquí hasta el domingo. ¿Quedamos de nuevo mañana?

—¿Quieres quedar otra vez con todo lo que ha pasado? —pregunté atónito.

—Claro que sí. Seguro que mañana tendremos más suerte. Te esperaré en la recepción mañana a las nueve. Ven en taxi y comeremos en el restaurante del hotel. Será lo más seguro.

Confirmamos la cita con otra sonrisa y Sandra avanzó con la cabeza vuelta hacia mí.

—Ven, pediremos un taxi.

—¡Sandra, el cristal!

Mi advertencia no llegó a tiempo. Sandra se golpeó en el cristal de la puerta y quedó sentada, con las manos cubriéndose la frente. Me agaché a su lado, preocupado porque temblaba. Y se me pasó cuando comprobé que Sandra se estaba partiendo de risa.

Cuando el recepcionista salió para auxiliarnos, Sandra y yo aún nos estábamos riendo.