12 junio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XX

Cuando Pablo oyó la última puntualización de aquel oficial que gritaba tanto, se maldijo a sí mismo por no haber ocultado su condición de miliciano. De lo que él tenía ganas era de irse con Mercedes, a descansar un poco, pero parecía que no se lo iban a permitir. Así que concluyó la charla que había mantenido con su compañera de viaje diciéndole:

—Bueno, entonces, nuestros caminos se separan aquí.

La chica le miró extrañada y apenada y dijo:

—¿No vais a continuar el viaje?

—Por supuesto que sí, pero no sé que quieren de mí. Igual han muerto muchos milicianos y necesitan que me quede aquí unos días.

En realidad, Pablo estaba considerando la posibilidad de quedarse unos días sirviendo en la ciudad. No era de esperar un nuevo ataque después de aquella barbaridad que habían vivido, así que se podría ganar unos cuantos maravedís sin mucho esfuerzo. Mercedes le miró unos instantes, con expresión triste, y se abrazó a él. A Pablo también le daba algo de pena despedirse, pero quizá fuera mejor así, ya que no iba a intentar nada con una mujer prometida con alguien importante. De todas formas, le dijo:

—Tampoco tiene por qué ser esta la última vez que nos veamos. Podríamos coincidir todavía por aquí, o salir en la misma caravana...

Ella no dijo nada hasta que se soltaron. Y, simplemente, comentó:

—Debería irme ya.

Y fue a por sus cosas. Estuvo arreglando sus fardos, con cierta lentitud, como si remoloneara. Y cuando Pablo estaba haciendo lo propio, Mercedes volvió a acercársele, le puso una mano en su antebrazo y le dijo:

—Mi prometido es don Carlos Javier de la Ensenada—. Y algo azorada añadió—: en Nêmehe os será fácil averiguar su dirección. No os pido que me visitéis pero, ¿me escribiréis al menos?

Pablo se quedó un tanto asombrado. El prometido de Mercedes era un maestre de campo muy conocido en el reino, que había demostrado su gran valía en diferentes combates. Pero por lo que él sabía, ya era muy mayor. No era, para nada, adecuado para Mercedes, aunque eso se lo calló. Fingió al decir:

—Sí, os escribiré en cuanto pueda.

Mercedes sonrió con tristeza, y Pablo no pudo averiguar si se había creído que iba a escribirle, o si su expresión le estaba indicando que sabía que nunca iba a recibir misiva alguna. Tras un escueto adiós, se marchó en dirección a la zona donde reunían a los civiles. Él la estuvo mirando un rato y, aunque no quisiera reconocerlo, le dolió mucho la idea de que no iba a volver a verla. Que fuera lo mejor para los dos no lo hacía más fácil. Finalmente, se volvió y se acercó a donde estaba el oficial.

Lo que le oyó decir se lo esperaba y deseaba. Les ofrecieron a los milicianos que habían visto interrumpido su viaje servir en Gaiphosume durante tres o cuatro días, los que tardarían en organizar otra caravana hacia Nêmehe. Les ofrecieron veintisiete maravedís y una blanca por cada día, aparte de comida y alojamiento. Parecía una buena oferta. Esa cantidad era un real menos seis maravedís y medio por día. Si multiplicaba por treinta ambos números, le salían 30 reales menos 195 maravedís, que eran casi seis reales, con lo que la suma total rondaría los 24 reales. Eso suponía casi el doble de lo que él cobraba en Itvicape, poco más de 13 reales cada mes. Aún así, desconfiado por naturaleza, miró hacia atrás y vio al miliciano de antes, distraído mirando a una torre, y avanzando dos pasos, le dijo sin alzar mucho la voz:

—¡Eh! Vuestra merced, permítame una pregunta.

Su interlocutor le miró con cierta extrañeza, pero cortésmente, repuso:

—Pregunte vuestra merced lo que desee.

—¿Qué sueldo tienen por aquí los milicianos sin rango?

—Seis ducados al mes.

—¿Y cuánto cobra realmente al mes?— Como el joven pareció dudar, Pablo insistió—: Se lo ruego, es importante que lo sepa.

—Trece reales y ocho maravedís.

Pablo, sonriente, le dio las gracias y de inmediato, volvió con el oficial. Paga doble; con el dinero que ganase allí se pagaba la mitad del resto del viaje. Y habiendo muerto tantas ratas, se limitaría a cubrir los puestos de los heridos. Un trabajo fácil y cómodo, de los que a él le gustaban.

Los trámites fueron breves. Alguien hizo sacar un documento en el que Pablo y los otros dos milicianos que habían aceptado las condiciones, estamparon su firma. Tras haber firmado, les pidieron que se quedaran allí unos instantes, que les dirían en breve adonde tendrían que ir. Pablo se dispuso a dar paseos por la pequeña plaza que dejaba un espacio libre cerca de la puerta de las murallas cuando observó que el miliciano con el que había hablado antes se había alejado y conversaba con una chica alta, vestida de cocinera, que portaba un arco. Se acercó un poco y la examinó a conciencia. Tenía una melena oscura muy cuidada y muy bonita, pero de cara no era muy guapa. Le fallaba algo la nariz y no le gustaban sus sonrisas, que le parecían exageradas. Pero el corpiño se le ajustaba al talle destacando una figura muy elegante y atractiva, y la falda que le caía pegada a una de sus caderas y le revelaba la línea de un muslo, prometía unas piernas largas y de piel suave. Así que dado que ya había hecho amistad, o algo así, con el miliciano aquel, no dudó en aproximarse a los dos e inmiscuirse en su conversación.

Se puso al lado de ambos, mirando sonriente a la chica. Ella dejó de hablar y le devolvió una mirada que mezclaba extrañeza y curiosidad. Al haberse aproximado, comprobó que era igual de alta que él y le pareció más atractiva, aunque sólo de cuello para abajo. Le gustaban las mujeres altas, quizá porque él, para ser hombre, era ligeramente bajito. Sin embargo, se dirigió al muchacho:

—Vuestra merced ha sido muy amable respondiendo a mis preguntas, pero no he tenido la cortesía de decirle mi nombre. Me llamo Pablo.

Y le tendió la mano. El miliciano se la estrechó y repuso:

—Yo soy Juan. Encantado.

Sin esperar a que Juan le presentase a la chica, le dio dos besos y le preguntó su nombre. Se llamaba Raquel. Tras ello, dijo, dirigiéndose a Juan:

—Bien. No conozco a nadie en esta ciudad, y como me ha parecido vuestra merced muy amable, querría tener el honor de servir a su lado, si no tiene inconveniente.

—Inconveniente no tengo, pero eso es cosa de los mandos.

—Descuide vuestra merced. Eso corre de mi cuenta—. Y tras haber esbozado una sonrisa pícara, prosiguió diciendo—: ¿son frecuentes ataques tan violentos por aquí? Porque la caravana ha quedado en poder de esos bichos.

La chica no dijo nada; se limitó a mirar a Juan, que respondió:

—En realidad no. Ha habido ataques peores, pero es la primera vez en un par de años que vemos algo así. Incluso hay gente que asegura que esto es un ataque preparado.

Pablo, que seguía teniendo fresco el recuerdo de aquellas cosas de ojos rojos pero que no deseaba que se rieran de él, dijo en un tono que pretendía ser divertido:

—¿Preparado? ¿Por quién? ¿Es que hay gente capaz de domesticar ratas asesinas de más de veinte libras?

El miliciano repuso con tranquilidad:

—No lo sé. Sólo le cuento a vuestra merced lo que he oído por ahí.

Entonces, la chica dijo, con cierta timidez:

—No, personas no, pero... Hay leyendas que dicen que cuando los demonios crearon a las ratas gigantes no se pararon ahí, y crearon a otros muchos monstruos.

Raquel se calló unos instantes y Pablo, que no estaba en aquel momento para oír relatos fantásticos, dijo:

—Perdóneme vuestra merced, pero no creo en las leyendas. No tiene sentido que los demonios cruzaran la línea de Torres para crear monstruos, cuando les sería más sencillo cruzarla para atacarnos directamente. Además, eso es algo que no pueden hacer, ¿no está de acuerdo?

La chica parecía algo molesta cuando repuso:

—Los demonios no pueden cruzar la línea de Torres, pero nosotros y los animales salvajes sí podemos hacerlo. Hace varios siglos, los demonios se dedicaron a capturar animales que se aventuraban en su territorio y usaron su magia maligna para transformarlos. Al principio, les bastaba con hacerlos más grandes y agresivos, pero fueron mejorando su técnica y crearon monstruos mucho más peligrosos—. Resopló enojada, lo que le hizo gracia a Pablo, y añadió—: hay unos seres, que se denominaron en una lengua antigua cralates, o reyes de las ratas, que pueden controlar manadas enteras gracias a poderes mágicos innatos que poseen.

Aquel nombre le sonaba de algo, así que dijo:

—No se enoje vuestra merced. Dígame, ¿qué aspecto tienen esos cralates?

La chica repuso con gesto serio, pero en un tono de voz mucho más neutro:

—Mi libro no los describe bien. Sólo habla de que son capaces de controlar manadas enteras de ratas mediante magia demoníaca, y que son muy inteligentes y bastante peligrosos. Caminan erguidos, como las personas, tienen brazos largos terminados en garras y llegan a medir cinco codos, pero no hay ningún grabado de ellos.

A Pablo se le aceleró el pulso. Coincidía con las cosas que había entrevisto, y aunque no estuvo, por fortuna, lo bastante cerca como juzgar correctamente su altura, más de siete pies le parecía razonable en función de lo observado. De pronto, el miliciano le sorprendió completamente al decir:

—¿Coincide esa descripción con lo que vio durante el ataque a la caravana?

Pablo le miró fijamente unos instantes y se encontró con una expresión fría. Juan parecía ser más listo de lo que aparentaba, y no supo exactamente qué le traicionó, si su forma de hablar o que dejó traslucir en su expresión, mientras miraba a la muchacha tras haberle descrito a aquellos seres, el temor momentáneo que sintió. Fue consciente de que ya le habían cazado, así que no tenía motivos para seguir aparentando y, además, necesitaba compartir aquello con alguien. En el tono más conciliador que pudo, sin mirar directamente a ninguno de los dos, dijo:

—Está bien... Tienen razón vuestras mercedes. Lamento mucho haber desconfiado tanto, pero es que no me creo aún lo que vi, y temía que me tomaran por un loco o un histérico. Respondiendo a su pregunta, amigo Juan, sí, son muy parecidos. Aunque hay dos detalles más: tenían por ojos dos luceros rojos muy brillantes, y cuando me miraron sentí miedo aunque estaban muy lejos de mí.

Alzó la vista para mirar a Juan, que le miraba inexpresivo, pero fue la muchacha quien le dijo, preocupada:

—¡Oh, cielos! Entonces ha visto cralates de verdad… El brillo rojo en los ojos y el inspirar miedo son consecuencias de usar la magia maligna.

Pablo la notó asustada, y vio que se acercaba al miliciano, como si buscara su apoyo, y le dijo con aprensión:

—Juan... ¿qué va a pasar? ¿Podríamos resistir un ataque así?

5 comentarios:

Juan dijo...

De nuevo me ha pasado que, un par de párrafos me han obligado a un gran esfuerzo de documentación. Normalmente, lo “peor” (entre comillas porque me divierte mucho) es meterse en cosas cotidianas. En este caso, los salarios y los precios. Las únicas referencias que tengo son las pagas de los tercios. Hay una buenísima referencia aquí. Luego, la famosa wikipedia me ha dado ideas acerca de la vida en los tercios, y dado que la milicia es prima hermana del ejército, he fijado el salario de Juan siguiendo esas directrices y la información de precios que he visto por ahí. Aún así me he visto obligado a modificar, ya que las cuentas no me salen, cosa que creo que es lógica porque los precios y salarios que he ido mirando son de diferentes épocas.

En primer lugar, en nuestro Siglo de Oro, la comida era una parte mucho más importante del presupuesto familiar que hoy en día. De hecho, buena parte de los impuestos (la infurción, los diezmos), sobre todo en entornos rurales, se pagaban en alimentos (una excepción era el vino, cuyo diezmo se pagaba en metálico). De los impuestos, que eran abusivos, no hablaré mucho de momento, ya que a los personajes no les afectan demasiado. Solían ser los agricultores y quienes tuvieran vivienda en propiedad quienes debían pagar sumas tan elevadas que apenas les dejaban dinero para malvivir. El sistema fiscal era bastante complejo, pero por las situaciones particulares de mis “niños”, no tendrán que preocuparse directamente ellos de momento.

Bien. Decían que la dieta de un soldado de los tercios consistía en comer, al día: 1Kg de pan o de bizcocho (en el sentido de pan cocido dos veces para que aguante más, no el dulce que tiene ese nombre hoy en día), una libra de carne (aprox. 460g) media libra de pescado, una pinta (más o menos medio litro) de vino y aceite y vinagre. Los precios serían: 9 maravedís el pan, 34 la carne, 10 el pescado, 2,5 el vino y he supuesto que entre aceite y vinagre serían 3 maravedís (un cuarto de libra de aceite serían más o menos 1,75 mrv, pero no creo que se considerasen fracciones inferiores a medio maravedí –una blanca-. Así que pongo 2 mrv de aceite y uno de vinagre). Salen 58,5 maravedís al día.

Por otro lado, los salarios de un soldado de los tercios en algún momento del siglo XVI eran: 3 ducados de sueldo base mensual. Según su especialización había complementos, que se llamaban “ventajas”. Así, arcabuceros y coseletes ganaban 4 ducados y 6 ducados cobraban los mosqueteros. El ducado era una moneda de cuenta, esto es, una que no se acuña pero que sirve para la contabilidad (el concepto es curioso hoy en día, si bien, el famoso ECU, el precursor del euro, y el propio euro, si no recuerdo mal, antes de empezar a acuñarse, fueron monedas de cuenta). Un ducado vale 375 maravedís. Haciendo una cuenta rápida, si tomamos el sueldo de un coselete, veríamos que ingresaría 1500 maravedís mensuales. Dividido entre 30 nos darían 50 mrv al día, con lo que no les daría ni para comer. Porque no he comentado que un soldado de los tercios, de su sueldo, debía pagarse manutención, alojamiento (si tuviera que pagárselo; por ejemplo, en campaña no pagarían) y lo que se denominaba la “munición real”, o sea, las armas y equipamiento iniciales, que el soldado pagaba viéndose a cuenta de sus sueldos futuros.

Juan dijo...

Sin embargo, en la misma fuente en que me basé para obtener los sueldos de los soldados, se hablaba de que la cotización del escudo era de 350 maravedís. En Mundo de cenizas uso la paridad 1 escudo = 408 mrv, similar a la cotización de la segunda mitad del siglo XVI, de la que son los precios indicados. Empleando eso, y la necesidad de que el sistema que he creado para esta novela sea coherente, fijaré el salario de Juan (y de la gran mayoría de los milicianos soldados rasos) en 6 ducados al mes, o equivalentemente, 75 maravedís diarios. Juan es miliciano a tiempo completo, por lo que no tiene otras fuentes de ingresos y este salario le ha de permitir cubrir sus gastos y que le quede algo para disfrutarlo, ya que su trabajo es peligroso.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que es el propio municipio quien le alimenta, le da atención sanitaria y le da cobijo. Como eso es algo que le correspondería pagar a él, el sistema es que todo eso se le descuenta de su salario. Suponiendo que el municipio conseguiría, ya fuera por impuestos, o porque se les hacen buenas ofertas, adquirir todo lo que come Juan a menos de 58,5 mrv, considero que entre impuestos que deba pagar el bueno de Juan y las devoluciones que tenga que hacer de la munición real, y el pago de otros servicios que le conceden (la atención sanitaria en los tercios se pagaba a razón de real por mes y soldado), se le descuentan 60 maravedís diarios. O sea, 6 ducados (2250 mrv) menos 1.800 mrv descontados le dejan a Juan 450 maravedís mensuales que cobra realmente, o sea, 13 reales y 8 maravedís. A destacar que, de ahí, se gastará unos 100 reales al año en ropa, que también era muy cara en la época, con lo que le quedaran disponibles para gastar libremente en extras como ir a tabernas o pagar viajes unos 2000 maravedís al año. No es mucho, a pesar de que no tenga que preocuparse ni de la comida ni del alojamiento.

La oferta que le hacen a Pablo es de pagarle 87 maravedís y una blanca por cada día de servicio, menos esos 60 que les descuentan por el alojamiento. Una cualidad de Pablo es que es bueno en ciencias e ingeniería, y hace cuentas con esas monedas, que no siguen ni de broma el sistema decimal, con bastante ingenio, como en este capítulo.

Y, al fin, algo que me encanta de usar la tercera persona subjetiva: que varios personajes den sus puntos de vista sobre una misma cosa. En este caso, las opiniones son sobre Raquel. Hasta ahora hemos leído las opiniones de Juan, que está enamorado perdidamente. Ahora vemos las de Pablo, cuyas intenciones son bien diferentes. De hecho, si os fijáis, las descripciones de Juan son muy emocionales. Juan narra las sensaciones que le inspira Raquel: sonrisas que encantan, dice que la ve muy guapa, etc. Pablo la analiza y examina con la frialdad de un científico, sacándole sus puntos fuertes y sus defectos, al menos en lo que respecta a la belleza física.

Juan dijo...

Ya he ido hablando de las unidades de longitud de la época. La legua española o castellana tenía unos 5.572m y equivalía a una hora de trayecto a pie, más o menos. Aquí introduzco tres nuevas, el pie castellano, de 0,2786 metros, la vara castellana, de 0,8359 metros y que equivale a tres pies y el codo, que valdría media vara. El codo que usaré aquí será el común, ya que había codos de valores diferentes, como el codo real o de ribera, que valía 33 dedos (un dedo es una unidad de medida antigua que equivale a 17,41458 milímetros). A destacar que, al igual que la moneda, las medidas de longitud eran otro infierno, ya que no son decimales. Por ejemplo, un pie se dividía en 12 pulgadas castellanas (que valen 2,322 cm), así que si te preguntan cuantos pies son 186 pulgadas, o eres bueno en cálculos mentales (como Pablo) o hay que recurrir a lápiz y papel. Cuando Raquel dice que los cralates pueden medir cinco codos, está diciendo estos seres llegan a superar los 2 metros de altura. Cinco codos son siete pies y medio, un cálculo trivial para Pablo (5 por 1,5).

El vocablo “cralate” lo hago descender de la palabra Kral, que significa rey en checo.

Por cierto, estuve revisando las fichas y me he encontrado que Juan tiene una capacidad de razonamiento muy elevada. Sería más inteligente, incluso, que Pablo, pero el problema es que no tiene estudios; no sabe ni siquiera leer. Se demuestra, por ejemplo, cuando deja sorprendido a Pablo, que no tiene más remedio que sincerarse. También es razonable, a pesar de su torpeza a la hora de tratar con Raquel. Hay personas muy inteligentes que, sin embargo, tienen una inmadurez emocional muy severa, y al revés, personas muy torpes que, emocionalmente, son superdotadas. Juan pertenece al primer tipo.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
Como siempre, muy interesantes los apuntes que nos haces sobre los sueldos de los tercios y la carestía del coste de la vida por entonces. También las medidas me lo han parecido.

Los clarates parecen ser unos seres curiosos (morbosamente, claro). Considero que no es extraño que detrás de esos ataques estén ellos liderando esas grandes cantidades de ratas. Los demonios tienen muchas maneras de hacerse con el control de seres poco racionales o iguales a ellos, pero de menor categoría.

Ha estado bien ver el punto de vista de Pablo sobre Raquel. A sus ojos no es guapa, pero tiene un cuerpazo. Para Juan, sin embrago, sí lo es. Por algo dicen que el amor es ciego, je,je,je. Y estoy de acuerdo contigo, se puede ser inteligente y ser un “imbécil emocional” (dicho desde el cariño. No lo digo yo; lo dijo Benedetti, creo recordar) y al contrario.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Gracias :-). La verdad es que es la parte más difícil a la hora de escribir, pero se aprende muchísimo.

Eso que dices de que los demonios controlan series de su misma clase pero menor categoría... El concepto es muy interesante, el de la existencia de una clase de jerarquización entre demonios. No sé dónde leí algo parecido, pero me lo apunto.

Lo de mostrar puntos de vistas diferentes de cada personaje sobre algo me divierte tanto que lo haré muchas más veces. La visión de Juan es la de alguien que ha idealizado a la chica de sus sueños. La de Pablo es puramente neutra. En efecto, Raquel es así físicamente, tal como la describe Pablo. Resumes su opinión a la perfección :-). Raquel es de esas chicas que al principio te parecen feas, pero cuando vas viendo lo bien que le queda la ropa, la figura que tiene, se da la vuelta y te fijas en lo bien que le sienta la falda... te va gustando cada vez más. Y luego, es educada, tiene un trato agradable, es lista... Vamos, Pablo la va describiendo así y acierta.

No lo escribí pensando directamente en el Quijote pero, ¿a que recuerda al contraste entre lo que decía don Quijote de Dulcinea y lo que cuenta Sancho de Aldonza Lorenzo? El amor es ciego, como tu dices, aunque he de reconocer que Raquel tampoco está tan mal (ja, ja, ja)

Un saludo.

Juan.