Juan se levantó despejado. Por fortuna, hacía varios días que aquellos sueños tan inquietantes no perturbaban sus noches, y había bebido con moderación. Le vino a la mente el estado en que dejó a Pablo, y sospechó que su compañero de taberna de la noche anterior no se habría levantado tan fresco, si es que llegaba a hacerlo. En todo caso, si no era capaz de ocultar la previsible resaca que iba a padecer, iba a meterse en problemas.
Aquella idea se vio reforzada cuando Juan le vio aparecer por el comedor de la tropa. De lejos ya se le notaba un andar un tanto pesado, y cuando, tras haber recogido su desayuno, buscó con la mirada hasta encontrarle, le vio una mirada soñolienta que no le iba a ayudar mucho a disimular. Mientras Pablo se le acercaba y se sentaba en frente de él, a Juan le volvió a resultar curioso que hubiera hecho, aparentemente, tan buenas migas con él en tan sólo un día. Quizá tuviera que ver que en Gaiphosume no conociera a nadie más que a él y a Raquel, pero a Juan no dejaba de sorprenderle.
Su aspecto era lamentable y su rostro delataba que la noche anterior se había excedido con el vino. Después de intercambiar un breve saludo, Juan quiso advertirle:
—Tiene vuestra merced mala cara.
Pablo resopló y repuso:
—¿Tanto se me nota? —Y tras ver asentir a Juan, añadió—: dígame, amigo Juan, ¿de qué hacen el vino en Gaiphosume para que le siente a uno tan mal?
A Juan empezaba a hacerle gracia la actitud de Pablo, que en vez de reconocer sus excesos quería echarle la culpa al vino. Haciendo todo lo posible por reprimir una sonrisa, le dijo:
—Sin ánimo de ofenderle, no creo que el vino de Gaiphosume sea más dañino que el de Itvicape. El problema es la cantidad.Pablo repuso, algo indignado:
—¡Pues en mi tierra, a veces bebo más y me levanto de maravilla!
A Juan empezaba a caerle bien Pablo, aunque lo tuviera por alguien sin mucha vergüenza. Esta vez, sonrió abiertamente y zanjó la discusión.
—De acuerdo, de acuerdo, a cualquiera le puede sentar mal el vino, sobre todo si como hizo anoche vuestra merced se come poco.
—¡Ah! Es que el sitio ese al que me llevó, amigo Juan, no tenía ningún plato de mi agrado… Sin ánimo de menospreciar la cocina de vuestra ciudad, porque este rancho está bastante bueno.
Y, dicho aquello, se comió rápidamente su ración. Charlaron brevemente de cosas banales y Pablo se marchó para incorporarse a su puesto. Juan prefirió tomárselo con más calma, y estuvo reflexionando un rato acerca de la conversación que habían tenido los tres, camino de la casa de Raquel. Tenía ganas de saber algo más acerca de los cralates, y así se lo dijo a su amiga, quien prometió buscar más información entre sus libros.
Finalmente, se incorporó a su puesto.
Y contra lo que esperaban tanto él como sus mandos, tuvieron una mañana muy movida. Apenas una hora después del desayuno, Juan, que vigilaba la parte de las murallas que dan al mar, notó agitación en el puerto tras la llegada de un jinete. El puerto de Gaiphosume no era demasiado grande y, básicamente, lo conformaba un muelle protegido hacia levante por un dique que, antiguamente, era el camino por el que se llegaba hasta el Faro cuya mole maltratada por las inclemencias del tiempo era visible desde toda la ciudad. La mitad de aquel dique estaba derruida, aunque para el muelle, que apenas se adentraba mil pies en el mar era más que suficiente. La ciudad estaba completamente amurallada hacia la costa, lo más cerca del puerto que permitía la arena, y el muelle se volvía inaccesible si se cerraba la puerta de la pequeña torre que lo defendía. Como apenas había 150 pies entre la torre y la Puerta del Muelle, y no solía ser una zona concurrida más que cuando se descargaban mercancías desde el muelle, no había más protección. Por eso, cuando comenzaron a sonar de nuevo las campanas de Gaiphosume, dos días seguidos por primera vez en varios años, la actividad se convirtió en febril. Y, aunque por fortuna, al aparecer las ratas por ambos lados de la sección de la muralla que daba el mar, no había nadie sin refugiarse, parte de los bienes que se estaban desembarcando quedó a merced de aquellas bestias.
Juan disparó tres veces antes de que el oficial al mando ordenara dejar de hacerlo. Tuvo un poco de suerte con el primer tiro, al derribar a una rata que, sin embargo, volvió a levantarse. Sus otros dos intentos fueron desastrosos. Las ratas, fuera del alcance de los tiradores inexpertos, se estaban dando un festín con las provisiones destinadas a Gaiphosume, lo que no anunciaba nada bueno para la ciudad. Quizá por ello, los mandos dejaron sobre las almenas a menos de la décima parte de los mejores arqueros y se organizó una salida apresurada. Dividieron a los milicianos apresuradamente en dos grupos y salieron directamente hacia los sitios que les habían indicado los que estaban parapetados en el adarve.
La táctica que iban a seguir la había practicado varias veces durante la instrucción, pero era la primera ocasión en que se veía envuelto en un combate de esas características, lo que le provocó cierta inquietud. Las órdenes, esta vez, eran matar a todas las ratas que se pudiera y para ello, irían en primera línea un grupo de soldados y milicianos veteranos tras los que se protegerían un segundo grupo de lanceros, cuyo propósito sería acabar con las ratas que se echaran sobre ellos y dispersar a las restantes. Los milicianos más inexpertos, divididos en parejas, se colocarían alrededor y tendrían como objetivo abatir a las ratas que saliesen huyendo hostigadas por los lanceros.
El miliciano que le tocó a Juan por pareja era un hombre de mayor altura que él, con un par de años más, mejor entrenado y más diestro con la espada. Cuando se colocaron juntos, se le quedó mirando un rato. Mientras los mandos organizaban las columnas, Juan optó por presentarse:
—Me llamo Juan, ¿y vuestra merced?
—Alfonso… Así que vuestra merced es el famoso Juan, el bisoño que mató en solitario a dos ratas a la vez y salvó a una cocinera.
No era demasiado justo, pensó Juan, decir que él salvo solo a Raquel, ya que ella también intentó luchar, pero se limitó a responder:
—No sabía, amigo Alfonso, que fuera famoso.
—Un día, durante el almuerzo, dos compañeros le señalaron y me contaron su hazaña. Para ser tan inexperto, actuó vuestra merced bastante bien. Eso sí, a ver cómo se porta ahora. Confío en que no fuera cuestión de suerte.
A Juan no le dio tiempo a responder, ya que abrieron las puertas y tuvieron que salir. Había cinco grupos de ratas. Cada columna se ocuparía de dos de ellos y, una vez eliminados, convergerían para acabar con el quinto. La otra columna salió un poco antes e hizo un trabajo impecable. Cayeron sobre el enemigo con tal ferocidad que dieron cuenta de la veintena larga de bestias en menos de un suspiro. En cambio, a la columna de Juan no le fue tan bien. Las ratas se resistieron más, aunque acabaron siendo barridas. Juan y Alfonso interceptaron, en total a dos, una casi al principio y la otra poco antes de acabar con el primer grupo. La primera cargó contra Juan, pero dos tajos certeros, el primero de Alfonso en el costado y el segundo de Juan en el lomo, acabaron con ella antes de que pudiera lanzar una sola dentellada. La segunda resistió algo más. Las dos estocadas de ropera que le lanzaron no fueron tan precisas, pero Alfonso clavó la daga de vela en el lomo de aquella bestia y Juan la remató con un corte ligero pero suficiente.
Lo malo fue que Juan, al dar un paso forzado para acabar con su enemiga, sintió un dolor intenso en la pantorrilla, que aunque se le alivió pronto, le dejó la pierna dolorida. Su compañero no pareció advertirlo, y se limitó a decir:
—No ha estado mal… Espero que no flaquee.
El combate contra el segundo grupo fue bastante más angustioso. Tuvieron muchas dificultades y varios soldados cayeron heridos. Los milicianos que luchaban en retaguardia se pusieron nerviosos y más de uno recibió algún mordisco y tuvo que dejar que varias bestias huyeran. La primera rata que les atacó fue directamente a por Alfonso, y aunque éste logró herirla ligeramente, Juan falló su estocada. Pareció que el rasguño que le infligió su compañero no sirvió más que para enfurecerla, porque con un movimiento ágil mordió la pantorrilla de Alfonso y logró derribarle. Mientras su compañero, dando gritos, trataba de librarse inútilmente de la rata, Juan quiso apuñalarla con la daga de vela, con demasiadas prisas. Volvió a pisar mal, y la contractura que le había molestado antes, ahora le dejó paralizado.Juan, jadeando, observó impotente cómo Alfonso luchaba en el suelo con su enemiga, mientras le pedía ayuda a gritos. Lanzaba tajos que no lograban su objetivo, y aunque consiguió que el animal le soltara al fin el tobillo izquierdo, fue a costa de recibir un arañazo. Juan vio, angustiado e inmovilizado por el dolor, la mancha de sangre que su compañero había dejado en el suelo.
Por fortuna, Alfonso hizo retroceder a la rata un par de pies gracias a un pinchazo de la ropera y se puso en pie. Como Juan pudo sobreponerse a su dolor, la atacaron los dos, sin éxito, aunque lograron bloquear un nuevo ataque. Y, por fin, Alfonso lanzó un revés con todas sus fuerzas que destrozó una de las patas traseras de la bestia y dio con ella en el suelo, cosa que aprovechó Juan para hundirle la daga de vela en el lomo y rematarla.
En el instante que le llevó a Juan volverse a poner en pie, Alfonso se le acercó, le dio un empujón y le gritó, fuera de sí:
—¿En qué estabas pensando, imbécil? Aléjate y cuando atraiga a una a ver si puedes atacarla por el costado y servir para algo.
A Juan le cayó bastante mal la reprimenda, aunque pensó que si empezaban a pelearse acabarían devorados por las ratas o en el calabozo por indisciplina. De modo que se alejó y cuando una segunda rata se echó sobre Alfonso, le atravesó una pata y la obligó a detenerse y a quedarse acurrucada, y no pudo hacer otra cosa que amenazarles con los colmillos cuando los dos milicianos la atacaron sin ser capaces de acertarle. Juan, que aún estaba molesto por la bronca de su compañero se empleó a fondo y, tras avanzar dos pasos, clavó la ropera en un lado de la cabeza con tal fuerza que casi sale la punta por el otro. Y la segunda rata cayó muerta dejando un charco de sangre negruzca repugnante.
La tercera rata fue a por su compañero, y Juan quiso repetir la estocada en la cabeza, pero le salió desviada y sólo pudo hacerle una herida bastante fea encima de una pata delantera que la dejó muy maltrecha. Como Alfonso sólo acertó a hendir el aire con otro revés, Juan quiso rematarla con la daga. Y esta vez, el calambre de la pierna fue tan intenso que trastabilló y cayó al suelo. Y se quedó allí, reprimiendo con dificultad un grito, apretando las manos para soportar el dolor. Sentía como si le hubieran clavado una aguja en la pantorrilla, y tenía el músculo contraído, duro como un tablón de madera.
Por suerte para Juan, el grupo de ratas, después de tanta guerra como había dado, estaba vencido. Contempló como su compañero lanzó una estocada que alcanzaba a la rata en la base del cuello y la hacía retroceder un par de pies y caer muerta de costado. Inmediatamente después, el oficial al mando gritaba órdenes para reorganizar la columna y echarse sobre el último grupo. Mientras Juan se arrodillaba, aún rabiando de dolor, Alfonso le dijo, en tono hiriente:
—¿Y vuestra merced es el gran Juan, el que presumía de ser un valiente? Dígame, héroe, ¿hizo lo mismo cuando le atacaron mientras escoltaba a la cocinera? ¿Tuvo ella que matar a las ratas a sartenazos mientras se moría vuestra merced de miedo?
El dolor, los nervios del combate y las frases desabridas de su compañero lograron enfurecerle. Y, nuevamente, se contuvo por su bien. Se limitó a responder en tono hosco:
—Nunca he presumido de nada.
Juan deseaba con todas sus fuerzas que Alfonso le dejara en paz de una vez, pero como le vio cojear cuando seguía el ritmo de la columna, no tuvo otra cosa que decirle con un tono despectivo que le sacaba de quicio:
—¿No le ha tocado ningún bicho y ya anda cojeando? ¿De quién fue la idea de aceptarle en la milicia?
Se limitó a desoír la crítica y a continuar avanzando. Finalmente, el ataque al último grupo de ratas fue algo más relajado, ya que eran las dos columnas contra las bestias. Sólo una rata fugitiva se puso a tiro de Alfonso, que la retó a atacarle, cosa que hizo repentinamente, tras parecer que quien iba a sufrir el ataque iba a ser Juan. Éste desahogó su rabia con su enemiga gracias a un golpe afortunado que le atravesó los pulmones y la dejó casi muerta. Alfonso falló un golpe que se antojaba sencillo y fue Juan, gritando con furia, quien remató a la bestia con la daga, que clavó en su cuello.
Se permitieron unos instantes para recuperar el aliento, pero muy pocos. Aunque el combate había finalizado, los mandos les reorganizaron inmediatamente, para que los heridos regresaran a la ciudad por su propio pie o ayudados, y al resto para que recogieran toda la comida posible y la llevaran tras la muralla.
Juan se alegraba bastante de haber salido ileso de aquella locura y de poder separarse de Alfonso. A pesar de todo, haciendo un esfuerzo y dado que se sentía ligeramente culpable de no haber podido actuar cuando su compañero más le necesitaba, se interesó por su herida. Éste, con sorna, repuso:
—El médico lo dirá, pero no será muy grave porque ya no sangro. Eso sí, menos mal que yo no era la cocinera, porque si llega a hacer falta que me salve…
Y antes de que Juan tuviera tiempo de alejarse, añadió:
—No entiendo cómo siendo tan incompetente, esa cocinera amiga suya vaya por ahí alabando su valentía… Como no sea que fornique vuestra merced de maravilla…
Aquello fue demasiado. La insinuación de que Raquel fuese una cualquiera acabó con su paciencia. Se volvió, hecho una fiera, y le gritó:
—¡No hables así de Raquel!
Alfonso, al principio, pareció enfurecerse, pero en vez de gritar adoptó una sonrisa maligna y repuso:
—Ah… ¿Entonces está amancebada con otro? ¿Vuestra merced no la satisface?
Posiblemente, pensaría luego Juan, Alfonso no se imaginaba que la amenaza de acabar en el calabozo no iba a ser suficiente. El caso es que Juan, sin más palabras, se le echó encima y le asestó un puñetazo en la cara que casi da con Alfonso en el suelo. Por suerte para Juan, había otros milicianos cerca que impidieron que la pelea fuera a más, al sujetarles a los dos y no dejarles hacerse otra cosa que insultarse a gritos.
Con rapidez se personó el oficial al mando y exigió saber el motivo de aquel revuelo. Juan fue consciente de que no tenía excusa, era él quien había iniciado la pelea, como corroboraron Alfonso y el resto de los presentes, y no intentó eludir su responsabilidad por no haberse sabido controlar. De manera que reconoció haber atacado a Alfonso y, como no podía ser de otra forma, le desarmaron y se lo llevaron al calabozo de la milicia.
Juan afrontó el trayecto con el ánimo muy sombrío. Apenas levantó la vista del suelo. Era la primera vez que iba al calabozo, y aunque fuera una medida disciplinaria de lo más usual entre soldados y milicianos, él se sentía muy avergonzado. La milicia, para él, era como su familia y aquel castigo le dolía el doble que a los demás, por mucho que se lo mereciera. Sólo reaccionó cuando, tras haberle hecho entrar en la celda y haber cerrado la puerta tras él, mientras miraba a los que iban a ser sus compañeros de cautiverio, se encontró con Pablo, que le miraba sorprendido, con una expresión somnolienta. Pablo estaba sentado, junto a un par de cautivos, en un poyo que ocupaba toda la pared en la que se abría un ventanal alto y enrejado que iluminaba la estancia. El resto de los nueve ocupantes estaba sentado en el suelo, contra las paredes. Todos estaban bastante alejados entre sí, ya que la celda tenía capacidad para albergar cómodamente a unos treinta milicianos.
Pablo, con algo de cansancio en el tono, le dijo:
—Amigo Juan, ¿qué hace aquí?
Juan, que no quería que todo el mundo se enterase de lo que hablaban, se le acercó, se sentó a su lado y, reticente a contestar, preguntó:
—¿Y vuestra merced? ¿Qué es lo que ha hecho?
La pregunta, casi, era retórica, porque en su rostro y su actitud aún quedaban rastros de la resaca por la borrachera de la noche anterior. Con lentitud y cansancio, le dijo:
—La culpa ha sido del maldito vino que se bebe en Gaiphosume. Me sentía bastante mal, y como la mañana estaba muy tranquila, me senté un rato tras una almena y lo siguiente que recuerdo es que un oficial me despertaba de una patada y me decía que ya hablaríamos de eso más tarde, que disparase a toda rata que pasara cerca de la muralla. Estaba tan dormido que ni siquiera me despertaron las campanas de alarma —. Se pasó una mano por el rostro, y prosiguió—. No pude disparar más que cuatro veces, pero no estaba inspirado y sólo una vez le hice un rasguño a una rata. El resto de la historia es evidente… me trajeron aquí por borracho y… Pero no me ha contado qué hace vuestra merced aquí. No le pega este sitio.
Suspirando con disimulo, Juan se sinceró con Pablo y le contó el combate desde el principio, y todas las impertinencias que le llevaron a cometer el absurdo error de atacar a Alfonso. Pablo no dijo mucho mientras le relataba la historia, pero cuando acabó, dijo en tono jovial:
—Insinuar eso de Raquel… ¡Tendría vuestra merced que haberle pegado más fuerte!
Juan no pudo reprimir la risa, si bien, logró que fuera inaudible. Durante un buen rato, su compañero de infortunio le estuvo hablando, contándole anécdotas de la milicia de Itvicape en las que se había visto envuelto y, tuvo que reconocer, le hizo bastante llevadero el encierro hasta que pasó algo inusual. No habrían transcurrido ni tres horas desde que le llevaran a la celda cuando la puerta se abrió y entró un oficial del ejército que se plantó en el centro del recinto, de forma que todo el mundo pudiera oírle bien.