30 abril 2012

Mundo de cenizas. Capítulo XXXIII (Primera parte)

Raquel se despertó sobresaltada, y descubrió que todo el pasaje compartía su estado. La galera se detuvo y se oyeron caballos trotar hacia alguno de los carruajes de delante. Un hombre, que estaba sentado junto a la salida, saltó y Pablo, tras decirles que iba a ver qué sucedía, se levantó y salió con agilidad. Raquel no quiso salir, aún adormilada, y Juan tampoco hizo ademán de hacerlo.


Tras un rato, el hombre que había salido primero, volvió a subir, y, a continuación, subió Pablo, que se sentó nuevamente junto a Raquel y dijo, con cierto hastío:

—A una galera, la que precede a la que tenemos delante, se le ha destrozado una rueda. Se roto de tal forma, que el carruaje casi se sale del camino y se cae ladera abajo. Por suerte, se ha estrellado contra un árbol, que ha impedido que vuelque y caiga al precio de romperle otra de las ruedas —. Resopló frustrado y añadió—: ¿Saben lo que significa?

Raquel negó con la cabeza y Pablo concluyó:

—Que vamos a perder un par de horas mientras la descargan, la reparan y la vuelven a cargar… Mi consejo es que salgamos de la galera con los víveres, para que nos dé el aire y almorcemos dentro de un rato, porque vamos a tener tiempo. ¡Qué mala suerte!

Tras frotarse los ojos, Raquel opinó:

—Podía haber sido peor. Entiendo que nadie está herido.

—Eso es cierto, amiga Raquel. No sólo están todos ilesos sino que algunos estaban bromeando y todo. Bajemos.

Raquel miró a Juan, buscando saber qué opinaba. Se limitó a encogerse de hombros y a decir, en tono muy bajo: “vamos”. De manera que recogieron lo imprescindible para el almuerzo, y bajaron de la galera buscando a Pablo, que les llamó para que se acercaran adonde él estaba. Su amigo se había alejado algo del camino, y había descendido por una ladera un tanto pronunciada, pero desde la que había una vista magnífica de Gaiphosume. Como se había quedado dormida, Raquel no tenía ni idea de donde estaban, así que, cuando bajó con mucho cuidado por la ladera, junto a Juan, que parecía más preocupado por cuidar de que no se cayera que de sí mismo, se sentó junto a Pablo, que disfrutaba de la vista, y le preguntó que por dónde habían pasado y dónde estaban en aquel instante. El muchacho repuso:

—Estamos muy cerca de Nokesfôp, que es el primer pueblo que vamos a visitar próximo a la línea de Torres. Dejamos la costa en Deswekem, y a partir de ahora la carretera discurre muy pegada a las Torres. Pero ya hemos subido bastante. ¿Ha visto, amiga Raquel, qué vistas hay por aquí?

Raquel asintió sonriente, y estuvo un buen rato admirando el paisaje. No dejaba de pensar en lo bonita que era Gaiphosume desde lejos. La ciudad era un recinto amurallado construido junto al mar y junto al río. Cerca del puerto, se veían varios barcos pesqueros ir y venir, y desde el Este, se aproximaba una galeota. En la otra ribera, sobre una colina, se alzaba el castillo. Algo más arriba, siguiendo el curso del río, estaba Metmehapet. Más cerca de ellos, podía ver el diminuto recinto amurallado de Mutquedut. La embargó una emoción muy placentera. Aquel viaje iba a ser una aventura en toda regla, y si aquella vista la había fascinado, se preguntaba qué maravillas le faltaban por contemplar. Se recostó contra un árbol y miró fugazmente a Juan, que se había sentado junto a ella, en el lado opuesto al que tenía a Pablo. Y cuando Juan la miró a ella, Raquel le comentó:

—Nunca había estado tan lejos de nuestra ciudad. Tú tampoco te habías alejado tanto, ¿verdad?

Con el extraño aire ausente que le había advertido desde hacía rato, repuso:

—No. También es mi primer viaje.

Riéndose, Pablo añadió:

—Yo ya he hecho este viaje decenas de veces. Esta parte es la más bonita, desde aquí hasta que lleguemos a Imquopossu y tengamos luego que desandar camino para regresar a Cipemnêfile. A partir de ahí, el camino discurre junto al mar y es más de lo mismo.

Raquel repuso con rapidez:

—Sí, ya lo sabía, pero tenga en cuenta que vuestra merced es estudiante, y los estudiantes acostumbran viajar mucho.

—Por eso somos tan sabios… Y por lo que aprendemos en la Universidad, también.

La referencia a la Universidad, la hizo suspirar y añadir:

—A veces le envidio, amigo Pablo. A mí también me gustaría estudiar en la Universidad.

Pablo, y también Juan, lo que la hizo ruborizarse levemente, la miraron extrañados. Fue Pablo el que dijo:

—¿Sí? Pues siento decirle, amiga Raquel, que en la Universidad es muy difícil ver mujeres. Y las poquísimas que hay son de familias muy pudientes. Tiene unos gustos muy raros y muy caros —. Y tras una pausa, preguntó—: ¿y qué le gustaría estudiar?

—Lenguas antiguas… y algo de Historia… de la época en que se construyeron las Torres.

Pablo repuso:

—Encuentro más útiles las matemáticas y la física, pero he de reconocer que le gustan unas disciplinas complicadas, amiga Raquel.

Después de aquello, conversaron de cosas banales. La charla consistió, casi todo el tiempo, en oír a Pablo contar anécdotas que le habían sucedido en sus muchos viajes de Itvicape a Nêmehe. Como las contaba con bastante gracia, el tiempo hasta la hora de almorzar se les pasó volando. Tomaron un almuerzo ligero: pan, queso, un poco de carne y unas manzanas. Raquel estuvo observando a Juan todo el rato, y se empeñó en hablarle, en un intento de que abandonara la apatía tan rara que mostraba. No creía que se debiera a la experiencia terrible en la expedición contra los cralates, ya que la tarde anterior se había mostrado bastante animado. Llegó, incluso, a preguntarle directamente si le sucedía algo malo, a lo que él repuso negando que se sintiera mal.

Un rato después, Raquel empezó a oír gritos, que pedían ayuda para levantar un carro, y se dio la vuelta para ver de donde provenían. Cuando volvió a mirar a sus amigos, notó que Pablo se alejaba ladera abajo y se acurrucaba tras un árbol. Con inocencia, Raquel dijo:

—Parece que ahí arriba necesitan ayuda para levantar la galera.

A lo que Pablo repuso, escondido tras el árbol.

—Acierta, amiga Raquel, por eso he bajado hasta aquí, no sea que me digan que ayude.

Raquel no pudo impedir echarse a reír y replicar, en broma:

—¿Es que no tiene vergüenza, amigo Pablo?

Pablo asomó la cabeza, y esbozando una sonrisa irónica, negó con la cabeza y volvió a su escondrijo. Juan, en cambio, se levantó y dijo serio y algo triste:

—Veré si puedo hacer algo.

A lo que Pablo repuso con un deje sarcástico, dirigiéndose a Raquel, cuando Juan estuvo lejos:

—Hemos ido a juntarnos con el miliciano más caballeroso del pueblo, amiga Raquel.

No le gustó la crítica a un rasgo del carácter de Juan que a ella le parecía muy positivo, de manera que le salió del alma replicar:

—Pues sepa, amigo Pablo, que eso es lo que más me gusta de él, lo noble y lo caballeroso que es. Cualquier miliciano desearía tenerle de compañero y cualquier chica se sentiría segura teniéndole a su lado.

La sonrisa que esbozó Pablo fue un tanto extraña, y la respuesta del muchacho la dejó sin palabras:

—¿En serio, amiga Raquel? Debe de ser la única que piensa así, porque en los días de permiso que tuvimos, me confesó que no había estado nunca con una mujer, y que no tiene la menor esperanza de que eso cambie. No soy el más indicado para ayudarle, porque estoy igual que él, pero, al menos, intento acercarme a alguna de vez en cuando. Él, ni eso —. Tras una pausa, concluyó—: mucho decir vuestra merced que le gusta lo caballero que es, pero el caso es que no le ama. Y como vuestra merced, todas las demás.

Raquel sólo acertó a balbucear un par de monosílabos, y optó por callarse. Se sentía estupefacta; no se imaginaba que Juan pudiera sentirse tan solo. Siempre había supuesto que le pasaría como a ella, que ya había estado amancebada con dos chicos y que tenía varios pretendientes, a los que no hacía caso porque no le llegaban a Marcos ni a la suela de las sandalias y sólo querían de ella pasar un buen rato. Le parecía impensable que Juan nunca hubiera tenido nada, ya que sus amigas le consideraban muy apuesto. Siempre había creído que era discreto, o que no le interesaba amancebarse, sino casarse. O, incluso, que no le atraían las mujeres. Pero que deseando una pareja no la tuviera, se le antojaba imposible.

Como quiera que Pablo volvió a su escondite, Raquel estuvo dándole vueltas un rato a lo que le había dicho. Terminó llegando a la conclusión de que quizá a Juan no le gustaran las chicas, pero no quería reconocerlo ni ante Pablo ni ante nadie, por miedo a que le tacharan de sodomita, y que, por ello, le hubiera contado a su nuevo amigo que las mujeres no le hacían caso. O incluso, que sintiera confusión acerca de sus preferencias. También pensó que pudiera ser muy tímido, y que le diera mucho miedo pedirle una cita a una chica. Pero le parecía sorprendente, teniendo en cuenta que estaba entrenado para combatir.

Finalmente, fue el propio Juan quien le sacó de su ensoñación. Le oyó llegar cuando estaba muy cerca y dijo, dirigiéndose a los dos:

—Ya está la galera reparada. Subamos.

Sin más, recogieron sus enseres y subieron la ladera con cierto esfuerzo, por lo empinada que era. Subieron a la galera y tras otro rato interminable, continuaron su camino.

Tras una media hora de lenta ascensión por un camino lleno de baches, llegaron a Nokesfôp, que era un pueblo pequeño pero que ocupaba una gran extensión, casi vacía de casas y con cultivos, protegido por una empalizada de madera. Había pequeñas aglomeraciones dentro de la empalizada, pero la mayoría del terreno eran casas aisladas rodeadas por huecos y unidas por senderos. Raquel le preguntó a Pablo acerca de esa disposición tan opuesta a las de otras ciudades, pero no supo decirle el motivo.

El resto del camino hasta llegar a Imquaikmu, una ciudad de buen tamaño y aspecto normal, protegida por muros de piedra de factura sólida, discurría al borde de un barranco, que Raquel vislumbraba con aprensión cuando las curvas del camino se lo permitían, y muy cerca de la línea de Torres. Nunca las había tenido tan cerca, y las veía brillar con una fuerza y una belleza que le eran desconocidas. A riesgo de caerse en cualquier bache, no pudo resistirse a acercarse a la salida del carruaje y mirar hacia una Torre.

Por fortuna, tuvo la oportunidad de disfrutar de la línea de Torres cuando la galera se detuvo en Imquaikmu para dejar viajeros y carga y recoger nuevos pasajeros y bultos. Aprovechó para bajar de la galera, buscar un sitio donde las viera bien, y contemplar, arrobada, decenas de Torres brillar con una bellísima luz blanca. No supo el tiempo que estuvo allí, admirando el espectáculo.

20 abril 2012

Relato publicado en la editorial Luarna

Tenía la bitácora muy abandonada. No ha sido por nada en particular. El trabajo que tengo es, más o menos, el mismo de siempre, pero ando muy despistado, desaprovecho el tiempo... A lo mejor es la primavera.


Para ir saliendo del letargo, anuncio que ya está en la calle otro libro que lleva un relato de mi autoría, y del que había hablado anteriormente. Esta vez, lo publica la editorial digital Luarna (http://www.luarna.com/). El vínculo directo al libro es: http://www.luarna.com/ebook/i-concurso-de-ciencia-ficcion-de-zonaereader/ Para bajaros el archivo en formato ePub, basta con daros de alta en la web (esquina superior derecha de la página, donde dice "Registrarse"; sólo piden un correo electrónico y una clave). El libro es de descarga gratuita, ya que la editorial lo ha publicado como "Creative Commons".


Se puede leer el ePub en un lector de libros digitales, o en ordenador usando un programa gratis llamado Calibre. Mi relato se llama: "¿Te hace ilusión verme?" Si lo leeis, espero que os guste. Lo presenté al primer concurso de ciencia-ficción organizado por Zonaereader y quedó en décimo lugar entre 108 (creo), lo que me supuso un alegrón, ya que los relatos de ciencia-ficción me cuesta mucho trabajo escribirlos y no suelo quedar contento. Pero parece que, en esta ocasión, estuve inspirado.