Este es mi relato de julio de 2020 para el OrigiReto 2020. Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras:
http://plumakatty.blogspot.com/2019/12/origireto-creativo-2020-reto-juego-de.html
o en
https://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2019/12/reto-de-escritura-2020-origireto.html
Este relato tiene 1958 palabras según https://www.contarpalabras.com (he quitado dos asteriscos para separar escenas). Es un relato reutilizado (por primera vez), pero le venía muy bien al objetivo. Contiene la aparición estelar de un ser vivo mágico (si habeis seguido mi Twitter sabréis cuál es). Espero que os guste.
UN APOCALIPSIS MARAVILLOSO
Los libros y las películas habían descrito el fin del mundo
de cientos de maneras. Nadie había previsto lo más paradójico cuando sobrevino
de verdad: la belleza con que se anunciaba. Llevaba largo rato en la terraza,
contemplando la silueta alargada de Útrýmir, que cruzaba el cielo entero. El
polvo blanco que conformaba la coma del astro oscilaba muy despacio, movido por
los chorros de material que la alimentaban. Lo contemplaba en todo su
esplendor: aquella misma noche sería el impacto, en el Atlántico, muy cerca de
Portugal. Parecía imposible que un objeto tan hermoso fuera a matar a miles de
millones de personas en un instante.
Entré en el salón y me senté en el sofá. Lo tenía todo
preparado: seis latas de cerveza alemana y dos bolsas de patatas, con sabor a
jamón. En la televisión, ya se veía a los jugadores salir al campo. Iba a ser
el mejor partido de fútbol de la historia, la culminación de la última
temporada de la liga que iba a celebrarse. Abrí una de las latas y empecé a
beber. Muchos decían que era absurdo celebrar ese partido justo el día en que
la humanidad iba a perecer. Según otros, era aún más absurdo que la gente se
sentara frente al televisor para verlo.
El árbitro pitó y comenzó el partido. No era estúpido ni
celebrarlo ni verlo. Muchas personas habían decidido que seguirían viviendo,
emocionándose y disfrutando de aquellas cosas que les gustaban hasta el último
momento. La mayoría de los jugadores quisieron seguir practicando el deporte al
que habían dedicado sus vidas. La gente corriente quería ver su deporte
favorito antes de que desapareciera. Era terrible que el arte, la ciencia,
tantos y tantos monumentos y obras de arte dejaran de existir aquella noche,
pero la desaparición de las cosas banales, como la risa, los chistes, los
concursos televisivos, los memes de internet o el fútbol, también eran obras
del ser humano que iban a esfumarse en el vacío del espacio.
Beber cerveza y comer patatas fritas mientras brincaba con
cada oportunidad de gol era algo que seguía haciendo en memoria de mi padre. En
sus últimos años, sentarnos en un sofá y beber cerveza con patatas al jamón se
convirtió en una costumbre cuando la edad le quitó las fuerzas para ver el
futbol en los estadios. Los partidos sin él no eran lo mismo, ya no eran un
momento alegre, sino uno nostálgico. Ni siquiera el recuerdo de aquellos días
iba a sobrevivir al cometa.
Fue un partido fantástico, emocionante, digno de ser el
último. Cuando finalizó, los futbolistas se reunieron en el centro del campo,
salieron de los banquillos los suplentes, los entrenadores y los directivos de
cada uno de los clubs, para unírseles, y, de cara al público, aplaudieron. Los
asistentes se pusieron en pie y aplaudieron a su vez. Fue un acto largo y
emotivo. Cuando terminó, interrumpieron la transmisión.
Se vio en la televisión el rostro del último presidente del
país, que dedicó unas frases al pueblo llenas de emoción, por primera vez desde
que se televisaban discursos de aquella clase. Luego, dieron el último discurso
los reyes y sus hijos. Y, al fin, la pantalla se volvió negra y la televisión
enmudeció para siempre.
*
Se acercaba el anochecer. Quería ver el último atardecer en
un lugar muy bonito que conocía, pero me costaba mucho salir de casa, porque ya
no iba a regresar. Abrí la alacena de recarga, donde Rapunzel, mi androide del
hogar, seguía enchufada. Las centrales eléctricas seguían funcionando de manera
automatizada: el día del apocalipsis, a todo el mundo le concedieron
vacaciones.
El cuento de Rapunzel era uno de mis favoritos y cuando se
me estropeó mi anterior androide del hogar, elegí a uno con aspecto de mujer
joven, de piel muy clara y el pelo rubio y lo más largo posible. Había que
sentirse muy solo para encariñarse con un armazón de metal recubierto por un
material que simulaba la piel humana, para haber soñado alguna vez que era la
muchacha del cuento y yo el príncipe que la rescataba. En realidad, estaba muy
solo. Pulsé el botón adecuado y Rapunzel abrió los ojos.
—Buenas tardes, Julio —dijo Rapunzel con su voz dulce—.
¿Cómo se encuentra?
—Muy bien. Querría que empezaras a hacer la cena.
—Por supuesto. ¿Qué quiere cenar?
—Un filete con patatas fritas. Y unas gambas al ajillo.
Estuve un rato mirando a Rapunzel sacar los alimentos de la
nevera, hacerse con los utensilios de cocina y preparar la comida. En realidad,
tenía el estómago cerrado por un nudo y no deseaba cenar, pero deseaba ver
actuar a Rapunzel como si el mundo fuese a seguir adelante. El androide se puso
una gamba delante de los ojos y la tiró, tras haber detectado que estaba en mal
estado.
Cerré los ojos un momento y soñé con que aquello era una
simple pesadilla, que Útrýmir no existía y que, al día siguiente, despertaría
en la cama y le pediría a Rapunzel un desayuno que le borrara el mal trago de
tan absurda pesadilla.
Me fui a la terraza y cogí la maceta donde crecía mi haba.
La había plantado en febrero, tras haberla obtenido como premio en el último
trozo de roscón de Reyes que me había tomado. Entonces, nadie se imaginaba que
aquellas iban a ser las últimas navidades. Había puestas muchas esperanzas en
la misión espacial multinacional que desviaría a Útrýmir de su curso de
colisión con la Tierra. A principios de marzo se tuvo que admitir que debido a
absurdas discusiones políticas, a egoísmos y a que muchos poderosos no vieron
la magnitud del problema y se preocuparon solo de ganar más dinero, la mitad de
los lanzamientos necesarios para ensamblar en el espacio la nave Esperanza
fracasaron. La humanidad tenía recursos tecnológicos para salvarse, pero
careció de la capacidad de organizarlos.
Se comunicó por todos los medios posibles: a la práctica
totalidad de la especie humana le quedaban 149 días de vida. Había unos miles
de personas hibernando en cuevas a gran profundidad, y otros cientos haciendo
lo propio en estaciones orbitales. Para los demás, no había esperanza.
Con mi haba en brazos, me detuve frente a la puerta de la
cocina. Rapunzel se afanaba en prepararme una cena que ojalá hubiera podido
tomarme. Me hizo feliz verla trabajar. Me dolía que desaparecieran esas cosas
tan cotidianas.
—Voy a salir —dije—. Si te llamo, deja caer el pelo por la
terraza para que pueda trepar si cortan la luz.
—Julio, no entiendo.
Le acaricié una mejilla sonriendo. La inteligencia
artificial de Rapunzel era de las menos complejas del mercado: tampoco
entendería el significado de aquella caricia.
Salí de casa y me encontré, cerca de la puerta de mi vecina
de la letra C, un preservativo. Incluso ella, que presumía de no dejarse llevar
por la hipersexualización de la sociedad, había decidido abandonar este mundo
en los brazos de un hombre. Pensé con tristeza que bien podría haber sido yo.
Mientras bajaba por el ascensor, pensaba en que cuando
hubiese terminado de cocinar, Rapunzel pondría la mesa, serviría la cena y
esperaría quieta en una esquina del salón, preparada para atender cualquiera de
mis peticiones. Mi querido androide esperaría mi regreso, que nunca llegaría, y
desaparecería en un instante junto con la cena helada, los muebles de mi salón
y los recuerdos de mis seres queridos.
Cuando arranqué el coche, después de haber dejado a mi haba
en el suelo del vehículo, detrás de mi asiento, me invadió la nostalgia. Aquel
coche anticuado, pero que funcionaba tan bien como el primer día, atesoraba
recuerdos de un tiempo mucho más feliz, cuando mis padres y mi hermana aún
vivían. Recorrimos miles de kilómetros en aquel vehículo azul oscuro, viajamos
a ciudades llenas de monumentos donde siempre fuimos felices, donde nos tomamos
miles de fotos. Lo único que me alegraba de estar viviendo el apocalipsis era
que toda mi familia hubiera muerto sin verlo. Abandonaron este mundo pensando
que todas las maravillas que habían disfrutado seguirían ahí durante siglos,
que siempre habría gente dispuesta a vivir aventuras, a disfrutar de los
restaurantes y cafeterías, a hacerse fotos en todos los monumentos.
Llegué al inicio de la carretera de montaña con el depósito
en la reserva. Mi viejo y querido automóvil aguantó media hora más. Tuve que
detenerme y activar el freno de mano. Me corrió una lágrima por la mejilla
cuando salí y lo vi apagado y silencioso. Sentí que todas las aventuras, todos
los recuerdos, la felicidad y las risas que había albergado en su interior
desaparecieron cuando el motor se detuvo.
Avancé un cuarto de hora más, con mi haba bien sujeta, y
encontré el sitio perfecto. Había cuatro rocas que describían una especie de
parapeto natural en torno a una zona llena de plantas. Las arranqué todas y
sembré allí mi haba. No iba a sobrevivir, pero pensé que mejor que se muriese
en pleno campo, y no abrasada en una maceta, en una terraza de un cuarto piso
orientado al sur.
Recuerdo que, cuando me salió en el roscón de Reyes, supe
que la plantaría tarde o temprano. Mi madre había muerto el verano anterior. La
primera vez que me salió un haba en un roscón de Reyes, lloré un buen rato.
Solo tenía ocho años. Yo quería ganar uno de esos muñequitos tan graciosos y me
vi con una semilla muy fea en la mano. Entonces, mi madre me secó las lágrimas
y me dijo que el haba era el regalo más maravilloso, porque era mágica. La puso
en remojo una noche entera, la plantó en una maceta y me hacía ir a verla a
diario. Pensé que estaba loca.
Y un día, brotaron dos hojitas muy verdes, y el haba creció
y creció hasta hacerse más alta que yo. Echó flores blancas con manchas negras
y le crecieron vainas y más vainas, muy verdes y muy grandes. Cuidé de ella
hasta que se murió.
Me costó trabajo dejar sola a mi haba, pero desde allí no
podía ver bien a Útrýmir. Subí otros diez minutos más por la ladera hasta
llegar a una zona despejada. Pude ver el cometa en todo su esplendor, que se
acrecentó cuando fue noche cerrada. Qué bonito era.
A las once y treinta y seis minutos, un fogonazo creció
hasta ocupar la mitad del horizonte. Una nube enorme, de un color gris claro
que contrastaba con el negro del cielo, se alzó despacio. Fue una visión
maravillosa. La contemplé embelesado hasta que la onda expansiva acabó conmigo.
Nunca creí que un apocalipsis pudiera ser tan hermoso.
*
—Mira, mamá, mira que plantas tan bonitas hay aquí.
Ava abrió mucho la boca. Había gran cantidad de plantas, tan
altas como su hija Jessica, con muchas flores pequeñas, blancas con manchas negras,
y llenas de vainas. Les hizo una foto con su dispositivo portátil y no pudo
entenderlo.
—Son ejemplares de vicia faba —dijo antes de recordar que
Jessica solo tenía ocho años—. Son habas, cariño.
—Son muy bonitas. ¿Puedo llevarme una?
—Arranca con cuidado algunas de las vainas más grandes.
La mayor concentración de habas estaba en el terreno que
había entre cuatro grandes piedras. Habían pasado tres décadas desde el
apocalipsis. La humanidad, reducida a apenas cincuenta mil personas, luchaba
por sobrevivir. Aquella zona de lo que una vez fue España había quedado
arrasada. Era imposible que hubieran sobrevivido habas de las que se cultivaban
antes de la caída de Útrýmir, pero era lo que estaba viendo. Parecía cosa de
magia.
Ava lo tuvo claro: la naturaleza intentaba enseñarles a los
supervivientes que, con perseverancia, era posible volver a levantarse.
Le puso una mano a Jessica en el hombro y la ayudó a recoger
habas.
* * * * *
Objetivo principal: 10 Crea una historia que involucre un volcán o
cataclismo.
Cuentos y leyendas. Objetivo secundario 1: B Rapunzel.
Criaturas del camino. Objetivo secundario 2: XII Robots.
Objeto oculto 1: 2
Un preservativo
Objeto oculto 2: 15
Una gamba
Cumple con mi objetivo personal: Jesús se lleva su haba (el
ser mágico del que hablaba en la presentación), el único ser vivo querido que
le queda, y planta en el campo, para darle una oportunidad de sobrevivir. Una
oportunidad que el haba aprovecha bien.
No cumple con otros objetivos.