Este es mi relato de enero para el reto de escritura Estrellas de tinta, organizado por Katty Cool. Puedes leer las instrucciones del reto (y solictar apuntarte) en la bitácora de la organizadora:
https://plumakatty.blogspot.com/2020/12/estrellas-de-tinta-reto-de-escritura.html
En esta ocasión, voy a poner objetivos y objetos delante, asi como número de palabras.
Objetivo que cumple:
2—Las personas Súper Villanas molan, escribe sobre una de ellas.
Objetos incluidos:
32- Las doce de la noche.
33- Un insecto.
Cosas extra:
Protagonista femenina única.
Son 1473 palabras según www.contarpalabras.com (he quitado un asterisco de separación de escenas), así que cumplo los objetivos de extensión.
Este relato recoge pinceladas de algo muy largo que escribí hace ya muchos años, y que sigue acumulando polvo en un cajón (literalmente: la mayoría está en papel). No me suelen salir bien los villanos y casi nunca los incluyo en lo que escribo, pero la villana que aparece es de las pocas que me salieron con algo de carisma.
Únicamente para Estrellas de Tinta, incluiré TW en los relatos. La lista la pongo al final porque destripan bastante la historia. No es muy importante porque es un relato que describe a una villana y no hay sorpresas ni intriga, pero mejor así.
Espero que os guste. Hay una nota para explicar una palabra de la tercera línea. Pongo la nota encima del título
(*) El estrado era una sala, o una parte de la misma, que estaba alfombrada y tapizada. Solía incluir cojines, taburetes y, quizá, una mesa pequeña. Era un recinto usado por las mujeres, sobre todo las de cierta posición, para recibir a las visitas o estar con los niños pequeños.
LA CONDESA BRUJA
Doña Aldara apuró la copa de vino mientras aguardaba a Carlos. Quedarse a solas de noche en aquella habitación la llenaba de amargura, pero debía recordar los sacrificios que había hecho para incrementar su poder. Bebió un sorbo largo y se giró. Ver el estrado (*) lleno de sombras le provocó la punzada en el pecho que, a pesar del paso del tiempo, seguía acudiendo. Hacía muchos años que no pisaba aquella alfombra ni usaba aquellos cojines deslucidos por el tiempo.
Recordó las alfombras y los cojines llenos de color, iluminados por el sol de la mañana. Se vio sentada en el estrado, junto a su primogénita y a su hijo pequeño. Contempló de nuevo a don Enrique acercarse, dejar la capa y la ropera en el respaldo de una silla y comprobar que no había sirvientes. Se quitó de nuevo las botas y se sentó junto a ella en el estrado. Por un instante, volvió a ser joven y feliz.
El sonido de unas botas apagó la luz de sus recuerdos. Carlos entró en la estancia, se detuvo a un par de metros y se quitó el sombrero.
—El animal está listo, vuestra Excelencia. Disculpe el retraso.
—Aún hay tiempo, amigo Carlos. Sentaos y bebed conmigo.
Carlos se sentó, cuidando de que la ropera no le molestase, y se terminaron la jarra. Era el capitán de su guardia y el hombre en quien más confiaba. No solo por su eficiencia, sino porque compartía la visión de doña Aldara, la necesidad de acabar con el régimen, de controlar a los nobles, ignorantes y egoístas, y de que ella ocupara el trono porque no había otra persona con el conocimiento suficiente como para acabar con las penurias del pueblo.
Lo miró mientras le transmitía las noticias de su red de informadores. Le parecía atractivo, pero no estaba dispuesta a rehacer su vida: se lo impedía ser responsable de la muerte de don Enrique, a quien seguía amando a pesar del tiempo y del daño que le hizo. Decían los rumores que eran amantes, pero eran habladurías tan absurdas como las que afirmaban que doña Aldara fornicaba con los demonios. A su esposo lo mató uno de ellos, y odiaba con todas sus fuerzas a esos seres. Sin embargo, eran los demonios los que conservaron el poder y la ciencia de los antiguos. A nadie más podía comprarles aquellos conocimientos vitales para su misión.
Salieron al patio del castillo, tras haber bajado las escaleras sin apresurarse. El ritual tendría lugar a las doce de la noche y aún quedaba más de media hora. Mientras un sirviente y Carlos trataban de obligar al cerdo a moverse, una mariposa blanca se le acercó y ascendió para evitarla. Se preguntó si aquel insecto sería el alma de su hija en busca de perdón. Soñó cientos de veces que su primogénita regresaba al castillo para arrodillarse a sus pies, llorar y lamentarse del error de haber huido.
Al avanzar hacia el sótano, doña Aldara suspiró al oír las frases desabridas de Carlos y al verlo patear al pobre cerdo. Era su mayor defecto. Los hombres de su guardia eran soldados sin escrúpulos y, para ellos, dar una paliza a un prisionero eran solo órdenes, pero Carlos disfrutaba con ello.
Como siempre, Carlos y doña Aldara entraron solos a la sala subterránea, alumbrada por lámparas de aceite, donde llevaba a cabo las invocaciones. Mientras el hombre ataba las patas al cerdo, ella tomó la bolsa de cenizas con la que empezó a dibujar el círculo de invocación y los símbolos mágicos que evitarían que los demonios pudieran abandonarlo. Tantas veces los había dibujado que le sobró tiempo y, tras poner las doce velas sobre la circunferencia, tuvieron que aguardar cinco minutos.
Cuando el reloj marcó las doce de la noche, se materializaron lentamente dos figuras. La más grande parecía un hombre delgado cubierto con una túnica negra de adornos rojos. Lo único que se le veía del rostro eran dos ojos rasgados de color blanco. La más pequeña tenía la talla de una niña de seis años, pero un rostro maligno con rasgos de anciana. Doña Aldara había mantenido la mano izquierda a su espalda y le comunicó a Carlos, en la lengua secreta de signos que solo conocían sus hombres, que se acercara a la figura más alta y estuviera prevenido.
—Traed al animal —dijo doña Aldara mientras dejaba una botella pequeña en el suelo.
Cuando inició el hechizo, el pobre cerdo chilló y no dejó de hacerlo hasta que le fallaron las fuerzas. Era parte del acuerdo que la víctima del sacrificio sufriera. Durante el largo proceso, doña Aldara no pudo evitar acordarse de la primera vez que hizo aquello. Uno de los caballos se había roto una pata y había que sacrificarlo. Como el pobre animal estaba condenado, doña Aldara, a espaldas de don Enrique, intentó hacer aquel mismo ritual en un rincón de la cuadra, pero su marido se enteró y se presentó a mitad de la ceremonia. La discusión que siguió fue la peor que habían tenido. Cualquiera de los dos podría haber cometido una estupidez, pero la hizo ella. Liberó al demonio para que asustara a don Enrique, convencida de poder controlarlo. Cuando el monstruo intentó matar a su marido, entró en su mente, pero no solo se liberó de su control sino que su contraataque la dejó sin sentido.
Al despertar, don Enrique había conseguido matar al demonio, pero agonizaba. Doña Aldara le lavó la sangre del rostro con las lágrimas, mientras lo abrazaba. Él le pidió perdón varias veces antes de morir, y ella no entendió el motivo hasta que una criada la abordó al salir de los establos. Don Enrique había ordenado a sus hombres que se llevaran a sus dos hijos, cada uno por un lado, lo más lejos del castillo que pudieran y los escondieran. Pudo recuperar a su primogénita, pero de su hijo de ocho años no volvió a saber nada. Aunque fue inútil: su hija huyó al cumplir los veinte años y la forma en que perdió el rastro le hizo adivinar que había muerto. Nunca entendió que necesitaba aprender magia negra para continuar su labor cuando doña Aldara ya no estuviera. Pero a su hija la aterrorizaban los demonios y no hubo forma de obligarla a aprender.
Terminado el ritual, doña Aldara, agotada, entregó la botella, que contenía la vida del cerdo que yacía muerto frente a ella, a la diablesa y aceptó el libro polvoriento donde estaba descrita la magia necesaria para curar la peste. Una niña la había contraído y no estaba dispuesta a permitir que una epidemia diezmara el condado.
Cuando los ojos del demonio de la túnica brillaron con un tono rojizo y el monstruo salió del círculo sosteniendo un amuleto hacia Carlos, doña Aldara se alegró de haber sido prudente. Mientras se enzarzaba con la diablesa en un duelo mental, Carlos, con su precisión de siempre, atravesó la garganta del demonio con la espada, un arma bendecida que muy pocos seres del infierno podían soportar. Ella solo requirió un minuto para derrotar a la diablesa quien, sin embargo, logró desvanecerse antes de que Carlos la rematara.
A doña Aldara se le nubló la vista y habría terminado en el suelo de no ser por los reflejos de Carlos.
—Estoy ilesa, amigo Carlos —susurró doña Aldara—. Solo necesito dormir.
*
Ni siquiera las súplicas de Carlos amortiguaron la cólera de doña Aldara. Cuando le informó de que la niña a la que había curado apareció ahogada en el río, con varios amuletos al cuello, torturó a toda su familia. Le confesaron que la habían matado porque doña Aldara le había metido un demonio dentro.
—Le suplico que no lo haga —le había repetido Carlos durante días—. Ejecútelos en las mazmorras. Si los quema en público, los nobles vecinos se volverán contra vuestra Excelencia.
No hizo caso. La gente incapaz de vencer las supersticiones ni siquiera por la vida de una niña de seis años no tenía derecho a existir. Mientras a sus espaldas, el fuego arrancaba aullidos a los reos, doña Aldara se encaró con los cientos de personas que contemplaban la ejecución.
—Lo he sacrificado todo por vosotros —gritó doña Aldara—. ¿Y qué me devolvéis? Solo ingratitud, solo ignorancia. ¡Eso se ha acabado! Todo aquel que me cuestione, todo aquel que no acepte que soy la única capaz de liberaros, acabará consumido por las llamas. ¡Os haré libres, queráis o no!
Su audiencia demostró, con gestos y murmullos, temor e incertidumbre. Si no eran capaces de obedecer por las buenas, obedecerían gracias al miedo. Así lo habían querido, y así sería.
Los gritos de aquella familia que se consumía tras ella le taladraban el alma. Como no se apartó de su lado, el único que advirtió que doña Aldara lloraba fue Carlos.
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TW: Muerte, crueldad, demonios, maltrato animal, sacrificio animal, abandono de niños, enfermedad, nostalgia, ruptura familiar, ejecuciones, luchas, insectos, sótanos, magia, brujería, viudedad, habladurías.