[El viaje de Sylwester] Línea principal IV
EL ARTEFACTO IV
(Actualidad: año 252 de la Confederación)
Sylwester se levantó una hora más temprano de lo que debía. Aún no había amanecido y hubo de encender una vela para hacerse con algo de pan y queso para desayunar. No solía hacerlo: acostumbraba esperar al almuerzo, pero se había despertado con ganas de tomar algo y se sentía nervioso. Mientras acompañaba la comida de un poco de cerveza, pensaba en cómo iba a explicarles a los magos de la ciudad la visión que había tenido para que se convencieran de que no era una mera pesadilla.
Salió de casa cuando empezaba a clarear. Se arrepintió al principio de no haberse llevado una lámpara, pero como tendría que ir directamente al punto de reunión con el resto de la milicia, no habría podido dejarla en casa. De hecho, tener que cargar con armadura y escudo, dificultó su camino. Al llegar a la calle ancha en la que desembocaba aquella donde vivía, tropezó con una piedra y cayó al suelo. No se hizo daño, pero organizó tal escándalo que oyó abrirse un par de ventanas y se sintió tan avergonzado que se levantó con dificultad y se alejó de allí a grandes trancos.
Por suerte, la claridad creciente de la mañana le facilitó el trayecto y no hubo más percances. Cuando se detuvo frente a la puerta de la Casa del Consejo, se la encontró cerrada y ni siquiera había guardias. En realidad, no había pensado en que carecía de sentido que aquel edificio abriera tan temprano. Para cuestiones urgentes que acontecieran de noche, se podía acudir a los centinelas de la empalizada o a alguno de los cuarteles de la milicia. Nadie solía necesitar que los recibiera un alto cargo o un hechicero nada más salir el sol. Pero Sylwester necesitaba contarle a algún experto la pesadilla que había tenido. Así que se sentó de espaldas a la puerta, como si fuera un pedigüeño.
El tiempo pasó despacio. El sol había salido del todo y las únicas personas a las que había visto eran un par de labriegos que lo miraron con curiosidad. Se desesperó porque no podría esperar mucho más tiempo. Debía reunirse en la puerta sur con sus compañeros de la milicia una hora después del amanecer y solo tendría permiso para no acudir si algún oficial aceptaba recibirlo.
Al fin, llegaron dos soldados que venían precedidos por un funcionario. Se detuvieron frente a él, y el funcionario lo miró con curiosidad. Sylwester se puso en pie y, con toda cortesía, le pidió audiencia con algún oficial o algún hechicero.
—Tendrás que volver otro día —dijo el hombre, que introdujo una llave enorme en la cerradura—. Esta noche ha sido movida y se va a hacer una batida por las afueras. Si fuera tú, iría a reunirme con tus compañeros.
—Es muy urgente. He tenido una pesadilla muy extraña… —Sylwester se calló, al ser consciente de lo ridículas que sonaban sus palabras.
—Si en un día normal no te harían caso, hoy menos. Ve con tus camaradas.
Sylwester se marchó frustrado, pero consciente de que el hombre tenía razón. Mientras recorría las calles, mucho más llenas de gente, se desvió para pasar por delante de la casa de Laska. La última vez que habían hablado, tres días atrás, la notó triste y le propuso dar un paseo por los alrededores de Luzjda. Le ilusionó que le hubiera dicho que le encantaría. No habían quedado en nada concreto, pero aquella mañana se sintió con valor para proponerle dar el paseo por la tarde, una vez acabado su servicio.
Sus esperanzas se convirtieron en decepción cuando, justo al entrar en la pequeña plaza que daba a la calle donde vivía Laska, se encontró que la chica y Bazyli conversaban sentados en el murete de la fuente que había en el centro. Lo único bueno fue que Bazyli estaba vuelto hacia Laska y ella le escuchaba con la vista baja; por tanto, no lo vieron y Sylwester pudo dar media vuelta sin pasar la vergüenza de saludarla mientras hablaba con su rival.
Sintió que le invadían los celos. La expresión que le había visto a Laska indicaba que su tristeza se debía a haber discutido con Bazyli y, en esos momentos, se estaban reconciliando, justo antes de que su rival tuviera que participar en la batida. Sylwester se sintió irritado al principio, pero cuando llegó a la puerta sur, su rabia se había convertido en tristeza y apatía.
Se apenó más cuando supo que no los mandaría Stanislaw en aquella ocasión, y que no iba a coincidir con sus compañeros habituales, que ya habían partido para patrullar los bosques que bordeaban los cultivos. Le habría gustado, sobre todo, poder hablar con Agnieszka. El único de su partida era Piotr, quien no tardó en quedarse junto a él para que no los destinaran a grupos distintos. Como él, había llegado un poco tarde y por eso sus compañeros habían partido sin ellos.
De no haberse sentido tan mal por culpa de haber visto a Laska y Bazyli juntos, se habría frustrado al saber que su misión iba a consistir en recorrer granjas próximas a la empalizada y asegurarse de que no había visitantes indeseables. Le habría encantado recorrer los bosques junto a sus compañeros, aunque fuese un poco más arriesgado.
Las primeras cinco visitas fueron aburridas. El procedimiento que seguían era siempre el mismo. Los comandaba Dyzek, un guerrero alto y corpulento de unos treinta años. Como eran ocho milicianos en total, cuando llegaban a una granja se dividían en parejas y examinaban las viviendas, los talleres, los graneros, los establos y los campos en paralelo. Nunca hallaron nada excepto muestras, un par de veces, de huellas de homúnculos.
La sexta granja era lo bastante grande como para que los establos estuvieran separados de la vivienda de los dueños. Recorrieron un inmenso campo de trigo de camino al edificio.
Sylwester iba tan distraído evocando la imagen de Laska hablando con Bazyli que se sobresaltó al oír el grito de Piotr.
—¡A tu izquierda!
Sylwester se volvió, pero no reparó en lo que sucedía hasta que Piotr se le puso delante y golpeó sin fuerza un bulto, oculto en parte tras un surco lleno de tallos de trigo.
—Suerte que está muerto —dijo Piotr, tras volverse hacia él—. ¿Qué te pasa? Se te habría echado encima si hubiera estado vivo.
El bulto que había localizado su amigo eran los restos de un homúnculo, desgarrado a dentelladas. Lo más probable era que alguno de los perros de los granjeros lo hubiera atacado.
—Lo siento. Es que me ha pasado algo malo hoy.
—Bueno, pero no te distraigas, que si te hieren lo vas a pasar peor.
Llegaron a la puerta del establo y Sylwester entreabrió la puerta con cuidado mientras Piotr aguardaba a un par de metros, con el hacha y el escudo preparados. Hacia la mitad del recinto, vacío de animales, vio a un par de homúnculos, cada uno próximo a una pared. Sylwester sospechó que aquello no era casual, que los demonios habían lanzado a sus monstruos contra Luzjda para encontrar el artefacto. Le pidió a su amigo, en susurros, que mirase también y estuvieron de acuerdo en que no había más.
—¿Avisamos a los demás? —susurró Sylwester.
—Son solo dos y nos llegarán ni a las rodillas. Ataquemos.
Sylwester asintió en silencio, contaron hasta tres, abrieron la puerta y entraron dando gritos. Al principio, pareció un combate fácil aunque Sylwester seguía sin estar concentrado. Falló el golpe por muy poco y alzaba el hacha de nuevo cuando aparecieron dos homúnculos más que cargaron contra él desde el otro extremo del establo. Piotr logró atraer a uno de ellos, lo que le evitó verse enfrentado a tres.
Sylwester quiso descargar un golpe con todas sus fuerzas contra su primer rival, para evitar vérselas con dos a la vez. El mango del hacha le resbaló lo suficiente como para fallar por muy poco. Su enemigo le golpeó en la espinilla y le dejó la pierna paralizada unos instantes. Debilitado, retrocedió hasta quedar de espaldas contra una pared. Con mucho esfuerzo, logró abatir a uno de sus enemigos y contener al otro el tiempo suficiente como para que Piotr, que había hecho un combate magnífico, partiera en dos al último homúnculo.
Sylwester, dolorido, sintiendo que la coraza le pesaba el doble, jadeó mientras le decía a su amigo que estaba bien, que había sido un golpe sin importancia en la pierna, que no se preocupara. Recordó su conversación con Agnieszka y le sonrió a su camarada.
—Has luchado muy bien.
—Gracias. Y tú estás fatal. Dime, ¿qué te pasa? No tendrá que ver con Laska, ¿no?
Sylwester, un tanto sorprendido y demasiado dolorido como para buscar excusas, asintió. La única resistencia a su intimidad que pudo oponer fue decirle que se lo contaría durante el almuerzo, que probablemente tomarían al terminar allí. Piotr aceptó y no dijo nada sobre el asunto hasta que, tras haber inspeccionado aquella granja, avanzaron medio kilómetro y se sentaron a descansar a la sombra de tres robles preciosos que crecían junto a un sendero que rodeaba la ciudad.
Desde allí, la visión de Luzjda era espléndida: una ciudad de recios edificios de madera, edificada sobre una colina de laderas suaves y defendida por una empalizada con la altura de seis hombres. En la parte más alta de la colina, se vislumbraban las murallas de piedra, al estilo austano, que fortificaban el centro de la población y debían servir de última línea de defensa ante un asedio.
Compartieron algo de pan, queso y tocino balo la sombra de uno de los robles. Al fin, Sylwester se sintió obligado a comentarle que había visto a Bazyli y a Laska juntos.
—¿Y por eso te pones así? —preguntó incrédulo su amigo—. Media Luzjda sabe que esos dos van a acabar casados. Acéptalo.
—No tiene por qué ser así —respondió Sylwester, conteniéndose a duras penas. Echaba de menos la delicadeza que siempre mostraba Agnieszka—. Bazyli no la trata bien, no la respeta. Algún día se dará cuenta.
—¡Eso es lo que tú quisieras! No creo que la trate tan mal como dices. Laska no es idiota.
—Déjalo ya. Hablemos de otra cosa.
Sylwester volvió la cabeza y le dio un sorbo largo a su odre de vino rebajado. Sintió la mano de su amigo en el hombro.
—¿Qué tiene Laska que estás tan colado por ella?
—Tú no lo entiendes. Es especial, es guapa, es…
—¿Guapa? ¡Guapo soy yo! ¡Y tú!
Sylwester volvió a mirarlo, sin entender.
—Mira, Sylwester, si pretendes estar con una chica porque piensas que es guapísima y maravillosísima y que tú eres un pobre pardillo que no la merece, tarde o temprano te dará la razón y se buscará a otro que se sienta valioso. ¿Es que a ti te gustaría casarte con una chica que estuviera todo el día quejándose de lo fea que es y lo poco que vale?
—Yo no soy un pardillo.
—Pues actúas como si lo fueras. Mira, yo estuve tres años enamorado perdido de Irenka.
—¿La que se casó hace tres meses con…?
—Con Józef, sí.
—No tenía ni idea.
—Porque no fui tan estúpido como para dejar que se me notara —dijo Piotr y bebió un sorbo de su odre más largo del que había tomado Sylwester—. Y aún la quiero, que es peor. Pero he aprendido algo: no vale la pena. Si una chica te hace caso, y a ti te gusta, quiérela, trátala muy bien, pero no te enamores en vano de nadie. Lo único para lo que te sirve es para sufrir. Y la vida es muy corta.
Después de aquello, cambiaron de tema. Piotr le estuvo hablando de las ganas que tenían de que pasaran dos años más y pudiera viajar a la capital, Vojotla, para ingresar en el ejército tribal. Ese era el sueño de la mayoría de los milicianos, aunque solo los mejores lo lograban. Piotr entrenaba a diario y Sylwester siempre había pensado que iba a conseguirlo.
El motivo de Sylwester para haber ingresado en la milicia de Luzjda era proteger los bosques de los vampiros de árboles, y su sueño era ingresar en la guarnición de cualquiera de los fuertes de las ciudades fortificadas de la frontera norte: Zwoblot o Zwatuja, aunque no le importaría terminar aún más lejos. Los bosques del norte eran mayores y más densos y estaban más amenazados por los demonios.
Cuando terminaron de almorzar, descansaron unos minutos. Tras unos instantes de silencio, Piotr se le acercó y miró hacia una de las ramas del roble bajo el que se hallaban.
—Creo que esa alondra nos está vigilando —susurró Piotr—. Además, no canta.
—¿Y tienes que decirlo en voz baja, para que no se entere? —preguntó Sylwester a punto de reírse.
—No quiero que sospeche.
Sylwester se rio sin hacer ruido y comprobó que Piotr tanteaba con cuidado el suelo entre ambos. Se hizo con un guijarro no más grande que su pulgar y se lo cambió de mano con disimulo. A su amigo le encantaba ahuyentar a animales inofensivos.
—Pobre alondra, no la espantes —dijo Sylweser sin convicción.
—Que se vaya a curiosear a otro sitio.
Piotr se hizo el distraído y, de pronto, le lanzó el guijarro a la alondra. Falló por medio metro, pero asustó al ave que se alejó volando. Sylwester se volvió para poner orden en la bolsa donde guardaba el resto de la comida cuando un movimiento brusco lo hizo volverse. Vio atónito como la alondra aterrizaba a toda velocidad en el antebrazo de su amigo y le picaba en un dedo. Piotr aulló y quiso golpear al ave, pero esta ya había alzado el vuelo.
—¡Maldito bicho! —gritó Piotr—. ¡Me ha hecho sangre!
Sylwester no pudo evitarlo. Se echó a reír mientras Piotr se chupaba el índice herido y escupía la sangre. La verdad es que era difícil encontrar una alondra tan agresiva. Quizá tuviera su nido cerca, pero aquella situación era tan cómica como extraña.
—Te dije que la dejaras en paz. Si no lo hubiera visto, me sería difícil creerme lo que te ha pasado.
—Como pille a ese bicho…
Pero, a pesar de sus palabras, Piotr también se rio: el picotazo de una alondra furiosa jamás sería una herida grave.
El resto del día de servicio fue tranquilo y ni Piotr ni Sylwester tuvieron que pelear de nuevo. Cuando regresaron a Luzjda lo único que sentían era cansancio de tanto caminar con la coraza puesta.