[El viaje de Sylewester] Línea principal VIII
EL ARTEFACTO VII
(Actualidad: año 252 de la Confederación)
Sylwester decidió desayunar antes de reunirse con sus compañeros en la puerta sur. Comió distraído. No podía quitarse a Nadja de la cabeza. Rememoraba una y otra vez los besos que habían compartido y pensó en que todo el día que empezaba y el siguiente serían un sinvivir hasta que pudiera verla otra vez, hasta que pudiera abrazarla y besarla de nuevo. Siempre había querido a Laska, pero jamás había experimentado por ella unos sentimientos ni un deseo tan intensos como los que le invadían en aquellos instantes. Se preguntó si aquel anhelo por tocar a Nadja era el auténtico amor. Se planteó si no llevaría tanto tiempo creyendo amar a Laska cuando sus sentimientos hacia ella carecían de la fuerza de un enamoramiento auténtico.
Seguía distraído mientras se encaminaba al punto de reunión. Cuando llegó a la calle principal, la que había recorrido la tarde anterior junto a Nadja camino de la puerta del sur, su ensimismamiento empeoró y aliviaba la quemazón que le cosquilleaba en el pecho con algún que otro suspiro.
Cuando llegó a la puerta sur, observó que junto a Stanislaw y sus compañeros había cuatro soldados regulares y un oficial. Se inquietó cuando comprobó las expresiones tan serias de su jefe y sus camaradas. Nikolai y Jaroslaw aún no habían llegado. Sylwester no tuvo tiempo para preguntar. A una orden del oficial, los cuatro soldados fueron hacia él y, de malas maneras, lo aferraron de los brazos y se los pusieron a la espalda para trabarle las muñecas con grilletes.
Sylwester se debatió, por la sorpresa, pero solo consiguió que le hicieran daño. Agnieszka agarró a un soldado de un brazo.
—¡No le traéis así!
Otro soldado le dio un empujón a su amiga, quien tuvo la mala fortuna de tropezar al retroceder y caer, ya que no la habían empujado con demasiada fuerza. Piotr corrió hacia ella, la ayudó a levantarse y la sujetó porque le gritaba al soldado que iba partirle la cara.
—¡Calmaos! —gritó el oficial, que se les acercó—. No tenemos nada contra ti. Justyna teme que los demonios te hayan hechizado o vayan a hacerlo. Los grilletes son para dificultarte huir si te controlan la mente, no porque pensemos que eres un traidor. Acompáñanos de buen grado.
—¿Puedo despedirme de mi familia? —preguntó Sylwester mirando al suelo mientras sentía que los grilletes le apretaban las muñecas.
—Les avisaremos y podrán ir a visitarte.
Estuvo a punto de preguntar si podían avisar a Nadja, pero nunca había estado en su casa, ni sabía donde vivía. Se despidió de sus compañeros con amargura y cubrió el trayecto hasta la casa de Justyna cabizbajo, avergonzado de que algún conocido lo viera y pensara que se había convertido en un criminal.
Cuando se detuvieron frente a la puerta de la casa de Justyna, le quitaron el escudo, el cinto de armas, el peto y el espaldar, sin liberarle las muñecas. Solo entraron con él en casa de la hechicera el oficial y uno de los soldados. Justyna les esperaba en el salón principal, sentada en un sillón tras una mesa.
—Dariusz, en mi presencia no son necesarios los grilletes —dijo la hechicera.
—Por supuesto, señora.
Dariusz ordenó al soldado que lo liberaran y Justyna, tras indicarle a Sylwester que se sentara al otro lado de la mesa, ordenó al oficial que dejara a dos soldados como guardia y que regresara dentro de una hora.
Sylwester se sintió intimidado por la hechicera, que se limitaba a analizarlo con la mirada.
—¿A quién le dijiste que el artefacto estaba escondido aquí?
Sylwester trago saliva y miró a la hechicera con el pulso agitado. Sabía qué tenía que responderle, pero no se atrevía a confesarlo.
—Tus compañeros de la milicia no saben nada, y agradezco tu discreción. Tu familia es de fiar. O se lo has dicho a alguien más o te han leído la mente y, si es esto último, tendré que hacer algo que detesto.
—Se lo dije a una chica, señora —respondió Sylwester, mientras sentía como si sudara agua helada.
—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?
—Solo sé que se llama Nadja y que su padre es un oficial que ha venido hace poco de Vojotla.
—Con tan poca información no puedo hacer mucho. ¿Cuánto hace que la conoces, qué tipo de relación tienes con ella?
—Señora… la conocí hace una semana o un poco más y, bueno… mi relación con ella…
A Sylwester le costaba entender qué tipo de relación tenía con Nadja, ya que se habían besado, pero no habían acordado si eran novios o solo amigos. Aparte, le avergonzaba explicarle todo a aquella hechicera tan poderosa, que lo miraba sin un atisbo de emociones. Por ello, se interrumpió.
—Entiendo. Tu intento de impresionarla nos ha costado muy caro. ¿Cómo es posible que no sepas donde vive?
—Su padre es muy estricto y no aprobaría que…
—Basta, no importa. Buscaremos a un oficial que haya venido de Vojotla con su hija y les interrogaremos. —La hechicera inclinó el tronco y cruzó las manos sobre la mesa. Se sentía como si le estuvieran leyendo la mente—. Dime, Sylwester, ¿has tenido pensamientos o sueños fuera de lo común estos días?
—Tuve un par de sueños extraños, señora, pero no se han vuelto a repetir.
La hechicera le pidió que se los contara y Sylwester obedeció. Cuando hubo terminado, por primera vez, notó asombro en el rostro inexpresivo de Justyna.
—¿Por qué no me contaste esos sueños cuando los tuviste?
—Pedí audiencia con un hechicero, señora. Me aseguró que os los transmitiría.
—Pues ese impresentable no lo ha hecho. Acompáñame.
Sylwester siguió a Justyna escaleras arriba, pero cuando advirtió que la hechicera había entrado en su dormitorio, se frenó en seco. No le parecía adecuado entrar en el dormitorio de una mujer con la que no tenía lazos familiares. Sylwester se esperaba que el artefacto se hallara en la misma habitación en que había dejado el artefacto la primera vez que visitó aquella casa. Sin embargo, el cofre estaba en el tocador de Justyna.
—Entra —dijo la hechicera.
Sylwester comprendió que aquella habitación debería de haber ardido tras el ataque, de ahí que hubiera tenido que sacar el artefacto de allí. Justyna se sentó en la única silla y abrió el cofre sin necesidad de llave.
—El atacante forzó la cerradura de este cofre, que estaba protegida por hechizos. Por eso estoy convencida de que era un demonio. Pero ni siquiera él fue capaz de tocar el artefacto. Te ruego que lo intentes, Sylwester.
Sylwester, con aprensión, introdujo la mano en el cofre, alzó el artefacto y se lo puso en la palma de la mano. Era como sujetar un trozo de metal, un poco frío al tacto, pero demasiado ligero para ser una pieza de metal maciza.
—Ve a la cocina —ordenó Justyna—, la sala a la izquierda de la puerta por donde entraste y dile a Lidka que llene una jarra de cerveza y que suba contigo.
Sylwester obedeció de inmediato. Lidka era una mujer de unos treinta años, entrada en carnes y de cabellos muy claros. Llenó una jarra de medio litro de cerveza oscura y subió las escaleras detrás de él. La criada dejó la jarra en el tocador y se colocó al lado de Justyna, el opuesto a aquel en que se hallaba Sylwester.
—Hablar con el artefacto es una tarea extraordinariamente difícil —dijo Justyna y Sylwester se quedó atónito al oírla—. Me quedaré sin fuerzas, así que, cuando os lo pida, metedme en la cama entre los dos. La joven de piel tostada que viste en sueños es la misma que visualizo, aunque borrosa, cuando hablo con el artefacto. Que tú hayas tenido sueños nítidos en los que aparezca es un prodigio. Por algún motivo, el artefacto puede y quiere comunicarse contigo, Sylwester. Voy a contarle que estás aquí y preguntarle qué desea de ti.
Justyna se concentró. Los ojos se le iluminaron con una tonalidad verde intensa y Sylwester se inquietó al ver que la respiración se le agitó y que la hechicera sudaba. Durante unos minutos, observó que Justyna musitaba frases inaudibles, como si estuviera manteniendo una conversación. De pronto, la luz de sus ojos se apagó y echó la espalda contra el respaldo de la silla. Cuando lo miró, fue evidente que estaba agotada. Tomó varios tragos de cerveza antes de hablar.
—El artefacto está molesto contigo —dijo Justyna, con voz apagada—. Dice que tenías que haber regresado a su lado cuando tuviste los sueños, que sus amenazas eran reales. Dame las manos. Para que puedas comunicarte con facilidad, tengo que cambiar algo en tu mente. Es sencillo y no te dolerá.
Sylwester obedeció con aprensión y a Justyna le brillaron los ojos al invocar de nuevo su magia, pero el proceso fue cosa de medio minuto y solo sintió como si movieran una rueda diminuta en el interior de su cabeza.
—Ahora, si lo tocas y te concentras, podrás contactar con el artefacto. Hazlo cuanto antes, pero, primero, ayudadme a acostarme. No puedo más.
Lidka le quitó los zapatos, pero la hechicera, ayudada por los dos, no se desprendió de ninguna prenda. Una vez acostada, la hechicera miró a la criada.
—Llama a los soldados. Que se lleven a Sylwester y al artefacto al sótano. —Lidka se marchó y Justyna lo miró—. Lamento tener que encerrarte, pero es por tu bien. Habla con el artefacto cuando estés solo. Luego iré a verte y me contarás que te ha dicho. Te ruego que bajes al salón.
Sylwester obedeció y se dejó conducir al sótano. Se desanimó cuando lo metieron en una celda pequeña, de dos metros de profundidad y otros tantos de ancho, donde había solo una cama, una mesilla y un orinal. La poca luz que había entraba por un ventanuco, pero los soldados tuvieron la delicadeza de encender una lámpara de aceite cerca de los barrotes. Cerraron la puerta y lo dejaron solo.
Sentía cierta aprensión por contactar con el artefacto, pero no tenía nada mejor que hacer. Así que abrió el cofre, cogió el artefacto, se sentó en la cama y se concentró. Durante un par de minutos, no sucedió nada. Sylwester llegó a pensar que algo había salido mal hasta que, de pronto, percibió chispazos que cada vez eran más brillantes. Y todo cambió.