Mundo de cenizas. Capítulo I.
Juan se encontraba en el interior de un edificio inmenso, hecho de piedra lisa y débilmente iluminado. El techo estaba decorado con motivos geométricos, salvo en la parte donde se erguía la bóveda, que contenía una pintura en que se representaban una serie de personajes de algún culto olvidado hacía siglos. Se acercó a la pared del pasillo amplio, que desembocaba en otro mayor, y la tocó con la mano izquierda. El tacto frío y suave de la pared, y el eco leve de sus botas en el suelo perfecto, hacían difícil reparar en que vivía un simple sueño. Juan sabía que aquello no era real, y que llevaba mucho tiempo teniendo aquellos sueños tan nítidos y tan lúcidos.
Si el edificio ya le parecía grande, cuando se detuvo bajo la bóveda, al mirar a su izquierda descubrió que aquel templo era gigantesco. A bastante distancia, se abría una sala circular en cuyo centro crecía un árbol majestuoso. Esa sala estaba iluminada por la luz que entraba a través de los ventanales. Lo mejor sería dirigirse hacia allí, pensó. De modo que atravesó lo que era el pasillo central del templo y se detuvo en el borde de la sala circular, para admirar el espectáculo de un árbol de treinta metros de altura, más o menos, lleno de hojas, sano y fuerte. La sala, que tenía pasillos a ambos lados y al frente, estaba cubierta por una bóveda sin más adornos que unos ventanales que dejaban ver el cielo azul. A través de los vidrios de las paredes, lo que se veía era el mar lejano.
Un rumor de pasos le indicó a Juan que, como siempre, no estaba solo allí. A su lado se detuvo alguien cubierto por una túnica que llegaba a los pies y por una capucha. A modo de saludo, con una voz cascada por los años, le dijo:
—Una vista impresionante, ¿verdad?
Los personajes con que hablaba en sus sueños nunca eran los mismos, pero siempre había uno al que denominaba como el narrador, y que se dedicaba a contar antiguas leyendas sobre héroes del pasado, combates contra monstruos y aventuras. Y algo le decía a Juan que, en esta ocasión, el narrador iba a ser un anciano encorvado. A veces era un guerrero con armadura, otras una viejecita, a veces una muchacha muy hermosa, otras un niño. Pero siempre era alguien que parecía saberlo todo acerca del sueño. Así que Juan le preguntó:
—¿Dónde estamos?
Sin dejar que se le viera la cara, su acompañante, delatando su condición de narrador, repuso:
—En la última catedral que construyeron los hombres antes de ser derrotados definitivamente. En los últimos momentos de una sociedad que vivía de espaldas a las religiones y a la Naturaleza, la Humanidad se aferró a la fe y al amor por la vida salvaje. Por eso hay un árbol aquí—. Tras un suspiro, concluyó—. Este sitio ya no existe, lo recreo gracias a mis recuerdos. Los demonios lo arrasaron hace muchos siglos.
“Extraña fantasía”, pensó Juan. Los demonios nunca habían conseguido derrotar a la humanidad. Lo intentaban, la hacían retroceder, pero los ejércitos reales y las milicias conseguían mantener las costas libres de ellos. Los demonios y sus aliados del mar podían controlar los océanos y las tierras interiores, pero las líneas de costa y las aguas pegadas a la orilla seguían siendo el hogar de la Humanidad; siempre había sido así. El narrador albergaba la idea de que, hacía muchos siglos, los seres humanos dominaban todas las tierras y todos los mares, lo que era absurdo tanto para Juan como para la mayoría de los personajes oníricos que se encontraba.
Juan no dijo nada más, ni el narrador insistió, sino que optó por dirigirse hacia el árbol, y avanzar por la tierra que dejaba a la vista el suelo perfecto. Pronto empezaron a aparecer más personas, por todos los pasillos, que se acercaron al árbol, junto a cuyo tronco se había sentado el narrador. En aquellos sueños se repetía a menudo este patrón. Llegaba el narrador, iban acudiendo oyentes, narraba cuentos y leyendas, y todos las escuchaban hasta que Juan se despertaba.
Fue de los últimos en sentarse en torno al narrador. Como era evidente, no reconoció a ninguno de los oyentes, pero sospechaba que, muchos, si no todos, eran otras personas convocadas a estos sueños enigmáticos, porque a lo largo de las narraciones, iban desapareciendo paulatinamente. Lo que no sabía era si les pasaba como a él, que tenían esos sueños cada dos o tres días, ya que nunca veía las mismas caras, ni el mismo tipo de personas. Lo que sí era evidente es que todos parecían igual de desconcertados que Juan, ya que se miraban unos a otros intentando reconocer a alguien.
Los murmullos de los asistentes se acallaron cuando el narrador, sin más preámbulos, comenzó a decir:
—No siempre ha vivido la Humanidad una situación tan precaria. Hace trescientos años, antes de las plagas, había entre nosotros hechiceros muy poderosos, y los reinos más fuertes tenían talleres donde se fabricaban armas y aparatos que, durante un tiempo, hicieron retroceder a nuestros enemigos. En esa época de esplendor se construyeron las Torres y los Faros, y la gente pudo vivir tranquila, protegida tras aquellos ingenios que combinan magia y ciencia.
Juan aprovechó que el narrador interrumpió su relato para toser, y, con un sobresalto que pudo reprimir, comprobó que un muchacho que tenía a su derecha le miraba con curiosidad con unos ojos que no eran humanos, o que, al menos, no lo parecían. Los tenía demasiado grandes y de un verde amarillento muy raro. Algo en aquella mirada hizo que se le acelerara el pulso, pero su experiencia como miliciano le decía que aquel muchacho no parecía desear hacerle daño y que, en todo caso, mostrar miedo era una invitación al ataque. Así que, controlándole con el rabillo del ojo, fingió concentrarse en el narrador.
—Pero los demonios no se habían estado quietos. Como no podían penetrar en los territorios protegidos por las Torres, manipularon la naturaleza, envenenaron los cuerpos y las almas de algunos animales, y crearon las plagas. Mataron a los hechiceros, destruyeron los talleres y, con sus malas artes, convencieron a la Humanidad de ser un pueblo débil, incapaz de aprender a usar la magia y la ciencia. E imposibilitados aún hoy en día para destruir las Torres, nos dejaron las plagas, que…
Juan tuvo que sobresaltarse cuando el muchacho, por sorpresa, le agarró de la ropa y empezó a decirle, atravesándole con aquellos ojos inhumanos:
—Eres un ser mediocre. Un miliciano sin más aspiraciones que defender Gaiphosume, el pueblecito donde ha nacido, hasta que lo mate una rata o un zorro.
Algo en aquel muchacho le causaba terror. Hubiera debido reaccionar con contundencia, pero sólo le salió un susurro ahogado.
—No eres nadie para llamarme así.
El muchacho le agarró con fuerza y aunque Juan consiguió levantarse, su oponente no le soltó, y acabaron encarados de pie. Ni el narrador ni los demás oyentes les prestaban atención, en una de esas situaciones ilógicas propias de los sueños. Juan no podía librarse ni de su agarre ni del terror creciente que le inspiraba aquel muchacho diabólico.
—No eres nadie, pero muy cerca de ti vive gente extraordinaria. Tienes que protegerles, cuidar de ellos, acompañarles—. Y con un chillido histérico que terminó por aterrorizar a Juan, concluyó—: ¡Tienes que salvarles!
Perdió la compostura, luchó por liberarse mientras su torturador seguía gritándole que tenía que salvar, guiar y apoyar a no sabía quién, y…
Juan, con el corazón aún latiéndole con furia, se despertó bruscamente. Le costó unos minutos tranquilizarse. Había sido una simple pesadilla, pero, aún adormilado, necesitó un rato para asumirlo.
Estaba lloviendo y hacía frío.
Se sentó en la cama y recordó su sueño unos instantes más. Supuso que con la vida tan dura que llevaba un miliciano, era lógico tener pesadillas. Eran muchas las personas que dependían de que él y sus compañeros no desfallecieran ante el ataque de una manada de ratas o de lobos.
Se levantó y miró por la ventana. Tenía la suerte de vivir en un último piso, cuya única ventana daba al mar. Con la lluvia no era una visión tan hermosa como cuando lucía el sol, pero, aún así, le relajaba mirar la inmensidad, cortada a un par de kilómetros por la bruma negra que marcaba la frontera de los dominios de los monstruos del mar. Quizá le gustaba tanto esa visión porque su casa era diminuta, apenas una habitación.
Sin más divagaciones, se concentró en asearse y arreglarse. Le llevó poco tiempo realizar todas las tareas acostumbradas, que ejecutó con precisión militar. Se puso la camisa, los pantalones, se calzó las botas, se colocó y ajustó bien el coselete de cuero reforzado. Tras abrocharse el cinturón del que pendía la funda de su espada ropera, y ponerse los guantes de cuero, bajó por la angosta escalera que comunicaba todos los apartamentos diminutos de su edificio y, protegiéndose de la lluvia lo mejor que pudo, llegó al comedor de la tropa, contento porque, al menos, vería a la chica a la que amaba.