24 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XIX

A Juan y a Raquel les llevó muy poco tiempo llegar hasta las proximidades de la puerta recorriendo la muralla. Había muchos milicianos apostados en las almenas. Con cuidado de no molestar, avanzaron buscando algún oficial que les diera indicaciones, pero fue éste quien les encontró a ellos. Alguien que se encaminó directamente hacia donde estaban, gritó:

—Señorita… Muchacha, no podéis estar aquí. Haced el favor de bajar y volver a casa. No es sitio para vos.

Juan se había frenado en seco, y oyó a Raquel decirle, en voz baja:

—No me quiero ir sola… por favor.

No podía negarle nada a su amiga, así que cuando el oficial estuvo a su altura, antes de que repitiera las órdenes, le dijo:

—Con todo respeto, señor, le ruego que me permita acompañarla a su casa. Le da miedo irse sola.

—De ninguna manera. Necesito a todo miliciano aquí, en las murallas y cubriendo a los soldados, cuando se dignen aparecer—. Y dirigiéndose de nuevo a Raquel, con impaciencia, dijo—: Muchacha, os ruego que os encerréis en vuestra casa, donde estaréis mucho más segura. Las ratas no suelen trepar las murallas y las puertas están bien cerradas.

No era buena idea seguir insistiéndole a un oficial de la milicia en una situación apurada, pero Juan no podía permitir que su Raquel tuviera que irse sola muerta de miedo. Comprendía que su amiga, después de lo que les había pasado, aún no lo hubiera superado del todo, pero eso no lo sabía el oficial. Estaba buscando una forma de decirlo educadamente cuando ella se le adelantó.

—Eso no lo sabe. Se han podido colar ratas por algún sitio—. Y añadió, con una pincelada de súplica—: Puedo ayudar. Sé tirar con arco.

El oficial repuso, conteniendo un mal humor que le resultaba evidente a Juan:

—Veamos, señorita, ¿cómo vais a tirar si no tenéis arco ni flechas?

Inmediatamente, Juan hizo el gesto que quitarse la aljaba, pero antes de que pudiera deshacerse de ella, el oficial gritó, muy furioso:

—¿Pero qué estás haciendo? Si le das el arco, ¿con qué co… —Se contuvo a tiempo, gracias a que Raquel estaba delante, y, sin gritar, rectificó, hablando con suavidad—. ¿Con qué pensáis tirar vos, señor miliciano, si le dais el arco?

Juan vio la oportunidad de rogarle al oficial que le permitiera quedarse:

—Con todo respeto, señor, hace unos días, mi amiga sufrió el ataque de una rata mientras yo la escoltaba. Por eso aún les tiene tanto miedo. Le suplico que la deje quedarse hasta que todo pase y pueda irse con alguien… Se lo suplico.

El oficial le miraba como si quisiera darle una paliza. Estuvo un rato callado y, finalmente, se volvió y le dijo al miliciano más próximo:

—Haced el favor de bajar a la armería y traeos un arco y una aljaba para la señorita.

El muchacho obedeció, y antes de irse, miró a Juan con expresión burlona. No entendía muy bien tanto la actitud del muchacho como la de otros milicianos cercanos, que se reían por lo bajo. Seguramente, eran una pandilla de brutos insensibles que no sabían cómo tratar a una mujer y que se reirían de todo aquel que quisiera proteger a las personas que le importaban.

El miliciano tardó poco en venir con un arco y una aljaba que le dio a Raquel, y cuando éste regresó a su puesto, el oficial le dijo a su amiga:

—Bien. Quiero que subáis a esa torre de allí y que si veis ratas venir por la orilla del río, gritéis lo más alto que podáis. Disparad sólo si no hay cerca personas a las que pudierais herir. ¿Sabréis hacerlo o también os da miedo subir a la torre? Os recuerdo que las ratas no saben volar.

Juan se enfureció por aquella impertinencia, pero prefirió callarse. Raquel, con las mejillas coloradas, dio un gritito de indignación y se marchó con rapidez hacia la torre, entre el regocijo, disimulado, de la mayoría de los milicianos. Casi de inmediato, el oficial se dirigió a él:

—¿Cómo os llamáis, señor miliciano?

—Juan… Juan Gutiérrez, señor.

—¿Quién es vuestro cabo?

—Don Francisco Viejo.

—Pues tendré una charla con él acerca de vos. Ahora, bajad y quedaos cerca de la puerta. Cuando los soldados de su Majestad tengan la gentileza de aparecer, saldréis con ellos.

Aquello era, evidentemente, un castigo. Con toda seguridad, no le iban a hacer combatir, tendría que salir de las murallas y disparar contra las ratas, para apoyar a los soldados reales, que iban mejor equipados y eran más expertos. Mientras descendía, oyó el vozarrón del oficial gritar:

—¡De la Encina! ¡Id a ver si vienen los soldados de una vez, que se van a reunir todas las ratas de la comarca en el puente y no va a haber cojones de echarlas!


* * * * *

No hubo demasiadas ceremonias a la hora de abandonar la caravana destrozada. Los viajeros dedicaron un mínimo de tiempo a deshacerse de todo lo que no fuera esencial y aligerase su carga. Los caballeros, sin desmontar, iban de un lado a otro organizando a viajeros y soldados y gritando instrucciones. Pablo aprovechó para cargar su ballesta, por lo que pudiera pasar. Cuando estuvieron organizados en una columna protegida en sus blancos por infantería y caballería, y con huecos para permitir que los soldados pudieran ir rápidamente de un lado a otro, partieron.

Fue agotador. Les exigieron ir al trote un buen trecho y aunque nadie protestó, al ir pasando el tiempo, algunos viajeros empezaron a quedarse atrás. El propio Pablo comenzó a cansarse; estaba en buena forma, pero no había querido desprenderse de casi nada, y su equipaje le pesaba. Mercedes, que no se alejaba nunca de él, dio muestras muy visibles de agotamiento, y movido por la compasión y su propio cansancio, se rezagó un poco y la animó a continuar corriendo tomándola de la mano.

Finalmente, gracias a un informe favorable de los exploradores, hicieron un alto muy breve, y continuaron caminando rápido. Mercedes terminó por dejar de lado las apariencias y recorrió el trayecto sin separarse de Pablo, como si fuera alguien muy cercano a ella. La suerte pareció sonreírles. Sólo en dos ocasiones, cerca del castillo de Gaiphosume, divisaron alguna rata solitaria, que mientras dudaba si lanzarse contra tanta gente o no, era abatida desde lejos. Como Pablo era miliciano, estaba cerca de la cuneta del camino que daba al castillo, la zona más peligrosa en un principio, y la segunda vez que avistaron a una de aquellas alimañas, un soldado le ordenó disparar. Pablo se salió de la carretera, avanzó un par de pasos y apuntó con cuidado. Y, por fin, hizo blanco; clavó la saeta en el lomo, a la altura de la cadera, y aquel ser salió huyendo, mortalmente herido. Cuando volvió con rapidez junto a Mercedes, lucía una sonrisa de orgullo; al menos, la ballesta le había servido de algo.

Estuvo pensando en muchas cosas mientras avanzaban. La primera fue que había tenido muy mala suerte. Ataques de ratas tan graves como aquel eran poco habituales. Era un riesgo que se corría y que se asumía, pero lo normal era que las caravanas llegasen a su destino. No tendría más remedio que escribir a sus padres nada más llegar a Gaiphosume, porque la noticia les llegaría y no era cuestión de preocuparles sin necesidad. Y lo que más le sorprendía y preocupaba eran aquellas cosas de ojos rojos que había visto. Daba la impresión de que controlaban a las ratas y que eran los responsables del ataque. De hecho, parecía un ataque coordinado que llevara la intención de inutilizar la caravana y, con ello, dejar a merced de aquellas alimañas toda la comida que transportaba. Una vez en Nêmehe, se dijo que miraría en la biblioteca, a ver si encontraba descripciones de seres parecidos a los que había visto.

Al final, la última curva del camino que discurría cerca de la playa, bordeando por la ladera que da al mar el castillo de Gaiphosume, les dejó a la vista las murallas de la ciudad, y el puente sobre el río. Inmediatamente, la escolta de la caravana les dio el alto a los viajeros.


* * * * *


Juan se resignó a esperar, junto a siete milicianos más, la llegada de los soldados. Reconocía que los soldados estarían muy ocupados ayudando a defender la ciudad, pero la tensión de la salida inminente y el aburrimiento de no poder hacer nada, le hicieron impacientarse y comprender la actitud del oficial. Lanzaba miradas, de cuando en cuando, hacia la torre a la que habían enviado a su amiga, pero no podía verla desde donde se hallaba. Seguían sonando las campanas, pero aquella zona parecía tranquila.


Y cuando menos se lo esperaba, vio venir a lo lejos a diez soldados que marchaban en perfecto orden, en paralelo a las murallas. Nada más saberlo el oficial, bajó rápidamente y quiso hablar con el que mandaba el grupo. Así, todo quedó organizado rápidamente. Saldrían diez milicianos, que atacarían a las ratas a flechazos para, con suerte, irritarlas y separarlas, y otros seis, que tirarían de ropera junto con los soldados. Por fortuna, a Juan lo habían puesto en el grupo de los arqueros, que no entraría en combate.


Se gritaron varias órdenes y se abrió la puerta del puente. Soldados y milicianos salieron a toda prisa, se acercaron a sus objetivos, y cuando oyeron gritar el alto, los milicianos apuntaron y dispararon hacia el grupo de ratas. Juan decidió atacar a una de las que estaba devorando al burro, porque la vio un blanco más fácil. Y acertó, porque hizo un disparo magnífico que lanzó a tres metros a aquel ser repugnante y lo dejó inmóvil. La andanada fue bastante efectiva, y cuando los soldados cargaron contra las supervivientes, tras un combate muy breve, las dispersaron.


Mientras los soldados, a toda velocidad, tiraban la carga de la carreta, y el cadáver del burro, al río, para evitar que siguiera atrayendo a nuevas enemigas, Juan pensó que había sido muy fácil. Sin embargo, eso no significaba que no estuvieran prácticamente indefensos ante un nuevo ataque, así que no se sentía tranquilo fuera de los muros. Miró unos instantes hacia la torre donde habían destinado a Raquel y la vio contemplando cómo los soldados tiraban la carga del carro y al burro al río. Juan estuvo unos instantes fantaseando con la idea de que Raquel hubiera visto el disparo tan certero que había logrado y pensando en que le estuviera empezando a admirar por ello. Algún día descubriría que era tan buen combatiente como Marcos y entonces tendría alguna oportunidad con ella.


Reparó en que Raquel parecía mirar a lo lejos, hacia el castillo, y la oyó gritar algo acerca de que había un grupo de gente en el camino. En efecto, Juan se salió ligeramente de la formación y pudo ver, entre los cuerpos de los soldados, un grupo de personas y de soldados a caballo que se habían detenido al lado de la primera curva del camino que bordeaba el castillo y llevaba a las ciudades más occidentales del reino. Un caballero se había adelantado, y cuando vio el puente despejado, hizo gestos al resto del grupo y empezaron a caminar hacia Gaiphosume. Aquello no le hizo mucha gracia a Juan, porque su obligación sería, ahora, esperar a que llegaran, y no podrían ponerse a salvo hasta que toda aquella gente hubiera entrado. Aunque tuvo que reconocer que tampoco le habría hecho gracia dejarles a su suerte.


Y cuando ya les faltaban apenas doscientos metros para llegar al puente, vieron salir de la curva del camino a dos jinetes a galope tendido. Les vio hacer gestos y dar gritos desesperados y, de inmediato, todas aquellas personas, civiles y militares, echaron a correr hacia el puente. Oyó que Raquel gritaba, nerviosa, con una voz muy aguda y con una fuerza de la que la creía incapaz:


—¡Vienen ratas! ¡Cientos de ratas! ¡Por todas partes!


Juan, y, al parecer, todos sus compañeros se agitaron, y tuvo que reconocer que por muy buenas intenciones que tuviera su amiga, aquello no servía de nada. Alguien, quizá un oficial, le gritó que dijera que por donde venían, a lo que ella sólo pudo responder, tan alto que se iba a quedar afónica, que por allí, por allá, por todas partes. De todos modos, los soldados y milicianos que estaban fuera, coordinados por los dos oficiales que habían salido, se hicieron una idea de la situación. Un grupo enorme y muy compacto trataba de ganar el puente en pos de la gente que huía, que no podían ser otros, pensó Juan, que los pasajeros de la caravana y sus escoltas. Otro grupo menor se dirigía hacia ellos en paralelo a las murallas, siguiendo la misma dirección que cuando había abatido a dos desde las almenas.


Lo último que pudo ver antes de que le obligaran a formar junto a tres milicianos más para enfrentarse a las alimañas que corrían junto a las murallas, fue que siete caballeros cargaron contra la masa que se acercaba, alancearon a varias ratas de la derecha de la manada y huyeron al galope por la ribera opuesta, atrayendo a un grupo de enemigas que se desentendieron de los viajeros que corrían y salieron tras ellos. Admiró sinceramente su valor. Tres caballos, que transportaban a los heridos de la caravana, entraron a toda velocidad en Gaiphosume después de que los soldados apostados en el puente les abrieran paso.


Tensó el arco mientras recordaba las órdenes. Tenía que disparar cuando aquellas bestias estuvieran a tiro, y salir corriendo para guarecerse tras las murallas. Algunos milicianos, desde las alturas, consiguieron abatir a alguna rata. La última en disparar fue Raquel, que hirió a una levemente. Juan sintió a su espalda cómo los pasajeros de la caravana pasaban a la carrera y se distrajo un instante cuando un oficial agarró del brazo a uno de los que corrían, un ballestero pertrechado como un miliciano y le exigía que se quedase a disparar. Este respondió con malos modos que no había tiempo para eso aunque, finalmente, de mala gana, le dijo a una chica morena que se había parado a unos metros que corriera y él apuntó con rapidez, disparó y echó a correr. Quizá eso distrajo a Juan, que recibió la orden de disparar mientras miraba, e hizo un tiro apresurado que se desvió.


Obedeciendo las órdenes, se echó a correr hacia las puertas y lo último que tuvo ocasión de presenciar antes de que las cerraran fue que los soldados que estaban con él pudieron entrar, pero que los otros, algunos heridos no tenían más remedio que subirse a las paredes del puente y tirarse al río. Mientras trataba de recuperar el aliento, echó un vistazo a su alrededor y comprobó, efectivamente, que aquellos no podían ser otros que los pasajeros de la caravana, ya que ninguno le era conocido. Miró hacia la torre donde estaba Raquel y no pudo verla, pero sí comprobó que los milicianos apostados en la muralla, disparaban sin cesar y que, en el exterior, se oían chillidos muy desagradables.


Había avanzado distraído, tratando de ver a su amiga, lo que le llevó a mezclarse con los viajeros. Y, en esto, uno le detuvo y le preguntó:


—Disculpe vuestra merced, ¿es de aquí?


Se trataba del ballestero de antes, un joven delgado, más o menos de la altura de Raquel, de pelo negro y con una barba muy corta. Antes de que respondiera, se les acercó una chica de piel aceitunada bastante atractiva. Juan dijo:


—Sí, vivo en Gaiphosume, si es eso a lo que se refiere vuestra merced.


—Veníamos en la caravana, pero la han destruido. ¿Dónde nos van a alojar? ¿Cómo seguiremos nuestro camino?


—Lamento decirle que no estoy seguro. Eso es cosa de los mandos y las autoridades.


El joven le miró con seriedad un rato y luego, se alejó unos pasos y empezó a hablar con la muchacha morena. Juan tenía bastantes ganas de reunirse con Raquel, para ver cómo se encontraba, pero no le habían dado la orden de romper filas. De todos modos, no pasó mucho tiempo antes de que un oficial empezara a gritar que no se moviera ningún pasajero de allí, que tendrían que indicarles dónde iban a pasar la noche. Se llevaron a los heridos y pasaron, apenas cinco minutos cuando el mismo oficial, que había estado hablando antes con un par de milicianos recién llegados, dijo, en voz alta:


—Presten atención vuestras mercedes. Los regidores de Gaiphosume están al tanto de todo lo que han padecido, de manera que se les proporcionará cobijo en nuestra ciudad mientras se organiza una nueva caravana para que prosigan su viaje.


Tras una pausa breve, añadió:


—Todos aquellos que carezcan de instrucción militar, tengan la bondad de reunirse en aquella parte de la muralla. Los demás, acérquense.

6 comentarios:

Juan dijo...

En cierto modo, me divierte caracterizar a un chico tan sumiso, con las chicas, como Juan. Lo de pretender quedarse desarmado para que “su” Raquel no se tenga que marchar, a mí me parece penoso, no sé a vosotros. Yo veo lógico que el oficial se ponga hecho una fiera. Aunque tenga cierta justificación, porque aún le pese un poco el mal rato que se llevó, que Raquel no quiera irse es una niñería, una cabezonería un poco tonta. Las murallas de la ciudad están construidas para que las ratas se queden fuera, y es bastante improbable que se cuelen. Y aún en ese caso, sería muy difícil toparse con una de ellas dentro que no estuviera siendo perseguida por soldados, milicianos, o civiles con garrotes. Cuando dice Juan que los milicianos “no sabían cómo tratar a una mujer”, yo me río mucho. El que no tiene ni idea es él.

Aún más. Raquel tiene sus defectos, como el de ser algo “tontita”, pero no es una cobardica; no sería de esas chicas que ante cualquier cosa salen corriendo dando gritos. Sabe que su miedo no es racional y que tiene que superarlo, que Gaiphosume es segura, pero le ha resultado más cómodo en ese momento no enfrentarse a su miedo y seguir pegada a Juan. Ella misma es consciente de que su actitud no es muy adecuada, y la conversación con el oficial se lo demuestra del todo, pero no ha tenido la voluntad, este día, de superarlo. Hay que dejarla reflexionar un poco, o bien, darle un empujón para que recupere el valor. Pero como Juan es un “pagafantas”, sumiso e incapaz de llevarle, en modo alguno, la contraria a su amor, se enfrenta nada menos que a un oficial de la milicia que le pide cosas muy razonables, cosas con las que habría estado de acuerdo si se hubiera tratado de otra chica. Alguien que tuviera una concepción normal y no fuera un “pagafantas”, la habría convencido, a base de frases cariñosas, para que se hubiera marchado a su casa, que tenía que superar sus temores, que antes no se comportaba así... Y Raquel habría aceptado. Hay que diferenciar entre un hombre enamorado y uno entregado. Luego pasa lo que pasa, que Raquel tiene que presenciar como devoran a un hombre sin necesidad.

Es algo muy curioso que yo mismo he presenciado muchas veces. El amor hacia una mujer, a veces, hace que ésta se convierta a ojos de su amado en un ser frágil e inútil que tiene que ser protegida de todo. Pienso que esa actitud refleja, únicamente, la debilidad del amado. No creo que deba tratarse a una chica como si fuera de cristal.

Dos tiradas hice para ver si el camino era tranquilo. Mejor mientras mayor el número. Saqué 98 y 92… Más tranquilo imposible. Y encima, ahora, cuando no hace falta, es cuando Pablo recupera la puntería. Con respecto a Juan en la operación “liberar el puente”, ha hecho un tiro excepcional. Con respecto a los demás, la andanada fue un éxito (74 dijeron los dados) y la carga de los soldados otro más rotundo (89). El resto de cosillas que pasan, dependen también de los dados, pero eso ya me lo callo.

Y por fin... Ya ha habido el primer encuentro entre personajes.

Anónimo dijo...

El amor, en ocasiones, nos lleva a hacer autenticas estupideces. A la mayoría de ellas, hay excepciones, les encanta sentirse protegidas, que el hombre amado las cubra con su acogedora capa. Aunque éste inciso, ellas lo van a negar con rotundidad. A los hombres, la verdad, nos gusta mucho el así hacerlo, ya sea con la pluma, o si no hay más remedio, con la espada.

Saludos.

P.S. No soy tan machista como parece, jajaja.

P.S.2: Soy Enrique.

Juan dijo...

Hola Enrique (de incógnito)

El amor nos lleva a hacer estupideces porque somos débiles, muy débiles. Los que son fuertes no hacen tonterías en el amor. Yo nunca he sido fuerte.

A la gran mayoría de las mujeres les gusta que las proteja el hombre al que aman. De hecho, les gusta casi todo lo que les haga el hombre al que aman (je, je, je). Por supuesto no lo pueden reconocer, porque si pidiesen cualquier cosa perdería la gracia, ya que lo suyo es que esas cosas salgan de la persona amada.

El problema surge cuando quien intenta protegerlas no es el hombre de sus sueños...

Un saludo.

Juan.

Luisa dijo...

Hola, otra vez. Ya que estoy, me leo este también.

Este ha sido un capítulo bastante entretenido. Vaya mala leche que se gastan los superiores… Qué machistas ellos y qué ricos. Por otra parte creo que ningún amigo, enamorado o no, dejaría a una amiga sola y muerta de miedo, aunque sea un poco tontita y cabezota. Yo por lo menos no dejaría a un amigo, estuviera enamora o no de él. Lo de cederle mi arma, pues hombre… si fuese mejor que yo luchando… a lo mejor. No es el caso. Imagino que un puesto de defensa debe haber armas a puñados.

Me ha gustado el diálogo de esta primera parte.

La que se les viene encima va a ser morrocotuda. Cientos de ratas por todas partes. Grrrr… qué asquito. Me tienes intrigada con los extraños seres de ojos rojos que parecen controlar a las ratas. Lo de los ojos rojos me recuerda a alguien…

Bueno, parece que los cuatro personajes compartirán escenario. Hemos sido testigos una vez más de la valentía de Juan y la cobardía de Pablo. Me temo que éste último tendrá que sumarse al grupo de milicianos para hacer frente a las ratas. Veremos.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Escribiendo el diálogo de la primera parte de este capítulo me divertí muchísimo. Es estas escenas que te salen por casualidad, que creía de mero trámite y me permitió precisar muy bien hasta que punto está enamorado Juan.

Por supuesto, en esta historia será un punto común de muchos (no todos) oficiales y soldados o milicianos de vocación un cierto machismo. Va a tono con la época histórica. Si te acuerdas, Carlos, el cabo de la milicia al que hechizó Adriana, soportó muy mal que una mujer, Christine, le hiciera frente. De todos modos, en Mundo de cenizas las mujeres tienen algo más de libertad porque se las necesita para la milicia, aunque sean minoría allí. Y aquí, además, hemos de tener en cuenta que Raquel lleva el uniforme de cocinera, de ahí que el oficial pille el mosqueo que pilla. En su defensa hay que destacar que la manda a lo alto de la torre, al sitio más seguro.

Sin embargo, la carrera militar se sigue considerando cosa de hombres. A las mujeres se las considera, en general, frágiles y cobardes, necesitadas de protección, salvo que muestren que saben valerse por sí mismas.

Bueno. Juan piensa lo mismo que tú. No ha querido dejarla sola aunque supiera que le iba a traer problemas. En cuanto a cederle el arma sí ha sido, en este caso, un tanto inapropiado. Juan tiene 28 de ataque con arco, mientras que Raquel tiene un sorprendente valor de 20. Digo esto porque su ataque es tan elevado a causa de que tiene una puntería excelente. Juan, en realidad, no tiene ni idea de que Raquel es casi tan buena tiradora como él, porque sabe que ha entrenado mucho menos, pero no que si él suma al ataque 5 por su habilidad, Raquel suma 15, lo que es el triple y una pasada. Juan ha entrenado exactamente cuatro veces más tiempo que ella, y están casi a la par. El día que Juan vea a Raquel usar el arco se quedará bastante impresionado. Si ni siquiera Juan lo sabe, el oficial que ve a una cocinera muerta de miedo, no se cree que sea capaz de hacer ni un solo disparo.

Sigo en otro comentario.

Juan.

Juan dijo...

Hola de nuevo.

Acabo. Je, je, je, esos seres de ojos rojos... Vas bien con eso de que te recuerden a alguien, pero iré desvelando cosas. Desde luego, estos bichos son repugnantes: ratas más grandes que un gato. Y creo que ya he comentado que hay otra raza del tamaño de perros como los pastores alemanes. Estas que han atacado hoy son las pequeñas. Su mayor peligro está en el número, ya que se reproducen con mucha facilidad, como roedores que son.

En cuanto a valentía, Juan se encuentra en un punto intermedio entre Christine y Pablo, aunque está más cerca de Christine que de Pablo. La más valiente de todos es Christine. Es dificilísimo intimidarla y tiene un carácter flemático; es capaz de controlar sus emociones en casi cualquier circunstancia. Equivaldría al héroe de otras historias. Es de estas personas capaces de razonar con frialdad aunque estén pasando miedo o se vean muy apuradas. Aparte, Christine es lo bastante carismática para que la gente simpatice con su valor. Si en público le plantase cara a alguien, lo más probable es que empezaran a salirle aliados.

Pablo es al revés. Si bien no es un cobarde del todo, ya que tiene instrucción militar y cierta confianza en sus habilidades, se deja llevar bien rápido por el desánimo, el miedo o la angustia. Es un tanto indisciplinado y, como ya queda claro, un poco sinvergüenza. Al contrario que Christine, nunca intentaría plantarles cara a cuatro milicianos que quisieran maltratar a su mejor amigo. Habría apelado a las súplicas o a planes traicioneros, pero jamás habría cruzado su espada con alguien que le superase con mucho; habría salido por piernas a buscar ayuda. Y carisma, lo que se dice carisma... Enfrentado en público a alguien, en vez de aliados le saldrían enemigos al pobre.

Juan no llega a los extremos de Christine, pero llegado el momento hace lo que debe, aunque no sea capaz de templar del todo sus nervios. No intentará escaquearse si se trata de cumplir órdenes o de defender a un ser querido.

Para acabar, en este capítulo verás algo que me gusta mucho hacer. Y es que mis personajes no suelen ser perfectos. Pero cuando digo que no son perfectos no me refiero a que sean malvados o que no tengan escrúpulos. De hecho, ese tipo de personajes no me gustan, cuando escribo, más que como antagonistas y aunque me suelen parecer muy profundos ciertos tipos de antihéroes (genial, por ejemplo Soota/Doogan, o muchos de los personajes de Juego de Tronos), al escribir me gustan otras formas de imperfección. Simplemente, mis personajes son falibles y no siempre hacen las cosas bien. Raquel aquí es un buen ejemplo. Cuando empieza a ver ratas venir por todos sitios se pone tan nerviosa que sólo acierta a gritar como una loca, sin poder dar ninguna información útil, aunque su punto de observación es privilegiado.

Un saludo y gracias por leerme.

Juan.