03 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XVII

A la mañana siguiente, despuntando el alba, Pablo se despertó muy descansado y bastante más contento de lo que se había acostado. Ya no se sentía afligido por no tener ninguna oportunidad con Mercedes, y estaba decidido a seguir tratándola de la misma manera, sólo que sin jugar ni intentar seducirla. Lo único que le apenaba era pensar en ver a una chica tan joven, atractiva y alegre como ella casada con un hombre demasiado mayor y, además, excesivamente serio y rígido como debería ser un militar que habría tenido que padecer penurias más de una vez. La veía marchitarse dentro de una casa muy bonita que, en cierto modo, sería una prisión. Pero no había nada que pudiera hacerse.


Como ya se esperaba y temía, Mercedes no le buscó para desayunar. Le había rechazado y le daría miedo que Pablo hiciera lo propio. De manera que, en contra de lo que le dictaba su experiencia con las mujeres, tras haberse aseado un poco, fue él quien se le acercó. En todo caso, ya le daba igual romper la regla de que no se debe demostrar mucho interés si se quería conquistar a alguien.


Mercedes pareció alegrarse de verle y cuando Pablo le pidió acompañarla durante el desayuno, ella aceptó gustosa. De todos modos, no tuvieron demasiado tiempo ya que pronto quedaron listas las carretas y galeras para una nueva etapa y los viajeros fueron subiéndose. Mercedes y Pablo volvieron a sentarse juntos en la galera, y estuvieron conversando buena parte del trayecto, como si la noche anterior no hubiera sucedido nada de particular.


La primera parte del trayecto les llevaría por un camino relativamente recto a través de una zona salpicada de pueblecitos y aldeas, hasta que llegasen a la ciudad fortificada de Demejupfe, famosa por una torre de vigilancia que se alzaba muy cerca del mar. Allí pararían para comer y descansar, y llegarían a última hora de la tarde a Gaiphosume. El camino sería más o menos recto hasta llegar a Imdequessem, un pueblecito costero. En ese pueblo, subirían hacia una zona montañosa dando un rodeo de cerca de una legua para llegar hasta Kesfopit fim Ehâme, volver a bajar pasando por una localidad llamada Imjocafsunu, famosa por los caballos que se criaban allí y retomar la carretera de la costa en Demecasse, un pueblo que distaba de Imdequessem, apenas, un quinto de legua. Aquella era otra zona algo despoblada, aunque menos que la zona fatídica que había al este de su ciudad natal y que habían atravesado sin problemas.


Se subieron en su galera tres nuevos viajeros, todos hombres, pero como otros tantos terminaban en Nescimme su viaje, seguían siendo nueve los ocupantes de la galera, si bien, ahora sólo quedaban dos mujeres, Mercedes y, para desgracia de Pablo, la chica del pelo castaño.


El trayecto hasta Demejupfe fue muy tranquilo. Uno de los nuevos viajeros, un tipo bastante abierto, se unía de cuando en cuando a la conversación que mantenían Mercedes y Pablo. El paisaje que iban dejando atrás era muy bonito; el mar, mucho verde que llegaba hasta la línea de Torres y, entre campo y cultivos, pueblos blancos con empalizadas y alguna ciudad fortificada.


Mientras comían, Pablo le recordó a Mercedes su promesa de enseñarle su ballesta. Mientras reposaban, la extrajo de la parte exterior del fardo, donde la llevaba envuelta en telas, y se la dio a su nueva amiga, que la estuvo mirando un rato con interés pero que acabó diciendo:


—No tengo ni idea de cómo se maneja esto. Hay gente que se asusta cuando me ve tensar el arco, así que imaginaos lo que podría pasarle a vuestra ballesta. Lo único que veo es que es un arma muy rara, diferente a otras ballestas que haya visto.


Pablo sonrió y empezó a contar, con orgullo:


—Claro que sí. Lo más habitual son las ballestas de un solo disparo, que hay que volver a tensar con la manivela y sujetar entre tanto metiendo el pie por el estribo que tienen delante, lo que es muy lento. La mía está adaptada de los diseños de don Fernando Álvarez de la Vega, con los que se construyen ballestas más fáciles de cargar, y a los que he añadido algunas pequeñas mejoras y diferencias. La más importante es esta caja de aquí arriba, donde puedo alojar tres saetas si las coloco en esta ranura. Os voy a enseñar cómo funciona.


Se puso en pie, apoyó la parte trasera de la ballesta sobre su hombro, usando para ello un arco de madera acolchado que le había incorporado al arma detrás para que se agarrara bien a su hombro y dijo:


—Para cargarla, me la apoyo bien en el hombro, a ser posible apuntando un poco hacia arriba porque es más fácil hacer fuerza hacia abajo y tiro de este mango.


Había que hacer algo de fuerza, pero el mango se deslizó para atrás, tensando la cuerda al chocar con el tope del mecanismo. Al mismo tiempo, una de las saetas alojadas, si hubiera cargado la ballesta, habría caído a la ranura donde se disponían en las ballestas normales y el arma estaría lista para disparar, todo ello en menos de la mitad de lo que llevaba cargar una ballesta convencional. El sistema de tensar la cuerda con el mango era calcado de los diseños de don Fernando Álvarez de la Vega, pero el de recarga automática era invención suya. Conocía diseños que permitían alojar muchas más flechas y disparar con bastante más rapidez, pero la caja superior, que contenía las saetas, era tan pesada, que se perdía mucha precisión, y lo que Pablo buscaba era un arma más rápida de cargar pero que siguiese siendo precisa. Acabó su exhibición, diciendo:


—Pero no os preocupéis, amiga Mercedes, que está descargada.Y, apuntando al suelo, apretó el gatillo para liberar la cuerda. Volvió junto a Mercedes y la oyó decir:


—Parece que funciona bien. ¿Quién os la ha construido? Os habrá salido muy cara.


—La he construido yo, usando como base una ballesta normal que conseguí barata.


Mercedes se rió y le dijo, entre divertida y sorprendida:


—Sois sorprendente, amigo Pablo. Estudiante, miliciano, artesano... ¿Hay algo que se os dé mal?


Sonriendo, le respondió:


—Sí, mostrarme humilde cuando una de mis conquistas me lleva a ver a sus padres. Acaban creyendo que soy mucho hombre para sus hijas y me obligan a que las deje para no partirles el corazón cuando me vaya con otra.


Su interlocutora le repitió, entre risas, que se lo tenía demasiado creído y estuvieron bromeando un rato más, hasta que volvieron a subirse en la galera y emprendieron de nuevo el camino en aquel carro que no paraba de traquetear.


El trayecto fue muy tranquilo. Su última parada breve antes de llegar a Gaiphosume era el pueblo de Kesfopit fim Ehâme, que estaba en lo alto de un monte que, cuando el camino lo permitía, les daba una visión magnífica de Gaiphosume, Metmehapet y algunos pueblos más alejados. Era impresionante la mole del castillo de Gaiphosume, el más grande de los que había entre Nescimme y Nêmehe.


Atardecía cuando pasaron al lado de Demecasse. Llegarían aún con luz, ya que quedaba poco más de media legua para Gaiphosume. Pablo ansiaba ese momento, el de bajarse de la galera y poder descansar y librarse del dolor de huesos que le provocaban los continuos golpecitos que se daba a causa del traqueteo de aquel vehículo infernal.


Y de pronto, oyó que un caballo venía a galope tendido. Era el explorador que cerraba la marcha que azuzaba a su montura con desesperación. De inmediato, Pablo se asustó y le empezó a latir el corazón más deprisa. Muy preocupado, sin responderle a Mercedes cuando le preguntó que adónde iba, se agarró a una de las vigas de madera que sujetaban la tela que cubría la galera y miró hacia delante. El explorador se había detenido junto al oficial al mando de la escolta y hablaban sobre algo que, con el ruido de los carros y galeras, no podía oír. Tras una breve detención, los dos caballeros volvieron a avanzar junto a la caravana, y unos momentos después, Pablo oyó gritar algunas órdenes que no pudo entender.


Algo más tranquilo volvió a sentarse junto a su amiga, que insistió:


—¿Qué sucede, qué has visto?


Sin ser capaz de mostrarse del todo tranquilo, repuso:


—No es nada. Vi venir a uno de los exploradores corriendo y me asusté un poco. Pero no pasa nada.


Aunque lo había dicho sin convicción terminó por creérselo cuando pasaron los minutos y todo siguió tranquilo, si se exceptuaba que la caravana avanzaba más rápido. Se sobresaltaba al oír correr a algún caballo, pero sólo se trataba de los escoltas, hablando entre ellos o moviéndose con respecto a la caravana. Creyó oír de nuevo un caballo al galope, pero no podía estar seguro.


Cuando, de pronto, la caravana se detuvo en seco, los compañeros de galera de Pablo mostraron un desconcierto silencioso y tenso. Él sintió un miedo terrible y si pasaba algo sintió la necesidad de saberlo cuanto antes, así que con la espada y la daga de vela bien agarradas, unidas por el cinto de armas que se quitaba durante el viaje, bajó rápidamente de la galera y se encontró con una actividad frenética. Los caballeros iban de aquí para allá, y los soldados de la carreta se habían bajado y se organizaban. Casi todos los caballeros daban gritos y, demasiado tarde, se dio cuenta de que estaban convocando a los milicianos. Pablo pretendió escabullirse, pero uno de los caballeros, que se había puesto junto a la galera, al verlo armado le ordenó ir a ver al oficial, y no tuvo más remedio que acudir. Lo que le aterrorizó fue darse cuenta de que, a lo lejos, oía sonar multitud de campanas en dirección a Gaiphosume, cosa que significaba que desde la ciudad y el castillo se movilizaba a los combatientes y se ordenaba a los civiles regresar a la ciudad de inmediato.


En el momento en que llegó al lado del oficial, éste explicaba que los exploradores habían divisado una manada de ratas enorme que se iba separando en grupos y que infestaba las laderas del río Gaiphosume y el camino que tenían delante. Habían divisado, en particular, un grupo numeroso avanzar por la carretera y, anteriormente, habían localizado a otro grupo que, al parecer, no había hecho caso al principio de la caravana pero que ahora se les acercaba por detrás. No quedaba otra que pedir ayuda a Gaiphosume, cosa que ya había hecho al mandar a los exploradores a ello, y resistir. Pablo estaba aterrorizado, porque si la ciudad y el castillo estaban sufriendo un ataque, no se iban a dar prisa para ir a rescatarles. Y porque un ataque aparentemente tan organizado no era normal.


El oficial ordenó a los milicianos volver a las galeras que ocuparan y hacerse cargo de coordinar a los viajeros capaces de combatir. Deberían quedarse dentro de las mismas y, esencialmente, apoyar a los escoltas disparando flechas, protegidos por la altura que tenían aquellos carruajes enormes.


Cuando se dio la vuelta para regresar, se encontró que, por orden de los soldados, las galeras y los carros habían formado un círculo y que retiraban la tela que, hasta hace un instante, protegía a los viajeros del sol y del viento. A los caballos y las mulas los habían encerrado en el círculo para evitar que huyeran. Volvió a subirse a su galera y observó que, como el resto de viajeros, los que iban armados, que eran mayoría, sacaban sus armas y depositaban fardos y carga en la parte interna del círculo, para impedir que las ratas entraran, pero era evidente que ni tenían carga suficiente ni les iba a dar tiempo. Se dio cuenta de que Mercedes le miraba con mucha preocupación, hasta el extremo de olvidar su propio temor, que reflejaba en su expresión, y preguntarle:


—Pablo, ¿qué os pasa? Estáis tan pálido como un muerto.


Habría sido mejor decir que estaba muerto de miedo. No era la primera vez que luchaba contra este tipo de bestias, pero siempre había sido desde detrás de las murallas o persiguiendo a ratas rezagadas, siendo dos o tres milicianos contra un solo enemigo. En aquel caso, no tenían donde guarecerse y les superarían en número. Si no fuera inútil, estaría en aquellos instantes corriendo para ponerse a salvo. Hizo un intento por recobrar la compostura, ya que era el único miliciano de la galera y era el que más aterrorizado parecía, pero no podía sobreponerse al miedo.


Y, sin más, la chica del pelo castaño, le dijo:


—Señor miliciano, ¿cuáles son las órdenes de los soldados? ¿Qué hacemos?


Salvo dos hombres que acababan de descargarlo todo de la galera e, insatisfechos, intentaban cubrir los grandes huecos que había, sintió que todos los demás, le miraban expectantes. Quién más pena le daba era Mercedes, a la que veía más asustada que al resto.


Finalmente, reaccionó. Si no había escapatoria, no había más remedio que defenderse y, al menos, Pablo ya tenía cierta experiencia en combate. Haría mejor en vencer su temor y dirigir en lo posible a aquella gente dispuesta a luchar, por muy pocas ganas que tuviera de enfrentarse a esa responsabilidad. Tomó aire y dijo:


—Nos van a atacar desde el camino, por delante y por detrás de la caravana. Los soldados dejarán un hueco delante de nosotros. Cuando lleguen las ratas habremos de dispararles y tras la andanada, atacarán los caballeros y la infantería. A partir de ahí, disparen con cuidado a aquellas bestias que burlen a los soldados. Si alguna intenta subirse a la galera, me ocuparé yo.


Sin una palabra más, todos los viajeros comenzaron a prepararse. Pablo cargó tres saetas en su ballesta y la dejó tensada. Asimismo, encajó la ropera entre dos tablones del suelo, que estaban ligeramente separados, frente a él. Dos de sus compañeros metieron sendos garrotes en las aljabas. Todos llevaban arcos recurvados, salvo Mercedes, que sólo disponía de un arco pequeño y, por la expresión de su rostro, se sentía tan asustada como él. Con nerviosismo, tras acercársele un poco, le susurró, en un lamento:


—Llevo años sin tirar... No sé si voy a poder.


Pablo hizo acopio de entereza y fue capaz de decir, con una pizca de aplomo:


—No os preocupéis. Cuando llegue el momento, disparad hacia delante. El caso es que las ratas vean que les caen flechas.


Mercedes asintió en silencio, un silencio y una inmovilidad que mantuvieron todos los viajeros de la galera, durante los minutos interminables que transcurrieron hasta que a lo lejos, Pablo pudo ver una manada de bestias que les atacaban y se le secó la boca mientras el corazón se le quería salir del pecho. Las campanas, a menos de media legua, seguían sonando y advirtiendo del peligro.

5 comentarios:

Juan dijo...

Este corte no es natural, ya que dejo la escena a la mitad, pero por la extensión de lo anterior, y sabiendo lo que aún resta de escena, iba a quedarme una entrada excesivamente larga. No me gusta cortar todo justo en momentos de acción, pero son necesidades del directo.

Tengo una advertencia a los lectores. Mis personajes narradores son falibles. Pienso que Pablo sí que tiene alguna oportunidad con Mercedes, a pesar de todo, pero ha tomado la decisión de rendirse.

En el contexto de Mundo de cenizas, a pesar de la ambientación del Siglo de Oro, hay algunos puntos de divergencia con la historia. El más llamativo es de la menor importancia de la religión. El siguiente es un hecho que puede extrañar y es que, al parecer, la pólvora, o no se ha inventado, o no se usa militarmente (al menos, no se usa de manera generalizada). Históricamente, arcos y ballestas fueron sustituidos por las armas de fuego a lo largo del siglo XVI, justo cuando estaban en su mejor momento tecnológico. En Mundo de cenizas no se ha dado esa sustitución, y se siguen realizando avances tecnológicos. Estamos justo en el momento en que se empiezan a desarrollar innovaciones para los arcos y ballestas medievales de manera efectiva. Está muy extendido el uso del arco compuesto y recurvado, al estilo de los asiáticos y de los turcos en particular, que permiten, tensando con un poco menos de fuerza, dar más velocidad a las flechas sin ser arcos de gran tamaño, como los largos en los que eran tan diestros los ingleses. Históricamente, existieron diferentes sistemas de carga de ballestas, aunque el normal era el de las manivelas. Supongo que por la aparición de la pólvora, aquellos desarrollos nuevos quedaron en el olvido. El sistema de carga que aquí atribuyo a don Fernando Álvarez de la Vega (que es una persona ficticia) es parecido al que tienen esos rifles de las películas, en que se tira hacia atrás de algo que hay debajo del cañón. Son diseños que hoy existen y algunos aficionados fabrican.

El invento de Pablo es un equivalente a las ballestas de repetición chinas, que son históricas y dejaron de usarse a finales del siglo XIX. Por las referencias en el texto, parecen existir en Mundo de cenizas diseños parecidos que tienen las mismas pegas de las ballestas de repetición chinas: muy escasas precisión y potencia, entre otras cosas, porque para disparar te las tienes que apoyar en el estómago. Estas ballestas estaban ideadas para servir como ametralladoras contra grandes masas de combatientes. Eran capaces de disparar 10 veces sin recargar y de disparar esas diez flechas en 15s, tres o cuatro veces más rápido que un arquero, así que un batallón de ballesteros con ballestas de repetición era capaz de enviar lluvias de saetas aterradoras. La innovación de Pablo es combinar el sistema de recarga hacia atrás con un cargador, lo más pequeño y ligero posible, de manera que puede poner tres saetas y recargarlas, para disparar al mismo ritmo que un arquero, pero manteniendo la precisión propia de las ballestas. El único problema es que si el mecanismo se queda trabado (pasa de vez en cuando), habrá que dedicar cerca de una hora a desarmar y destrabar el arma.
Hay más datos aquí: http://es.wikipedia.org/wiki/Ballesta_de_repetici%C3%B3n y aquí: http://www.ballestaperu.com/temas/articulos/ballestas/24-la-ballesta-china-de-repeticion-chu-ko-nu .

Pablo es muy perceptivo, pero al tirar para ver si se daba cuenta de lo que sucedía, sólo saqué un 52. Gracias a que su capacidad de observación es elevada (un 21% de posibilidades), llega a ver que el que venía corriendo era un explorador, pero no se da cuenta de que hay peligro hasta que no resulta evidente.

Por cierto, ya ha quedado claro que Pablo no es como Christine en lo que respecta a valentía.

Enrique González Añor dijo...

Juan. ¿el mecanismo de la ballesta de repetición es el mismo, evolucionado, que, posteriormente, utilizarían rifles como el winchester americano? Eso me parece.

Un grato saludo maese Juan.

Juan dijo...

Buenas tardes Enrique

Pues sí. Concretamente a la Winchester modelo 1897: http://es.wikipedia.org/wiki/Winchester_Modelo_1897 la primera escopeta de corredera que se popularizó.

La idea de Pablo es la misma, tirar hacia atrás de un mecanismo de corredera para tensar la cuerda de la ballesta hasta engancharla en el gatillo del arma y tener una caja con las saetas en la parte de delante, solo que, claro, la solución del inventor del ingenio y de Pablo es de "baja tecnología" y requiere de más fuerza para su manejo.

Pero sí, muy buena puntería. Cuando hablaba de esas escopetas que salen en las películas me refería a una escopeta de corredera, pero no conocía el término.

Otro gusto saludarte y gracias por la indicación.

Juan.

Luisa dijo...

Bueno, pues creo que con este capítulo me pongo al día, Juan.
Este en concreto es un poco de transición para lo que está por llegar. Me ha parecido muy curiosa la ballesta. Qué ingenio el de Pablo.

Por otra parte, la manera de actuar de la comitiva me ha recordado a las caravanas del Oeste americano cuando eran asaltados por los indios. Formar un círculo, que por otro lado es lo más lógico, para tener todos los flancos cubiertos por las carretas y galeras. De ese modo intentarán resistir hasta que llegue ayuda, aunque no sé; dado el gran número de ratas les va a costar.

Ya veremos que dicen los dados.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Casi, porque momentos antes de leer tu comentario acababa de subir el capítulo XVIII...

Por algo Pablo es el arquetipo del científico/ingeniero. Le encantan los mecanismos y las herramientas aunque no le hace ascos a los conocimientos teóricos. De hecho, será algo más "renacentista" que los científicos de hoy en día, como corresponde a la época.

Acerca de lo de poner las carretas y galeras en círculo, efectivamente, es una táctica calcada de la que usaban los colonos en el Oeste. Me pareció lo más lógico. La situación que sufren es parecida, sólo que los enemigos son distintos.

Otro saludo.

Juan.