14 mayo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XVIII

El atardecer era realmente bonito. Aunque Juan pensaba, con tristeza, en lo maravilloso que podría ser compartir momentos como ese con Raquel, compartir su amor disfrutando de ocasos de esa majestuosidad, no dejaba de reconocer que era un espectáculo espléndido. Se consoló pensando en que como su turno acababa una hora después de anochecer, le quedaba poco por aquel día.


Había sido un día tranquilo, y se había pasado casi toda la tarde aburrido, viendo ir y volver a la gente por la orilla del río, por el camino que estaba al lado de las murallas, y cruzar el puente. Había dado algún que otro paseo por la parte de la torre que daba al río.


En esto, oyó los pasos de alguien que subía por la escalera de la torre y se sorprendió cuando, en vez de algún oficial u otro miliciano, la que subió fue Raquel, que le saludó con calidez nada más verle y que le dio dos besos en la mejilla cuando estuvo a su lado. No se habían visto demasiado desde la tarde que pasaron juntos, y Juan se alegró muchísimo de tenerla allí. Vestía el uniforme que les exigían a las cocineras de la milicia, pero la veía guapísima. De hecho, cualquier cosa que se pusiera le iba a quedar bien a una muchacha tan atractiva. Ocultando su felicidad un poco, le dijo:


—Me alegro de verte, ¿cómo es que has venido? ¿Te envía alguien?


Con una de esas sonrisas que Juan adoraba, repuso:


—No exactamente. Resulta que como aún no ha llegado la caravana desde Tuvuhsepfi, no hay mucho que hacer, y les he dicho a las compañeras que iba a irme a las murallas a ver si la veía llegar. He preguntado a un oficial que dónde estabas y… ¡aquí estoy! — Y mirando al horizonte, añadió— ¡Oh! ¡Qué atardecer tan bonito! Y qué bien se ve desde aquí.


Raquel se apoyó en una almena y Juan se le acercó y se puso a su lado. Tenía gracia que unos minutos antes, se lamentara de no poder compartir aquel atardecer con ella, y ahora la tuviese casi pegada a él, disfrutando de aquel paisaje. Como estaba distraída, Juan no paraba de mirarla y de preguntarse cómo podía ser tan bella. Todo aquello acabó cuando la vio suspirar y le vino a la mente la idea de que suspiraría por Marcos. Le invadió la amargura y recordó el último de sus sueños, que había tenido hacía cerca de seis días. Llevaba todo ese tiempo planteándose si todo aquello que le habían enseñado era cierto o no, porque, a pesar de que sentía que era verdad, no deseaba que lo fuera. Saldría de dudas si le planteaba la pregunta, por mucho que temiera hacerlo. La dejó que mirase con tristeza el atardecer, convencido de que soñaba con compartirlo con su amado Marcos, y de la forma más casual posible, dijo:


—Me han dicho que quieres irte a Nêmehe.


Ella le miró sorprendida y repuso:


—¿Quién te lo ha dicho?


Aquello equivalía a una respuesta afirmativa, lo que le resultó muy doloroso a Juan. Incapaz de confesarle que se lo habían dicho en sueños, dijo:


—Se rumorea por ahí.


Un poco indignada, prosiguió:


—No se puede confiar en nadie… Y no voy a irme a vivir a Nêmehe. Sé que dentro de una semana más o menos, le van a dar a Marcos tres días de permiso y había pensado en ir a Nêmehe a visitarle, porque él no puede volver a Gaiphosume en tan poco tiempo. Se creen que es porque no me puedo aguantar las ganas de verle pero... no es eso…


Agachó la cabeza, y en tono triste dijo:


—Sigo recordando todas las noches que nos podrían haber matado el día que fuimos a buscar raíces. Hace mucho tiempo que no veo a Marcos, y no pude despedirme de él como habría deseado porque no soy más que una tonta. Me da mucho miedo morirme sin haberle visto una vez más. Por eso, aunque me da miedo salir de las murallas, estoy decidida a irme a visitarle.


La pena y la desesperación de Juan se le hicieron casi insoportables al darse cuenta de que las motivaciones de Raquel eran las mismas que le habían dicho en sueños. Eso significaba que todas aquellas imágenes del pasado que no conseguía quitarse de la cabeza tenían que ser ciertas. Y que la petición de lo que fuera que le hablaba en sueños, de protegerla a toda costa, no podía quedar desatendida. Con el corazón hecho pedazos, Juan ocultó sus sentimientos volviendo a fijarse en el camino del río y pudo decir, manteniendo la compostura:


—Si te vas, iré contigo. Me gustaría ver si tengo alguna posibilidad de ingresar en el ejército en el futuro. Podríamos ir juntos.


A Raquel se le iluminó el rostro de felicidad y dijo:


—¿De verdad? ¡Sería fantástico! Eres un cielo.


Y sin avisar, se abrazó a él. Juan sintió como si empezara a arder por dentro. Tanto tiempo soñando con tocarla y la tenía entre sus brazos. No fue un abrazo demasiado largo, pero sí el más agradable que le habían dado nunca. Aquel contacto le demostró que era la mujer más maravillosa del mundo y tenía que conquistarla como fuese. Pero no sabía por dónde empezar.


Al menos, aquel ofrecimiento de acompañarla la había puesto muy feliz, porque estuvo un rato charlando animadamente, quejándose varias veces de que aún no llegaba la caravana. Tenía previsto bajar para preguntarles ciertos detalles a los conductores, como precio, ciudades por las que se pasaba, cuanto sitio había para equipaje, y cuestiones parecidas. Se ofreció a contárselas al día siguiente, para que él pudiera hacer sus planes. Juan tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su amargura. Después, permanecieron un rato en silencio, mientras el atardecer avanzaba.


Entonces, a lo lejos, a cierta distancia del lienzo norte de las murallas, vio la figura diminuta de un caballo que venía a galope tendido, y algo de agitación. De improviso, empezó a sonar la campana que había en una de las torres internas del castillo y, como establecían las ordenanzas, varias de las campanas repartidas por Gaiphosume, entre ellas la de la iglesia, comenzaron dar la voz de alarma.


Juan corrió hacia la esquina de la torre donde había dejado el arco y la aljaba, sacó la cuerda y la colocó con rapidez. Volvió a las almenas, junto a Raquel, que le decía:


—No veo nada… ¿qué estará pasando?


Empezó a salir gente corriendo de entre los matorrales y juncales que crecían a orillas del río. Juan pudo ver que los milicianos que había en las secciones de su derecha, más al norte, disparaban contra algo que avanzaba en paralelo a las murallas. Casi no las veía, pero era obvio que se trataba de ratas. Así que le dijo a Raquel:


—Son ratas. Parece que muchas. Mataré a las que pueda desde la muralla. Vete a tu casa y cierra bien todo.


Y sin esperar respuesta bajó a toda prisa por la escalera de la torre y salió de inmediato por la parte de la muralla de más al sur. Extrajo una flecha de la aljaba y tensó el arco, evaluando la distancia que habría hasta las ratas más adelantadas. Vio que Raquel había salido por el lateral de la torre en vez de terminar de bajar por su interior, así que le dijo en voz alta:


—No, Raquel, por aquí no bajes, sigue por la torre.


Pero ella estaba pensando en otra cosa:


—Puedo ayudar. Y aquí arriba me siento más segura.


Juan le repitió que se fuera, que no podía estar allí, y más desarmada, pero, en el fondo, no tenía legitimidad para prohibirle que se quedara, porque era soldado raso y, además, porque no había ordenanzas que prohibieran combatir a los civiles que, en caso de necesidad, acababan subiéndose a las murallas. Raquel hizo caso omiso de las palabras de Juan y dijo:


—Si consigo dormir a algunas, harás blanco con más facilidad.


Corrió junto a él, se asomó dos almenas a su izquierda y dijo:


—¡Las veo!


Y empezó a pronunciar las palabras que había susurrado en aquella salida al campo en la que casi mueren, sólo que ahora las vocalizaba en el mismo tono que en una conversación normal. Eran vocablos muy extraños, pronunciados con la cadencia de una poesía. Juan, cuando tuvo a tiro a una de aquellas bestias, disparó, pero los nervios le traicionaron, le tropezó el arco con una almena, destensó la cuerda y se le escapó la flecha, que cayó inofensivamente al pie de las murallas. Juan pensó que era una suerte que Raquel estuviera entretenida con su hechizo, porque había sido vergonzoso.


Entonces, pasó algo poco usual. Una rata se tambaleó en su carrera unos instantes, pero luego siguió corriendo. Sin embargo, otra se quedó de pronto inmóvil, como si hubiera caído dormida, por muy extraño que pudiera resultar. Juan no se lo pensó y disparó a esta última. La alcanzó de lleno, acertó a levantarse, dar unos pasos y a caer muerta. Juan volvió a apuntar y disparó a otra, una de las últimas, con tanta suerte que le atravesó la cabeza y cayó muerta de inmediato.


Sólo cuando la manada pasó de largo, mientras sus compañeros del siguiente tramo de murallas comenzaban a disparar, se fijó Juan en Raquel, que le miraba sonriente. Muy alegre le dijo:


—¡Lo conseguí! ¡Dormí a la primera a la que le diste!


Juan sonrió y asintió en silencio y arrancó a correr hacia la torre que tenía delante, para ver qué estaba sucediendo. Raquel le siguió y él repitió:


—No deberías estar aquí, es peligroso. Vuélvete a casa, estarás más segura.


Mientras subían por las escaleras, Raquel le desarmó diciéndole:


—Me da miedo bajar y volver sola a casa. A tu lado me siento más segura.


Juan no dijo nada, pero se sintió muy halagado por lo que le había dicho su amiga y no volvió a pedirle que se fuera. Se asomaron ambos sobre las almenas y vieron que el grupo de ratas, cada vez más reducido por las flechas que les caían encima, se dividió en dos. Uno cruzó el puente, obligando a huir a tres o cuatro rezagados, que terminaron lanzándose al río. Lo más triste fue que un carro pequeño, tirado por un burro, había sido abandonado por su dueño, y las ratas atacaron y derribaron al desdichado animal. Pero más desagradable fue que al cerrar la puerta de la ciudad que daba al puente, se dejaron por accidente fuera a un labriego, al que le cayeron encima cinco ratas. Los arqueros concentraron el fuego en un intento desesperado por salvarle, pero era inútil. Juan se volvió y obligó a Raquel a que dejase de mirar, aunque los gritos que dio el labriego mientras acababan con él ya eran bastante traumáticos. Dio un último vistazo hacia el puente y vio que la mayoría de las ratas que quedaban se concentraban en devorar la comida que transportaba el carro y al pobre burro que yacía delante del mismo. Estaban demasiado lejos y las flechas de los defensores llegaban sin apenas fuerza y con nula puntería. Habría que hacer una salida y Juan decidió que tenía que ir hacia la puerta, por si le necesitaban. Así se lo dijo a Raquel, que tenía los ojos arrasados, y se mostraba asustada y algo conmocionada por lo que acababa de presenciar, de modo los dos bajaron de la torre y corrieron por la muralla hacia la puerta.


* * * * *


Nada más ver la silueta de aquellos monstruos oyó, en la galera de al lado, que otro miliciano gritaba instrucciones, así que Pablo, con todo el aplomo que pudo reunir, y que fue insuficiente para darle un tono firme, gritó:


—No disparen hasta que yo lo diga. Y apunten bien.


En las tres galeras, se tensaron cerca de treinta arcos, y Pablo apuntó a una de las ratas que se aproximaban, deseando con todas sus fuerzas no fallar. Cuando el miliciano de la galera de al lado ordenó disparar, todo el mundo liberó las flechas. A pesar de todo, Pablo dio la orden, aunque fue el único que la obedeció junto con Mercedes, y los dos fueron los últimos en tirar. Pablo estuvo a punto de alcanzar a una de las ratas, pero la saeta se clavó a muy poca distancia de su objetivo y ésta solo tuvo que rodar el proyectil clavado en tierra y seguir avanzando. Para su angustia, la andanada había sido prácticamente inútil. Sólo había muerto una rata, y había otra lo bastante herida como para no seguir avanzando, pero las demás, y debería haber más de cuarenta, siguieron acercándose a la carrera.


Mientras los soldados y los caballeros, divididos en dos grupos, cargaron contra las bestias por los lados de la manada, Pablo recargó su arma, aunque no estaba seguro de que le fuera a servir de mucho. Se notó que escoltaban la caravana soldados curtidos. Mataron a varias ratas e hirieron a bastantes con la primera cuchillada. Los caballeros, sobre todo, alanceaban con gran eficiencia y los caballos pisoteaban o golpeaban a las que intentaban atacarlos, aplastando a algunas. Sin embargo, Pablo vio que tres o cuatro soldados resultaron heridos y que uno de los caballeros al intentar atacar, clavó por accidente la lanza en tierra, se desestabilizó y cayó del caballo. Quedó maltrecho en el suelo y cuatro ratas se le echaron encima y le destrozaron, sin que sus compañeros tuvieran tiempo de ayudar. Pero lo peor fue que aunque la mayoría de las ratas se quedaron luchando con los soldados, unas diez rebasaron sus líneas y cargaron contra las galeras.


Pablo estaba tan aterrorizado que no podía ni hablar. El miliciano de la galera de al lado gritaba órdenes, pero él era incapaz e, incluso, obedeció a aquel miliciano, que ordenaba disparar sólo cuando estuvieran muy cerca. Los viajeros esperaron y, al final, una segunda andanada de flechas, menos numerosa, cayó sobre las bestias que les atacaban cuando el miliciano dio la orden.


El resultado fue aún peor que en la primera andanada. Sólo el miliciano que había tomado el mando fue capaz de rozar a una de las ratas. El tiro de Pablo fue desastroso y la única que casi hizo blanco fue Mercedes. Lo malo era que sólo dos hombres más y la chica de pelo castaño habían intentado disparar, y aquel nuevo fracaso desmoralizó del todo a Pablo, que ya no se sentía con ánimos para combatir a unas bestias que sentía invencibles.


Lo peor vino a continuación. Algunas de las ratas trataron de saltar, pero la galera era demasiado alta y no lo consiguieron. El resto, se coló por debajo de las ruedas y entró en el círculo entre los huecos que habían quedado entre los fardos, o directamente, derribando algunos. Habían golpeado la base de la galera y las ruedas de una forma que aterrorizó a casi todos. Pablo oyó a su espalda relinchos y golpes de cascos contra el suelo, pero no tuvo valor suficiente para mirar.


Y, de pronto, dos ratas, una por un lateral de la galera y otra por la esquina de atrás, muy cerca de Mercedes, consiguieron agarrarse al borde y, asomando las cabezas, trataban de entrar en el carruaje. Pablo actuó por instinto; no pensó en ser valiente o lucirse, ni recordó que él se había comprometido a atacar en aquel caso; sólo pensó en que aquella cosa no podía subir, que tenía que echarla. Tiró la ballesta, recuperó la espada, desenvainó la daga y se abalanzó contra la rata que se esforzaba por subir. Lanzó una estocada muy fuerte contra el costado de aquel monstruo, pero tropezó ligeramente con una de las vigas y lo que tendría que haber sido una cuchillada mortal se quedó en un rasguño. Los dos hombres que había delante, la golpearon con sendos garrotes, bastante gruesos. Uno acertó y el otro golpeó inofensivamente las tablas del borde. Finalmente, Pablo quiso apuñalarla con la daga de vela, pero entorpecido por los otros dos viajeros, sólo hendió el aire.


No fue suficiente. La bestia saltó sobre el hombre que tenía delante, y varios gritos, uno de Mercedes le revelaron que la otra había conseguido trepar también. Todo fue muy rápido. La rata saltó hacia el hombre que estaba junto a Pablo, que intentó golpearla pero perdió el equilibrio empujado por aquella bestia. Pablo, que había retrocedido instintivamente lanzó, desesperado, otra estocada. El acero se hundió profundamente en el cuarto trasero del monstruo y la rata cayó sobre el pasajero, pero no fue capaz de atacar ni morder. El otro viajero la golpeó en la otra pata y para gran alivio de Pablo, y del viajero que se la quitó de encima dando gritos y con expresión de asco, quedó inmóvil.


Pablo se volvió para defenderse de la otra rata, pero no hizo falta. La bestia había saltado sobre un viajero, que la había esquivado y que, con rapidez, asiendo el garrote con ambas manos, le había dado un golpe brutal en el lomo. Pablo pudo oír como crujían los huesos del monstruo al romperse, que murió de inmediato. La chica del pelo castaño, al parecer, había disparado su arco contra aquel enemigo, sin ningún éxito, y miraba al cadáver aterrorizada.


Solo le dio tiempo a ver a Mercedes, acurrucada en una esquina y mirando a la rata muerta con aprensión y algo de alivio, antes de que un golpe muy fuerte le hiciera caer. Los caballos, acosados por las ratas trataban de huir y golpeaban galeras y carretas para escapar. Las galeras eran tan grandes y pesadas que resultaba imposible hacerlas volcar, pero los golpes, las levantaban ligeramente y dieron en el suelo con casi todos. Y sobre todo, eliminaron el espíritu combativo, como grupo, de los pasajeros. Mercedes gritaba, acurrucada contra el suelo y la pared de la galera, cada vez algo la movía. Un hombre rezaba arrodillado y varios de los demás, tumbados, se tapaban la cabeza con las manos, aterrorizados por la idea de que la galera volcase y terminaran despedazados por aquellos seres diabólicos.


Pablo no podía más, y no hizo ademán de levantarse. Era incapaz de seguir luchando, vencido por el miedo y la desesperación. Los caballos desplazaron un carro, que volcó, y una de las galeras y huyeron al galope, perseguidos por algunas ratas. El resto de aquellas alimañas remataba y empezaba a devorar a un asno y a un caballo que no habían logrado huir. Pablo sentía nauseas, de ver comer a aquellos seres, y del olor de la sangre del que él mismo había matado, que manchaba un área creciente del suelo de la galera.


Observó ausente que la chica del pelo castaño, se había levantado. La vio sacar una flecha de la aljaba y apuntar al interior del círculo roto de la caravana. Otro hombre hacía lo propio. Al parecer, pensó Pablo, no se daban por vencidos. Les vio apuntar y disparar, y el hombre no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Volvieron a cargar y Pablo se sintió avergonzado de que una chica y un civil con mucha muy poca preparación militar siguieran peleando y él se quisiera dejar morir. Con muy pocas ganas, recordó que aún tenía una flecha en el cargador, de modo que se levantó, envainó sus armas, se hizo con la ballesta y buscó un blanco. Como los otros dos viajeros parecían haber aprendido que era mejor tirar más despacio pero asegurarse acertar, apuntaron con cuidado, de forma que dispararon los tres casi a la vez.La chica del pelo castaño hizo un tiro magnífico, que dejó una flecha incrustada en el lomo de una rata, haciéndola sangrar mucho. Probablemente, estaba herida de muerte. El hombre le hizo un buen corte a otra rata. Pablo erró un disparo fácil, lo que volvió a desmoralizarle.


Sus compañeros se preparaban para seguir atacando cuando, de improviso, las ratas salieron huyendo. Pablo y los dos viajeros que aún seguían disparando, se volvieron para seguir con la vista su huida. Los soldados, más preocupados por acabar con las pocas que aún luchaban, o en atender a los heridos, no hicieron nada por atacarlas. Pablo contó seis soldados con heridas bastante graves como para los tuvieran que atender. Por desgracia, a dos de ellos, les dejaron abandonados, lo que significaba que habían muerto. Estaba mirando la enorme cantidad de ratas muertas que afeaban la pequeña llanura cuando se le heló la sangre en las venas. Reparó en que algo se movía en el bosquecillo que tenía en frente, por la ladera izquierda del camino en dirección a Gaiphosume. Vio una figura cubierta por las sombras, escondida entre los matorrales, de aspecto vagamente humano, pero con una mano terminada en garras enormes. A aquel ser le refulgían los ojos con un tono rojizo intenso, que le inspiraba un terror que no parecía racional. A unos metros a la izquierda de aquel ser, vislumbró a otro, al que le brillaba la mirada de idéntica forma. Fue sólo un instante, pero tuvo tiempo suficiente para ver que las ratas huían hacia ellos y que, cuando se marcharon con rapidez, los matorrales se agitaban como si gran cantidad de bestias los movieran.


La expresión de pánico de Pablo debió de resultar muy preocupante, porque el viajero que tenía al lado, aún con el arco en la mano, le dijo con aprensión:


—Señor… ¿Qué le sucede? ¿Qué ha visto?


La chica del pelo castaño también le miraba inquieta, así que Pablo decidió no aumentar el nerviosismo y, en realidad, fue casi del todo sincero:


—No lo sé… Creí ver algo, pero ya no está. No pasa nada.


Mercedes lo sacó del apuro, ya que se interesó por él y, cuando Pablo le dijo que estaba ileso, que todos habían salido sin un rasguño, se le abrazó con fuerza y la oyó suspirar. Aquello pareció animar al resto del pasaje, que empezó a pronunciar agradecimientos, muchas veces mutuos. En esto, uno de los caballeros, se acercó a la galera y preguntó si había heridos, a lo que respondió la chica del pelo castaño que no. Les ordenaron quedarse en la galera y esperar instrucciones.


Por lo que Pablo pudo averiguar, la suerte de las otras dos galeras no había sido tan buena. Un pasajero había muerto por una rata especialmente agresiva que trepó y consiguió morderle en el cuello, y otro estaba herido en una pierna. Pero lo que le inquietaba era algo mucho más grave. Todos los animales de carga habían huido, a excepción de un mulo rezagado que consiguieron retener entre tres soldados, lo que significaba que la caravana no podía continuar su recorrido. Las campanas, a lo lejos, seguían sonando, con lo que no era de esperar ayuda en breve.


Tras una espera breve que se les hizo eterna Pablo y a sus compañeros de viaje, oyeron regresar a los exploradores. Aprovechó su condición de miliciano para bajar de la galera e ir a enterarse de qué sucedía. El informe que dieron fue que tanto el castillo de Gaiphosume como la propia ciudad sufrían ataques intermitentes. La situación en torno al castillo empezaba a semejarse a una cacería, ya que los ballesteros del ejército habían diezmado a las ratas atacantes que ya formaban grupos muy pequeños. El puente sobre el río Gaiphosume estaba cortado por una manada que estaba devorando las provisiones que había en un carro.


La decisión que tomó el oficial asustó bastante a Pablo. No había forma de llevarse las galeras o la carga de los carros, y ante las bajas de la infantería y el hecho de que había muerto un viajero, no había seguridad de que se pudiera resistir un segundo asalto. La esperanza era que aquellas alimañas prefirieran concentrarse en la comida que había transportado la caravana, y no en atacar a los viajeros. Así que las órdenes fueron usar el mulo, el caballo de guerra que había quedado sin jinete, y a otro caballero para transportar a los heridos, y recorrer a pie la media legua escasa que les separaba de Gaiphosume. Con suerte, las ratas que atacaban el castillo no les molestarían y la guarnición de la ciudad despejaría el puente en breve, y si no era así, harían el último trecho cruzando el río, avanzando por la playa.


Cuando lo contó en la galera, a varios de los pasajeros se les descompuso el rostro. Mercedes le miró preocupada y expectante, como si buscara que Pablo aprobara o rechazara aquel plan. En realidad, no sabía que era mejor, si sufrir otro ataque como el que acababan de rechazar, o recorrer a toda prisa la media legua que les quedaba para guarecerse tras los muros de Gaiphosume. Recordó aquellos seres que había entrevisto y pensó, de todos modos, que si el oficial de la escolta ordenaba algo, no les quedaba otra que obedecer, fuera correcta o no su decisión. De modo que, respondiendo sin hablar a la pregunta muda de Mercedes, bajó, recuperó sus cosas, pisoteadas sólo por las ratas y le dejó claro al resto del pasaje que les esperaba un último trecho, desesperado, a pie.

6 comentarios:

Juan dijo...

Una nota. En este capítulo y el anterior, aparecen dos líneas en blanco entre párrafos en vez de una. Es cosa de Blogger, yo sigo haciéndolo todo igual, pero mete dos líneas en blanco cuando yo sólo pongo una. No he conseguido arreglarlo.

Ya tenía ganas de volver con Juan y con Raquel. Por cierto, os recuerdo eso de la subjetividad de mis narradores. Si todo va bien, tengo previsto hacer una descripción desde dos puntos de vista diferentes. Es algo sumamente divertido.

Empiezo a sentir auténtica lástima por Juan. El abrazo que le da Raquel es una muestra casi definitiva de que no tiene nada que hacer. Normalmente, cuando una chica le da un abrazo a un amigo es porque no hay ningún tipo de “tensión sexual” por parte de ella. El problema es que la reacción del pagafantas en ese caso es justo la de Juan, enamorarse todavía más, cuando lo aconsejable sería lo contrario. No digo que esto pueda cambiar en un futuro, pero la cosa pinta ahora decididamente mal. Recordad que, en el capítulo 2, ya se decía que Raquel no tiene ni idea de lo que siente Juan y menos sospechas tendrá ahora, cuando le va a acompañar en un viaje a sabiendas de que va a ver al hombre al que ama. Si Juan sintiera algo, y no fuera un pagafantas de libro de texto, lo lógico sería que dejara que se las apañara sola, porque ayudar a la chica que te gusta a que se reúna con su novio es de lo más bajo en que se puede caer. Es lo que debe pensar Raquel, que como le aprecia con sinceridad, no le ve como alguien tan sumamente débil.

Juan se luce en su primer tiro. Un 6… un poco menos y a lo mejor se le rompe el arco y todo. En cambio Raquel, saca un 81 para su hechizo (fantástico), y aunque una rata se resiste por los pelos, la otra se queda dormida en plena carrera y se desploma. Juan lo tiene muy fácil para darle un tiro mortal. El segundo tiro de Juan es mérito exclusivo suyo, pura puntería. A Raquel le ha venido muy bien que el hechizo le haya salido bien, ha ganado mucha confianza en sí misma, sobre todo cuando Juan aprovecha y ensarta a la rata dormida.

Juan dijo...

La batalla en la que se ve envuelto Pablo ha sido increíblemente trabajosa, pero necesitaba hacer una así para confirmar que, según las reglas del juego, sucederá habitualmente lo que en este caso. Las ratas atacantes triplicaban en número a los soldados, pero, aún así, han sufrido una derrota severa. Esto debe ser así, puesto que, de otra forma, Nêmehe y sus habitantes estarían ya barridos del mapa. La infantería que ha rechazado este ataque era infantería pesada y bien entrenada, armada con placas metálicas frontales o brigantinas, y con grebas en pantorrillas y antebrazos. Esto, en combinación con la espada ropera, especialmente indicada para luchar contra enemigos sin armadura (históricamente era así), hace a este tipo de infantería letal contra estos bichos. Para daros una idea, el ataque de los soldados es de 77, frente a 40 que tienen las ratas.

Los milicianos, vestidos con armaduras más ligeras, lo pasarían bastante peor contra este tipo de enemigos, pero si los números están más equilibrados, o la superioridad numérica de las ratas no es tan elevada, podrían vencer sin complicaciones. Aparte, su entrenamiento es inferior. Recuerdo que el bueno de Juan tiene un ataque de 38.

Los que están perdidos son los civiles. Sus ataques rondan cantidades entre 15 y 25 con garrote, o bien, con ropera cuando alguno se haya dedicado a entrenar por su cuenta y haya tenido dinero como para hacerse con una (Christine, por ejemplo, que tiene 20 de ataque). Los garrotes no son tan efectivos como las espadas, aunque aquí uno de los viajeros haya tenido la grandísima suerte de liquidar a una rata de un golpe.

Por eso, este combate, para mí, al ir tirando dados, ha resultado muy emocionante. Cuando el torpón de Pablo, con todo a su favor, no le hizo más que un rasguño a la rata, pensé que allí iba a caer herido medio pasaje, Pablo incluido. Pero luego, se redimió e hirió de muerte a la rata antes de que cayera sobre el viajero. La suerte fue que el otro le diera un garrotazo brutal (la fortuna estuvo de su parte) a la otra que subió, después de haber fallado cuando más fácil lo tenía.

Creo que queda claro que Pablo no es como Christine. Ella, puesta en el papel de Pablo, no sólo habría mostrado coraje y serenidad todo el rato, sino que, con el carisma que tiene, habría conseguido que toda la galera continuara combatiendo. La habrían visto tranquila, dando instrucciones y combatiendo como si llevara media vida soportando este tipo de cosas. Pablo, en cambio, es incapaz de asumir ningún tipo de liderazgo en estas situaciones, a pesar de que tenga preparación militar.

Enrique González Añor dijo...

Pablo es el clásico pardillo "acojonaico"; así como va a ligarse a la Merche, jejeje.

Juan dijo...

Hola Enrique

Ja, ja, ja. A Pablo sí que le falta un poquito de coraje. Que iba armado hasta los dientes, estaba entrenado, y entre la chica del pelo castaño y el otro viajero que luchó hasta el final, le dejaron en evidencia. Menos mal que Mercedes estaba demasiado asustada como para fijarse en lo que hacía Pablo, que si no...

Yo también lo veo crudo... Me da que no se la liga al final... No sé.

Un saludo.

Juan.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
Ya estoy por aquí para seguir leyendo. Ando muy liada todavía y ni visos de respirar.

A mí también me ha agradado encontrarme de nuevo con Juan y Raquel. También me gustaría saber de Christine y bueno de Pablo y Mercedes, que habías dejado el anterior episodio muy interesante.
Yo le recomendaría a Juan que no desistiera en su empeño, el amor es tan “tonto” que de la noche a la mañana puede llegarle. Hoy es un abrazo, y después todo cambia. Sí tal vez tengas razón en decir que cuando una chica abraza a un chico por agradecimiento, no suele hacerlo si le gusta. Pero también es verdad que puedes sentir algo, así, de golpe, por alguien que antes no te atraía. Quién sabe…
Bueno, pues parece que el ataque de las ratas se ha quedado ahí ahí. Menudo festín se han dado las ratas con el labriego, el pobre burro y toda la carga que llevaba.

En cuanto al ataque de las ratas a la galera, ha sido muy potente, y el trecho que les queda por andar hasta llegar a las puertas de la ciudad, puede ser peligroso. Ya veremos. Pablo es un pelín “prudente”, no todos tienen la misma valentía. Lo importante es que todavía no ha salido corriendo. A lo mejor el destino le depara tener que enfrentarse con sus miedos y dar lo mejor de sí mismo. Apurado te veas…

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Pues yo también ando muy mal de tiempo. Y, para colmo, estuve ayer y antes de ayer fuera, en Sevilla. Pero hoy he buscado un huequecito para contestarte, que llevo tiempo sin hacerlo.

Lo primero es que todo llegará. Dentro de poco volveré con Christine y Adriana que hay un par de cosas pendientes que contar.

En lo de Juan voy a discrepar (je, je, je), aunque confieso que tu comentario me ha hecho pensar bastante. Te tengo que confesar que yo viví mucho tiempo su misma situación. Juan sufre a diario a causa de lo que siente por Raquel. Si no la ve un día, sufre porque la echa de menos. Si la ve, siente a la vez alegría y tristeza porque es consciente de que a ella le gusta otro. Sufre pase lo que pase. Y, en realidad, todo lo que le sucede es que prefiere sentir ese dolor porque aceptar que la mujer de sus sueños no siente nada por él le aterra de tal forma que prefiere padecer mal de amores durante meses o años antes de tomar la decisión de olvidarla.

Hoy en día, a cualquier hombre en la situación de Juan le recomendaría que se buscase a otra chica a la que amar de inmediato. Y eso a pesar de que estoy de acuerdo contigo con eso de que, de repente, algo haga cambiar a una persona la forma en que mira a otra. Conozco varios casos... Uno salió en la tele y todo. El de una chica que estaba saliendo con un muchacho que no le gustaba. Fue a recibirlo al aeropuerto con la idea de aclarar las cosas y dejarle por otro. Pero el chico llegó bien vestido, más moreno y la recibió con un abrazo que, según decía, le hizo sentir cosas que nunca había sentido con otro. Se olvidó de eso de dejarla. También conozco casos de amigos parecidos.

Pero seguir aguantando lo que Juan, esperando a que un día ocurra la casualidad que cambiaría todo, que venga la magia... Pienso que no es sano. No se lo recomiendo a nadie porque el tiempo que se pierde no vuelve. Sería algo parecido a vivir esperanzado a que te toque la lotería. ¿Y si no toca?

Normalmente, si una chica te ha encasillado en el grupo de los amigos, será muy difícil salir de ahí. Juan tendría que cambiar de actitud de manera radical, con la dificultad añadida de que Raquel tendría en su cabeza todos los meses en que la ha tratado como a una amiga dificultando el cambio de percepción. De hecho, conociendo a Pablo, estoy seguro de que Pablo tendría, ahora mismo, más fácil conquistar a Raquel que Juan.

De hecho, la actitud de Pablo, aunque parezca paradójico, es muchísimo más sana en lo que respecta a las relaciones. Pablo tiene bastantes defectos, pero nunca será el "pagafantas" de ninguna chica. La sumisión no va con él. En el capítulo 20 (que espero colgar en breve), quedará más clara cuál es la actitud de Pablo ante las relaciones afectivas.

Como irás viendo, este ataque ha sido extraordinariamente violento, y ha cogido de sorpresa a toda Gaiphosume. Sorprende sobre todo la coordinación del mismo, como ha ido elucubrando Pablo. Que, por cierto, como bien dices es demasiado "prudente".

Sigo contestándote en el capítulo 19.

Un saludo.

Juan.