Mundo de cenizas. Capítulo XXI
El miliciano la atrajo hacia sí y le rodeó los hombros en un gesto protector, del todo casto, mientras le pedía que no se preocupara. La chica repuso acurrucándose ligeramente contra él. A Pablo le bastó un instante para reparar en que entre aquellos dos había una relación, de alguna clase, muy estrecha. No se parecían demasiado, así que no pensaba que fueran hermanos. ¿Quizá primos lejanos? ¿Serían pareja? Pablo se propuso averiguarlo; sobre todo le interesaba descartar que Juan fuera su novio o su prometido. Así que dijo:
—Perdóneme, amiga Raquel. ¿Le podría hacer una pregunta?
La chica, desde el abrazo protector de Juan, le miró con atención, lo que interpretó como un sí.
—Todo eso que sabe de los demonios, los cralates y lo demás, ¿es cierto que lo lee en libros antiguos? ¿Comprende las cosas que dicen esos libros?
—Sí.
—Entonces vuestra merced, además de guapísima, es muy inteligente.
Pablo acompañó el requiebro de una sonrisa y analizó la reacción de sus dos interlocutores, que seguían pegados el uno al otro. Ella se ruborizó ligeramente y repuso:
—¡Oh! Gracias.
Una mujer hecha y derecha que se ponía colorada por un halago sencillo, ¡qué encanto! En cambio, Juan le miró con una expresión entre seria y furiosa que le permitió intuir que al miliciano le gustaba Raquel. Sospechaba que no era correspondido, pero de eso no podía estar seguro. Su intuición y sus sospechas se acrecentaron cuando, en un tono bastante seco, el miliciano le comentó:
—Ha sido un placer, pero debo acompañar a Raquel a su casa, antes de que me ordenen algo y ya no pueda. Adiós.
E hizo ademán de llevársela. Así que el miliciano amaba a Raquel y se había puesto celoso, pensó Pablo. Decidió que no iba a ponérselo tan fácil, porque por mucho que respetara las relaciones consolidadas, estaba convencido de que esta no lo era. Así que dijo:
—Amigo Juan, con todo respeto, ¿es que la disciplina de la milicia de Gaiphosume es así de relajada? Porque si en Itvicape yo abandonara mi puesto para irme a casa con una amiga me caerían unos días de calabozo. ¿Aquí no pasaría lo mismo?
El miliciano no le hizo caso, pero la chica se detuvo y le dijo:
—No Juan, no quiero que tengas problemas por mi culpa. Iré sola, no te preocupes.
A ella le notó algo de miedo en la expresión y Juan mostraba una cólera contenida que le obligó a Pablo a reprimir unas cuantas risotadas. Por supuesto, no iba a consentir que la chica se fuera sola, de hecho, su objetivo era hablar con ella todo lo posible para conocerla mejor, de forma que intervino.
—Espérenme un momento vuestras mercedes.
Y sin el menor titubeo, se fue directamente hacia el oficial que le había inscrito en la milicia de la ciudad y, aprovechando que estaba muy ocupado recibiendo información y dando instrucciones, le dijo, señalando hacia donde estaba Juan:
—Discúlpeme, señor, pero mi amigo Juan y yo llevamos un rato sin saber qué hacer, y creemos que podríamos ayudar en otra parte. Estamos deseosos de colaborar. ¿Nos da su permiso para incorporarnos a la defensa de otro tramo de murallas?
Como Pablo ya sospechaba, el oficial, asediado por la necesidad de organizar a tanta gente, le dio permiso y les ordenó que fueran al lienzo de muralla este, donde hacía poco tiempo se combatía, según sus palabras. Lo hizo sin comprobar nada, sin apenas mirar a Juan y a Raquel, aliviado probablemente por poder librarse de un par de personas más. Volvió con sus nuevos amigos, o lo que se consideraran ellos, y les comunicó la noticia. Fueron con Raquel a que devolviera el arco y la acompañaron ambos a su casa. Recorrieron el camino juntos, y sólo hicieron un alto cuando Pablo tuvo que dejar su equipaje en el barracón que le había asignado la milicia de la ciudad. Llegó a pensar que, al regresar, se encontraría que Juan y Raquel se habrían ido, pero tuvieron la cortesía de esperarle.
Fue un trayecto que a Pablo le resultó agradable. Estuvo dándole conversación a Raquel casi todo el rato, y aunque lo intentó, no logró que Juan abandonara su silencio salvo para responderle con frases breves y secas. La chica le pareció muy simpática y algo inocente, pero lista. Al parecer, leía tratados antiguos de magia porque el tema le gustaba mucho y sabía bastante de eso. Cuando estuvo en su casa se despidió con dos besos, primero de Juan y luego de él.
Afortunadamente, al estar solos, a Juan pareció que se le pasaba el enfado y poco a poco, fue hablándole con mayor normalidad. El resto del tiempo que estuvieron ambos de servicio no fue demasiado emocionante. Iban a incorporarse a su puesto cuando dejaron de sonar las campanas de alarma. Aún así, les ordenaron apostarse en un lienzo de las murallas y disparar a toda rata que vieran. Oscurecía rápidamente y, de todos modos, no vieron demasiadas. Sólo dispararon un par de veces. O sería mejor decir que lo intentaron; Juan debía de andar muy distraído porque la primera vez que pasó una manada de ratas por su sección de muralla, su compañero asió mal el arco y no pudo disparar, mientras que él casi ensarta a una de aquellas bestias repulsivas. El segundo tiro de su compañero también fue malo, pero el suyo fue excelente, y consiguió acabar con una rata que parecía estar buscando un hueco para entrar en la ciudad.
Pero la inactividad le hizo daño. No podía evitar pensar en Mercedes. Era consciente de que se engañaba a sí mismo si pensaba que olvidarse de ella no le iba a doler. Aquel miliciano serio, que iba siendo más cordial lentamente no era, en realidad, la compañía que habría deseado, pero en aquella ciudad no conocía a nadie. Así que cuando terminó su turno, Pablo se las arregló para irse con él y, no con poco esfuerzo, consiguió convencer a Juan para irse a una taberna, a base de rogarle diciéndole que tras haber estado a punto de morir en la caravana necesitaba tomarse un trago.
Juan acabó por rendirse y fueron a un local que él mismo sugirió. Se sentaron en una mesa pequeña y pidieron una primera jarra de vino, que sólo costaba cuatro maravedís y una blanca y estaba delicioso. Aunque Juan pagó la primera, fue Pablo quien se bebió casi todo el vino. La segunda corrió de su cuenta. Con el alcohol empezando a subírsele a la cabeza, logró que Juan pagara una tercera, luego pagó él otra más. Cuando, trabándosele la lengua, pidió la quinta y se sirvió a sí mismo otra copa, Pablo ya estaba bastante borracho, mientras que Juan, que se había reprimido más y había comido algo, seguía sobrio.
De pronto, vio unas mesas más allá, a tres milicianos que iban acompañados de una chica morena. No se parecía en nada a Mercedes, pero tuvo la desgracia de recordársela, y entre la alegría que le proporcionaba el alcohol, se coló el recuerdo de la chica con la que nunca iba a tener nada. Y se entristeció mucho, tanto que se le humedecieron los ojos. Y tratando de espantar aquella amargura, dijo, en un tono más alto del que habría deseado y con bastantes dificultades para articular las palabras, porque tenía la lengua como dormida:
—Amigo Juan… ¿quiere que le dé un consejo?
Repentinamente mareado apoyó los codos en la mesa, cogió su copa con cierta dificultad, bebió un trago largo, y sin fijarse en si Juan había respondido, dijo:
—Aléjese de todas las mujeres. Las mujeres son una mierda.
Juan le sorprendió replicando con vehemencia:
—Eso es mentira. Las mujeres son lo más maravilloso de la Creación.
Pablo no pudo contenerse. Riéndose, se echó hacia atrás, con la fortuna de que la pared le detuviera, tomó otro sorbo, del que derramó parte porque no podía dejar de reír, y señalando a Juan le dijo:
—¡Ay! ¡Qué chiste más bueno! ¿No se sabe más como ese?
Y tras hipar, añadió
—Amigo Juan, ¿no conoce la famosa seguidilla?— Y esbozando una sonrisa estúpida de borracho, se dejó caer nuevamente sobre los codos, se sirvió una copa más, y declamó, con la lengua pastosa—: Las mujeres y las flores son parecidas. Mucha gala a los ojos, y al tacto… ¡espina!
Y, sin ningún motivo, empezó a reírse a carcajadas, agachando tanto la cabeza que la dejó reposando sobre el antebrazo que apoyaba en la mesa. La respuesta de Juan no se hizo esperar:
—Amigo Pablo, es gente como vuestra merced, tan poco considerada y delicada con las mujeres quien las vuelve antipáticas. ¿Qué piensa que le van a devolver si lo único que busca de ellas es llevarlas a su lecho? Trátelas con respeto, como si fueran mujeres y no trozos de carne, y verá cómo todo cambia.
La risa de Pablo, en esta ocasión, sonó más amarga. Echado sobre la mesa, acercó su rostro al de Juan, y le replicó:
—Ay, amigo mío, tiene tanto que aprender… A ellas les gusta tanto yacer con hombres como a nosotros con ellas. Lo que pasa es que tienen que hacerse las puras y las santas y la madre que las parió… A mí me dan ya asco… Todas tienen algo, o están enamoradas de otro, o se van a casar con un puto viejo de los cojones, o esta noche no sólo para dejarte con las ganas… Pero…— y la emprendió a puñetazos con la mesa, que entrecortaron sus palabras— to… das se mue…ren por fornicar… con un hom… bre con un par de…
Juan detuvo los puñetazos agarrándole la mano cerrada y repuso:
—Estese quieto. Y no es cierto, no son todas así. Lo que pasa es que hay chicas decentes y otras que no lo son tanto.
Pablo no pudo contener la risa de nuevo, pero esta vez su risa sonó más a bufidos que a otra cosa, por el intento que hizo por acallarla. Apuró el último trago de su copa y se la llenó de nuevo, lo que le resultaba cada vez más difícil, mientras Juan le miraba con un semblante serio que le daba más ganas de reír. Con la lengua muy pastosa, repuso:
—Ay, amigo Juan, no es cosa de decencia… Es que… para todo existe su momento. A veces hay que ser delicado… y a veces bruto… Y no digo que haya que pegarles… ¡no, no!..., eso es despreciable… Digo que…
Se interrumpió porque aún le cabía algo más de vino. Dio un sorbo largo y dificultoso ya que la copa bailaba de un lado a otro y prosiguió:
—Por ejemplo, su… amiga Raquel. Seguro que… suspira por encontrar un hombre que le dé un buen… eh… un buen beso… si es que no tiene ya a… a uno así, que siempre pasa l…
Juan le interrumpió un poco irritado:
—Vuestra merced no conoce a Raquel de nada. No tiene derecho a hablar de ella de esa forma.
Algo le decía que se estaba metiendo en un terreno peligroso, pero el alcohol nublaba su juicio y, tras beberse otro sorbo, se llevó el índice a los labios, como ordenando silencio o, al menos, intentó hacer el gesto y añadió:
—No se enfade… amigo Juan. Es que… todas son iguales… Créame… Verá… a vuestra merced… le gusta Raquel, ¿verdad?
La expresión de furia que vio en Juan le dio ganas de reír, pero consiguió contenerla hinchando los carrillos e hipando. Aceptando su silencio como un sí, sonrió estúpidamente y dijo:
—En su lugar, yo… me citaba con ella… y, entonces… le plantaba un buen beso en la boca… A lo mejor os da… un bofetón, pero… ¿y si le gusta?
Su interlocutor mantuvo su silencio tenso un rato, durante el que Pablo apuró su copa. Iba a llenarla de nuevo cuando Juan le detuvo agarrándole la muñeca:
—No tiene ni idea de nada, ni idea… Deje de decir idioteces. ¡Y por el amor de Jutar! ¡No siga bebiendo que se va a morir!
Pablo forcejeó inútilmente y protestó:
—¡Pues yo tengo sed!
—De acuerdo, pues quédese aquí bebiendo. Yo me marcho.
Juan se levantó, a lo que Pablo respondió irguiéndose en su asiento y diciendo con rapidez:
—No… Los que beben solos son… los borrachos. ¡Me he juntado con… el aguafiestas del pueblo! Yo me voy… también.
E hizo ademán de levantarse. Sin embargo, cuando estuvo de pie todo le dio vueltas. Se apoyó en la mesa pero el cuerpo se le fue hacia un lado, y optó por volver a sentarse. Se recostó de cualquier forma en la pared y repuso:
—Eh… Amigo Juan, creo que me… quedo. El suelo está un poco… irregular y puedo caerme… y…
Juan miró sorprendido el suelo un momento y de pronto, empezó a reírse, y entre carcajadas, dijo:
—¿Irregular? Es la primera vez que oigo esa excusa—. Y cuando dejó de reírse, propuso—: ¿dónde se aloja esta noche? Le acompaño si lo desea.
—Duermo en… en el barracón que hay… en… la plaza de Nêmehe.
Su interlocutor repuso con un escueto “lo sospechaba”, dejó unas monedas en la mesa y, tras ponerse a su lado le dijo:
—Vamos. Levántese y apóyese en mí. No dejaré que se caiga.
Pablo mintió por puro orgullo:
—Vale. Pero que conste que… no lo necesito… pero no rechazo una… oferta tan amable.
Y salieron de la taberna bien agarrados. En realidad, al poco rato los pasos de Pablo ya eran más firmes, pero como no se fiaba de su equilibrio continuó apoyado en Juan. Y se llevó la grata sorpresa de que no era tan estirado y antipático como parecía. Pablo tuvo la ocurrencia de amenizar el recorrido empezando a cantar algunas canciones cómicas que conocía. Algunas eran ligeramente obscenas. El caso fue que Juan, o bien terminaba por reírse, o, en ocasiones se ponía a cantar a coro algunas estrofas.
No supo bien como, acabaron llegando a los barracones, momento en el que Juan pudo convencerle de que guardara silencio. No sabía exactamente con quien había hablado su compañero de juerga para que les dejaran pasar, el caso es que, dentro del edificio, Pablo se estuvo callado.
Juan le dejó tumbarse sobre una de las camas, y Pablo se quedó tendido y casi inmóvil, dominado por un sopor irresistible. Oyó decirle a Juan, en un susurro:
—Le quitaré las botas, pero no me pida que le desnude.
A lo que repuso, en un tono de voz más alto que el susurro de su compañero, y con la lengua trabada completamente:
—No, a mí sólo me desnudan las mujeres.
Al fin, Juan se despidió y le dejó en aquel gran recinto, donde se oía únicamente el roncar de algún que otro miliciano. Le estaba venciendo su sopor cuando recordó sin querer la noche que había bailado con Mercedes, y el momento en el que la besó. Después de lo mal que lo habían pasado aquella tarde, esos instantes felices le parecieron como un sueño. Y se desesperó. ¿Dónde iba a encontrar a una chica como Mercedes, bella, simpática y que le hacía caso? Ya tenía 22 años y se sentía tan lejos de encontrar a alguien con quien compartir su vida como cuando era niño. Y lo peor era que la decisión de no seguir, por muy razonable que fuese, la había tenido que tomar él, aunque deseara lo contrario. Por un momento, albergó la idea de no rendirse, de continuar conquistándola, de perseguirla. Pero sólo iba a conseguir crearle un problema serio a Mercedes y otro más serio a él.
Se le llegaron a humedecer los ojos y, con torpeza, se los secó con una manga. Sin embargo, no eran más que lágrimas de borracho. Por fortuna, el sueño le venció un minuto después.