Los dos miraron al oficial unos instantes con interés, como hizo el resto de prisioneros. Juan no tardó en reconocerle; le llamaban don Felipe, y era un hombre apenas un dedo más alto que él, de pelo castaño con algunas canas, de complexión fuerte y con un par de cicatrices en el rostro. Era bien conocido en Gaiphosume por su arrojo y por la dureza con que trataba a los soldados o milicianos a su mando, lo que se reflejaba en su expresión.
Cuando hubo recabado la atención de los presentes, que le miraban con curiosidad, el oficial habló con voz firme:
—No sé por qué están aquí vuestras mercedes, ni me importa. Y estoy convencido de que se lo merecían. Desgraciadamente, como a lo mejor han oído o saben, nuestra ciudad ha sido atacada dos veces seguidas y eso es algo que no podemos permitirnos por mucho tiempo. Así que, bajo mi mando, haremos una expedición al bosque de Metmehapet, para dar caza a unos seres que, según dicen, controlan a las ratas.
Juan empezaba a temerse lo peor y, a la vista de su expresión, a Pablo le rondaba por la cabeza esa misma idea. El oficial prosiguió:
—Por supuesto, he escogido para tal misión a un buen grupo de soldados veteranos, pero me hace falta gente que cargue con las vituallas, las municiones y ese tipo de cosas. Así que las autoridades, dada la falta temporal de defensores para las murallas, han accedido a conmutar sus penas de cárcel por un paseo por el bosque y una acampada nocturna bajo mi mando. Deberán presentarse en la puerta del norte una hora después de comer, y en caso de no acudir, se les premiará con un puesto en la Armada Real; un puesto de galeote.
Y tras una última pausa, concluyó:
—¿Alguien tiene alguna pregunta?
Como era previsible, nadie respondió. Pablo había palidecido y Juan, consciente de que él había visto a aquellos monstruos, lo comprendió. Tras un breve intervalo, don Felipe dijo:
—Excelente.
Y se fue sin más. Quien les abrió la puerta y les liberó, un buen rato después, casi a la hora de comer, fue el carcelero. Pablo había estado callado todo el rato, y salió maquinalmente de la celda, aunque procuró no alejarse nunca de Juan. Sólo cuando, camino del comedor, se vio libre de la presencia de terceros, se aventuró a decirle:
—Amigo Juan… Vive en una ciudad de locos. ¿De dónde sacan a oficiales de esa ralea?— Tras una pausa, añadió —: será el último de su clase, porque los demás debieron morir tras cruzar la línea de Torres para irse a matar demonios.
—Don Felipe es uno de los oficiales más eficientes de la ciudad. Y tiene sentido lo que intenta hacer. Ya hemos perdido bastantes provisiones como para que Gaiphosume sufra una subida de precios. Los más pobres pasarán hambre. Si es cierto que hay algo que está organizando estos ataques, debemos ir a por él.
Pablo se paró en seco y le detuvo poniéndose frente a él, bien cerca. Y repuso:
—¿Ir a por esas cosas? No creo en la magia y los hechizos, pero ¿no oyó vuestra merced a su amiga? Dijo que esas cosas utilizan magia negra, y algo debe haber porque daba miedo mirarlas, y, para colmo, controlan batallones de ratas; ¡y vamos a ir a atacarlas en su terreno! ¡Estamos locos, por el amor de Jutar! ¡Locos!
Y se adelantó protestando para sí mismo. No hubo espacio para mucho más; llegaron al comedor, se sentaron a comer uno en frente del otro, y apenas hablaron durante el almuerzo. Estaban terminando cuando Pablo, tras mirar a su derecha, dijo sonriente:
—En Gaiphosume las noticias corren tan rápido como en Itvicape.
Juan no supo a qué se refería hasta que vio aparecer a Raquel, que venía hacia ellos con el delantal puesto y con varias manchas. Casi sin mirar a Pablo, se le acercó con aspecto preocupado y le dijo:
—Buenos días… ¿Es cierto lo que dicen? Una compañera me dijo, muy sorprendida, que te había visto en el comedor, a pesar de que sabía que te habías peleado y te habían metido en el calabozo. ¿Es cierto eso? ¿Has ido al calabozo?
Juan asintió, e iba a justificarse, pero Pablo se le adelantó:
—Cierto del todo, a fe mía. Y yo he estado con él, aunque el energúmeno ese se mereció la paliza que le dio Juan, créame… Por cierto, tenga muy buenos días vuestra merced.
Raquel repuso al saludo rápidamente, y posándole un brazo en el hombro, mirándole muy preocupada, le preguntó:
—¿Cómo es posible? Si nunca te metes en líos… ¿Tú estás bien? ¿Te hirieron?
Juan, arrobado por la preocupación de su amiga, sintiendo que la sangre le hervía al notar la mano de aquella mujer maravillosa en su hombro, repuso:
—No te preocupes, no fue nada. Discutimos, le di un puñetazo y nos separaron los compañeros. Me puse nervioso y… sólo eso. Pero los milicianos no nos podemos pelear y… No te preocupes por nada.
La miró esbozando una sonrisa, y Raquel dijo:
—¿De verdad que no vas a tener problemas?
Tras lo que le devolvió una sonrisa que, en su opinión, daba más luz que el mismo sol. Pablo acabó con aquel instante de magia:
—Amiga Raquel, ¡pues aún no sabe lo mejor!
Pablo se interrumpió para darle un nuevo bocado a su almuerzo y no vio, o no quiso ver, los gestos que le hizo Juan para que se callara. De todos modos, fue Raquel la que dijo:
—¿Qué es lo mejor, Juan? ¿Y por qué le estás diciendo a Pablo que se calle?
Juan resopló frustrado y Pablo, que parecía estar ansioso por contarlo, dijo:
—¡Vamos a ir a cazar cralates! La milicia de Gaiphosume está para que la encierren, ¿no lo cree así, amiga Raquel?
Raquel abrió los ojos y replicó incrédula:
—¿La milicia?
Aunque Pablo le caía bien, en ocasiones, a Juan le daban ganas de darle un puñetazo. No había necesidad de preocupar a Raquel de aquella forma, así que, tocándole con suavidad la mano que no le apoyaba en el hombro, le dijo:
—No es eso. No te preocupes. Vamos a ocuparnos del avituallamiento y las municiones. Quienes van a combatir son soldados del rey. No nos pasará nada.
Raquel le miró y le dijo, seria:
—Me extrañaba. Muy mal tendría que irnos si tuviera la milicia que hacerse cargo de eso. ¿Quién os manda?
—Don Felipe.
—¡Ah! Entonces estáis en buenas manos… Aún así, ten… tened los dos mucho cuidado. Os podría dar…
Juan se había quedado un tanto confundido por la serenidad de su amiga. Pensaba que iba a llevarse un mal rato, pero parecía bastante tranquila. Se había interrumpido tras haber mirado hacia donde estaban las cocinas, y concluyó:
—Bueno… ahora mismo no voy a poder, será mejor que vuelva a mi trabajo. Luego os veo.
Antes de que pudiera marcharse, Pablo le dijo:
—Amiga Raquel, la verdad es que estoy algo asustado. Esos bichos dan mucho miedo. ¿Podría darme un beso de despedida? Mire vuestra merced que a lo mejor no regreso… Y otro a Juan, claro.
Raquel le respondió, un poco indignada, antes de irse:
—No tiene remedio.
Cuando Juan miró a Pablo, éste se estaba riendo, y repuso a su gesto guiñándole un ojo. Él permaneció serio, lo que a su compañero de almuerzo no le pareció la mejor respuesta, ya que le dijo:
—Amigo Juan, debería reírse más a menudo. Y, si me permite un consejo, no olvide nunca que las mujeres no son de cristal. No tiene por qué estar protegiéndolas todo el tiempo; a muchas les disgusta. Ayer nos dijo su amiga que su familia está casi toda en el ejército o la milicia, ¿cree vuestra merced que su padre le oculta sus misiones para evitarle malos ratos? Raquel tiene que estar más que acostumbrada a lo que implica el ejército y… bueno, es sólo una cocinera, pero — y sonrió antes de concluir —: tiene carácter.
Juan no añadió más, y terminaron con la comida cruzando, apenas, unas cuantas frases. Sin remolonear, fueron a que les devolvieran las armas, se colocaron los coseletes y se dirigieron a la puerta del norte, donde se congregaba gran número de soldados y unos cuantos milicianos. A medida que fueron llegando más combatientes, el espacio abierto que había frente a la puerta se convirtió en una zona donde no se podía estar parado. Como no tenían más órdenes, Juan le propuso a Pablo sentarse al pie de la muralla, cerca de la puerta.
Pasaron un buen rato aburridos, sin más diversión que ver circular a soldados y civiles, en lo que era el trasiego habitual de caminantes que iban y venían de Gaiphosume. En esto, vieron salir a Raquel de la ciudad y buscar algo con la mirada entre el grupo de soldados. Se levantaron y Juan quiso avanzar hacia ella, consciente de que no la iban a dejar pasar, ya que algunos soldados se encargaban de espantar a los curiosos. Y en efecto, cuando Raquel le llamó y quiso aproximarse, un soldado la detuvo. Juan titubeó un instante, pero Pablo se encaminó directamente hacia Raquel y, por sorpresa, la abrazó mientras decía:
—Raquel, cariño, ¡qué alegría veros!
Le dio un abrazo largo que dejó un tanto sorprendidos al guardia y a Juan. Raquel, al principio, miró a Juan con una expresión inquisitiva en los ojos, como si quisiera preguntarle: “¿qué hace este?” Al instante, la cambió, como si prestara atención a algo que le estuvieran diciendo. Y cuando el soldado dijo que Raquel no podía estar allí, Pablo la hizo avanzar hacia Juan, diciéndole:
—Allí está Juan, id a saludarle también.
Con mucha astucia, se había interpuesto entre el soldado y su amiga, de forma que le fue fácil encararse con él y empezar a discutir. Raquel se le acercó con rapidez, le dio un abrazo y le susurró al oído:
—Escúchame. Lo más seguro es que acampéis de noche para atraer a los cralates. Como defenderéis con fuego el campamento y no podrán echar a las ratas contra vosotros, os intentarán aterrorizar usando la magia. Veas lo que veas, oigas lo que oigas, no abandones nunca la línea de fogatas. Si te encuentras a un cralate solitario y le empiezan a brillar los ojos, aléjate rápido, pero si ves que se pone a aullar, atácalo porque es cuando son más vulnerables y porque estará usando su poder para convocar a las ratas. Si te enfrentas…
No pudo seguir porque, a pesar de los esfuerzos de Pablo, el soldado agarró con brusquedad a Raquel de un brazo, y se la llevó a rastras. Juan quiso protestar, pero su compañero de armas le indicó con un gesto que era inútil. Su amiga le dijo:
—¡Ten cuidado!
Y de un tirón, se soltó de la presa del soldado y le espetó:
—¡Vale! Ya me voy.
Mientras Juan la miraba irse, su compañero se le acercó y le preguntó acerca de la conversación que habían mantenido. Le explicó las recomendaciones que le había dado y, una vez memorizadas, repuso:
—Ya sabía yo que hacía bien librándola de ese tipo. Tiene vuestra merced una amiga muy lista… y muy buena amiga. Aunque discúlpeme si le digo que espero que se equivoque.
Juan se calló que los avisos que le había dado Raquel no podían ser sino la pura realidad. Lo leía en libros que la habían convertido en maga, y él había sido testigo de sus poderes. Así que habría que tener muy en cuenta lo que le había aconsejado.
Al fin, más tarde de lo esperado, estuvo reunido todo el contingente que partiría hacia el bosque denso que se alzaba al noroeste de Metmehapet, cerca de la línea de Torres. Era uno de los lugares menos recomendables de la región, y, a lo largo de los años, se habían recibido informes relativos a personas atacadas por ratas o cosas peores. Era cierto que el grupo que marcharía hacia aquel sitio era muy numeroso, y casi todos los soldados llevaban armadura y grebas. Serían capaces de hacer frente a un grupo de ratas varias veces mayor. Sin embargo, cuando les organizaron y les dieron la orden de partir, a Juan se le había instalado una opresión en el pecho bastante molesta.