Juan respondió a la frase de su amiga asintiendo en silencio y devolviéndole una de las sonrisas de ella. Achacó su despreocupación a su escasa formación militar, que no la hacía consciente de los peligros que tenía cualquier combate. En verdad, aquella tropa no era fácil de batir por parte de manadas de fieras, pero ello no les libraba de una derrota motivada por la mala suerte.
Raquel se inclinó sobre él, hasta casi tocarle, y dijo:
—Ese de ahí es Pablo, ¿no?
—Sí.
Su amiga dijo, riéndose:
—Cuando se despierte le voy a gastar la misma broma que a ti… o una más pesada.
Juan se limitó a sonreír y Raquel quedó sentada junto a él. Pasaron un rato hablando de cómo había sido la marcha hasta allí, de cómo habían vivido la batalla. Raquel confesaba estar un tanto cansada de tanto caminar y haber pasado bastante calor por culpa del casco. Hablaba muy bien de don Felipe, que se había encargado personalmente de ella y la había tratado todo el rato con gran delicadeza. Juan no hizo mucho más aparte de asentir o reforzar alguna cosa que ella dijera y con la que estaba de acuerdo.
Callaron unos instantes, hasta que Raquel se puso en pie y le dijo:
—Levántate y ven conmigo; voy a enseñarte algo.
Juan lo hizo dócilmente y dejó que le cogiera de la mano y tirase de él. Se preocupó cuando vio que su amiga se dirigía directamente hacia un árbol a cuyo lado se iniciaba un lienzo de la muralla de fogatas que defendían el campamento. Sintió que algo, quizá instintivo, tiraba de él en sentido opuesto, así que la detuvo con dulzura y objetó:
—Raquel… no debemos acercarnos al borde. Es peligroso.
—Lo que no debemos hacer es cruzarlo. Pero acercarnos no es peligroso. Además, lo que quiero enseñarte es lo que hacemos para proteger el campamento. ¡Es algo fabuloso! Vamos, ven.
Quiso obedecerla, pero al tercer paso notó que algo invisible ofrecía una resistencia enorme a su avance. Sentía brazos y piernas muy pesados, tanto que dar un paso representaba un esfuerzo titánico. Luchó con todas sus fuerzas, pero Raquel, que seguía dándole tirones de las manos, acabó por darse cuenta de que tenía un problema:
—Vamos, Juan, ¿qué te pasa?... ¿por qué no avanzas?
Consiguió dar un paso, pero tenía las piernas tan entumecidas que no tuvo más remedio que decirle:
—No… no puedo. Es como si las piernas y los brazos me pesaran mucho.
Con el rostro contraído por la preocupación, su amiga le dijo:
—¡Ay, no!, ¡no! Están intentando controlar tu mente—. Tiró con fuerza de él y consiguió que arrancase de nuevo, y añadió —: vente, vamos a un sitio apartado, conseguiré liberarte.
Librando ambos una auténtica lucha contra lo que fuere que quería impedirle avanzar, consiguieron llegar hasta el árbol al que su amiga quiso llevarle desde el principio. Y cuando Raquel siguió tirando de él para hacerle atravesar la línea de fogatas, Juan sintió que no podía permitirlo. Agarró a su amiga del antebrazo e impidió que siguieran avanzando. Y le dijo con esfuerzo:
—Raquel… tú dijiste que nunca atravesara el círculo de protección… no puedo seguir.
Ella insistió con nerviosismo, pero Juan, bloqueado, no se movió ni una pulgada. Entonces, Raquel se soltó, con gesto amargo y empezó a sollozar. Desbordado, incapaz de comprender qué estaba sucediendo, le suplicó:
—No llores…
Y su amiga repuso:
—¡Ay, Juan! Es que soy una mujer muy mala… Te he traicionado.
No tuvo tiempo de preguntarse qué había querido decir Raquel con aquello. Algo grande, algo con brazos largos y garras, la agarró del cuerpo y tiró bruscamente de ella hacia atrás, haciendo que desapareciera en la oscuridad. Sólo quedaron de ella sus gritos desesperados:
—¡Juan! ¡por favor! ¡Ayúdame!
Aquello le enloqueció. Gritó su nombre con todas sus fuerzas y quiso correr tras ella, pero una sombra un pie más alto que él se coló por el hueco entre una antorcha y el árbol. Y apareció una cabeza de rata enorme que enseñó los colmillos a un par de pulgadas de su rostro. Unas garras se clavaron en su brazo izquierdo y otro brazo muy fuerte le hizo retroceder. Lanzó un puñetazo al monstruo con muy poca fuerza, tan poca que no hizo más que rozar levemente la mejilla del cralate.
Finalmente, el monstruo le derribó y se situó sobre él, aplastándole con su peso. Sin dejar de gritar, trataba inútilmente de sujetar las mandíbulas de la bestia para evitar que le mordiera. Vio cómo los ojos del ser empezaban a brillar en tono rojo…
Y, de pronto, le invadió una sensación de paz y de felicidad. Una luz blanca muy intensa empezó a iluminarlo todo desde su derecha. Tan cegadora era que tuvo que cerrar los ojos. Fue entonces cuando se dejó dominar por aquella sensación benéfica y se relajó completamente. Era tan feliz que todos sus problemas, todos sus males, todo lo que le hacía sufrir quedó olvidado, y sólo albergaba una paz dulce.
Abrió los ojos y la luz a su alrededor había cambiado. La iluminación era diferente, volvía a ser la luz normal que despedían las antorchas, la que había iluminado el campamento cuando se había acostado. Ahora se daba cuenta de que el ambiente que había experimentado mientras Raquel se lo llevaba era ligeramente distinto, que la luz de las antorchas había tenido, antes, un tono más luminoso.
A su derecha, uno de los individuos, ataviado con casco y almófar, le sujetaba un brazo, arrodillado junto a él. Tenía a un miliciano sentado sobre sus piernas y a otra persona con las manos sobre los hombros. A su izquierda estaba Pablo, que le miraba preocupado y le decía:
—Reaccione, Juan, cálmese, estese quieto…
Juan miró a su alrededor, del todo confundido. No había rastros del cralate por ningún sitio. ¿Había estado soñando? Entonces, se acordó de Raquel. Quiso debatirse, aunque lo tuvo complicado y dijo con angustia, dirigiéndose a Pablo:
—¡Raquel! ¡Se la han llevado esos monstruos! ¡Tenemos que rescatarla!
—Amigo Juan, Raquel no está aquí. A estas horas estará durmiendo en Gaiphosume.
Miró fijamente a Pablo a los ojos, buscando algún atisbo de mentira. Dentro de su confusión, reconoció que no era lógico que Raquel formara parte de la expedición, pero no podía olvidar que, hasta hacía unos instantes, había hablado con ella. Cerró los ojos un momento, y cuando los abrió de nuevo, los colores eran más vivos e intensos. Y oyó claramente gritar a Raquel, a lo lejos:
—¡Juan! ¡Ayúdame!
Y su amiga desgarró el aire con un grito de dolor terrible. Luchó con todas sus fuerzas contra sus cuatro captores. La voz de Pablo, que se empeñaba en tranquilizarle, y le repetía con preocupación que Raquel no estaba allí, parecía llegarle desde muy lejos. Mientras se debatía, observó que le rodeaba un grupo creciente de soldados a los que les veía expresiones malignas, siniestras. Entonces, una voz repleta de autoridad dijo:
—Reverendo, avise a sus compañeros.
Y tras una pausa gritó:
—Necesito arqueros o ballesteros. Acercaos los que seáis diestros.
Pablo acudió a la llamada, y le sustituyó un soldado de muy mala catadura, que le miraba con odio. Juan apeló al hecho de que Pablo conociera a Raquel y le suplicó:
—¡Pablo, ayúdela!… ¿No la oye gritar? ¡Es nuestra amiga!
Pero el aludido no le hizo el menor caso. Entre sus captores, observó cómo los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y algún otro, formaban una fila. Y le horrorizó oír a la voz autoritaria ordenar:
—Procuren que las saetas pasen entre el tronco del árbol y la primera fogata. A mi orden.
Juan gritó con desesperación que no lo hicieran, que iban a herir a Raquel, pero volvieron a desoír sus palabras. Mientras se debatía con furia oyó, como en un sueño, la voz de don Felipe dar la orden, sobreponiéndose a los gritos de dolor de Raquel. Se le saltaron las lágrimas cuando percibió el sonido de las ballestas al liberar las cuerdas.
Entonces, se escuchó claramente el grito de dolor de alguna clase de animal, que se alejó chillando y haciendo sonar los matorrales mientras huía. Y Juan se quedó quieto de pronto. Su visión volvía a ser normal y, por primera vez desde que había empezado a hablar con Raquel, se dio cuenta de que algo no encajaba en todo aquello. Aún le quedaban restos de la idea de que su amiga estaba en manos de los cralates, pero en su consciencia cobraba fuerza la idea de que había estado viendo visiones. Se quedó inmóvil y dijo a los que le sujetaban:
—Suéltenme, por favor, creo que estoy mejor.
Con lentitud, el soldado que le sujetaba en sustitución de Pablo, y que ya no parecía tener mal aspecto, le soltó, y al ver que ya no intentaba escaparse, hicieron lo propio el resto. Una vez que el hombre que tenía sentado sobre sus muslos se levantó, Juan se incorporó para quedarse sentado. En esto, los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y para su sorpresa, don Felipe, le rodearon. Fue el oficial quién le preguntó:
—¿Cómo os llamáis?
—Juan, señor.
—Explicadme, Juan, qué ha sucedido. ¿Por qué habéis intentado abandonar el campamento a pesar de las órdenes?
No sabía por donde empezar. Se sentía aún algo confuso. Tras unos momentos de silencio, espoleado por la necesidad de responderle a un oficial, repuso:
—No estoy del todo seguro, señor. Creí… pensé que a una amiga mía la habían atrapado y… y quise ir a salvarla.
—Muy noble de vuestra parte, pero no hay ninguna mujer en esta expedición. ¿No os pareció absurdo que estuviera aquí?
En realidad, empezaba a parecerle un tanto absurdo, pero había sido todo tan real… En parte para justificarse, dijo:
—Señor… yo… pensé que uno de estos tres ballesteros, los que visten almófar, era ella disfrazada.
Los tres aludidos se rieron inaudiblemente un momento. Uno de ellos, que no llevaba casco en aquel momento, dijo en tono jovial:
—¿Creíais que uno de nosotros era una mujer?
Don Felipe intervino en tono serio:
—Reverendos señores, no le culpen. Ya sabemos qué ha sucedido. ¿Tendrían la bondad de descubrirse?
Sin una palabra, los aludidos se quitaron casco y almófar y Juan compró que todos eran varones. Con aquella demostración tan simple, se convenció de que había sufrido una especie de pesadilla, o una alucinación. Se quedó en el suelo, confuso, consternado, y oyó a don Felipe despedir a los soldados y a dos de los tres hombres a los que daba el tratamiento de clérigos. Sólo quedaron don Felipe, uno de los ballesteros y Pablo. Y el oficial dijo:
—No temáis, no voy a castigaros porque no habéis tenido la culpa. Habéis sufrido una alucinación causada por un cralate. Tenéis que agradecerle a este, vuestro amigo…
Y dirigiéndose a él, le preguntó:
—¿Cuál es vuestro nombre?
—Pablo, señor.
—Sí. Tenéis que agradecerle a Pablo que estuviera atento. Le debéis la vida. Trató de deteneros con todas sus fuerzas, y cuando le fue evidente que no os podía controlar y que os pasaba algo, despertó a gritos a medio campamento. Siguió sujetándoos aunque casi le acertasteis con un buen puñetazo—. Calló un instante y dijo, extrañado—: Lo que no comprendo es cómo ha podido afectaros tanto la influencia de uno de esos bichos… Reverendo, ¿sería tan amable…
No llegó a terminar la frase, sino que miró directamente al aludido, que asintió y, dirigiéndose a Juan, le pidió:
—Os ruego, amigo, que os pongáis en pie.
Juan obedeció de inmediato y se quedó firme y quieto mientras aquel hombre, un poco más bajo que él, le miraba atentamente a los ojos un rato. Sorpresivamente, le preguntó:
—Cuando miráis una Torre o un Faro, Juan, ¿cómo lo veis? Describídmelo.
Recordó lo que le había contado Raquel, hacía ya unos cuantos días, cuando la escoltó aquel día funesto. Por ello supo que aquel religioso parecía estar intentando averiguar si era un brujo. No pudo impedir que le acelerara el pulso, porque los más probable era que quisiera comprobar si había caído bajo el influjo del cralate porque fuera un mago maligno. Tragó saliva y repuso la verdad:
—Son edificios grises y apagados.
Asintió y dijo:
—¿Sois capaz de percibir cosas que los demás no pueden? ¿Tenéis sensaciones extrañas, de felicidad, de tristeza o de otra clase, sin motivo, cuando visitáis ciertos lugares?
—La verdad, su reverencia, es que no.
—¿Tenéis premoniciones? ¿Corazonadas demasiado certeras? ¿Tenéis sueños extraños, algunos de los cuales se cumplen?
Al oír aquella pregunta, tuvo que hacer acopio de toda su autodisciplina para mentir:
—No… su reverencia.
Su interrogador sonrió con cierto aire de satisfacción y repuso, escueto:
—Ya.
Y dirigiéndose a don Felipe, le dijo:
—Pienso, señor, que lo que le sucede a Juan es que posee una mente muy influenciable y muy receptiva a los poderes mentales, pero nada más—. Y poniéndole a Juan una mano amigable en el hombro, concluyó—: no tenéis que avergonzaros de ello, amigo Juan. No es algo de lo que seáis responsable. Os sugiero que descanséis.
Y tras aquello, se marcharon ambos, dejando a solas a Juan y a Pablo.