16 octubre 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIX

Juan respondió a la frase de su amiga asintiendo en silencio y devolviéndole una de las sonrisas de ella. Achacó su despreocupación a su escasa formación militar, que no la hacía consciente de los peligros que tenía cualquier combate. En verdad, aquella tropa no era fácil de batir por parte de manadas de fieras, pero ello no les libraba de una derrota motivada por la mala suerte.

Raquel se inclinó sobre él, hasta casi tocarle, y dijo:

—Ese de ahí es Pablo, ¿no?

—Sí.

Su amiga dijo, riéndose:

—Cuando se despierte le voy a gastar la misma broma que a ti… o una más pesada.

Juan se limitó a sonreír y Raquel quedó sentada junto a él. Pasaron un rato hablando de cómo había sido la marcha hasta allí, de cómo habían vivido la batalla. Raquel confesaba estar un tanto cansada de tanto caminar y haber pasado bastante calor por culpa del casco. Hablaba muy bien de don Felipe, que se había encargado personalmente de ella y la había tratado todo el rato con gran delicadeza. Juan no hizo mucho más aparte de asentir o reforzar alguna cosa que ella dijera y con la que estaba de acuerdo.

Callaron unos instantes, hasta que Raquel se puso en pie y le dijo:

—Levántate y ven conmigo; voy a enseñarte algo.

Juan lo hizo dócilmente y dejó que le cogiera de la mano y tirase de él. Se preocupó cuando vio que su amiga se dirigía directamente hacia un árbol a cuyo lado se iniciaba un lienzo de la muralla de fogatas que defendían el campamento. Sintió que algo, quizá instintivo, tiraba de él en sentido opuesto, así que la detuvo con dulzura y objetó:

—Raquel… no debemos acercarnos al borde. Es peligroso.

—Lo que no debemos hacer es cruzarlo. Pero acercarnos no es peligroso. Además, lo que quiero enseñarte es lo que hacemos para proteger el campamento. ¡Es algo fabuloso! Vamos, ven.

Quiso obedecerla, pero al tercer paso notó que algo invisible ofrecía una resistencia enorme a su avance. Sentía brazos y piernas muy pesados, tanto que dar un paso representaba un esfuerzo titánico. Luchó con todas sus fuerzas, pero Raquel, que seguía dándole tirones de las manos, acabó por darse cuenta de que tenía un problema:

—Vamos, Juan, ¿qué te pasa?... ¿por qué no avanzas?

Consiguió dar un paso, pero tenía las piernas tan entumecidas que no tuvo más remedio que decirle:

—No… no puedo. Es como si las piernas y los brazos me pesaran mucho.

Con el rostro contraído por la preocupación, su amiga le dijo:

—¡Ay, no!, ¡no! Están intentando controlar tu mente—. Tiró con fuerza de él y consiguió que arrancase de nuevo, y añadió —: vente, vamos a un sitio apartado, conseguiré liberarte.

Librando ambos una auténtica lucha contra lo que fuere que quería impedirle avanzar, consiguieron llegar hasta el árbol al que su amiga quiso llevarle desde el principio. Y cuando Raquel siguió tirando de él para hacerle atravesar la línea de fogatas, Juan sintió que no podía permitirlo. Agarró a su amiga del antebrazo e impidió que siguieran avanzando. Y le dijo con esfuerzo:

—Raquel… tú dijiste que nunca atravesara el círculo de protección… no puedo seguir.

Ella insistió con nerviosismo, pero Juan, bloqueado, no se movió ni una pulgada. Entonces, Raquel se soltó, con gesto amargo y empezó a sollozar. Desbordado, incapaz de comprender qué estaba sucediendo, le suplicó:

—No llores…

Y su amiga repuso:

—¡Ay, Juan! Es que soy una mujer muy mala… Te he traicionado.

No tuvo tiempo de preguntarse qué había querido decir Raquel con aquello. Algo grande, algo con brazos largos y garras, la agarró del cuerpo y tiró bruscamente de ella hacia atrás, haciendo que desapareciera en la oscuridad. Sólo quedaron de ella sus gritos desesperados:

—¡Juan! ¡por favor! ¡Ayúdame!

Aquello le enloqueció. Gritó su nombre con todas sus fuerzas y quiso correr tras ella, pero una sombra un pie más alto que él se coló por el hueco entre una antorcha y el árbol. Y apareció una cabeza de rata enorme que enseñó los colmillos a un par de pulgadas de su rostro. Unas garras se clavaron en su brazo izquierdo y otro brazo muy fuerte le hizo retroceder. Lanzó un puñetazo al monstruo con muy poca fuerza, tan poca que no hizo más que rozar levemente la mejilla del cralate.

Finalmente, el monstruo le derribó y se situó sobre él, aplastándole con su peso. Sin dejar de gritar, trataba inútilmente de sujetar las mandíbulas de la bestia para evitar que le mordiera. Vio cómo los ojos del ser empezaban a brillar en tono rojo…

Y, de pronto, le invadió una sensación de paz y de felicidad. Una luz blanca muy intensa empezó a iluminarlo todo desde su derecha. Tan cegadora era que tuvo que cerrar los ojos. Fue entonces cuando se dejó dominar por aquella sensación benéfica y se relajó completamente. Era tan feliz que todos sus problemas, todos sus males, todo lo que le hacía sufrir quedó olvidado, y sólo albergaba una paz dulce.

Abrió los ojos y la luz a su alrededor había cambiado. La iluminación era diferente, volvía a ser la luz normal que despedían las antorchas, la que había iluminado el campamento cuando se había acostado. Ahora se daba cuenta de que el ambiente que había experimentado mientras Raquel se lo llevaba era ligeramente distinto, que la luz de las antorchas había tenido, antes, un tono más luminoso.

A su derecha, uno de los individuos, ataviado con casco y almófar, le sujetaba un brazo, arrodillado junto a él. Tenía a un miliciano sentado sobre sus piernas y a otra persona con las manos sobre los hombros. A su izquierda estaba Pablo, que le miraba preocupado y le decía:

—Reaccione, Juan, cálmese, estese quieto…

Juan miró a su alrededor, del todo confundido. No había rastros del cralate por ningún sitio. ¿Había estado soñando? Entonces, se acordó de Raquel. Quiso debatirse, aunque lo tuvo complicado y dijo con angustia, dirigiéndose a Pablo:

—¡Raquel! ¡Se la han llevado esos monstruos! ¡Tenemos que rescatarla!

—Amigo Juan, Raquel no está aquí. A estas horas estará durmiendo en Gaiphosume.

Miró fijamente a Pablo a los ojos, buscando algún atisbo de mentira. Dentro de su confusión, reconoció que no era lógico que Raquel formara parte de la expedición, pero no podía olvidar que, hasta hacía unos instantes, había hablado con ella. Cerró los ojos un momento, y cuando los abrió de nuevo, los colores eran más vivos e intensos. Y oyó claramente gritar a Raquel, a lo lejos:

—¡Juan! ¡Ayúdame!

Y su amiga desgarró el aire con un grito de dolor terrible. Luchó con todas sus fuerzas contra sus cuatro captores. La voz de Pablo, que se empeñaba en tranquilizarle, y le repetía con preocupación que Raquel no estaba allí, parecía llegarle desde muy lejos. Mientras se debatía, observó que le rodeaba un grupo creciente de soldados a los que les veía expresiones malignas, siniestras. Entonces, una voz repleta de autoridad dijo:

—Reverendo, avise a sus compañeros.

Y tras una pausa gritó:

—Necesito arqueros o ballesteros. Acercaos los que seáis diestros.

Pablo acudió a la llamada, y le sustituyó un soldado de muy mala catadura, que le miraba con odio. Juan apeló al hecho de que Pablo conociera a Raquel y le suplicó:

—¡Pablo, ayúdela!… ¿No la oye gritar? ¡Es nuestra amiga!

Pero el aludido no le hizo el menor caso. Entre sus captores, observó cómo los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y algún otro, formaban una fila. Y le horrorizó oír a la voz autoritaria ordenar:

—Procuren que las saetas pasen entre el tronco del árbol y la primera fogata. A mi orden.

Juan gritó con desesperación que no lo hicieran, que iban a herir a Raquel, pero volvieron a desoír sus palabras. Mientras se debatía con furia oyó, como en un sueño, la voz de don Felipe dar la orden, sobreponiéndose a los gritos de dolor de Raquel. Se le saltaron las lágrimas cuando percibió el sonido de las ballestas al liberar las cuerdas.

Entonces, se escuchó claramente el grito de dolor de alguna clase de animal, que se alejó chillando y haciendo sonar los matorrales mientras huía. Y Juan se quedó quieto de pronto. Su visión volvía a ser normal y, por primera vez desde que había empezado a hablar con Raquel, se dio cuenta de que algo no encajaba en todo aquello. Aún le quedaban restos de la idea de que su amiga estaba en manos de los cralates, pero en su consciencia cobraba fuerza la idea de que había estado viendo visiones. Se quedó inmóvil y dijo a los que le sujetaban:

—Suéltenme, por favor, creo que estoy mejor.

Con lentitud, el soldado que le sujetaba en sustitución de Pablo, y que ya no parecía tener mal aspecto, le soltó, y al ver que ya no intentaba escaparse, hicieron lo propio el resto. Una vez que el hombre que tenía sentado sobre sus muslos se levantó, Juan se incorporó para quedarse sentado. En esto, los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y para su sorpresa, don Felipe, le rodearon. Fue el oficial quién le preguntó:

—¿Cómo os llamáis?

—Juan, señor.

—Explicadme, Juan, qué ha sucedido. ¿Por qué habéis intentado abandonar el campamento a pesar de las órdenes?

No sabía por donde empezar. Se sentía aún algo confuso. Tras unos momentos de silencio, espoleado por la necesidad de responderle a un oficial, repuso:

—No estoy del todo seguro, señor. Creí… pensé que a una amiga mía la habían atrapado y… y quise ir a salvarla.

—Muy noble de vuestra parte, pero no hay ninguna mujer en esta expedición. ¿No os pareció absurdo que estuviera aquí?

En realidad, empezaba a parecerle un tanto absurdo, pero había sido todo tan real… En parte para justificarse, dijo:

—Señor… yo… pensé que uno de estos tres ballesteros, los que visten almófar, era ella disfrazada.

Los tres aludidos se rieron inaudiblemente un momento. Uno de ellos, que no llevaba casco en aquel momento, dijo en tono jovial:

—¿Creíais que uno de nosotros era una mujer?

Don Felipe intervino en tono serio:

—Reverendos señores, no le culpen. Ya sabemos qué ha sucedido. ¿Tendrían la bondad de descubrirse?

Sin una palabra, los aludidos se quitaron casco y almófar y Juan compró que todos eran varones. Con aquella demostración tan simple, se convenció de que había sufrido una especie de pesadilla, o una alucinación. Se quedó en el suelo, confuso, consternado, y oyó a don Felipe despedir a los soldados y a dos de los tres hombres a los que daba el tratamiento de clérigos. Sólo quedaron don Felipe, uno de los ballesteros y Pablo. Y el oficial dijo:

—No temáis, no voy a castigaros porque no habéis tenido la culpa. Habéis sufrido una alucinación causada por un cralate. Tenéis que agradecerle a este, vuestro amigo…

Y dirigiéndose a él, le preguntó:

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Pablo, señor.

—Sí. Tenéis que agradecerle a Pablo que estuviera atento. Le debéis la vida. Trató de deteneros con todas sus fuerzas, y cuando le fue evidente que no os podía controlar y que os pasaba algo, despertó a gritos a medio campamento. Siguió sujetándoos aunque casi le acertasteis con un buen puñetazo—. Calló un instante y dijo, extrañado—: Lo que no comprendo es cómo ha podido afectaros tanto la influencia de uno de esos bichos… Reverendo, ¿sería tan amable…

No llegó a terminar la frase, sino que miró directamente al aludido, que asintió y, dirigiéndose a Juan, le pidió:
—Os ruego, amigo, que os pongáis en pie.

Juan obedeció de inmediato y se quedó firme y quieto mientras aquel hombre, un poco más bajo que él, le miraba atentamente a los ojos un rato. Sorpresivamente, le preguntó:

—Cuando miráis una Torre o un Faro, Juan, ¿cómo lo veis? Describídmelo.

Recordó lo que le había contado Raquel, hacía ya unos cuantos días, cuando la escoltó aquel día funesto. Por ello supo que aquel religioso parecía estar intentando averiguar si era un brujo. No pudo impedir que le acelerara el pulso, porque los más probable era que quisiera comprobar si había caído bajo el influjo del cralate porque fuera un mago maligno. Tragó saliva y repuso la verdad:

—Son edificios grises y apagados.

Asintió y dijo:

—¿Sois capaz de percibir cosas que los demás no pueden? ¿Tenéis sensaciones extrañas, de felicidad, de tristeza o de otra clase, sin motivo, cuando visitáis ciertos lugares?

—La verdad, su reverencia, es que no.

—¿Tenéis premoniciones? ¿Corazonadas demasiado certeras? ¿Tenéis sueños extraños, algunos de los cuales se cumplen?

Al oír aquella pregunta, tuvo que hacer acopio de toda su autodisciplina para mentir:

—No… su reverencia.

Su interrogador sonrió con cierto aire de satisfacción y repuso, escueto:

—Ya.

Y dirigiéndose a don Felipe, le dijo:

—Pienso, señor, que lo que le sucede a Juan es que posee una mente muy influenciable y muy receptiva a los poderes mentales, pero nada más—. Y poniéndole a Juan una mano amigable en el hombro, concluyó—: no tenéis que avergonzaros de ello, amigo Juan. No es algo de lo que seáis responsable. Os sugiero que descanséis.

Y tras aquello, se marcharon ambos, dejando a solas a Juan y a Pablo.

4 comentarios:

Juan dijo...

Tengo una puntualización importante con respecto al empleo del tratamiento “amigo” a lo largo de toda la historia. El uso de este término nos es muy familiar tras leerlo en El Quijote. Don Quijote se dirige a menudo a su siervo como “Sancho amigo” o “Amigo Sancho”. Reproduzco así esto, pero, hace unos días, he tenido la confirmación de que es un tratamiento para gente del pueblo, gente sin cargos o títulos. Dos personas de baja clase social, como campesinos, jornaleros, pobres, se pueden dirigir el uno al otro calificándose de “amigo” y resulta ser una fórmula que indica una leve familiaridad, al estilo de usar el vos. De hecho, en la mayoría de ejemplos que he leído, con amigo se usaba el tú o el vos. No obstante, también he visto el uso con el “vuestra merced”: “Váyase y venga después, amigo” (Comedia Famosa de Pedro de Urdemalas, de Cervantes).
Pablo y Juan se llaman el uno al otro de “amigo” cuando han cogido algo de confianza. No la suficiente para pasar al vos, pero sí para emplear un vocablo más “cariñoso”. También se podía usar, a veces, el término “hermano”, en vez de amigo, sin que ello significara que ambos interlocutores compartieran padres. No tiene nada que ver con la religión, no te llamaban así por ser frailes, sino por pertenecer a las clases más humildes. A los clérigos y frailes de menor rango se les llamaba reverendo (lo que delata la condición de los que visten casco y almófar de malla), reverendo señor o su reverencia.

Y bueno… Acabáis de descubrir algo que me divierte. Y es engañar de vez en cuando al lector, como he intentado hacer tratando de convenceros de que Raquel estaba en la expedición. Casi desde el principio del capítulo 28 voy preparando la “trampa”. Empiezo llamando la atención hacia los tres individuos con armaduras más ligeras. Individuos misteriosos que van con la cara un tanto cubierta pero no llevan armaduras pesadas. Cuando hago una de estas trampas, casi siempre introduzco elementos sutiles que la desmontan, para que sólo el que lea con atención se dé cuenta. En este caso, la desmonté diciendo claramente que los tres son ballesteros. Raquel siempre ha usado el arco; de hecho, no tiene ni idea de usar una ballesta. Luego, en un punto, digo que uno de los tres individuos se queda un rato mirando a Juan. Aunque eso es para hacer más creíble lo que viene después, al menos, en la mente del lector, porque me limito a decir que se le queda mirando, lo que no tiene que significar que le conoce.

Vuelvo a desmontar la “trampa” cuando Raquel llama a Juan de “soldado”. Él mismo se molesta, se dice que es bien fácil distinguir a un miliciano de un soldado. Al menos si sabes algo de la milicia. Puede que una campesina ignorante confundiera a un miliciano con un soldado, pero Raquel, que tiene a media familia en el ejército o en la milicia sabe perfectamente cuál es la diferencia. Y, por último, Raquel jamás diría algo tan poco serio como que el casco le deja fatal el pelo; es consciente de que los cascos y yelmos salvan vidas.

El momento exacto en el que Juan acaba dominado por la alucinación es cuando Raquel se ríe. Verla allí le deja sin defensas mentales, sin la capacidad de extrañarse de que esté en una expedición de esa clase, y se traga una excusa un tanto peregrina. Y que, sin embargo, vuelve a suponer que desmonto la trampa. Desde los primeros capítulos sabemos que Raquel desea ocultar sus poderes. Puede que su padre sepa algo o no (no me lo he planteado), pero de saberlo, lo lógico es que ella le hubiese pedido guardar el secreto… Juan acepta una explicación cogida por los pelos a lo que era una buena pregunta acerca de su intención de guardar en secreto sus poderes.

Juan dijo...

Hago uso aquí de lo que se denomina en psicología “traducción de impulsos”. Es, en este contexto, cuando un sueño se ve afectado por cosas del exterior. Juan, en realidad, dormía cuando el cralate consiguió controlar su mente y provocarle alucinaciones. He de destacar que el cralate no se inventa la historia, sino que le “ordena” o le predispone a que cruce la línea de fogatas. Su subconsciente elabora el sueño a causa de la influencia del cralate para conseguir que se levante, como sonámbulo, y trate de marcharse. La traducción de impulsos aparece cuando Juan declara no poder moverse si no es con un grandísimo esfuerzo. Eso viene provocado por el bueno de Pablo, que intenta detenerle a la desesperada, empujándole para que no siga avanzando. Cuando recibe el auxilio de otras personas y resulta evidente que no podrá salir, la imagen de Raquel desaparece y Pablo se convierte en un cralate al que Juan trata de golpear.

El clérigo, al interrogar a Juan, se da cuenta de que ha intentado ocultar que tiene sueños extraños, y se lo hace saber. En realidad, como se desprende de la narración, le da exactamente igual con qué sueñe.

Enrique González Añor dijo...

Hummm, hablas de clérigos entonces, al colaborar con el poder establecido, -ejercito real, ¿hay una religión oficial, u oficiosa, secta o sociedad secreta; que al parecer, combate la magia negra?

Saludos.

Juan dijo...

Hola Enrique

Hablaré más en detalle de eso, porque aún tengo que presentar a algún personaje más y estará relacionado.

Te adelanto que, en la época actual, Nêmehe es un reino que, varios siglos atrás, era una especie de teocracia "de facto". No es que el rey fuera un sacerdote, pero la influencia de la Iglesia era determinante, aún más fuerte de la que había históricamente en el Siglo de Oro. Podríamos decir que el poder civil estaba subordinado a la jerarquía eclesiástica.

El motivo era que los conocimientos de una de las cuatro modalidades de magia eran exclusivos de la Iglesia, por estar originada ésta en la comunión con Jutar, que es el dios al que adoran. Fue la época en la que se construyeron las Torres y los Faros, una etapa en la que la magia (que en Mundo de cenizas es un símil de la tecnología) estaba más desarrollada que en la época presente. La magia que practicaba la Iglesia era la más efectiva contra ciertos poderes que usaban los demonios, como este de la nigromancia que se ha visto en este capítulo.

Es algo parecido a una carrera de armamentos, más que a una lucha entre el bien y el mal (ya lo iré contando :) ). Los demonios desarrollaron la nigromancia, y la respuesta de la Humanidad fue desarrollar una modalidad de magia específica para contrarrestar este poder.

Todo fue bien hasta que los demonios idearon una especie de "ingeniería genética" y crearon plagas y monstruos como las ratas, los cralates y todo lo demás. La magia que practicaba la Iglesia se mostró muy ineficaz contra estos nuevos enemigos, pero, como ha pasado tantas veces, el régimen teocrático no quiso reconocerlo y siguió empeñado en combatir la nueva amenaza sin cambiar de estrategia. Y para colmo, ajusticiando por rebeldes o herejes a los que proponían soluciones diferentes, cosas tan lógicas como potenciar las artes marciales, formar a más herreros, y cosas así. Los resultados fueron desastrosos y todo Estado autoritario que se muestra incapaz de mantener la seguridad de su pueblo, acaba desmoronándose.

La Iglesia sucumbió y el poder militar fue quien tomó el relevo, creando milicias y ejércitos que conjuraron la nueva amenaza. La Iglesia, en la actualidad, existe como una organización que ha recuperado una mínima parte de su prestigio gracias a que ha conservado parte de los conocimientos que se tenían de la magia y de los demonios. Pero su influencia política es nula. Son una entidad que, podríamos decir, presta servicios de asesoramiento al ejército y que entrena a soldados que contrata el Estado o las villas o corregimientos cuando les hacen falta. No es el objetivo de la Iglesia prestar estos servicios, pero es la manera que tienen para sobrevivir. Sería una mezcla entre la organización eclesiástica y las órdenes militares. Es una institución con medios y recursos, pero porque saben explotar el conocimiento que heredaron del pasado.

En cuanto a la opinión de la gente, la influencia pasada se ve en expresiones como "Por el amor de Jutar", muy coloquiales, pero la Iglesia como institución no lidera el sentimiento religioso del pueblo. Su culto tiene practicantes, pero son minoritarios. De hecho, existe aún cierta desconfianza hacia la institución. Podríamos decir que, más o menos, es una situación parecida a la que hay hoy en día.

Este patrimonio exclusivo de la magia por parte de la Iglesia explica bastantes cosas y tendrá su importancia en el futuro.

Un saludo.

Juan.