Mundo de Cenizas. Capítulo XXX
Juan se mantuvo en silencio unos instantes, intentando asimilar lo que le había sucedido. Había sido todo tan real que aún tenía que decirse a sí mismo que se había tratado de un sueño para refrenar las ganas de salir a explorar fuera del campamento. Y, en esto, Pablo se le acercó y le dijo:
—Amigo Juan, ¿ya está mejor? Me dio un buen susto; creí que se me iba a escapar e iba a salir corriendo ahí fuera.
Le miró unos instantes, sin saber qué decirle y, al final encontró palabras:
—Le agradezco mucho su ayuda. De no ser por vuestra merced, estaría muerto.
Le tendió una mano, que Pablo le estrechó sonriente, y añadió:
—No sé cómo compensarle por lo que ha hecho. Estoy en deuda con vuestra merced.
Pablo, en tono jovial, repuso:
—Ya pensaré algo… Pero tratadme de vos, amigo Juan, que ya hemos hecho muchas cosas juntos como para seguir con tanta vuestra merced. En todo caso, estoy seguro de que habríais hecho lo mismo por mí.
Juan no estaba acostumbrado a tantas familiaridades con sus compañeros de la milicia, pero qué menos que complacerle después de lo sucedido. Así que habló sinceramente:
—Eso ni lo dudéis, amigo Pablo.
Tras aquello, volvieron a sentarse y Juan, que había perdido las ganas de dormir por aquella noche, le propuso a Pablo que se acostara. Su amigo lo hizo sin perder un momento y, como en el sueño maligno que había padecido, se quedó dormido de inmediato.
Por desgracia, en un momento dado, Juan notó que algo raro sucedía. Oyó dar voces, alguna carrera, pero fue incapaz de advertir que causaba tal revuelo. Despertó a Pablo, que se espabiló de inmediato al notar la confusión. Se pasaron ambos un rato tratando de enterarse de lo que acontecía, sin el menor éxito. Juan estaba especialmente confundido, y sólo veía a gente moverse de un lado a otro, y oía algún golpe de vez en cuando. De pronto, oyó a Pablo gritar:
—¡Cuidado, Juan! ¡A vuestra izquierda!
Juan desenvainó instintivamente y miró hacia donde le indicaba su compañero. Pero no vio nada. Se volvió despistado hacia Pablo, que le gritó desesperado:
—¡No! ¡No!
Corrió hacia él, se cambió la ropera de mano y, con mucha rapidez, extrajo un cuchillo de entre sus ropas y lo lanzó contra algo mientras insistía:
—¡Ahí, ahí!
Se sorprendió un poco de ver usar a su compañero una treta propia de delincuentes, pero la acción de Pablo consiguió su fruto. El puñal cayó al suelo cerca de un bulto que se movía lentamente y que Juan, con horror, identificó con una rata. Se puso en guardia de inmediato y, en un instante, sintió que Pablo apuntaba sus armas hacia la bestia, a su lado. No tardó en darse cuenta de que había algo raro, pero fue su amigo quien lo expresó con palabras:
—¿No creéis que se mueve demasiado despacio, amigo Juan?
Se acercaron con cautela, mientras el ser se desplazaba despacio y cuando estuvieron lo bastante cerca, les invadió el horror. La visión era repulsiva. Aquella cosa estaba cubierta de sangre, con dos grandes heridas en el costado, y le faltaba una pata trasera. Con semejantes cortes tenía que estar muerta, pero, en vez de eso, se movía con torpeza y les amenazó abriendo la boca. Pablo retrocedió horrorizado, lo que hizo que la rata avanzara hacia él. Entonces, Juan recordó aquella tarde inolvidable que pasó en casa de Raquel.
Había visto un grabado muy extraño en el que un guerrero atacaba con espada a un ser esquelético con andrajos. Su amiga, al captar el interés con que Juan la miraba, le había explicado que era un caballero luchando contra un muerto viviente, un cadáver reanimado por algo que ella llamó con un vocablo extraño y era una especie de magia. Recordó haberle preguntado que cómo se podía luchar contra un enemigo que ya estaba muerto, y su memoria le dijo qué hacer. Le gritó a Pablo:
—Atacadla, por mucho asco que os dé.
Y, con mucha rapidez, Juan le asestó una estocada terrible que la dejó tan maltrecha que se quedó inmóvil. Pablo, que había iniciado otro golpe antes de darse cuenta de que su rival había caído, la ensartó y le abrió una herida muy repugnante. Ya se iba a retirar cuando Juan le dijo:
—Hay que seguir, tenemos que despedazarla.
Y, a despecho de que la rata era un bulto inmóvil, Juan le destrozó el cuello. Pablo, con cara de asco dejó el trabajo casi listo de una estocada seguida de un tirón que decapitó al animal, si bien fue Juan quien con varios tajos, dejó a la bestia convertida en cuatro o cinco pedazos sanguinolentos que, por muy grotesco que pareciera, continuaban debatiéndose débilmente. Sintió nauseas ante aquella visión, pero mantuvo la compostura. Sin embargo, Pablo no tuvo tanta suerte. Envainó la ropera y se volvió con la mano en la boca, al parecer, buscando un sitio apartado, que no encontró a tiempo. Se arrodilló en cualquier parte, y se puso a vomitar.
Cuando Pablo pareció recuperarse un poco, Juan quiso confortarle:
—¿Estáis mejor?— Y ante su asentimiento mudo, prosiguió—: es repulsivo, pero es la única manera que impedir que puedan hacer daño.
—Lo peor, amigo Juan, es que, aún descuartizada, se sigue moviendo. ¿Es que no hay forma de matar a esas cosas?
Si la había era desconocida para Juan, pero no quiso decírselo a su amigo. Pablo fue a recuperar su daga, y cuando regresaba, el sargento de la milicia que les mandaba, se encaró muy irritado con Juan:
—¡Qué creeis que estáis haciendo? ¡No habéis oído mis órdenes?
En realidad, ni él ni Pablo habían oído nada, y por la actitud del sargento y la sensación de desorganización que se respiraba en el campamento, Juan supuso que no eran los únicos. Quiso decir algo, pero Pablo se le adelantó:
—Discúlpenos, señor. Primero nos distrajo el bicho este— y señaló sin mirar a la rata descuartizada— y luego se me revolvió el estómago y distraje a mi amigo. Por eso no le hemos oído.
El sargento miró con asco los trozos de roedor que continuaban temblando, y para sorpresa de Juan, acercándose unos a otros, y les dijo, algo más calmado:
—De acuerdo. Nos ordenan los reverendos señores que acompañan a don Felipe que hagamos una hoguera y quememos, pedazo a pedazo, a estas abominaciones. Encended una hoguera junto a aquella piedra y no os mováis de allí. Enviaré a los demás para que ayuden. ¡Y por el amor de Jutar, no salgais corriendo del círculo del campamento, que ya he perdido a dos hombres esta noche!
Juan se quedó muy consternado al oír aquello. Quizá conociera a alguno de los milicianos caídos, por lo que comprendía el estado de nervios del sargento. Y aunque obedeció de inmediato las órdenes y ayudó a Pablo a encender la hoguera, se sentía muy desmoralizado, y comenzó a temer que hasta los soldados se desbandaran y no saliera vivo de allí nadie. Recordando lo malo que se había puesto su amigo, cuando llegó el momento de ir a por los trozos de rata, fue Juan quien se empeñó en hacerlo en solitario.
La desbandada que Juan se temía, finalmente, no sucedió. Los milicianos y los soldados terminaron reorganizándose y, por lo que se decía, no hubo que lamentar más bajas; sólo alguna que otra indisposición por lo repugnante del último ataque. Juan le encontró poco sentido a que los cralates lanzaran contra ellos a cadáveres animados de ratas que, en realidad, no eran rival ni para un miliciano bisoño. Comprendió las intenciones cuando advirtió la expresión soñolienta y desanimada de Pablo y de varios otros. La idea de aquellos seres, al ser incapaces de atacarles directamente, era no dejarles descansar, desmoralizarles y no darles tregua. Y parecían estar consiguiéndolo.
Una vez terminada la quema de las ratas muertas, Juan logró convencer a Pablo de que durmiera. Como no hubo más ataques dignos de mención, terminó por quedarse dormido él también.
Cuando Juan se despertó había amanecido; el bosque estaba iluminado, aunque con una luz tenue, y ya no había antorchas protegiendo su perímetro. Se sentía agotado, pero los mandos no les dieron ni un respiro y todos los milicianos, con expresión soñolienta, tuvieron que afanarse en recoger el campamento y en auxiliar a los soldados. Por los rumores que corrían, y los fragmentos de órdenes que Juan iba oyendo, los exploradores habían identificado dos rutas principales por las que los cralates se habían marchado con el alba, así que dividirían la expedición en dos grupos. La buena noticia era que, al parecer, el cralate que había atormentado a Juan había sido abatido por una de las saetas que le habían disparado, ya que junto al árbol por el que casi se escabulle, comenzaba un rastro de sangre y, según se decía, al seguirlo, se había avistado un bulto inmóvil en un escondrijo natural.
Cuando les hicieron formar, Juan comprobó con pesar que, de los milicianos muertos, uno le era conocido. Se llamaba Pedro y le caía bastante bien. Lo más triste es que dejaba una viuda con un hijo que no tendría ni diez meses. Se alegró un poco al saber que Pablo iría en el mismo grupo que él, pero se preocupó algo cuando supo que don Felipe marcharía en la otra columna, junto a dos de los reverendos que acompañaban a la expedición.
El trayecto fue bastante incómodo. La tropa estaba cansada, y los mandos tampoco se hallaban en mejor situación. No ayudaba nada el hecho de ser conscientes de estar siguiéndoles la pista a unos seres monstruosos en un bosque tan cerrado que apenas se veía la luz del sol. Pero la situación empeoró. Como durante la marcha de la víspera, se les echaron encima multitud de ratas. Y aunque los soldados las mataban con facilidad, eran tantas que la situación se volvió difícil. Juan y Pablo, de nuevo protegidos por la línea que formaban los soldados, hicieron lo posible por ayudar. Apenas lograron hacer tres o cuatro disparos cada uno, a pesar de que el combate fue bastante largo. Pablo consiguió herir levemente a una rata, pero se le trabó el mecanismo de su ballesta poco después y no tuvo más remedio que dejarla. Juan se cansó de hacer disparos inútiles, desmoralizado porque en la única ocasión en que tuvo una oportunidad perfecta, erró el disparo por un par de pulgadas.
A diferencia del día anterior, el ataque no cesaba y aunque caían ratas por decenas, la línea defensiva empezó a flaquear. Juan tuvo que hacer acopio de entereza para no caer en la desesperación y en el pánico. Dos soldados, quizá más, habían caído; por mucho que la armadura evitara heridas, las ratas mordían tan fuerte que acababan por lastimar las piernas de algunos soldados, y cuando alguno caía al suelo, se veía cubierto de bestias que mordían por todas partes hasta hallar los puntos débiles que tienen, incluso, los mejores arneses blancos. Aquellas imágenes angustiaban a Juan, que con un simple coselete estaba del todo indefenso.
Para desesperación de Juan, el ataque continuó y ratas solitarias empezaron a atravesar la línea defensiva. En cuatro ocasiones, Juan y Pablo tuvieron que usar la espada para rechazarlas. Aunque aquellas bestias atravesaban heridas la línea de defensa, y normalmente estaban más pendientes de los soldados que de ellos dos, un par de veces estuvieron cerca de herirles. Y a pesar de que dieron cuenta de todas las ratas que cruzaban la línea de soldados con armadura sin problemas ni recibir ni un rasguño, la tensión estuvo a punto de hacerles flaquear. Tenían que estar muy pendientes porque era fácil que alguna pasara inadvertida entre los matorrales, y aquella angustia continua era peor que la propia lucha.
Finalmente, el ataque cesó, y el oficial al que don Felipe había dejado al cargo de todo dio orden de descansar. A Juan le bastó una mirada para cerciorarse de que la sensación reinante entre los combatientes era de derrota. Habían caído tantas ratas, que sus cadáveres se amontonaban trazando con precisión la línea ovalada que los soldados habían defendido. Pero el precio pagado había sido desproporcionado. Habían muerto ocho soldados y un miliciano, y otros cuatro soldados estaban heridos. Era fácil identificar los muertos porque sus compañeros les despojaban de todas las piezas de armadura que podían. Uno de los heridos no paraba de gritar mientras le atendían varios compañeros y el reverendo, lo que crispaba los nervios de Juan. Pablo no parecía estar mejor. Se había sentado nada más recibir la orden, y gruñendo imprecaciones, se afanaba en desatascar el mecanismo de su ballesta. En un momento dado, mientras Juan estaba sentado junto a él, agachó la cabeza y murmuró con rabia, a despecho de que el soldado herido no pudiera oírle:
—Cállate de una vez, imbécil.
El hecho de que aquella mitad de la expedición estaba derrotada quedó patente cuando el oficial al mando les lanzó una arenga. Les animó diciéndoles que había que seguir, porque si no, todo el esfuerzo, todos los caídos… todo habría sido en vano, que les quedaba muy poco para sorprender a los cralates solos, sin sus batallones de ratas. Aquella unidad la formaban, en su mayoría, soldados de Nêmehe y, como era de esperar, formaron dispuestos a continuar. Pero bastó un escaso cuarto de hora para comprender que era imposible continuar con seguridad teniendo que cargar con varios heridos. No había milicianos suficientes para ayudar a caminar a los soldados incapacitados para el combate, ya que eran necesarios dos para auxiliar a un solo combatiente con armadura.
Por ello, el oficial optó, finalmente, por dirigir a la tropa a una elevación rocosa, bien defendible y donde los soldados podrían permanecer ocultos. Una vez allí, dividió de nuevo al grupo. Se llevó consigo a once de los soldados que continuaban ilesos y dejó a un soldado al mando del resto. Eso significaba que quedaban parapetados, en condiciones de luchar, seis soldados y seis milicianos, lo que no era muy tranquilizador.
El tiempo pasó con una lentitud desesperante. Reinaba el silencio entre el grupo de soldados. Casi por inercia, Juan y Pablo seguían apostados juntos, aunque este último mostraba constantemente una expresión enfurruñada y respondía a los intentos desganados de Juan de entablar una conversación con monosílabos. La incertidumbre y el riesgo de ver aparecer en cualquier momento una manada de ratas convertían aquella espera en un tormento.
Y, a pesar de todo, cuando Juan notó que Pablo se fijaba, primero, en un par de soldados que hacían gestos y llamaban la atención de quien estaba al mando del grupo, y luego miraba hacia la pequeña cuesta que les defendía y murmuraba un “hijas de puta”, deseó que aquella espera incómoda no se hubiera terminado aún. Instintivamente, se acurrucó detrás de una piedra y se aseguró de que tenía sus armas a mano. Era obvio que les ordenarían disparar, pero Juan mantuvo la disciplina y no empuñó el arco hasta que oyó la orden de elegir a una rata y disparar a la señal. Pablo no había hecho lo propio y ya estaba apostado y apuntando hacia donde venía el enemigo, que por su tamaño y velocidad debía consistir en aquellos cadáveres de ratas animados que les habían atormentado la noche anterior. Incluso, oyó murmurar malhumorado a Pablo:
—Da la orden ya, majadero.
Juan se sentía igual de nervioso, ya que aquellas bestias seguían avanzando y la orden no llegaba, pero hasta Pablo aguantó las ganas de comenzar el ataque y, sólo cuando el oficial gritó, dispararon. Hubo tiempo de hacerlo dos veces. Pablo tenía la ventaja de estar usando un arma que le permitía apuntar con precisión sin tener que ponerse en pie, y al segundo saetazo abatió a la bestia que había elegido. Juan tuvo más problemas; se quedó a una pulgada en el primer disparo, y sólo hirió levemente a su objetivo. Por fortuna, otro compañero de armas se ocupó de abatirla por él y, como pudieron comprobar, habían caído todas las enemigas.
Lo siguiente les pilló por sorpresa. Juan se había vuelto para coger una nueva flecha, y Pablo, por el sonido del mecanismo de su arma, recargaba su ballesta, cuando oyeron gritar al oficial. Juan vio, horrorizado, que se le retorcía el brazo derecho, como si una fuerza invisible se lo estuviera partiendo, y que lo mismo le pasaba a su pierna izquierda. Cayó derribado profiriendo alaridos y fue por la exclamación ahogada de Pablo, que se le escapó antes de agazaparse tras un matorral muy denso, que Juan miró hacia la ladera.
Y se tiró al suelo sin dudarlo. Había dos cralates en mitad de la cuesta, con los ojos brillándoles con un color rojo intenso, que habían aparecido de repente.