22 octubre 2011

Antología Descubriendo Nuevos Mundos

Hago un inciso en los temas que estoy tratando ahora mismo para hacerle un poco de publicidad a la antología donde me van a publicar un relato: Descubriendo Nuevos Mundos. Aquí está la referencia a la noticia. Esta de abajo es la preciosa portada del libro:



Ya se pueden leer los títulos de los diversos relatos. El mío se llama: Los demonios no lloran. Tengo unas ganas de ver un ejemplar en mis manos... Y de leer el resto de cuentos, y de ver las ilustraciones ganadoras. Ya iré contando.

16 octubre 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIX

Juan respondió a la frase de su amiga asintiendo en silencio y devolviéndole una de las sonrisas de ella. Achacó su despreocupación a su escasa formación militar, que no la hacía consciente de los peligros que tenía cualquier combate. En verdad, aquella tropa no era fácil de batir por parte de manadas de fieras, pero ello no les libraba de una derrota motivada por la mala suerte.

Raquel se inclinó sobre él, hasta casi tocarle, y dijo:

—Ese de ahí es Pablo, ¿no?

—Sí.

Su amiga dijo, riéndose:

—Cuando se despierte le voy a gastar la misma broma que a ti… o una más pesada.

Juan se limitó a sonreír y Raquel quedó sentada junto a él. Pasaron un rato hablando de cómo había sido la marcha hasta allí, de cómo habían vivido la batalla. Raquel confesaba estar un tanto cansada de tanto caminar y haber pasado bastante calor por culpa del casco. Hablaba muy bien de don Felipe, que se había encargado personalmente de ella y la había tratado todo el rato con gran delicadeza. Juan no hizo mucho más aparte de asentir o reforzar alguna cosa que ella dijera y con la que estaba de acuerdo.

Callaron unos instantes, hasta que Raquel se puso en pie y le dijo:

—Levántate y ven conmigo; voy a enseñarte algo.

Juan lo hizo dócilmente y dejó que le cogiera de la mano y tirase de él. Se preocupó cuando vio que su amiga se dirigía directamente hacia un árbol a cuyo lado se iniciaba un lienzo de la muralla de fogatas que defendían el campamento. Sintió que algo, quizá instintivo, tiraba de él en sentido opuesto, así que la detuvo con dulzura y objetó:

—Raquel… no debemos acercarnos al borde. Es peligroso.

—Lo que no debemos hacer es cruzarlo. Pero acercarnos no es peligroso. Además, lo que quiero enseñarte es lo que hacemos para proteger el campamento. ¡Es algo fabuloso! Vamos, ven.

Quiso obedecerla, pero al tercer paso notó que algo invisible ofrecía una resistencia enorme a su avance. Sentía brazos y piernas muy pesados, tanto que dar un paso representaba un esfuerzo titánico. Luchó con todas sus fuerzas, pero Raquel, que seguía dándole tirones de las manos, acabó por darse cuenta de que tenía un problema:

—Vamos, Juan, ¿qué te pasa?... ¿por qué no avanzas?

Consiguió dar un paso, pero tenía las piernas tan entumecidas que no tuvo más remedio que decirle:

—No… no puedo. Es como si las piernas y los brazos me pesaran mucho.

Con el rostro contraído por la preocupación, su amiga le dijo:

—¡Ay, no!, ¡no! Están intentando controlar tu mente—. Tiró con fuerza de él y consiguió que arrancase de nuevo, y añadió —: vente, vamos a un sitio apartado, conseguiré liberarte.

Librando ambos una auténtica lucha contra lo que fuere que quería impedirle avanzar, consiguieron llegar hasta el árbol al que su amiga quiso llevarle desde el principio. Y cuando Raquel siguió tirando de él para hacerle atravesar la línea de fogatas, Juan sintió que no podía permitirlo. Agarró a su amiga del antebrazo e impidió que siguieran avanzando. Y le dijo con esfuerzo:

—Raquel… tú dijiste que nunca atravesara el círculo de protección… no puedo seguir.

Ella insistió con nerviosismo, pero Juan, bloqueado, no se movió ni una pulgada. Entonces, Raquel se soltó, con gesto amargo y empezó a sollozar. Desbordado, incapaz de comprender qué estaba sucediendo, le suplicó:

—No llores…

Y su amiga repuso:

—¡Ay, Juan! Es que soy una mujer muy mala… Te he traicionado.

No tuvo tiempo de preguntarse qué había querido decir Raquel con aquello. Algo grande, algo con brazos largos y garras, la agarró del cuerpo y tiró bruscamente de ella hacia atrás, haciendo que desapareciera en la oscuridad. Sólo quedaron de ella sus gritos desesperados:

—¡Juan! ¡por favor! ¡Ayúdame!

Aquello le enloqueció. Gritó su nombre con todas sus fuerzas y quiso correr tras ella, pero una sombra un pie más alto que él se coló por el hueco entre una antorcha y el árbol. Y apareció una cabeza de rata enorme que enseñó los colmillos a un par de pulgadas de su rostro. Unas garras se clavaron en su brazo izquierdo y otro brazo muy fuerte le hizo retroceder. Lanzó un puñetazo al monstruo con muy poca fuerza, tan poca que no hizo más que rozar levemente la mejilla del cralate.

Finalmente, el monstruo le derribó y se situó sobre él, aplastándole con su peso. Sin dejar de gritar, trataba inútilmente de sujetar las mandíbulas de la bestia para evitar que le mordiera. Vio cómo los ojos del ser empezaban a brillar en tono rojo…

Y, de pronto, le invadió una sensación de paz y de felicidad. Una luz blanca muy intensa empezó a iluminarlo todo desde su derecha. Tan cegadora era que tuvo que cerrar los ojos. Fue entonces cuando se dejó dominar por aquella sensación benéfica y se relajó completamente. Era tan feliz que todos sus problemas, todos sus males, todo lo que le hacía sufrir quedó olvidado, y sólo albergaba una paz dulce.

Abrió los ojos y la luz a su alrededor había cambiado. La iluminación era diferente, volvía a ser la luz normal que despedían las antorchas, la que había iluminado el campamento cuando se había acostado. Ahora se daba cuenta de que el ambiente que había experimentado mientras Raquel se lo llevaba era ligeramente distinto, que la luz de las antorchas había tenido, antes, un tono más luminoso.

A su derecha, uno de los individuos, ataviado con casco y almófar, le sujetaba un brazo, arrodillado junto a él. Tenía a un miliciano sentado sobre sus piernas y a otra persona con las manos sobre los hombros. A su izquierda estaba Pablo, que le miraba preocupado y le decía:

—Reaccione, Juan, cálmese, estese quieto…

Juan miró a su alrededor, del todo confundido. No había rastros del cralate por ningún sitio. ¿Había estado soñando? Entonces, se acordó de Raquel. Quiso debatirse, aunque lo tuvo complicado y dijo con angustia, dirigiéndose a Pablo:

—¡Raquel! ¡Se la han llevado esos monstruos! ¡Tenemos que rescatarla!

—Amigo Juan, Raquel no está aquí. A estas horas estará durmiendo en Gaiphosume.

Miró fijamente a Pablo a los ojos, buscando algún atisbo de mentira. Dentro de su confusión, reconoció que no era lógico que Raquel formara parte de la expedición, pero no podía olvidar que, hasta hacía unos instantes, había hablado con ella. Cerró los ojos un momento, y cuando los abrió de nuevo, los colores eran más vivos e intensos. Y oyó claramente gritar a Raquel, a lo lejos:

—¡Juan! ¡Ayúdame!

Y su amiga desgarró el aire con un grito de dolor terrible. Luchó con todas sus fuerzas contra sus cuatro captores. La voz de Pablo, que se empeñaba en tranquilizarle, y le repetía con preocupación que Raquel no estaba allí, parecía llegarle desde muy lejos. Mientras se debatía, observó que le rodeaba un grupo creciente de soldados a los que les veía expresiones malignas, siniestras. Entonces, una voz repleta de autoridad dijo:

—Reverendo, avise a sus compañeros.

Y tras una pausa gritó:

—Necesito arqueros o ballesteros. Acercaos los que seáis diestros.

Pablo acudió a la llamada, y le sustituyó un soldado de muy mala catadura, que le miraba con odio. Juan apeló al hecho de que Pablo conociera a Raquel y le suplicó:

—¡Pablo, ayúdela!… ¿No la oye gritar? ¡Es nuestra amiga!

Pero el aludido no le hizo el menor caso. Entre sus captores, observó cómo los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y algún otro, formaban una fila. Y le horrorizó oír a la voz autoritaria ordenar:

—Procuren que las saetas pasen entre el tronco del árbol y la primera fogata. A mi orden.

Juan gritó con desesperación que no lo hicieran, que iban a herir a Raquel, pero volvieron a desoír sus palabras. Mientras se debatía con furia oyó, como en un sueño, la voz de don Felipe dar la orden, sobreponiéndose a los gritos de dolor de Raquel. Se le saltaron las lágrimas cuando percibió el sonido de las ballestas al liberar las cuerdas.

Entonces, se escuchó claramente el grito de dolor de alguna clase de animal, que se alejó chillando y haciendo sonar los matorrales mientras huía. Y Juan se quedó quieto de pronto. Su visión volvía a ser normal y, por primera vez desde que había empezado a hablar con Raquel, se dio cuenta de que algo no encajaba en todo aquello. Aún le quedaban restos de la idea de que su amiga estaba en manos de los cralates, pero en su consciencia cobraba fuerza la idea de que había estado viendo visiones. Se quedó inmóvil y dijo a los que le sujetaban:

—Suéltenme, por favor, creo que estoy mejor.

Con lentitud, el soldado que le sujetaba en sustitución de Pablo, y que ya no parecía tener mal aspecto, le soltó, y al ver que ya no intentaba escaparse, hicieron lo propio el resto. Una vez que el hombre que tenía sentado sobre sus muslos se levantó, Juan se incorporó para quedarse sentado. En esto, los tres individuos de aspecto extraño, Pablo, y para su sorpresa, don Felipe, le rodearon. Fue el oficial quién le preguntó:

—¿Cómo os llamáis?

—Juan, señor.

—Explicadme, Juan, qué ha sucedido. ¿Por qué habéis intentado abandonar el campamento a pesar de las órdenes?

No sabía por donde empezar. Se sentía aún algo confuso. Tras unos momentos de silencio, espoleado por la necesidad de responderle a un oficial, repuso:

—No estoy del todo seguro, señor. Creí… pensé que a una amiga mía la habían atrapado y… y quise ir a salvarla.

—Muy noble de vuestra parte, pero no hay ninguna mujer en esta expedición. ¿No os pareció absurdo que estuviera aquí?

En realidad, empezaba a parecerle un tanto absurdo, pero había sido todo tan real… En parte para justificarse, dijo:

—Señor… yo… pensé que uno de estos tres ballesteros, los que visten almófar, era ella disfrazada.

Los tres aludidos se rieron inaudiblemente un momento. Uno de ellos, que no llevaba casco en aquel momento, dijo en tono jovial:

—¿Creíais que uno de nosotros era una mujer?

Don Felipe intervino en tono serio:

—Reverendos señores, no le culpen. Ya sabemos qué ha sucedido. ¿Tendrían la bondad de descubrirse?

Sin una palabra, los aludidos se quitaron casco y almófar y Juan compró que todos eran varones. Con aquella demostración tan simple, se convenció de que había sufrido una especie de pesadilla, o una alucinación. Se quedó en el suelo, confuso, consternado, y oyó a don Felipe despedir a los soldados y a dos de los tres hombres a los que daba el tratamiento de clérigos. Sólo quedaron don Felipe, uno de los ballesteros y Pablo. Y el oficial dijo:

—No temáis, no voy a castigaros porque no habéis tenido la culpa. Habéis sufrido una alucinación causada por un cralate. Tenéis que agradecerle a este, vuestro amigo…

Y dirigiéndose a él, le preguntó:

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Pablo, señor.

—Sí. Tenéis que agradecerle a Pablo que estuviera atento. Le debéis la vida. Trató de deteneros con todas sus fuerzas, y cuando le fue evidente que no os podía controlar y que os pasaba algo, despertó a gritos a medio campamento. Siguió sujetándoos aunque casi le acertasteis con un buen puñetazo—. Calló un instante y dijo, extrañado—: Lo que no comprendo es cómo ha podido afectaros tanto la influencia de uno de esos bichos… Reverendo, ¿sería tan amable…

No llegó a terminar la frase, sino que miró directamente al aludido, que asintió y, dirigiéndose a Juan, le pidió:
—Os ruego, amigo, que os pongáis en pie.

Juan obedeció de inmediato y se quedó firme y quieto mientras aquel hombre, un poco más bajo que él, le miraba atentamente a los ojos un rato. Sorpresivamente, le preguntó:

—Cuando miráis una Torre o un Faro, Juan, ¿cómo lo veis? Describídmelo.

Recordó lo que le había contado Raquel, hacía ya unos cuantos días, cuando la escoltó aquel día funesto. Por ello supo que aquel religioso parecía estar intentando averiguar si era un brujo. No pudo impedir que le acelerara el pulso, porque los más probable era que quisiera comprobar si había caído bajo el influjo del cralate porque fuera un mago maligno. Tragó saliva y repuso la verdad:

—Son edificios grises y apagados.

Asintió y dijo:

—¿Sois capaz de percibir cosas que los demás no pueden? ¿Tenéis sensaciones extrañas, de felicidad, de tristeza o de otra clase, sin motivo, cuando visitáis ciertos lugares?

—La verdad, su reverencia, es que no.

—¿Tenéis premoniciones? ¿Corazonadas demasiado certeras? ¿Tenéis sueños extraños, algunos de los cuales se cumplen?

Al oír aquella pregunta, tuvo que hacer acopio de toda su autodisciplina para mentir:

—No… su reverencia.

Su interrogador sonrió con cierto aire de satisfacción y repuso, escueto:

—Ya.

Y dirigiéndose a don Felipe, le dijo:

—Pienso, señor, que lo que le sucede a Juan es que posee una mente muy influenciable y muy receptiva a los poderes mentales, pero nada más—. Y poniéndole a Juan una mano amigable en el hombro, concluyó—: no tenéis que avergonzaros de ello, amigo Juan. No es algo de lo que seáis responsable. Os sugiero que descanséis.

Y tras aquello, se marcharon ambos, dejando a solas a Juan y a Pablo.

11 octubre 2011

Primera refutación de la existencia de neutrinos más rápidos que la luz

Hace un par de semanas hablé, en la bitácora, de los resultados del experimento OPERA, que daban lugar, al parecer, a neutrinos capaces de viajar a una velocidad mayor que la de la luz. También hablé del escepticismo de la comunidad científica ante tales resultados.

Pues bien, ya ha salido una refutación de los resultados, de la mano de dos físicos teóricos: Andrew G. Cohen y Sheldon L. Glashow. Este último, Glashow, es nada menos que uno de los padres de la teoría electrodébil, que desarrolló junto a Steven Weinberg y a Abdus Salam, y que les valió el Premio Nobel de Física de 1979. O sea, uno de los mejores físicos contemporáneos.

Lo bueno de este experimento es que está demostrando cómo es la ciencia cuando actúa como debe. Unos investigadores afirman haber hallado neutrinos que superan la velocidad de la luz, y otros refutan el hecho dando argumentos físicos que deberían obligar, al menos, a revisar la interpretación. Se establece así un debate de ideas que dará lugar a una interpretación coherente.

Existe una pequeña joya en Internet, la web arxiv.org. En esta web, los investigadores suben sus trabajos antes de que sean sometidos a la revisión entre iguales que permitirán que sean publicados en revistas científicas especializadas. El argumento de refutación de Cohen y Glashow está descrito (en inglés) en:
Artículo de Cohen y Glashow y es del 29 de septiembre. Estamos hablado de ciencia recién horneada. El argumento tiene la maravilla de ser relativamente sencillo, y voy a explicarlo lo mejor que pueda en esta entrada.

Resumo el razonamiento. En el experimento OPERA se han medido neutrinos de alta energía y de baja energía. Un neutrino que se propaga a una velocidad superior a la de la luz perderá grandes cantidades de energía porque, a tales velocidades, procesos de física de partículas que no son posibles, pasan a serlo. En nuestro caso, se producirá un frenado a costa de la creación de pares electrón-positrón. Calculando la tasa de pérdida de energía que tendría lugar en un trayecto de 730 Km para partículas superlumínicas, y tomando las velocidades iniciales que se desprenden de los resultados del experimento, se llega a la conclusión de que la probabilidad de que se mida una partícula superlumínica en destino con una energía mayor a unos 12,5 GeV es nula (GeV=Gigaelectronvoltio, es una unidad de energía usada en física de partículas). Pues bien, el experimento OPERA registra neutrinos con energías mayores de 12,5 GeV, de donde se deduce que los neutrinos, realmente, no viajaban más rápido que la luz, ya que el chorro de neutrinos lanzado debe contener partículas que van a velocidades muy parecidas o iguales. Así de simple.

En realidad, desde hace ya bastantes años, la velocidad de los neutrinos que se mide por medio de otros experimentos resulta ser superior a la de la luz. Cohen y Glashow en su artículo trabajan con el parámetro delta, que vale v^2-1, donde v es la velocidad medida de los neutrinos (que se eleva al cuadrado, eso es ^2) suponiendo que la velocidad de la luz vale 1 (es un cambio de escala típico de la física de altas energías y la relatividad; toda velocidad queda expresada en nuevas unidades de manera que su valor está entre 0 y 1). Mientras mayor sea el parámetro delta, más superlumínica será la velocidad del neutrino.

Los valores del parámetro delta de OPERA son similares a otros que aportaron estudios anteriores (del 2007) por medio del experimento MINOS para neutrinos de menor energía (unos 3 GeV). Los neutrinos son una partículas esquivas, muy difíciles de medir y muchos de estos experimentos van orientados a medir sus masas. Hay quienes piensan que los neutrinos no tienen masa, otros que dicen que sí la tienen, pero muy pequeña. La experimentación sólo te da cotas superiores a su masa; esto es, te dice, la masa del neutrino es inferior a tal valor. Otros valores para delta, obtenidos para neutrinos de menos energía provenientes de la supernova SN1987a, son mucho menores de los que afirman haber medido los responsables de OPERA. La primera deducción de Cohen y Glashow es que el valor inusualmente alto de delta (ellos lo llaman "la anomalía") depende de la energía, y es mayor mientras mayor energía tienen los neutrinos.

La refutación de Cohen y Glashow funciona por reducción al absurdo. Por ello, supongamos que hay neutrinos muónicos, con energías del orden de decenas de GeV que viajan a velocidades mayores que las de la luz. Cuando se produce propagación de partículas superlumínicas, ciertos procesos que, en otros casos, estarían prohibidos, se pueden producir, incluso en el vacío. Los autores señalan tres procesos diferentes, aunque se quedan sólo con uno de ellos, el "bremsstrahllung" (frenado) por creación de un par electrón-positrón. De los otros dos, uno no afecta y el otro es de efectos mucho menores al que, finalmente, se considera.

El proceso elegido tiene que ver con la interacción electrodébil, bien conocida por los autores. A partir de ahí, se relaciona la energía mínima necesaria para que se produzca el fenómeno con el parámetro delta que proporcionan los experimentadores de OPERA. Usando la teoría cuántica de campos calculan dos parámetros: Gamma, la tasa de emisión de pares electrón-positrón para neutrinos de alta energía que se muevan por encima de la velocidad de la luz, y la tasa a la que el neutrino considerado pierde energía (con la simplificación del límite de altas energías, válido en este caso). Conociendo la tasa a la que el neutrino pierde energía, se calcula que tras recorrer los 730 Km del experimento OPERA, la energía con la que llegan esos electrones con velocidades mayores que la de la luz al detector será, como mucho, de 12,5 GeV. Ahora bien, lo importante del argumento es que gracias a la expresión de Gamma, sabemos que cualquier neutrino que viaje a velocidades superlumínicas, con cualquier energía inicial mucho mayor a esos 12,5 GeV, tiene una probabilidad casi nula de llegar al detector en Gran Sasso sin haber perdido casi toda su energía.

Como se han medido cantidades apreciables de neutrinos con energías superiores a los 12,5 GeV, no es posible concluir que la velocidad de los neutrinos es mayor a la de la luz, ya que de serlo, perderían su energía merced a procesos que sólo ocurren si la partícula va más rápido que la luz. Que lleguen con más energía de la cuenta implica que no se movían más rápido que la luz, por lo que no pierden energía mediante el proceso de creación de pares electrón-positrón considerado.

Pues bien. Tampoco esto se puede considerar una refutación definitiva. Puede que algún otro teórico pueda aportar argumentos que refuten esta demostración de Cohen y Glashow. Pero no lo veo muy probable, porque esta refutación tiene una pinta muy sólida.

Hay que conocer muy bien la teoría cuántica de campos para ver los datos de un experimento de estas características y decirse a uno mismo: "¡Pero si llegan electrones de altísima energía al detector! Si viajan más rápido que la luz eso no puede ser. Voy a hacer cálculos a ver si tengo razón". Por eso, la precariedad investigadora cada vez más frecuente que sufren los investigadores jóvenes va a hacer un daño enorme a la ciencia. La ciencia no es una actividad en la que una persona pueda hacer cosas grandes si pasa 3 años en un laboratorio de Italia, trabajando en un campo, otros 4 en uno de Holanda trabajando en otro parecido, 2 más en EE.UU. trabajando en otra cosa... Y siempre sabiendo que si no consigue la siguiente beca se queda en la calle, cosa que pasa más veces de las aconsejables. Eso puede estar bien para la empresa privada (perdón, para los empresarios privados), pero la ciencia funciona de otra manera.

Pero eso para otra entrada.

02 octubre 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXVIII

Cuando partieron hacía una tarde espléndida, soleada pero fresca. Según le aseguró Pablo, eran exactamente sesenta soldados, vestidos con armaduras de placas completas, la mayoría, y unos quince milicianos, contándose él mismo. Aparte estaban don Felipe y tres individuos con armas defensivas más ligeras, capas de color marrón oscuro, en vez de las sobrevestes con el escudo real de Nêmehe, y cascos con almófares de malla, en vez de los yelmos de los soldados. No tenían pinta de soldados ni de milicianos. Su compañero estuvo un rato discurriendo quienes podrían ser aquellos tres, y concluyó afirmando que serían médicos o enfermeros armados apresuradamente con material sobrante.

Recorrieron en poco tiempo la distancia que separaba Gaiphosume de Metmehapet, en columna de a dos. Cuando se cruzaban con algún caminante o algún grupo de ellos, se les quedaban mirando, y a Juan no le extrañaba. Era poco frecuente ver por caminos secundarios a una columna de infantería pesada, marchando en perfecta formación. Al atravesar el puente de Metmehapet y circundar las murallas de la pequeña ciudad, el número de curiosos se volvió más nutrido, y ganó gran cantidad de mujeres, que miraban divertidas la marcha de la columna. En realidad, a Juan le parecía un despliegue ofensivo impresionante, teniendo en cuenta que entre la guarnición del castillo de Gaiphosume y las tropas que servían en la ciudad, no sumarían más de doscientos soldados.

Aquella parte tan sencilla de la marcha terminó cuando se vieron rodeados del inicio del bosque denso que era su objetivo. Hicieron un alto al verse la columna rodeada de árboles dispersos. Después de un descanso breve, don Felipe reorganizó la formación, de forma que los milicianos y los tres individuos que seguían llamando la atención de Pablo quedaron protegidos por los soldados acorazados en el interior de una nueva disposición en columna de a seis.

El aspecto siniestro que adquirió el bosque a medida que se estrechaba el espacio entre árboles y se hacía más escarpado el terreno, sobrecogió a Juan. La tarde luminosa quedó atrás para dejar paso a un ambiente sombrío. Lo más inquietante eran los arbustos, que le llegaban más o menos hasta la cintura y que dificultaban tanto la visibilidad, como el mantenimiento del orden de la marcha. Una compañía de milicianos no habría podido mantener la formación, pero aquello se trataba de una columna de soldados, al parecer, escogidos, y la cohesión de la unidad no se perdió en ningún momento.

Fue aquel ambiente sombrío, y la sensación de sentirse fuera de lugar entre tropas con un armamento y una instrucción muy superiores a las suyas, lo que le provocó auténtica angustia cuando les atacaron. Supo que algo se les venía encima cuando oyó gritar órdenes y observó que los matorrales se movían en varios puntos. Sus órdenes eran disparar a los atacantes que pudieran, aprovechando el relieve para no poner en peligro a sus compañeros, antes de que llegaran al cuerpo a cuerpo con los soldados. Juan reaccionó tarde y con torpeza, y se pasó más tiempo tratando de sobreponerse a la confusión reinante entre los milicianos que oteando y apuntando.

Sufrieron el ataque de dos oleadas de ratas y Juan sólo disparó tres veces, casi a ciegas. Pablo parecía moverse mejor en aquellas circunstancias, y aunque apenas usó la ballesta, porque era muy complicado tener una oportunidad de disparar con seguridad, estuvo a punto de atravesar a una rata y casi alcanza a otra que había quedado derribada tras las líneas de los soldados, y que acabó rematando uno de éstos.

Sin embargo, su nerviosismo inicial despareció cuando le fue evidente que las ratas no eran rivales para la infantería pesada. Los soldados llevaron a cabo una matanza, gracias a que sus enemigas no podían morder con la fuerza suficiente como para atravesar las placas metálicas, y, en cambio, las espadas de sus oponentes las destrozaban sin dificultades. Una de las imágenes que más impresionó a Juan fue la de una rata que, aprovechando unas rocas, le saltó al cuello a un soldado y se quedó enganchada mordiendo inofensivamente el gorjal. Éste se limitó a agarrarla, tirarla al suelo con fuerza, atravesarla e ir a ocuparse de otra.

De pronto, oyó que Pablo, que estaba en lo alto de una pequeña elevación del terreno, le llamaba con insistencia. Juan tardó un instante en llegar a su lado, y su compañero de armas le dijo en voz baja:

—Mire… Hay uno allí, y van a por él.

Juan no supo exactamente a qué se refería hasta que vio a los individuos con cascos y almófares asaetear con ballestas a un ser monstruoso, medio oculto entre la maleza. Aquella cosa debía tener unos siete pies de altura y una cabeza que recordaba a la de una rata, sólo que acorde a su gran tamaño. Parecía ser una rata descomunal que anduviera sobre las patas traseras, con un cuerpo delgado, piernas robustas y unos brazos largos armados con grandes garras, todo ello cubierto de un pelaje marrón corto. Aquellas garras serían capaces de destrozar a un miliciano con coselete; sin embargo, lo más aterrador era el brillo rojizo de sus ojos.

El cralate tenía dos saetas clavadas y quiso huir, pero ante el ataque de cuatro soldados, los ojos le habían empezado a brillar, tal como le había asegurado Raquel que sucedería. Uno de los soldados se desvió hasta apoyarse en un árbol, como si, de pronto, sintiera mucho dolor. Otro más adelantado se la jugó. Alcanzó al monstruo y le lanzó un tajo horizontal con el montante, aprovechando que, al estar solo, tenía espacio suficiente. La hoja se estrelló contra el costado de la bestia, y un golpe de las garras del cralate en el yelmo le derribó. Pero la herida infligida a costa de quedar indefenso había sido brutal, y el monstruo quedó tambaleándose, sangrando de un corte enorme. Un alabardero de los que estaban dispuestos en segunda fila clavó la punta del arma en el pecho del monstruo y un tercer soldado, usando un agarre de media espada, atravesó el corazón del cralate y lo derribó. Los tres soldados estuvieron golpeando al caído hasta que dejó de debatirse.

Después de aquello, los soldados mataron o ahuyentaron al resto de atacantes y todo quedó en calma, como si el hecho de acabar con el cralate hubiera sido un golpe decisivo para el enemigo. La columna aprovechó para reorganizarse y Juan deseó saber si había habido muchas bajas. No veía a ningún muerto, pero creyó ver a cuatro heridos, entre los que se contaba el soldado que había asestado el primer golpe al cralate. Preguntó a Pablo, pero éste no supo darle más información.

Tras un descanso, prosiguieron su avance mientras las sombras se iban acentuando a causa del atardecer. Cuando comenzaba a ser difícil ver por dónde iban, don Felipe eligió una zona razonablemente lisa y despejada de terreno y montaron un campamento. En realidad, no era un nombre muy adecuado para aquello; lo que hicieron esencialmente fue encender varias fogatas y crear un círculo de antorchas dentro del que se acomodaron los soldados. Lo único inusual que observaron Juan y Pablo, al sentarse a descansar tras haber ayudado a repartir los víveres, fue que el propio don Felipe, junto a los tres soldados de armadura ligera que tanta curiosidad les despertaban, sobre todo a Pablo, fueron los encargados de crear el círculo de fogatas y de revisarlo entero. Los tres individuos se paraban un rato en cada sección de la muralla de fuego antes de seguir avanzando. Juan no dejó de observar dos cosas; la primera que todo se desarrollaba como le había dicho Raquel, lo que resultaba curioso, ya que era difícil esperarse que una chica sin apenas instrucción militar supiera qué pasos iba a seguir un oficial experimentado del ejército. Lo segundo que observó fue que uno de aquellos individuos, en un momento determinado, se les quedó mirando un rato, sobre todo a Juan, antes de seguir con sus cosas.

No había mucho que hacer. Don Felipe había reunido a los milicianos y les había ordenado que tras ocuparse del avituallamiento, buscaran un lugar donde acomodarse para pasar la noche y descansaran hasta nuevo aviso. Todo ese tiempo lo pasaron ambos casi en silencio y cuando hablaban, sólo de cosas intrascendentes. Tras cenar, Pablo, después de unos instantes en que se mostró pensativo, le dijo:

—Amigo Juan. Me preocupa mucho comprobar que Raquel ha tenido razón en lo que le contó, porque ahora nos tiene que tocar el peor ataque de todos. Ya vio lo que pasó con el cralate, que hirió a un soldado sólo con mirarlo.

—Recuerde vuestra merced lo que ella me dijo. Dentro del círculo de fogatas que han dispuesto estaremos a salvo.

—Ya, de eso me acuerdo, pero, ¿quién nos asegura que no nos puedan obligar a salir de alguna forma? ¿Y si provocan el pánico entre los soldados y se rompe el círculo? No sé nada de magia, no sé qué clase de poderes tienen esas cosas… ¡Si siempre creí que eso de la magia eran supersticiones!

—Tranquilícese. Estamos en buenas manos.

Pablo no parecía muy convencido, pero se calló unos instantes para acabar diciendo:

—Le quiero pedir un favor, amigo Juan. Independientemente de los turnos de guardia que establezcan, quisiera pedirle que nos veláramos el uno al otro. Me aterroriza que algo me arrastre fuera del círculo mientras duermo; despiérteme de inmediato si ve que me pasa algo extraño, que yo haré lo mismo por vuestra merced… Se lo ruego. Yo haría la primera guardia, que me siento demasiado nervioso como para dormir.

El primer impulso de Juan fue negarse, pero, en verdad, parecía una medida prudente, aunque algo exagerada. A pesar de todo, Raquel le había pedido que tuviera cuidado, y consideró que podía hacerle ese favor a su compañero de armas. De modo que accedió, si bien le comentó que él se iba a echar a dormir ya.

Tardó muy poco en quedarse dormido. Tuvo un sueño confuso, en el que se enfrentaba a un cralate auxiliado de lejos por Pablo, que disparaba flechas muy grandes con precisión, y por Raquel, que lanzaba hechizos que hacían aullar al monstruo. Juan lanzaba estocadas una y otra vez, pero eran todas muy débiles porque se sentía sin fuerzas, casi paralizado. Cuando Pablo le despertó, estaba muy angustiado porque el monstruo le atacaba y él apenas podía levantar el brazo de la espada. Guardó silencio, pero agradeció sinceramente que lo hubieran sacado de aquel sueño.

Según le dijo Pablo antes de echarse a dormir, buena parte de los soldados estaban sufriendo pesadillas, lo que parecía ser parte de la influencia maligna de aquellos seres. Lo último que hizo fue, en tono burlón, desearle suerte en la guardia. No tardó en dormirse tan profundamente, que, incluso, se puso a roncar.

El campamento, si es que se podía dar tal nombre a aquello, estaba muy tranquilo. La luz de las fogatas, que los soldados apostados a intervalos regulares avivaban si era necesario, no dejaba ver qué había fuera del círculo. La negrura les rodeaba por el exterior y sobre su cabeza. Uno de los individuos de aspecto extraño daba paseos amplios por el círculo de fogatas. Juan pasó un rato tratando de entretenerse con cualquier cosa, para espantar su sopor. Estaba un tanto adormilado cuando se plantó frente a él uno de los tres hombres misteriosos. Como estaba de espaldas a las fogatas, y vestía casco y almófar, casi no le veía el rostro. Con una voz muy suave, como la de un eunuco o un chico muy joven, le dijo:

—¿Qué cree que está haciendo, soldado?

Hubiera querido decirle que no era soldado, sino miliciano, y que si no sabía diferenciar a uno de otro, no entendía que hacía allí. Se limitó a mirarle con mala cara, y a responder, con la máxima corrección posible:

—Con el debido respeto, señor, no sé a qué se refiere.

Con aquella voz impropia de un combatiente, le dijo:

—No está de guardia pero no duerme. ¡Duérmase ahora mismo! ¡Es una orden!

Casi le suelta que aquella era una orden estúpida, pero fue diplomático:

—No puedo conciliar el sueño, señor. Dormiría si pudiera, pero no puedo.

—¿Cómo? ¡Cómo se atreve a hablarme en ese tono, soldado!

Juan no pudo reprimirse. Fulminó con la mirada a aquel individuo y estuvieron un rato con la vista clavada el uno en el otro hasta que su interlocutor empezó a reírse. Era una risa clara, una risa de mujer. Y con una voz que conocía muy bien le dijo:

—Juan, que soy yo… soy Raquel.

Atónito, sólo acertó a decirle:

—¿Raquel?

En respuesta, Raquel se quitó el casco y el almófar, lo que dejó al descubierto su melena, larga y oscura, y se sentó junto a él. Era realmente ella, que le sonreía y, mientras se arreglaba el pelo, decía, frívola:

—El dichoso casco me deja fatal el pelo.

Sobrepuesto ligeramente de su sorpresa, Juan fue capaz de preguntarle:

—¿Qué haces aquí? Eres la última persona a la que esperaba ver.

—No es tan raro. Don Felipe sabe por mi padre que entiendo de magia, así que habló con él para que me diera permiso para acompañarle en la expedición. Le venía muy bien alguien con mis conocimientos y prometió cuidar de mí y… ¡aquí estoy!

—Pero… yo pensé que no querías que nadie supiera que eres maga.

—Y no quiero, pero a mi padre tenía que contarle algo tan importante, ¿no crees? Él no lo va pregonando por ahí, sólo se lo dice a compañeros de armas de mucha confianza. Además, ¿no ves que voy vestida de hombre y con casco y almófar? Aparte de para estar más protegida es para que no se sepa que soy una mujer y una hechicera.

A Juan se le antojaba asombroso ver a su amiga como ayudante de un oficial del ejército, pero tenía cierto sentido si era verdad que los cralates usaban la magia. De todos modos, lo único que sentía en aquel momento era una mezcla de alegría por tenerla al lado y de preocupación porque la suerte de Raquel estuviera ligada a la de aquella expedición. Su amiga, por lo visto, no compartía tal preocupación porque le dijo, en tono jovial:

—Tiene gracia. Esta es la primera vez que corremos aventuras juntos.