Mundo de cenizas. Capítulo XXXI
Durante unos momentos terribles, todo fue confusión entre soldados y milicianos, entre heridos e ilesos. Aquellos seres parecían ser lo bastante astutos como para haberles distraído con las ratas mientras identificaban al oficial al mando, y le habían atacado para desorganizar al grupo. Sin embargo, se hizo valer el buen juicio con que don Felipe elegía a sus oficiales, ya que, con la voz entrecortada por el dolor, el soldado al mando gritó:
—¡Atáquenles! ¡Disparen, carguen!
Asimismo, la disciplina y el coraje de los miembros de aquella expedición quedaron fuera de duda cuando todos los soldados y milicianos ilesos, a excepción de Pablo, que se había agazapado un par de pies más allá, dispararon sin dudarlo. Los dos monstruos habían retrocedido y estaban parcialmente ocultos. El tiro de Juan erró por mucho, y uno de los cralates pudo guarecerse sin recibir más que un rasguño. Sin embargo, al otro le clavaron dos saetas en el tronco, que le dejaron bastante maltrecho. Y, por fin, la suerte premió el valor que acababan de demostrar. La flecha que había lanzado un miliciano le entró al monstruo por el ojo izquierdo y le atravesó el cráneo. El cralate cayó muerto sin haber tenido tiempo ni de gritar de dolor.
Aquel disparo afortunado elevó la moral de una tropa muy necesitada de ella. De inmediato, salieron del parapeto milicianos y soldados dispuestos a no permitir que el otro monstruo huyera. Salvo un miliciano, que se puso a hablar con el clérigo y el soldado al mando, y un soldado que tenían Pablo y Juan al lado, salieron todos a perseguir al enemigo. Juan y el soldado, iban a hacer lo propio, pero aquél se detuvo para ver donde estaba Pablo. Y se preocupó cuando le vio encogido tras una roca de buen tamaño, con expresión de pánico en el rostro y pidiéndoles a él y al soldado que estuvieran quietos. Juan avanzó con cuidado hacia él y, entonces, Pablo le susurró, con tanto miedo que casi no le salía la voz de la garganta:
—Hay otro… allí… viene escondiéndose.
Cuando miró donde Pablo le señalaba, comprobó que estaba en lo cierto. Uno de aquellos seres que avanzaba cauteloso entre la maleza. No les había visto a ninguno de los tres, pero sí a los compañeros que combatían con el cralate superviviente. Lo peor del caso era que, por su posición, era casi imposible que el resto de los combatientes le hubieran visto. Juan recordó los consejos de Raquel y, aunque no se veía haciéndolo, fue consciente de que si aquel ser empezaba a utilizar sus poderes, o lo que era peor, si intentaba convocar a una manada de ratas, sólo les quedarían dos opciones: cargar contra él con la esperanza de distraerle el tiempo suficiente para que los demás compañeros se ocuparan de él, o morir a manos del cralate o de las ratas. Como el soldado se les había acercado, Juan les susurró a sus dos compañeros:
—Dudo que le hayan visto, habría que atacarle.
El soldado asintió sin dudarlo, de hecho, las órdenes eran atacar, y si no habían obedecido era por haber descubierto a un tercer enemigo. Pablo, con los ojos muy abiertos y expresión asustada, quiso replicar, pero desistió de hacerlo y fue a por su ballesta. Sin embargo, Juan le detuvo:
—No, amigo Pablo, tendrá que ser cuerpo a cuerpo. Si fallamos al disparar, nos descubrirá y estaremos perdidos.
Era consciente de que no era buen arquero, y al estar protegido por los troncos, las probabilidades de fallar eran elevadas, incluso para un arquero más experimentado. Pablo, para su sorpresa, replicó agitado:
—Yo no voy. Os cubriré desde aquí, pero yo no me enfrento a eso.
Juan se quedó helado. El soldado se había hecho con un montante y, escondido, dividía su atención entre vigilar al nuevo enemigo y averiguar qué iban a decidir Juan y Pablo. Lo más calmado que pudo, dijo:
—No hay otro remedio. Necesitaríamos vuestra espada para enfrentarnos a ese monstruo. Si se pone a convocar a las ratas, estaremos perdidos. Yo solo no puedo apoyar al soldado, os necesitamos.
Casi sintió lástima por la expresión aterrorizada de Pablo. Pero, al menos, la decepción que acababa de sentir se esfumó, porque, aunque fuera de mala gana, su amigo soltó la ballesta y se ajustó bien el cinto, mientras susurraba, en un lamento:
—¡Me he tenido que juntar con el héroe del pueblo!
Acababan de agazaparse junto al soldado cuando vieron al cralate alzar la cabeza y comenzar a aullar. Justo como Raquel había dicho que hacían. Y recordó qué le había aconsejado para aquella situación. Susurró:
—¡Ahora!
Y cargaron contra él, corriendo con todas sus fuerzas. El monstruo no parecía percatarse de su presencia, y tal y como su amiga le había dicho, parecía el mejor momento para atacarle. Pero, aún así, aquella bestia debía medir un pie o un pie y medio más que él, y el miedo atenazó su corazón cuando estuvo a su lado. Pablo, que se las había arreglado para acercársele por la espalda, le lanzó una estocada muy bien dirigida que le entró por los cuartos traseros y casi lo atraviesa. El cralate se tambaleó e interpuso un brazo para protegerse de Juan, quien por los nervios había lanzado un golpe con la espada medio suelta que dio en el blanco por suerte. Al mover torpemente el brazo, el monstruo recibió un ataque que no le habría alcanzado, y se hizo un corte bastante feo, él solo, con el filo de la ropera, que llenó de sangre el rostro de Juan.
Le habían herido por dos veces, pero hubiera sido insuficiente para derrotarle. Sin embargo, el soldado lanzó un golpe brutal desde una guardia alta, que le dio al monstruo en el otro brazo con tal ímpetu que se lo pegó al pecho, que fue el que recibió el mayor impacto. Y el cralate se desplomó derribado de costado y si Juan no se hubiera apartado a tiempo, le habría caído encima. Lo que sí le cayó a Juan fue más sangre, que le tiñó los cabellos y buena parte del coselete de rojo.
Pablo iba a lanzar una segunda estocada, pero se detuvo jadeando al ver que el cralate no se movía. El soldado le dio varias patadas muy fuertes y la bestia caída no reaccionó, por lo que la dio por muerta y les apremió a regresar de inmediato a la protección del parapeto natural, cosa que hicieron a toda velocidad. Una vez allí comprobaron que el resto de compañeros regresaban a sus puestos tras haber dado cuenta del tercer cralate. Pablo le dijo que estaba perdido de sangre y le ayudó a buscar algo con que limpiarse un poco. Después de aquello, volvió a sumirse en su silencio tenso.
Tras aquello, transcurrió una hora interminable que llegó a su fin cuando vieron aparecer al grupo de soldados, acompañados del oficial al mando, que habían partido hacía un tiempo que se les antojaba muy largo. Volvían desanimados, pero ilesos. Por lo que Juan y Pablo pudieron enterarse, habían sorprendido a un par de cralates aislados, que habían matado sin sufrir ni un rasguño, pero nada más. En una misión cuyo objetivo era diezmar a los cralates, aquello era un fracaso en toda regla, ya que habían tenido más bajas que enemigos habían abatido.
Con ánimo sombrío, la columna emprendió el camino de regreso hacia el punto de reunión con la otra mitad de la expedición, una zona próxima al claro donde habían acampado, pero más próxima a la salida del bosque. Aunque fue una marcha relativamente breve, resultó muy tensa porque la columna cargaba con muchos heridos y la defensa iba a ser difícil en caso de un ataque. Esto no llegó a producirse, pero tuvieron que soportar otra espera de casi dos horas en medio de un bosque denso y oscuro capaz de inquietar incluso a los soldados más animosos. Aunque no sufrieron ningún ataque digno de aquel nombre, varias veces sonaron gritos, órdenes y el ruido que se oye cuando se usan arcos o ballestas. Como ni a Juan ni a Pablo les ordenaron intervenir, permanecieron sentados entre unos matorrales, sin cruzar ni una sola palabra.
Finalmente, llegó el resto de la expedición. Y aunque Juan se cuidó mucho de manifestarlo, ver el estado en que regresaba le cerró la garganta en un nudo. No supo exactamente cuántos soldados habían caído, pero le parecían cerca de diez. Sí le fue evidente, como a todos, que sólo tres de los milicianos habían regresado. El aspecto de los que regresaban era desolador: con las armaduras sucias y con piezas menores rotas, con los rostros repletos de cansancio y horror. Aunque lo que más les desmoralizó fue que don Felipe venía inconsciente y malherido, con lo que la expedición había quedado descabezada.
El siguiente oficial en el escalafón tomó el mando, únicamente, para ordenar una formación defensiva y hacer salir a la expedición del bosque por el camino más rápido. Fueron otras dos horas de marcha angustiosa, en un bosque oscuro bajo cuyos matorrales podía haber cualquier cosa. Sin embargo, durante todo el trayecto no vieron ni a una simple rata. Para Juan, llegar al límite del bosque y verse de nuevo en campo abierto le supuso un alivio momentáneo que, no obstante, agradeció mucho. Al poco rato, se ensimismó y empezó a pensar obsesivamente en la viuda de Pedro y en el huérfano que dejaba. Se le humedecían los ojos de vez en cuando imaginándose la cara de su mujer al recibir la noticia.
Su ensimismamiento tuvo la virtud de hacerle muy llevadero el viaje de vuelta a Gaiphosume. La ruta de regreso fue diferente. En vez de regresar bordeando Metmehapet, dieron un rodeo para no acercarse a la pequeña población y marcharon por las colinas que había al oeste de Gaiphosume. Juan comprendió que iban a llegar directamente al castillo que defendía Gaiphosume, con el objeto de impedir que la gente supiera que casi la tercera parte de los soldados que habían partido se quedarían para siempre en aquel bosque maldito. Sería en vano, porque se acabaría sabiendo, pero, al menos, tardaría algún tiempo en extenderse el rumor.
A los milicianos no les hicieron entrar en el castillo. Con cierta solemnidad, el oficial al mando de la expedición les agradeció su valor, se lamentó por los muertos y ratificó que sus condenas de reclusión quedaban perdonadas. Así, el oficial de la milicia hizo formar a los seis milicianos ilesos y a los tres heridos, dos de los cuales tenían que apoyarse en sus compañeros, y les hizo bajar por la ladera de la elevación que dominaba el castillo hasta alcanzar la carretera que discurría próxima a la costa. No les llevó mucho tiempo alcanzar el puente sobre el río Gaiphosume y entrar en la localidad por la Puerta del Puente.
El espacio despejado que había tras la Puerta del Puente estaba lleno de curiosos, entre los cuales había varios familiares de los milicianos que habían partido. Probablemente, desde lo alto de las murallas, se habría corrido la noticia del regreso de los milicianos, y sus allegados acudían a recibirles. Juan, aún ensimismado, se quedó casi en el mismo sitio en el que había recibido la orden de romper filas. Tras un rato indeterminado, oyó a Pablo decirle, con rabia:
—¿Qué vais a hacer?
Pablo tenía el rostro contraído en una expresión enojada. Respondió muy despacio:
—No lo sé.
—Pues no sé vos, pero yo necesito un trago.
Comenzó a plantearse si acompañar a Pablo o no cuando oyó a una mujer que repetía su nombre. No tenía familia, no se esperaba que nadie fuera a recibirle allí; por eso, no se dio cuenta de que se trataba de Raquel hasta que la miró. Si hubiera tenido un estado de ánimo normal, se habría sorprendido y conmovido de ver cómo le cambió la cara a su amiga cuando vio el aspecto que traía. Raquel se quedó parada un instante, a cuatro o cinco pies de él, mirándole con preocupación el coselete. Embotado como estaba, reparó lentamente en que estaba perdido de sangre de cralate, así que acertó a decir:
—La sangre no es mía.
Pero Raquel le estaba mirando a los ojos, con una expresión entre angustiada y triste. Murmuró, sobrecogida:
—Ha tenido que ser horrible.
Por toda respuesta, Juan agachó un poco la cabeza, ya que no le era fácil mantener la mirada consternada de su amiga. En esto, Pablo le sorprendió diciendo en tono antipático.
—Me voy a la taberna.
Caminando con rapidez, entró en una taberna que estaba muy cerca. Raquel se las arregló para volver a mirarle a los ojos y le preguntó:
—¿Te han herido?
—No.
Y, tras una pausa, con una calidez que consiguió reconfortarle una pizca, añadió:
—Ya ha pasado todo, Juan. Ahora necesitas descansar, comer algo… ¿quieres que…?
Una discusión a gritos la hizo callar. La vio apartarse de él y entrar corriendo en la taberna. Le costó unos instantes reparar en que Raquel había reaccionado así porque uno de los que gritaban era Pablo. Juan se encaminó con paso cansino hacia la taberna, entre un grupo de curiosos que, sin embargo, no entraron como sí lo hizo él. Lo que vio le habría alterado en otras circunstancias. Raquel forcejeaba con Pablo, que fuera de sí le gritaba insultos terribles al tabernero, que le respondía con otros no menos graves. Su amiga le retenía a duras penas, pero le ordenaba que se tranquilizara con una determinación y un coraje que a Juan le parecían impropios de ella. El tabernero le exigió el pago de una cantidad, acompañándolo de unos cuantos insultos, y Pablo le replicó que por aquel vino malo no pagaba ni la mitad. Cuando el otro le mostró un cuchillo de gran tamaño, Pablo redobló sus intentos de apartar a Raquel, mientras gritaba:
—¿A mí me vas a sacar eso, hideputa! ¡Yo te mato!
Y habría desenvainado de no haberlo impedido Raquel agarrándole la muñeca y empujándole. Gritó tan fuerte como los dos hombres cuando le dijo:
—¿Está loco? ¿Va a arruinar su vida por unos cuantos maravedís? ¡Cálmese ya!
En un tono que a Juan le pareció más peligroso que los gritos por lo bajo y grave que sonó, Pablo repuso.
—Raquel, por favor, apártese.
En realidad, pensó Juan, Pablo había ido a enfrentarse a un rival que le superaba con mucho. Aquel tabernero era bien conocido en Gaiphosume por no tenerle miedo a nadie. Había servido en el ejército, de donde le echaron por ser indisciplinado y algo pendenciero, y estaba habituado a tratar con gente de muy mala catadura. Aunque Pablo llevara ropera, Juan estaba convencido de que el tabernero sería muy capaz de descuartizarle. Así que pensó que debía hacer algo. Con la frialdad que le daba el estado de ánimo inusual que le había dejado la expedición que había padecido, se encaminó tranquilamente hacia el hombre, que le miró receloso, e interrumpió la discusión diciendo, con serenidad:
—¿Cuánto dinero le debe mi amigo?
—Diez maravedís.
Sin más, le pagó lo que pedía y, con aquello, terminó la pelea. Pablo, que había dejado de forcejar, salió refunfuñando de la taberna dando grandes zancadas y empujando a varios de los curiosos que habían acudido a ver la pelea. Raquel le siguió a toda prisa y Juan salió del recinto mucho más despacio. Pablo y su amiga iban discutiendo. Se pararon frente a un muro y Pablo, que no hacía más que decir que aquel canalla había empezado, que era un ladrón, que a él nadie le amenazaba, empezó a beberse grandes tragos del pellejo de vino que había comprado, mientras Raquel no paraba de repetirle que se tenía que controlar, que o se calmaba o acabaría en la cárcel o de galeote.
Y, de pronto, Pablo se dejó caer, arrastrando la espalda por la pared, hasta quedar sentado. Y se cubrió la cabeza con ambas manos y empezó a temblar. Raquel se agachó y le escondió con su cuerpo. Y cuando estuvo junto a los dos, la oyó decir:
—Amigo Pablo, no se avergüence. Ha soportado una prueba terrible. Nadie tendría derecho a reírse de vuestra merced si le ve así. Además, yo le cubro, nadie se dará cuenta.
Con un atisbo de sorpresa, Juan comprendió que Pablo estaba llorando. Raquel terminó arrodillándose frente a él y cubriéndole la cabeza con los brazos, el pecho y la cabeza. Su amigo murmuraba entre lágrimas que pensó todo el tiempo que iba a morir, que en aquel bosque no sabía por dónde le iban a venir los enemigos, que estaba oscuro, no se veía y se sentía torpe e incapaz. Raquel, entretanto, le reconfortaba con ternura. Se la quedó mirando un rato, pensando en que no sabía que su amiga supiera lidiar con situaciones como aquella. Acabó sintiendo que estaba de más, así que le dijo, en tono apagado.
—Estaré en la taberna.
Raquel respondió con un gesto nervioso de la mano y asintiendo ligeramente. De manera que Juan les dejó solos y entró con parsimonia en la misma taberna donde Pablo casi se mete en un problema del que no iba a poder salir bien parado. Pidió una jarra de vino al mismo tabernero y, sentado en una de las mesas, apoyando el cuerpo en una pared, se la fue bebiendo muy despacio, sin tener apenas noción del tiempo, pensando obsesivamente en Pedro, su viuda y su retoño.
No supo cuánto tiempo pasó allí. Sólo que aquel intervalo terminó cuando Raquel le puso una mano en el hombro y se sentó frente a él, sonriente. Él sólo acertó a esbozar un principio de sonrisa en respuesta, pero a su amiga no pareció importarle. Juan estaba planteándose preguntarle acerca de Pablo, pero fue ella quien se adelantó:
—He tardado un poco porque preferí acompañar a Pablo a su alojamiento, por si se metía en más líos. Pero no. Cuando dejó de llorar se quedó muy relajado y se recuperó muy rápido por el camino. Me pidió perdón por lo de la taberna y… de verdad, no sé cómo te has hecho amigo de él. ¿Sabes lo que me dijo al despedirse?
Juan, con un movimiento muy ligero de la cabeza, repuso que no, y Raquel continuó, en un tono más divertido que indignado:
—Que como se iba a acostar, que si no podía darle un beso de buenas noches. Me molestó un poco, pero después de lo mal que lo había pasado, no fui capaz de negarme, y le besé en la mejilla. ¿Y sabes lo que me dijo? —En esta ocasión, no esperó a tener respuesta—. Que hubiera preferido un beso menos decente, pero que estaba bien para empezar. ¡No tiene vergüenza!
Raquel le miró sonriente unos momentos, a lo que Juan repuso con otra sonrisa débil, y prosiguió:
—Pero lo bueno es que ya ha recuperado las ganas de bromear. Le bastará dormir bien, tomarse un buen desayuno y hacerse a la idea de que ya está en un sitio seguro, y lo habrá superado, si es que no lo ha hecho ya. En cambio, tú me preocupas mucho más.
Juan se enderezó, mirando a su amiga extrañado, pidiéndole sin palabras que se explicara, cosa que hizo de inmediato.
—Cuando te saludé en la plaza tenías los mismos ojos que mi hermano la primera vez que participó en un combate de verdad. Me diste tanta pena…—y, añadió, clavándole la mirada en sus ojos—: lo habéis pasado muy mal… seguro.
A Juan se le hizo un nudo en la garganta, pero se limitó a asentir ligeramente. Preferiría que Raquel no siguiera recordándole lo que había padecido en aquella expedición que tan mal había terminado, aunque no tenía fuerzas para protestar. Pensó que no se merecía estar allí, que hubiera sido mejor para todos si en vez de morir Pedro, hubiese caído él víctima de su estupidez cuando casi sale del perímetro del campamento la noche que acamparon. Mientras le pasaba todo aquello por la cabeza, apenas hizo más que mantener la vista perdida en su vaso de vino, y rodearlo con la mano. Su amiga lo sacó de su estado, diciéndole:
—Mi hermano se pasó dos días sin hablar apenas. No quiero ni acordarme… Preferiría que reaccionaras como Pablo. Mira, no hay motivo para avergonzarse. Mi padre me ha dicho más de una vez que, en casos como el vuestro, acaban llorando más bisoños de lo que te creerías, y no son más débiles o cobardes que los demás, es sólo su forma de sobreponerse a lo que han vivido. Tú haces mal en tragártelo, sólo conseguirás sentirte desgraciado y culpable durante más tiempo.
La única reacción de Juan fue bajar la cabeza y apurar su vaso de vino. Tras un intervalo de silencio, Raquel comprobó cuanto vino quedaba en la jarra, le sirvió más, con lo que acabó con el contenido de la jarra, y le dijo:
—¿Harán buen hipocrás aquí? Espera un momento.
Su amiga se levantó y se dirigió hacia un sitio que Juan, que no se había movido, no vio. Tras un rato, volvió con las mejillas encendidas y una expresión algo rara. Sin alzar mucho la voz, le dijo:
—Me ha dicho el tabernero que no tengo que pagar. Que una chica tan valiente como yo se merece una invitación. No he sabido qué decir.
Juan tampoco supo qué contestar, así que acabaron con el vino y el hipocrás sin apenas hablarse. Raquel, finalmente, dijo:
—Vámonos. No deberías presentarte mañana con la armadura tan sucia. Aún hay luz suficiente.
Y le condujo, de nuevo, al exterior de las murallas. Juan se dejó llevar dócilmente, de modo que Raquel recorrió un trecho de la ribera del río Gaiphosume hasta encontrar una zona que le satisfizo. Bajo la luz menguante del atardecer, le ayudó a quitarse el coselete y se afanó un buen rato en limpiarlo de sangre, mojando un trapo que traía en el agua y que terminó teñido de rojo. Por primera vez, mientras la veía concentrarse en su coselete, Juan disfrutó contemplando cómo le caía el cabello sobre los hombros, la figura tan espléndida que tenía y lo guapa que era. Le ayudó mucho a levantarle el ánimo tenerla a su lado, y cuando, usando otro trapo, se dedicó a quitarle del rostro y del cuello la sangre reseca, sintió que, además de la suciedad, le estaba librando de parte del pesar que se había traído de la horrenda expedición.
A pesar de que Juan insistió en que no hacía falta, Raquel se empeñó en acompañarle hasta el edificio donde vivía. Apenas había ya luz cuando su amiga le abrazó y se despidió de él con dos besos, que aclararon otro poco más su ánimo sombrío. Subió agotado las escaleras, que se le hicieron muy largas, y no hizo más que desvestirse y acostarse. Se quedó dormido casi de inmediato.
Y no tuvo ningún sueño.