Una voz masculina la sacó de su ensoñación:
—Bonito paisaje, a fe mía.
Asintió, aún distraída. El extraño, que le sacaba medio pie, llevaba una capa de viaje con capucha. Le recordaba ligeramente a un religioso, pero por sus ropajes no adivinaba a qué orden podría pertenecer. La capucha ocultaba sus cabellos, y sólo dejaba a la vista un rostro huesudo de ojos oscuros y profundos. Y lo siguiente que le dijo, le aceleró el pulso.
—Hay gente que lo ve aún más bonito. Dicen que algunos, muy pocos, ven brillar las Torres con una luz blanca divina.
De inmediato vio en las palabras del extraño una trampa. Trataba de averiguar si a ella le pasaba lo mismo, y se maldijo a sí misma por haberse distraído tanto. Se había delatado contemplando sin disimulo la línea de Torres. Algo nerviosa, tratando de ocultar su inquietud, repuso:
—Yo… yo las veo grises y estropeadas. En realidad, me preguntaba que habrá más allá de las Torres, y detrás de las montañas.
Y para consolidar su mentira, miró directamente a los ojos al encapuchado. Éste la miraba como si quisiera leerle los pensamientos, con expresión recelosa, lo que aumentó su inquietud. El corazón le latía con furia mientras su interlocutor añadía:
—Detrás de las Torres está el infierno, el país de los demonios. ¿Es que nadie os lo ha dicho nunca?
Aunque por dentro seguía nerviosa, repuso con aplomo:
—Sí lo sabía, pero a veces siento curiosidad por saber cómo es ese lugar. Aunque nunca se me ocurriría cruzar la línea de Torres.
—De eso estoy seguro. Pero me sorprende esa clase de curiosidad. ¿Os fascina la maldad? ¿Sentís ganas de saber más acerca de los demonios? Contadme.
Raquel empezó a asustarse. Aquel individuo intentaba sonsacarle si era una bruja. Se preguntaba qué tipo de persona tenía delante, que la trataba de vos sin contemplaciones, como si fuera alguien de muy alto rango. De pronto, oyó a Pablo decir, a sus espaldas, en tono firme:
—Tenga vuestra merced la bondad de separarse de ella.
Y con una fuerza que no se esperaba en Pablo, le tiró hacia atrás por el brazo y la alejó del extraño. Raquel se fijó en que su amigo llevaba la capa abierta por delante, de forma que era visible la empuñadura de su espada. El hombre le miró de arriba abajo, sin apenas inmutarse, y dijo:
—Me limitaba a charlar un rato con vuestra amiga acerca del paisaje. No teníais motivos para temer por ella.
Pablo repuso con la misma firmeza, y un tono de desafío en la voz:
—Sepa vuestra merced que soy hombre viajado y que no acostumbro confiar en gente encapuchada.
El aludido sonrió con malicia y repuso:
—No enseñéis tanto vuestra espada, chiquillo, que no me impresionaréis con eso —. Mirando a Raquel, concluyó—: ha sido un placer conversar con vos, muchacha.
Y sin más, se alejó de los dos. Raquel se apresuró a darle las gracias a Pablo, pero este repuso en tono seco:
—No las merezco, amiga Raquel. Era evidente que ese tipo deseaba pasar desapercibido, y que no iba a llamar la atención peleándose conmigo —. Y, con severidad, prosiguió —: ¿me quiere explicar qué hacía hablando con un desconocido que, además, trataba de ocultar su identidad? Esto no es Gaiphosume; no sabe vuestra merced con qué tipo de gente puede estar compartiendo viaje. Le ruego que tenga más cuidado y que no se despiste mirando lo que fuera que llevaba un cuarto de hora mirando.
Raquel no quiso confesarle a Pablo las intenciones que, según intuía, tenía el encapuchado, así que repuso:
—Seguiré su consejo, pero, de todos modos, no llevaba apenas dinero, ni tengo ninguna joya que me pudieran robar. Y, además, como bien dice, amigo Pablo, sería difícil que me hicieran algo delante de tanta gente.
Pablo se cerró la capa, se le acercó y sintió que le tocó en el costado con dos dedos, invisibles bajo sus vestiduras, y replicó:
—Suponga, amiga Raquel, que no son mis dedos, sino un puñal y que le digo que si grita o intenta huir, la mato —. Luego le pasó el otro brazo por los hombros, tras sacarlo con cuidado de bajo la capa, la obligó a darle la espalda, y añadió—: Y ahora le digo que camine despacito… ¿cree vuestra merced que alguien intentaría detenerles? ¿Quién se iba a dar cuenta de que marchaba obligada?
Raquel se sorprendió de la facilidad con que Pablo la había capturado, y la intranquilizó saberse tan vulnerable. No obstante, lo que no sabía su amigo era que uno de los hechizos que conocía, y ya había usado con éxito, le permitía sumir a una persona, o a varias, en un sueño profundo. Y que ese hechizo funcionaba mejor mientras más cerca de ella estuviera el objetivo. De verse en ese caso, emplearía su magia y cuando su captor cayera el suelo, ella podría huir. Pero debía reconocer que sin ese recurso, estaría perdida. Como no quería delatarse ante Pablo, respondió:
—Amigo Pablo… le agradezco su demostración, y le aseguro que tendré más cuidado de ahora en adelante, pero, ¿para qué me iban a secuestrar? Mi familia es humilde, y yo no parezco rica.
—Amiga Raquel, ¿sabe cuántas mancebías hay a lo largo del reino? ¿Cree que todas las putas trabajan en ellas por propia voluntad? Por una chica como vuestra merced pagarían una buena suma.
Raquel se volvió y le miró horrorizada, buscando en sus ojos alguna muestra de que Pablo mintiera o exagerara. Pero no la halló. Su amigo zanjó aquello proponiendo:
—Volvamos con Juan. Y, por favor, recuerde lo que le he dicho. Es por cosas como estas por las que una mujer no debe viajar sola.
Raquel regresó junto con Pablo, aún un tanto conmocionada por ser consciente de que podría acabar en una mancebía, soportando cosas terribles. Cuando vieron a Juan, a unos sesenta pies de distancia, que estaba sentado de espaldas a ellos, entre el equipaje de los tres, Pablo se detuvo y mirando al cielo, con muchos aspavientos, dijo:
—¡Divino Jutar! ¿Qué pecados he cometido para merecer esta penitencia?
Raquel, atónita, preguntó:
—¿Qué sucede?
Y señalando a Juan, repuso:
—¿Es que no ha visto la forma de vigilar nuestro equipaje? Se ha despistado completamente; hasta un raterillo novato sería capaz de llevarse la mitad de los fardos y él ni se enteraría… ¡Por el amor de Jutar! Una se queda mirando no sé qué embobada y deja que se le pegue el primer tipo que llega, y el otro, que debía cuidar de nuestras cosas, las vigila de espaldas... ¡Que no soy el niñero de vuestras mercedes! Tenga la bondad de esperar aquí, y no venga hasta que se lo indique, amiga Raquel.
Sin esperar respuesta, se aproximó despacio, con sumo cuidado. A medio camino, pisó mal, se tambaleó y dio unos pasos nada sigilosos. Se detuvo, pero como Juan no se volvió, continuó su camino. Con mucho sigilo, cogió el sombrero de su amigo, que se había quitado y tenía a su espalda, encima de uno de sus fardos, y, tras escondérselo detrás, le pido a Raquel que avanzara. Cuando ya estaba cerca, Pablo dijo:
—Amigo Juan, aún luce el sol. Sería cosa de que os protegiérais la cabeza.
Juan se volvió con rapidez, algo sorprendido. Era obvio que no se había dado cuenta de que Pablo había llegado. Fue a hacerle caso a su amigo y dijo:
—¡Mi sombrero! Lo había dejado aquí… ¡Me lo han robado!
Pablo suspiró, se lo enseñó y dijo:
—No, amigo Juan, lo he cogido yo para enseñaros con qué facilidad os lo podrían haber robado. Y en vez del sombrero, me podría haber llevado un par de fardos con la misma facilidad. Ahora que están aquí los dos, les voy a dar un consejo. Mientras estén vuestras mercedes de viaje, o en una ciudad que no conozcan, háganme el favor de estar muy atentos y de no fiarse de nadie, lleve capucha o no. No tienen ni idea de con quién están compartiendo el trayecto, y se pueden llevar un disgusto. La segunda vez que viajé a Nêmehe lo hice a pie y se me ocurrió dormir en una venta. Y uno de los viajeros con los que compartí habitación, me robó mientras dormía. Así que, les suplico que estén más atentos, que no tengo ojos suficientes para cuidar de los dos a la vez.
Juan se puso en pie y Pablo le devolvió su sombrero. Tras ello le dijo a su amigo:
—Lamento haberme descuidado, amigo Pablo. No volverá a pasar.
Con una sonrisa, Pablo repuso:
—Eso espero. Quedaos aquí con Raquel, que vuelvo en seguida.
Tras ello, Juan y Raquel se sentaron en el suelo, junto a los fardos. Raquel estuvo reflexionando un rato acerca de lo que acababa de suceder, y se dedicó a observar al resto de compañeros de viaje, intentando adivinar si serían gente de fiar o no.
Finalmente, volvieron a subir los fardos a la galera, y a Raquel ya no le parecía absurda la obsesión de Pablo por no separarse nunca de ellos. Y siguieron su camino.