24 marzo 2012

Mundo de cenizas. Capítulo XXXII

Raquel llevaba nerviosa desde antes de haberse acostado. Aunque había preparado todo el equipaje para su viaje a Nêmehe la noche anterior, aquella mañana se despertó muy temprano y volvió a revisar que todo estuviera bien, que no se le olvidara nada. Su madre había terminado por levantarse también más temprano de la cuenta y se dedicó a darle toda clase de consejos acerca de cómo cuidarse de todos los peligros que le acecharían a una chica sola en una gran ciudad. A Raquel le conmovía la preocupación de su madre, e intentaba tranquilizarla diciéndole que haría el viaje acompañada de Juan y de Pablo y que regresaría con el primero. Sin embargo, cuando su madre le confesaba que se sentía intranquila porque era el primer viaje de verdad que hacía sola, tuvo que aceptar que ella también sentía algo de incertidumbre.

El nerviosismo de Raquel, una vez revisado el equipaje varias veces, se volcó en impacientarse por la llegada de Juan y de Pablo. Habían acordado la tarde anterior que sus dos amigos pasarían por su casa para ir los tres juntos a la explanada frente a la Puerta del camino de Nêmehe, donde les esperarían las galeras. Miró varias veces por la ventana de su habitación, y empezó a ponerse nerviosa porque no les veía aparecer. Empezó a quejarse a su madre por su tardanza, a lo que ella respondía que aún era pronto, lo que no la tranquilizaba. Para olvidarse de aquello, optó por llevar su equipaje junto a la puerta principal de la casa, lo que le llevó un rato.

Tuvo tiempo de tomarse un desayuno ligero, ya que no se sentía con ganas de comer mucho por la excitación del viaje, y de echar varios vistazos por la ventana, antes de que, finalmente, les viera aparecer tras cruzar una esquina. Se puso tan contenta que salió de su casa y les saludó desde lejos. Mientras les veía responder al saludo y avanzar hasta llegar adonde estaba ella, no dejó de pensar en que eran una pareja de amigos un tanto extraña. No comprendía muy bien cómo Juan, tan educado, formal y caballeroso podía llevarse bien con Pablo, que era, en esencia, todo lo contrario. La cuestión era que, durante los cuatro días que habían transcurrido desde que regresaron tan quebrantados de la expedición contra los cralates, estuvieron juntos casi todo el tiempo. Los mandos decidieron darles varios días de permiso, para que se recuperaran de lo que habían vivido. Les ordenaron estar preparados para incorporarse de inmediato si la situación lo requería, pero desde entonces, Gaiphosume había vivido una calma completa, de forma que tuvieron ocasión de descansar y, por lo visto, de estrechar lazos. Raquel sabía que entre soldados que habían librado combates juntos nacía una camaradería muy particular, pero no era habitual hacer buenas migas tan rápido con alguien tan diferente a uno, o, al menos, eso pensaba ella.

Llegaron a su altura y dejaron los sacos donde llevaban su equipaje. Los dos iban vestidos casi de la misma forma: capas de viaje, bajo las cuales llevaban el coselete y las armas, y sombreros de ala ancha. El sombrero de Pablo era de mayor calidad que el de Juan, que para ese tipo de cosas, era más sobrio. Raquel les saludó a ambos con un par de besos en la mejilla y sacó sus fardos. Cuando dejó el saco en el que llevaba la ropa apoyado contra el muro de su casa, Pablo, en tono alegre, le dijo:

—Amiga Raquel, ¿se va a llevar todo eso?

Asintió, entró de nuevo en la casa, y sacó el otro fardo, en el que llevaba la olla y la comida, el arco y la aljaba llena de flechas. Y le respondió a Pablo.

—Y además, me llevo todo esto.

El aludido examinó con interés los nuevos bártulos y, sin pedir permiso, cogió el arco, que estaba sin encordar, lo miró con atención, lo dobló ligeramente y acabó por decir:

—Parece un arco de miliciano o de soldado… es más fácil de tensar, pero con la misma potencia. Apostaría un escudo a que está diseñado para ser muy eficiente. Es muy buen arco; no es el arco corto típico con que se les enseña a tirar a las civiles.

—Gracias. Pero es lógico siendo la mía una familia de militares. Fue mi padre quien me lo dio y el resto de mi familia quien me enseño a usarlo.

Pablo soltó el arco y mirando el saco donde llevaba los víveres, añadió, bromeando:

—Y viendo la olla tan grande que lleva ahí, debe creerse que este viaje es una expedición militar y que vuestra merced es la encargada de cocinar para su camarada.

Raquel le miró seria un momento, y Pablo continuó, haciendo unos gestos con las manos que parecían indicar una disculpa:

—Le agradezco el detalle, amiga Raquel, pero tampoco eran necesarias tantas molestias. Siempre que he viajado de Itvicape a Nêmehe, o al contrario, y le aseguro que ya han sido muchas veces, sólo he llevado conmigo pan, queso, nueces y almendras, y a veces, aceitunas o un poco de carne en salazón. Pero nunca me he llevado nada para cocinar, porque luego hay que cargar con más peso.

Raquel se aproximó a Juan, se le agarró a un brazo y dijo sonriente:

—Sea así. Cómase vuestra merced su queso y su pan, que Juan y yo nos comeremos una buena olla podrida. Porque me ayudarás a prepararla, ¿verdad?

Antes de que Juan pudiera decir nada, Pablo repuso:

—Amigo Juan, no la escuchéis. Dejadla que cocine para media caravana, que nosotros compartiremos vino y nueces—. Y tras reírse, concluyó—: de acuerdo, amiga Raquel, la ayudaremos con el fuego, el agua y cosas así, pero no nos haga cocinar, que somos milicianos, no soldados. Aunque no sé si le dará tiempo a hacer el cocido durante la parada a medio día.

Raquel, soltó a Juan y le dijo a Pablo, bromeando:

—No pensaba dejar que me estropearan el cocido, en especial vuestra merced. Y tenía pensado cocinar la olla podrida de noche, para dar tiempo a las alubias a ablandarse.

Pablo hizo un gesto de conformidad muy gracioso y a Raquel la volvieron a invadir las prisas. Se echó al hombro el saco con la ropa, se colgó el arco a la espalda y cuando intentaba alzar el tercer saco, el de los víveres, Juan y Pablo, sobre todo el primero, se empeñaron en llevarlo ellos. Al final, fue Juan quien se encargó de transportarlo.

Y tras darle un abrazo muy fuerte a su madre, que había asistido divertida a la conversación entre los tres amigos, partieron hacia la Puerta del Camino de Nêmehe.

Tardaron poco en llegar a la Puerta del Camino de Nêmehe, y se encontraron que aún faltaban bastantes pasajeros, porque la explanada estaba casi vacía. Sólo entonces, Raquel se tranquilizó completamente, ya que era imposible que las galeras se fueran sin ellos. Aquella caravana era la primera que partía de Gaiphosume desde el ataque en el que se perdió aquella en la que viajaba Pablo. La mayoría de los viajeros de esa caravana que tan mal final tuvo habían seguido su viaje a bordo un galeón de la ruta circular, dos días atrás, según le estaba contando el propio Pablo. El viaje corría por cuenta de la municipalidad, como compensación hacia el horror padecido, pero él había preferido esperar a la caravana para acompañarles. De pronto, su tono se volvió más melancólico y añadió:

—Lo vi partir desde el lienzo sur de la muralla. El viento le era favorable y salió escoltado por una galeota. Seguro que llegaron a Nêmehe sin problemas.

Raquel se dio cuenta de que no se había subido a la muralla sólo para ver zarpar el barco. Pensó que alguien, lo bastante querido para él, se alejaba en aquel navío; quizá se tratara de una mujer, pero no quiso preguntarle. Ella había hecho lo mismo la última vez que Marcos regresó a Nêmehe en otro galeón. Le vio partir desde el lienzo sur de la muralla porque si le despedía en el muelle, temía que todo el mundo se diera cuenta de lo que sentía por él.

Pasó un rato largo ensimismada, acordándose de Marcos, fantaseando con el momento de reencontrarse con él. Acabó por volver a la realidad y reparó en que ya había amanecido del todo y seguía habiendo muy poca gente allí. Tuvo más de una hora para impacientarse y para quejarse del retraso con que acabó saliendo la caravana. Cuando, al fin, subieron los tres a una de las galeras, que iba bastante llena, Raquel ya estaba arrepentida de haber madrugado tanto en vano. Había espacio suficiente para los tres y Juan y Pablo, tras haberla ayudado nuevamente con parte de su equipaje y colocar el propio, la hicieron sentarse en medio de los dos. Le hizo gracia el afán que tenían de protegerla. Al sentarse, estuvo un buen rato arreglándose la falda para procurar que el hombre maduro que tenía en frente, que le lanzaba miradas con disimulo, no pudiera verle las piernas. De cualquier forma, no se sentía especialmente preocupada, puesto que se había puesto calzones de hombre que impedirían que si se le levantaba la falda le pudieran ver nada. De lo que sí se sorprendió fue de lo incómodo que resultaba tener una prenda pegada a sus partes íntimas y se preguntó cómo hacían los hombres para soportar el ir siempre con calzones.

Después de otra media hora, que a Raquel le pareció interminable, la galera emprendió lentamente la marcha. Les esperaba un viaje de dos días en los que iban a visitar un montón de ciudades y aldeas de la ladera de las montañas, junto a la línea de Torres, y de la costa. Durante toda la mañana, el entusiasmo de Raquel por ver mundo había mantenido una pugna contra el cansancio por haber dormido muy poco. El retraso desesperante y el hecho de que la galera iba cubierta y seguida a poca distancia por otra, le dieron la victoria al sueño. Cabeceó varias veces, pero los baches del camino la despertaban, y llegó a temer darse un golpe en la cabeza con el carruaje. Adormilada, se acurrucó contra Juan, le apoyó la cabeza en el hombro, y le susurró:

—¿No te molesta? Me muero de sueño.

Su amigo se apresuró a responder que no, y Raquel cerró los ojos. Oyó decir a Pablo:

—Amigo Juan, por favor, pasadle un brazo por encima y sujetadla, que no se le vaya a caer la moza en el próximo bache.

Raquel notó que Juan, muy despacio, le fue pasando un brazo por la espalda y terminó sujetándola por la cintura. Pensó en lo buen amigo que era, en lo segura que se sentía cuando estaba a su lado, y en que le alegraba mucho que le acompañase en aquel viaje. En unos instantes, se quedó dormida.

Y tras lo que a ella le pareció un instante, un golpe fuerte, como de madera que se rompe, y una serie de gritos lejanos la hicieron abrir los ojos.

22 marzo 2012

Lacrimosa

Llevaba tiempo sin poner aquí ninguna bachata...

Estaba este domingo en un bar de "salseros" al que voy cuando puedo, y justo cuando me iba, sonaba esta bachata. Y me quedé a escucharla en mitad de las escaleras. La bachata es de Juan Luis Guerra y se llama Lacrimosa. Podéis oírla, por ejemplo en:

Lacrimosa (Juan Luis Guerra)

Muy bonita. Y, por cierto, está basada en un réquiem de Mozart muy conocido, que es, como no, una Lacrimosa. Es este otro:

Lacrimosa (Mozart).

El autor de la bachata reconoce haberse inspirado en la pieza de Mozart para componerla. Comparando ambas se ve perfectamente la influencia. Asimismo, le viene bien usar una canción fúnebre, ya que la bachata habla de un amor que ha muerto.

A ver si un día la bailo.

13 marzo 2012

Otro proyecto más: Balcón al cosmos

Se me acumulan los temas de que hablar en mi bitácora. Pero ando una temporada muy desorganizado. Ahora no es tanto que tenga una carga de trabajo abrumadora, sino que me despisto, o me despistan mucho. Y, claro, mi pobre bitácora se resiente.

Hoy voy a presentaros un proyecto en el que me he metido, que, como es normal, no sé dónde acabará. Me he decidido a organizar una revista "online" sobre ciencia, en particular, sobre matemáticas, física, química, y similares. La web de la revista (que he programado yo, que se note que trabajo en informática) es:

http://www.balconalcosmos.es

Se trata de una revista que cubre un "hueco" que siempre he visto yo en las publicaciones sobre ciencia. Existen revistas excelentes, como podrían ser Astronomía y Universo, o Investigación y Ciencia. Pero son revistas donde las ecuaciones no son bienvenidas, porque son divulgativas de corte generalista, aunque la calidad científica de sus artículos sea notable. Existen otras revistas donde sí se pueden leer artículos sin esa restricción, pero, normalmente, están en inglés. En español, sólo hay revistas donde puedan usarse ecuaciones editadas por diferentes instituciones para sus socios, o bien, que no salen del ámbito de una sola facultad.

Este es el hueco que quiere cubrir Balcón al Cosmos: una revista donde tengan cabida artículos que hablen sobre cuestiones científicas en los que tengan cierta importancia las deducciones matemáticas o hablar de fórmulas si es necesario. Por poner un caso, el que estoy preparando yo para el número cero (ya que organizo este tinglado, qué menos que escribir para la revista) va sobre la deducción de las fórmulas de resolución de ecuaciones algebraicas de segundo, tercer y cuarto grado. No es un tema muy complejo, pero no tendría cabida en casi ningún sitio.

Es, también, un recuerdo muy sentimental de una mesa redonda (La Mesa Redonda sobre Relatividad y Mecánica Cuántica) en la que participé hace ya demasiados años, y de la que salió una revista (en papel). Como distribuir en papel es prohibitivo, la idea es hacerla digital, cómo única forma de que un proyecto así salga adelante.

Hay muchas cosas que no tengo definidas del todo, pero ya se puede ir visitando la página. Y quien quiera colaborar, ya sabe, que me escriba. El requisito es que debe saber algo de LaTeX.

06 marzo 2012

(Cuentacuentos) Era el arcoíris más bonito que había visto nunca

Esta semana en el cuentacuentos, la frase de comienzo de los relatos es mía. Esto es lo que se me ha ocurrido a partir de ella.

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ERA EL ARCOIRIS MÁS BONITO QUE HABÍA VISTO NUNCA.

Era el arcoíris más bonito que había visto nunca. Worch pensó que era una pena estar muriéndose bajo un cielo adornado de tal manera. Y, para colmo, sucumbir cuando tan cerca estaba de resolver el mal que aquejaba a su pueblo. La muchacha que había rescatado de manos de los macuques, era la que traía el fin de las lluvias, como demostraba aquel arcoiris maravilloso, que aparecía cuando la joven estaba ya cerca del poblado de Worch, a poco más de dos días de camino. Sin su guía, la muchacha se perdería en el bosque, moriría presa de cualquier alimaña. Su influencia benéfica desaparecería, volverían las lluvias y el pueblo de Worch perecercía.

Había tenido muy mala suerte. Había entrado en el poblado macuque como invitado, haciéndose pasar por ciudadano imperial, por un antropólogo que venía a estudiar sus costumbres. Con ello, explicaba su extraño acento que recordaba ligeramente al de los mewiersch, su propio pueblo: había aprendido las lenguas de las tribus de la Cordillera Anthrul entre los mewiersch. Le acogieron bien y, para no levantar sospechas, la mayoría de las preguntas se referían a costumbres, leyendas y otras cosas sin importancia. Le costó algo de esfuerzo entender lo que le decían, ya que los macuques hablaban su lengua con un acento muy fuerte, pero aunque no entiendiera la mitad de lo que le contaban, le daba igual. A Worch le extrañó lo poco que los macuques salían de su poblado; nunca vio entrar ni salir a nadie el día que pasó con ellos.

Le fue sencillo recorrer la aldea y llegar, de forma casual, a una zona del centro del poblado donde se alzaba una jaula en cuyo interior tenían prisionera a una muchacha menuda, de piel muy blanca, pelo rubio y ojos azules. Sospechó que era a quien debía rescatar desde el principio, lo que confirmó cuando la miró a los ojos y sintió la magia que había en ella. Pasó el resto del tiempo, entre conversaciones insulsas, ideando un plan para liberarla. Y el plan fue, necesariamente, sencillo pero peligroso. Esperó a que fuera de madrugada, cuando los macuques durmieran salvo los que quedaran de guardia, corrió a escondidas hacia la jaula, liberó a la joven cortando con su puñal las sogas que daban solidez a los barrotes, y salieron corriendo de la aldea. El plan funcionó porque, a pesar de que un guardia le avistó y dio la voz de alarma, no le persiguieron. Desgraciadamente, sí que tuvieron tiempo de lanzarles una andanada de flechas. Por proteger a la joven, Worch no pudo evitar que uno de los proyectiles se le clavara en el costado izquierdo.

Desde ese momento, supo que estaba condenado. Cuando pudieron parar, cortó el mástil, pero no pudo sacar la punta. Habría necesitado que le ayudaran personas con herramientas adecuadas. Y, aún así, le sería muy complicado sobrevivir. Decidió no rendirse, e intentar llevar a la chica a su aldea. Con suerte, aguantaría las cinco jornadas que les separaban de su hogar, pero la buena fortuna no quiso acudir, y en la mañana del cuarto día, Worch ya no podía continuar. La herida se le había infectado, y apestaba.

La joven, que hablaba la lengua de los macuques con un acento aún más marcado que el de los aldeanos, le dijo varias frases cuando vio que no continuaban. Sólo entendió palabras sueltas: "bien", "caminar", "comer"... La muchacha era muy dulce e inocente, y le demostraba gratitud y amistad. Mientras estuvieron caminando, le sonreía a menudo, deseaba hacerle pequeños favores, como acercarle la comida, recoger leña o agua, y cosas de ese estilo. Probablemente, no comprendería lo que estaba pasando, pero tenía que seguir intentando salvar a su pueblo.

Respiró con dificultad y le dijo a la muchacha, que le miraba con sus ojos azules e inocentes:

-¿Has visto el arcoiris?

Señaló distraído con la mano izquierda, lo que hizo que la joven viera el arcoiris y lo admirara, pero se le escapó un grito de dolor y se llevó las manos a la herida. Se repuso y le dijo:

-Si caminas hacia allí durante dos días, llegarás a mi aldea. Diles que te envía Worch.

La miró para ver si había comprendido. No tenía esperanzas de que fuera así. Ni tampoco que, en el caso de que le entendiera y obedeciese, fuera capaz de llegar. Mientras corrían huyendo del poblado macuque, la muchacha se cayó sobre un matorral, y se le clavó en la mano una espina de buen tamaño. Tanto le dolía que no paraba de llorar. Cuando fue seguro, Worch, con la mayor delicadeza posible, se la quitó y le vendó la mano con un trozo de tela que, en aquel instante, aún llevaba. Si no había sido capaz de arrancarse una espina, aunque grande y difícil de sacar, mucho menos llegaría viva a su aldea. Si es que no se perdía.

De todos modos, la muchacha no parecía comprender. Le dijo algunas frases en lengua macuque y acabó fijando su atención en la herida de Worch. Con suavidad, le retiró la mano con que se la tapaba e hizo lo propio con su jubón, que llevaba abierto a causa del dolor. Quiso impedírselo, pero ella insistió y dejó al aire la herida, que tenía un aspecto horripilante. Y, entonces, la muchacha pronunció una frase en tono solemne, una frase que decía algo de tratar, o de cuidar a alguien de alguna manera. Y Worch sintió que le ponía las dos manos sobre la herida y que algo parecido a dedos se introducían en el corte. Notó la magia y, muy confundido, vio que la joven sostenía en la mano la punta de la flecha, teñida de sangre. La tiró como si fuese algo repugnante y se limitó a soplar sobre la herida, que sangraba y liberaba pus. Worch se mareó y perdió el conocimiento.



* * * * *

Cuando Worch se despertó, atardecía. Nada más espabilarse recordó la herida. Y cuando fue a tocarse la tenía cerrada. En su lugar, había una cicatriz enorme. Buscó con la vista a la muchacha y se la encontró dormida, envuelta en las mantas que él le había prestado. No quiso despertarla, y permaneció despierto toda la noche, haciendo guardia. Pensó, muy feliz, en que no se había equivocado; aquella joven era un ser mágico que, con su influencia benigna, disiparía las tormentas que habían llevado a su pueblo al borde de la inanición. Tras semanas de aguaceros, desde que estaba con ella, no había caído ni una sola gota.

El resto del camino fue mucho más fácil y llegaron a la aldea sin novedad. Les aclamaron a ambos como a héroes, y les colmaron de atenciones. A la joven la llamaron Crhalle y le habilitaron una cabaña preciosa, y dos mujeres la atendían y le llevaban de comer. Worch se convirtió en miembro de la guardia del jefe de la aldea, un gran honor. Dos días después de su llegada, celebraron una gran fiesta bajo otro arcoiris aún más bonito que el que Worch le señaló a Crhalle cuando creía morir.

Cuatro días después, volvieron los aguaceros. Llovió un día, luego otro, después otro más... La paciencia de la gente se acabó. Y aprovechando una mañana en que el agua les concedió una tregua, sacaron a Crhalle de su cabaña por la fuerza. La maltrataron y le exigieron que parara las lluvias. Worch, al llegar, quiso interceder por aquella joven que le había salvado la vida, pero fue inútil. Le golpearon y entre seis guerreros, le inmovilizaron. Algo sorprendente de Crhalle era la velocidad a la que aprendía el idioma de los mewiersch. La oyó decir, con un acento muy fuerte e imposible de identificar:

-¡No tengo poder con la lluvia! ¡Yo no tengo la culpa!

Pero la turba enfurecida no atendió a razones. Mucho menos cuando el propio jefe de la aldea arengó y apoyó a la gente que apiló leña seca en medio del poblado, ató a la pobre Crhalle a un poste, y a Worch a otro, alejado de la pira, desde donde le iban a obligar a mirar en qué quedaban sus fracasos. Por más que se debatió, no pudo soltarse, y se resignó a ver, impotente, como quemaban a la pobre muchacha.

No hubo ceremonias. Aplicaron las antorchas y toda la aldea pudo ver cómo se alzaban llamas impresionantes en torno a Crhalle. Se oyeron vítores.

Y, de pronto, todo cambió. Crhalle, de alguna forma, salió de entre las llamas, y la turba no tuvo tiempo de reaccionar. La muchacha empezó a vomitar fuego, a lanzar llamaradas por las manos. Abrasó a la mitad de la aldea en unos instantes, pero no le pareció suficiente, y persiguió al resto, envolviéndoles en llamas mientras trataban de huir. Lo único que podía oír Worch eran los alaridos de sus vecinos mientras se retorcían devorados por el suelo. Luego, sobrevino el silencio, lo que a Worch le pareció aún peor.

Le invadió el pánico cuando se le acercó Crhalle, sorteando restos carbonizados que aún ardían, con una expresión en el rostro en la que no quedaba nada de inocencia. Fue hacia él directamente. Desesperado, angustiado, roto, acertó a preguntarle:

-¿Por qué, Crhalle?

Empezaron a caer gotas, pero la muchacha no se inmutó. Cuando habló, Worch sintió que le decía lo mismo que le había querido contar en lengua macuque y que él no había comprendido en su momento:

-De la misma forma en que me tratéis, yo os trataré a vosotros.

Tenía que haberse dado cuenta. Nadie era capaz de salir de la aldea macuque porque la tenían enjaulada. Como él le había arrancado aquella espina y le había curado la mano, ella le extrajo la punta de flecha y cerró su herida. Como su aldea había intentado quemarla, ella había quemado a todo el mundo. Worch se preguntó que clase de ente tenía delante. ¿Un genio? ¿un demonio? ¿un espíritu de la naturaleza? Quizá si hubiera tenido la oportunidad de consultar en alguna biblioteca del Imperio...

Llovía con fuerza. Crhalle le miraba curiosa. A Worch le importaba bien poco lo que le pasara, y no esperaba ninguna misericordia. Pero el destino le reservaba, al parecer, otras cosas. La muchacha, le dijo:

-Tú me liberaste.

Chasqueó los dedos y el poste al que Worch estaba atado se quebró. Incapaz de mover los brazos, el guerrero cayó al suelo. Y Chralle concluyó:

-Merecerías que te desatara, pero no quiero que me sigas. Levántate, apoya el poste contra una pared y empuja hasta que caiga. Ya sabrás cómo desatarte las manos. Adiós.

Llovía tan fuerte que no era posible ver nada a pocos pasos de uno. Chralle se marchó con rapidez, y sólo le llevó un instante perderse en la lluvia.

Con gran esfuerzo, Worch consiguió ponerse en pie.

03 marzo 2012

Retirada temporal de varias entradas

Por primera vez desde que empecé a escribir en esta bitácora, por un proyecto del que hablaré cuando tenga ya subido y listo para presentarlo, me veo obligado a retirar una serie de entradas de esta bitácora. Como no quiero perder los comentarios, que son muy valiosos, lo que haré será editar los textos afectados para sustituirlos por un vínculo hacia aquí. Editaré en su momento estas líneas para indicar por qué retiré las otras entradas. Tengo la intención de que sea algo temporal, y las restauraré cuando me sea posible.

Tengo que reconocer que me da algo de pena, y que no me gusta tener que hacerlo, pero creo que es lo más seguro para que no me vayan a poner pegas.