#OrigiReto2018 El destino de Umitami
Relato para el Reto de escritura de #OrigiReto2018 - Ejercicio: 22 - Relata una situación en la que alguien se vea obligado a cortarse el pelo por un motivo fuera de lo corriente.
Bases en:
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com.es/2017/12/reto-de-escritura-2018-origireto.html
o en
http://plumakatty.blogspot.com.es/2017/12/origireto-creativo-2018-juguemos.html
Son 1004 palabras, tras quitar 15 asteriscos de separación de escenas. La etiqueta del mes de marzo es:
Y aquí está el relato, que para Umitami empieza justo cuando terminó el otro relato de marzo.
Cuando me desperté, el sol bañaba de claridad mi habitación. Había tenido un sueño muy bonito, pero extraño. Un hombre me enseñaba una ciudad inmensa, llena de gente y de prodigios. Luego me hizo diez preguntas y me desperté.
Me enjuagué el rostro en la jofaina y me recogí despacio el cabello en uno de los tres tocados tradicionales que me sabía de memoria. Me acordé de una de las preguntas del sueño. No tenía los rasgos delicados ni los preciosos ojos rasgados de mis antepasados, cuya sangre se había diluido entre los nemehíes. Solo conservaba el cabello negro y liso, que me llegaba hasta la cintura y que tanto le gustaba a mi padre.
Las esperanzas que me dio el hombre del sueño se desvanecieron cuando desayuné con mi padre. Comió solo un poco de pan y tomó algo de té. Apenas le salía la voz del cuerpo y su mirada era huidiza. Procuré quitarme la tristeza de encima concentrándome en la lectura de un manual de lucha con espada. Aún era muy inexperta y solo podía ejecutar los ejercicios básicos. Cuando dominara la espada podría entrenar con armadura. Sería interesante, aunque lo que más me gustaba era el combate sin armas.
Mi maestra se llamaba Eva para los nemehíes, pero para mi padre y para mí era Kano, que significaba diestra, habilidosa. Había sido la alumna más capacitada de las que entrenó mi madre y, cuando ella murió, le bastó un año de instrucción con mi padre para convertirse en mi maestra. Era lo más parecido a una madre que tenía, algo difícil de creer para quien presenciara la dureza de nuestros combates de entrenamiento.
Aquella mañana, apenas podía hacer más que bloquear sus golpes y contraatacar en muy pocas ocasiones. Y me había vencido tres veces. De pronto, corrió hasta el límite del campo de entrenamiento, se volvió y cargó hacia mí. Cuando saltó y me dirigió la pierna hacia la cabeza, pensé que estaba loca: si me alcanzaba, era capaz de matarme. La esquivé por muy poco, la sentí rozarme el pelo y aterrizar junto a mí. Tardé un segundo en girarme y lanzarle una patada con la pierna derecha al costado. Me protegí la cabeza con el brazo del mismo lado y acerté: Kano se había girado con esa agilidad que siempre me sorprendía. Durante un instante nos quedamos quietas. Le tocaba el costado con el tobillo. Mi maestra me tocaba la mejilla con el puño. Pero fui yo quien la había tocado muy poco antes. La mirada de Kano expresaba orgullo.
—Felicidades, alteza —dijo, mientras ambas bajábamos piernas y brazos, y me hizo muy feliz.
* * * * *
Cuando visité a mi padre por la tarde, la felicidad que sentí tras el entrenamiento se esfumó. Le llevé la infusión que el médico le administraba desde que enfermó y se la tomó sentado en la cama, algo que llevaba haciendo tres tardes seguidas. Solo había una forma de sacarlo del lecho.
—Le ruego que me peine —le dije tras ofrecerle un peine blanco haciéndolo reposar sobre las palmas de las manos.
Nunca se negaba a hacerlo. Me senté en un taburete y él lo hizo en una silla. Y con mucha suavidad me peinó la melena.
—Recuerdo —dijo mi padre— cuando tenías cinco años y tu madre te peinaba.
Según la tradición, eran las madres quienes peinaban a sus hijas. Cuando la mía murió, mi padre se hizo cargo de aquel ritual. Me emocioné al recordarla, pero fui fuerte.
—Entonces no dejaba de moverme.
—Cierto. Ahora no mueves ni un dedo.
Soñé con que mi padre podría seguir peinándome durante largos años.
—Ahora —dijo cuando terminó— necesito reflexionar. Ven a verme dentro de media hora.
Intuí que me diría algo importante y salí de allí inquieta. Cuando regresé, mi padre estaba acostado de nuevo. Me senté en la cama y le rodeé la mano con los dedos.
—Me muero, Umitami. Ya he dejado todo dispuesto, salvo una cosa. No te he iniciado en el camino del acero, y nadie en Nemehe puede hacerlo por mí. —Suspiró y bajó la mirada—. Cuando muera, nombrarás a un regente y partirás hacia Cesdimupe. Allí reside el último maestro del acero que mantiene nuestra tradición. Tráetelo o consigue que te instruya. Y perdóname.
—No hay nada que perdonar —dije mientras una lágrima me corría por la mejilla.
* * * * *
Mi padre murió sin molestar a nadie. Se durmió una noche y no despertó. Lidia me ayudaba a ponerme el complejo traje que debía vestir en el entierro. No podía contenerme y, cada diez minutos, me ponía a llorar. Mi imagen en el espejo tenía los ojos enrojecidos.
—Hazme una trenza, Lidia. Lo más larga que puedas.
La nemehí tardó diez minutos en trenzarme el cabello. Con rapidez, porque de otra forma jamás lo haría, me hice con una daga que había dejado en el tocador y corté la trenza lo más alto que pude. Tan destrozada estaba por la muerte de mi padre que no me dolió perder la melena de la que tan orgullosa me había sentido siempre.
—Majestad…
Aunque era nemehí, Lidia sabía que cuando un guerrero de mi pueblo se cortaba el cabello, significaba que iba a abandonar su tierra, quizá para siempre.
—Algún día volveré. Te lo prometo.
* * * * *
Esperé cinco días tras el entierro. La sexta mañana, antes del amanecer, hice la cama por última vez, me puse una capa de viaje, me guardé dos dagas y me colgué el arco y el bastón a la espalda. Luego, me puse la mochila. Ya me había despedido de todos. Había nombrado regente a Kano. En el entierro, dejé la trenza sobre el cuerpo de mi padre, para que pudiera recordarme en el más allá todas las veces que quisiera.
Salí del palacio sola, sin molestar a nadie, sin dejar que me vieran. Me detuve un instante para ver, por última vez, el amanecer desde el camino que bajaba a la llanura. No quería irme, pero ese era mi destino.
Y comencé a caminar.