#OrigiReto2018 Alma de papel
Relato para el Reto de escritura de #OrigiReto2018 - Ejercicio: 10- Continua un cuento conocido en lugar de aceptar el final.
Bases en:
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com.es/2017/12/reto-de-escritura-2018-origireto.html
o en
http://plumakatty.blogspot.com.es/2017/12/origireto-creativo-2018-juguemos.html
Aquí ya queda claro, así que lo puedo decir. El cuento en que se basaba el relato anterior de noviembre era El soldadito de plomo, Hans Christian Andersen. Aprovecho este ejercicio del reto para cambiarle el final. Ese cuento es uno de los primeros que recuerdo haber leído y es uno de mis preferidos de siempre. Espero que os guste.
Son 1040 palabras y aquí está la pegatina de noviembre.
Era tan injusto. Después de todo lo que había padecido mi capitán y, poco después de regresar al hogar, aquel duende maldito había logrado al fin su propósito. Mis hermanos empezaron a dispararle, pero el monstruo huyó y se escondió debajo de la cama.
Yo no disparé porque vi algo que me partió el corazón. La bailarina a la que amaba se había lanzado a rescatarle. Creo que nunca supo que el papel no resiste el fuego. Llegó hasta él y su precioso vestido y su cuerpo grácil de bailarina se carbonizaron en un instante. Solo quedó de ella la lentejuela, que ya no brillaba con los rayos del sol, sino que quedó ennegrecida por el fuego. Mi capitán se derritió y quedó convertido en una gota con forma de corazón, sobre la que se pegó la lentejuela. La madre de nuestro dueño apagó el fuego con agua y solidificó a nuestro desdichado capitán, que ya solo era un corazón de plomo con una lentejuela gris oscura incrustada.
Llorando, mi dueño puso el cadáver de nuestro capitán dentro de la caja y nos guardó. Aquel día no quiso jugar más.
Dentro de nuestra caja, los veinticuatro soldados restantes lamentamos la muerte de nuestro capitán. Sin embargo, éramos luchadores valientes y decididos, y pronto nos planteamos si había alguna forma de cambiar el final de aquella historia. No quisimos aceptar un destino tan cruel y debatimos durante horas.
—El ratón de la alacena —dijo Holger—. Es viejo y muy sabio. Él sabrá qué hacer.
No fue una operación fácil. La mesa era muy alta y nuestro capitán y lo que quedaba de la bailarina pesaban mucho. Creamos una cadena que dos de los nuestros sujetaron hincando sus bayonetas en la mesa. De esa forma, tres de nosotros nos dejamos caer tan cerca del suelo que no nos rompimos nada. Corrimos hacia la planta baja mientras los veintiún compañeros amenazaban al duende cruel con acribillarlo si se le ocurría seguirnos.
Fue duro bajar las escaleras, aunque lo hicimos sin sufrir daños ya que nuestro pobre capitán, en su forma actual, no podía romperse. Nos limitábamos a tirarlo primero y a formar una cadena para caer unos encima de otros. Cuando cruzamos el agujero de la alacena donde vivía el ratón, este nos recibió con alegría y algunas caricias con el hocico.
—Nuestro capitán —le dije— ha caído en el fuego y ha quedado convertido en esto. La lentejuela es lo único que ha quedado de la bailarina a la que amaba. ¿Podemos hacer algo por ellos?
El viejo ratón olfateó largo rato el corazón de plomo. Permaneció pensativo y, al fin, dijo:
—El alma de vuestro capitán sigue encerrada en el plomo, porque esa es su esencia. Para recuperarlo, solo tenemos que volver a fundirlo y devolverle su antigua forma. No importa que la pintura se haya esfumado, podemos volver a pintarlo.
—¿Y la bailarina? —pregunté esperanzado.
—Tenía el alma de papel. El fuego la destruyó y todo lo que fue ha desaparecido para siempre.
—¡No puede ser! —dije—. Esta historia no puede terminar así. No quiero que mi capitán viva con el corazón roto, no lo acepto. El alma de la bailarina tiene que estar en la lentejuela.
El ratón golpeó con la uña la lentejuela varias veces.
—La lentejuela está ennegrecida. Si su alma pudo refugiarse ahí dentro, algo que no creo, no volvería a ser la misma.
—¡Claro que sí! —insistí—. Le traeré papel. Recuerdo muy bien como era. La haremos exactamente igual que antes, pintaremos de blanco la lentejuela y se la pondremos sobre la banda azul. Volverá con nosotros, el destino no puede ser tan cruel.
—No tengo papel —dijo el ratón con tristeza.
Salí sin decir más. Había visto una papelera al bajar las escaleras. El destino estaba de mi parte, porque había un par de papeles arrugados alrededor. Cargué con ellos y regresé con mis compañeros. Uno de los soldados se había prestado a crear el molde. Bastó encerrarlo entre una lámina de arcilla y un trozo de losa y que el viejo ratón se echara encima de la losa a dormitar. Cuando el molde estuvo seco, el ratón buscó a una duendecilla, a una de carne y hueso, corazón bondadoso y alma de hechicera. Con su magia, derritió el plomo que era nuestro capitán y sacó la lentejuela, de la que cuidó el ratón. Cuando el plomo llenó el molde, se dio cuenta.
—No hay plomo suficiente.
—Le faltaba la pierna derecha —dije—. ¿Es un problema?
—Ahora que ya lo sé, no.
Cuando el cuerpo de nuestro capitán recobró su antigua forma, la duendecilla lo congeló con el aliento y empezó a pintarlo con unos pinceles que había traído. Mientras tanto, el viejo ratón, con gesto triste y siguiendo mis indicaciones, recreó el cuerpo de la bailarina. La duendecilla, le pintó la banda azul y le pegó la lentejuela. Era igual que antes, salvo que la lentejuela era muy gris, casi negra, porque la pintura no se le pegaba.
—De joven era un gran mago —dijo el ratón—. El hálito de vida es cosa mía.
Les echó el aliento al capitán y a su amada. El primero en despertar fue él. Exultantes, lo rodeamos y lo abrazamos.
—Hermanos —dijo el capitán—. ¿Cómo es posible? Me derritió el fuego.
—Pero la magia de ratones y duendes lo puede todo —dije.
Supe que algo iba mal cuando vi que la bailarina no se movía y que la duendecilla estaba abrazada al ratón, que intentaba consolarla. Mi capitán, embelesado, abrazó a la mujer que amaba.
—Estás bien, amor mío —dijo—, pero tienes sucia la lentejuela.
Nuestro capitán frotó y frotó, pero la negrura no estaba solo en la superficie de la lentejuela. Toda ella se había carbonizado por dentro.
La bailarina abrió los ojos. Y su mirada estaba vacía. El capitán la acarició, pronunció cientos de palabras de amor, pero ya no era la bailarina. Era un trozo de papel pintado con una lentejuela gris pegada encima. Mi capitán se rindió y se sentó a llorar.
Y la bailarina, incapaz de reconocer o comprender, giró la cabeza para oír una música que solo ella podía escuchar. Y se marchó bailando.