Este microrrelato tiene 980 caracteres según https://www.contarcaracteres.com/ (dos son astericos para separar escenas) y, para evitar destripes, diré al final qué objetivo cumple. El objeto oculto es un cheque sin fondos, y está enlazado con el relato de enero de Katty.
Aquí está la pegatina.
OTRA NUEVA VIDA
Aquel Apocalipsis había sido horrible para Rosa, como para
todos los supervivientes. Pero para ella, además, había supuesto aprender que
era capaz de hacer cosas que jamás hubiera creído. Antes de aquello era una
mujer de la limpieza. Durante su nueva vida de ir de un sitio a otro, siempre a
escondidas, colaborando con otros supervivientes, había ayudado en seis partos,
había abierto la cabeza a cuarenta y dos zombies, había hecho infinidad de
guardias…
Y todo para acabar rodeada en la habitación de una casa,
sola, por una turba de zombies. Había atrancado la puerta, apilado muebles,
pero los zombies estaban a punto de entrar. Necesitaba un arma. Revolvió todos
los cajones. Lo único que encontró fue un cheque, y como los bancos ya no
funcionaban, era un puñetero cheque sin fondos.
Tres zombies irrumpieron en la habitación. Rosa arrugó el
cheque y se lo tiró. Le dio en el ojo a un zombie gordo y calvo, el primero que
la mordió y le abrió la puerta a otra nueva vida.
* * * * *
El objetivo es: 2. Crea un relato en el que aparezcan zombis.
Este relato tiene 2001 palabras según https://www.contarcaracteres.com/ (dos son astericos para separar escenas) y, para evitar destripes, diré al final qué objetivo cumple. Los objetos ocultos que incluye son llave y daga de cristal.
Está basado en este pasaje de El Quijote.
Nunca se me olvidará ese toque de guitarra ni las frases de don Quijote:
—¿Donde estás, señora mía, que no te duele mi mal? O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.
Aquí el relato:
¿DÓNDE ESTÁS, SEÑORA MÍA?
La habitación donde Ágata llevaba cuatro años recluida era muy
bonita. Tenía tres ventanales que mostraban un prado bendecido por una
primavera eterna. De vez en cuando, se acercaban a las ventanas mariposas,
pajarillos o conejitos. No le faltaba de nada y si pedía algún capricho, como
frutas del lejano sur o un montón de novelas, lo tenía poco tiempo después.
Pero aquella no era vida para una semidiosa.
Estaba leyendo una aventura en el que dos guerreros y una
princesa, que guardaba un oscuro secreto, recorrían un reino fantástico. Ágata
visualizaba aquellos paisajes con nostalgia. Se imaginaba las praderas y las
gargantas que describía el escritor parecidas a aquellas que recorrió hacía
años, cuando aún no se había firmado el tratado de paz.
Notó que le habían dejado algo en el buzón, así que cerró el
libro. El buzón solo podía abrirse si su parte exterior estaba cerrada, por
seguridad. Ágata cumplía el tratado y no había intentado fugarse nunca, pero
las autoridades vivían preocupadas por la idea de que ella, o cualquiera del
resto de semidioses prisioneros, decidieran cambiar de opinión.
Una consecuencia negativa de su encierro era que se sentía
algo torpe. Nunca había sido delgada, y jamás le había preocupado estar gorda,
pero había ganado algo de peso por culpa de la inactividad.
Y toda su apatía despareció al ver lo que había recibido.
Eran dos rosas rojas, una ofrenda. Las tomó con cuidado de no pincharse y las
puso en un jarrón que mantenía siempre lleno de agua. Cuando Ágata era libre,
recibía ofrendas todas las semanas, pero el culto a los semidioses se había
restringido como parte de los acuerdos de paz. Solo unos pocos humanos
conservaban la costumbre de enviar regalos a los semidioses a quienes más
querían. Y Ágata tenía la suerte de que alguien seguía acordándose de ella.
Contempló las rosas con adoración un buen rato. ¿Quién las
habría enviado? Quizá se tratara de una joven de la nobleza. Habría sido muy
bonito ser libre, pensaba Ágata, y poder visitarla. Le encantaría que la
muchacha la invitara a recorrer su palacio y a pasear a caballo por sus
tierras, que imaginaba llenas de vegetación y de vida. O quizá era un caballero
que luchaba contra el mal. Un hombre apuesto al que temían los constructos y
que vigilaba las fronteras con afán.
La prisión nublaba su percepción. Sabía si su adorador se
sentía alegre o triste, pero muy poco más. Cuando dejó de contemplar las flores
y volvió a su lectura, no pudo evitar que la tristeza la invadiese. ¿Cuánto tiempo
tendría que seguir encerrada?
*
Una semana después, la despertó una pesadilla. Había soñado
que su adorador iba a afrontar un destino terrible. Mientras jadeaba, sentada
en la cama, pensó que había experimentado sensaciones demasiado intensas para
un simple sueño. Se levantó y cogió el cofre donde guardaba los pocos objetos
mágicos que le habían permitido conservar. Se colocó en el cabello la diadema
que le permitía profundizar en los secretos del espacio y el tiempo y se sentó
en el sillón donde acostumbraba a leer.
Y tras una larga meditación, le corrieron lágrimas por las
mejillas. Seguía sin saber quién era su admirador, pero se convenció de que iba
a morir dentro de un par de días, quizá un poco antes. Era su única compañía;
el destino no podía ser tan cruel.
Tras guardar la diadema, pasó casi una hora decidiendo qué
hacer. Ágata se había comprometido, como el resto de semidioses, a vivir
confinada a cambio de que la Alianza de Repúblicas de los constructos renunciara
a su expansionismo. Si escapaba, les daría la excusa para iniciar una nueva
guerra que podría durar décadas y causar cientos de miles de muertos, y
tendrían que volver a semanas de negociaciones aburridísimas para evitarla. Si
no escapaba, esa persona que aún seguía contando con ella moriría creyendo que
a Ágata no le importaba su suerte.
Al fin, se decidió: iba a escapar, pero solo estaría fuera
el tiempo suficiente para salvar a su admirador. Tras cumplir su cometido,
regresaría a su prisión y aceptaría el castigo que decidieran imponerle. El
problema era cómo salir de allí.
Se pasó una hora entera examinando la habitación. A pesar de
lo confortable y bonita que era, no dejaba de ser una prisión destinada a
recluir a seres poderosos. Ni aquellas paredes, ni las puertas ni las ventanas
cederían a un ataque mágico. Ágata recordaba que para liberar sus poderes en su
plenitud necesitaba algo, un objeto que había olvidado. Ese objeto estaba allí,
porque si la hubieran separado de él, su subconsciente la habría empujado a
reunirse con él.
Y al abrir el penúltimo cajón de su tocador, uno de los más
pequeños, se encontró varios peines y una llave de metal. La cogió y la
observó, sorprendida de que con lo bien ordenado que estaba su tocador, aquello
estuviera allí. Reflexionando, se dio cuenta de que solo podía ser un
recordatorio para sí misma. Intuyó que parte de las medidas de seguridad que la
retenían allí consistían en haberle nublado recuerdos.
Buscó algo que esa llave pudiera abrir muchas horas, tantas
que, agotada, decidió irse a dormir. Al día siguiente, escondido en un arcón
lleno de túnicas, encontró un cofre. Lo puso sobre una mesa y se alegró al
comprobar que aquella llave lo abría.
En su interior, bien protegida por telas, había una daga de
cristal preciosa. Cuando la sujetó para verla mejor, fueron apareciendo
imágenes en su interior y un tiempo después, como si hubiera activado un
resorte oculto de su mente, recordó buena parte de sus habilidades.
La siguiente fase de la fuga fue más compleja y agotadora.
La daga de cristal era su catalizador. Todos los semidioses tenían uno que, en
la práctica, era una extensión de su alma. Ágata se pasó el día entero, salvo
en los breves descansos que se concedió para comer y asearse, analizando las
paredes de su prisión. Casi había perdido la esperanza cuando descubrió que las
protecciones de su celda tenían una grieta un metro a la derecha de la puerta.
Ampliarla para poder salir fue un trabajo lento, que le robó media noche de sueño,
ya que si imprimía demasiada fuerza, podrían descubrirla.
Suspiró y abandonó su prisión, confiando en haber regresado
antes de que la echaran de menos.
*
Don Rodrigo dejó la flor en la capilla diminuta, que se
alzaba en una pradera.
—Señora mía, hoy solo puedo ofrecerte un clavel. Tendré algo
mejor la próxima vez.
La buena educación exigía que se arrodillara, pero las
grebas modificadas de su pierna derecha, su pierna deforme, no se lo permitían,
así que con cierto esfuerzo, ayudándose de su lanza, se sentó. Si Ágata
estuviera allí, le habría dado permiso para seguir en pie con aquella sonrisa
que seguía recordando a pesar de los años. Se entristeció al pensar en tantas
veces como le había pedido que regresara, sin que la semidiosa hubiera enviado
señal alguna. Las cosas estaban muy mal, necesitaban su ayuda.
Se levantó, se subió al caballo y avanzó despacio hacia
Carabast, el pueblo en el que pensaba almorzar. El primer cuarto de hora de
camino fue agradable. El sol empezaba a calentar el aire de la noche, que se
había convertido en una simple brisa, y apenas había nubes. Pero aquello duró
poco. Ya se veían las casas de Carabast cuando se cruzó con dos jinetes con las
insignias de la milicia republicana. Galopaban despavoridos y le gritaron que
huyera. Don Rodrigo se ajustó la sobreveste ajada, que aún lucía la insignia de
la caballería de la República Humana, embrazó el escudo, agarró la lanza y se
encaminó al pueblo.
Lo que se encontró allífue peor de lo que esperaba. Halló varios cadáveres en la calle principal
y, en la plaza, se encontró a dos constructos de talla humana reuniendo a los
ciudadanos. Posiblemente hubiera más, pero solo podía ver la mitad de la plaza.
Bajó la visera del yelmo y se preparó. En inferioridad numérica, tenía que
arriesgarse y librarse de, al menos, un enemigo antes de que lo vieran. Quizá
hubiera sido más prudente huir, pero se sentía incapaz de desamparar a aquellos
desdichados.
—Ágata, dame fuerzas —murmuró antes de cargar.
El constructo se volvió al percibir el sonido del galope del
caballo. Alzó la lanza para defenderse, pero don Rodrigo lo alanceó. Se le
quebró el arma, aunque el enemigo se desplomó. Desenvainó y se lanzó contra el
segundo oponente.
Y el dolor que le provocaron los rayos que lo envolvieron a
él y al caballo le arrancaron un grito. Su armadura le protegía de aquella arma
de los hechiceros enemigos, pero su caballo estaba indefenso. Cayeron ambos y
se le saltaron las lágrimas al ver a su fiel montura muerta, humeando. La parte
modificada de la armadura, la que le permitía cojear a pesar de su pierna
deforme, se había roto. Aun así, usó la espada como bastón, avanzó unos pasos
hacia el enemigo y se vino abajo. Había tres constructos más de tamaño normal y
uno que mediría tres metros.
Desafió a los enemigos, pero los pequeños se hicieron a un
lado. El grande le asestó un golpe terrible con una maza, que lo lanzó contra
una pared, herido de muerte. Contempló impotente como los constructos dividían
en grupos a los ciudadanos. Acabarían como esclavos o sirvientes, en las minas,
como galeotes... Don Rodrigo sintió un nudo en la garganta.
—¿Dónde estás, señora mía? —murmuró—. ¿No oyes las súplicas
de tu pueblo? ¿Las oyes, pero no te importan? Ojalá pudiera verte una última
vez.
Don Rodrigo sufría con cada respiración. El alma se le
rompía al ver como trataban a aquellos desdichados sin que él pudiera defenderlos.
Y, de pronto, abrió mucho los ojos, incapaz de creérselo. Ágata había aparecido
y caminaba hacia los constructos.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo la semidiosa—. ¡Estáis violando
los tratados!
El constructo más grande avanzó unos pasos hacia ella y
ambos se detuvieron.
—¿Qué broma es esta? —dijo el constructo—. Primero nos ataca
un caballero tullido y luego aparece una gorda a hablar de Derecho. Por favor,
no me hagas enfadar y ve con ese grupo de mujeres de allí.
Ágata no se movió. Sostuvo una daga de cristal frente al
rostro y cerró los ojos. Cuando los abrió, su silueta era una sombra oscura, en
la que brillaban un par de ojos verdes. La sombra empezó a crecer y cobró la
forma de un águila negra gigantesca con las alas extendidas y la mirada
brillante. Los constructos pequeños huyeron. El grande le lanzó un rayo que
envolvió la cabeza del ave sin causar ningún daño. El águila abrió el pico y
don Rodrigo sintió un golpe suave que provenía del suelo. Ágata recobró su
forma original. Los constructos no eran sino montones de chatarra recorridos
por rayos débiles que se iban apagando.
La semidiosa se le acercó, se acuclilló junto a él y le
levantó con cuidado la visera del yelmo.
—Don Rodrigo —dijo Ágata—, eras tú el que me enviaba flores.
—Señora mía, me haces muy feliz. No creí que me recordaras.
—Claro que te recuerdo —respondió lasemidiosa, con los ojos arrasados—. No soy
como Amalia; soy una guerrera, no puedo salvarte.
—Lo sé, pero has acudido. Tantas veces te supliqué que
regresaras… ¿por qué no viniste?
—Porque no sabía que me necesitabas. Mi prisión no me
permitía ni siquiera saber quién eras. Solo me llegaban las flores. Así se
estableció en el tratado de paz.
—Pues os engañaron, señora. La Alianza retiró a los
constructos gigantes, pero no ha parado de atacar. El ejército de la República
ya no existe. Tenéis que volver.
—Lo haremos, te lo prometo.
Don Rodrigo sonrió y se quedó mirando a Ágata. No había
mujer en el mundo que pudiera comparársele. Admiró la belleza de su rostro redondo,
la forma de las mejillas y la profundidad de sus ojos hasta que la vida se le
apagó, sin una sola queja.
Con casi tres semanas de retraso, aprovecho para estrenar el año en esta vieja bitácora (en junio de 2019 cumplirá 13 años). Va a ser una entrada muy breve, porque no tengo tiempo de escribir.
En este 2019, vuelvo a participar en el OrigiReto, en su edición de 2019. Nuevas reglas, nuevos desafíos y una nueva forma de contabilizar todos los puntos. Tengo aún que aprenderme las nuevas normas, pero aún me quedan 7 dias de enero para hacerlo.
Para ver las normas del OrigiReto en la presente edición, podéis visitar estas dos entradas: