Este es el relato de mayo de 2019 para el OrigiReto 2019. Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras:
http://plumakatty.blogspot.com/2018/12/origireto-creativo-edicion-2019.html
o en
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2018/12/reto-de-escritura-2019-origireto.html
Este relato tiene 1845 palabras según https://www.contarcaracteres.com/ y, para evitar destripes, diré al final qué objetivo cumple. Los objetos ocultos que incluye son 35. una bicicleta y 31. un candado.
Tengo que confesar que este relato es muy exagerado, pero se basta en algunas noticias reales que van sonando por ahí. Las diré al final, por eso de los destripes.
SOY UN CABALLERO DELINCUENTE
La vida de delincuente es un asco. Uno se pasa todo el día
contribuyendo al bienestar del país y obtiene muy poco reconocimiento, muy
poco. Aquella mañana estuve casi una hora buscando algo que robar, pero los
malditos ciudadanos protegían cada vez mejor sus pertenencias. Aporreé varias
ventanas con mi vara de acero, pero no cedieron, salvo una. Por desgracia, los
moradores de aquella casa no eran sus propietarios, sino “ocupas”, y amenazaron
a gritos con llamar a la policía. Me disculpé de inmediato y salí corriendo.
Aquel error me puso de mal humor y tuve un “bajón”. Me costó
un rato, pero me consolé pensando en que los delincuentes de los tiempos
anteriores a la reforma constitucional de 2037 tenían mucha menos suerte. Era
difícil de creer, pero en aquella época, cuando entrabas en una casa para
robar, te encontrabas a dos viejos y los molías a palos, si la policía te
atrapaba pasabas mucho tiempo entre rejas. No se tenía en cuenta el servicio
social que prestaba el sufrido delincuente, que movilizaba los recursos
atesorados por los vejestorios y, si había suerte y alguno moría, libraban al
estado de seguir pagándoles la pensión. Toda la sociedad se beneficiaba y nadie
se lo reconocía al ladrón que se arriesgaba en aquellos robos.
Estaba muy frustrado cuando, al fin, vi una bicicleta vieja
atada a una farola por medio de una cadena bastante gruesa. Había un candado de
buena calidad, pero no pensé que resistiera los golpes de mi barra de hierro.
Empecé a golpear con saña el candado hasta que conseguí destrozarlo, pero tardé
demasiado tiempo. Una pareja apareció y el hombre, a bastante distancia, gritó:
—¡He llamado a la policía! Por favor, necesito esa
bicicleta.
—Y yo también —respondí—. No he conseguido robar nada en
toda la mañana.
Fui retirando la cadena y sujeté la bicicleta del manillar.
Estaba un poco vieja, pero me darían algo por ella en algún mercadillo ilegal.
Un coche de policía se detuvo cerca de la acera y se bajaron dos policías. Yo
me dediqué a examinar con tranquilidad las ruedas. Estaban en buen estado.
—Por favor —le dijo el hombre a los policías—. Es mi único
medio de transporte. Si me la roban perderé el trabajo, y mi mujer está en el
paro. Por favor.
Los policías se detuvieron a unos metros de mí. Los dos eran
hombres musculosos, pero mientras que uno era muy blanco, el otro tenía la piel
aceitunada.
—Caballero delincuente —me dijo el policía blanco—, de esa
bicicleta dependen todos los ingresos de una familia. ¿Habría alguna
posibilidad de que desistiera de realizar este robo?
—No la hay —respondí sin mirarlo—. Estoy ahorrando para mis
vacaciones y ya sé que esos ciudadanos no tienen otro medio de transporte, no
estoy sordo.
—Lo lamentamos —dijo el mismo policía a la pareja—. No
podemos hacer más.
—Por favor —suplicó el hombre, tras acercarse y agarrar de
las solapas al agente—. Tenemos tres hijos. Sin mi sueldo, las ayudas sociales
no serán suficientes. Tenga piedad.
—¡Suélteme o le encierro por ataque a la autoridad! El
caballero delincuente no quiere desistir.
Me llevé la bicicleta del manillar y para demostrarle a aquella
pareja de ciudadanos quién mandaba, me fui muy cerca de ellos y le lancé a la
mujer un besito irónico. Fue mi segundo error de aquella mañana: no pensar en
que la clase ciudadana está llena de indeseables. Aquel tipo se me echó encima
y empezó a forcejear para quitarme mi bicicleta. Incluso me dio un guantazo.
Saqué de inmediato la navaja y empecé a apuñalarlo.
—¡Ayúdenle! —gritó la mujer, que arrancó a llorar.
—El caballero delincuente se limita a repeler la agresión
—replicó el policía de piel aceitunada.
Aquellos eran buenos policías y no hicieron caso a la mujer
mientras seguía apuñalando a su marido. Incluso, cuando la mujer intentó
defenderlo, la tiraron al suelo y le pusieron las esposas. Después de cuarenta
puñaladas, me cansé de aquello y seguí mi camino.
—Que tenga un buen día, caballero delincuente —se despidió
uno de los policías.
Aquel día estaba mejorando, pero aún no había llegado lo
mejor. Una reportera y su cámara cruzaron la calle haciéndome gestos.
—Caballero delincuente —me dijo cuando estuvo delante de
mí—, ¿me concede una entrevista?
—Pues claro, señorita.
—He visto que acaba de matar a un ciudadano, ¿por qué lo ha
hecho? ¿Qué ha sentido?
—Estaba robándole y el gilipollas se lo tomó mal, así que
tuve que defenderme. Me siento muy bien, casi tanto como si me dieras un
morreo, princesa.
—Ja, ja, ja, qué gracioso es, caballero delincuente.
—Y eso que no me has visto desnudo, guapa.
La reportera se rio un buen rato y me estuvo haciendo
preguntas acerca de mis robos de las últimas semanas. Yo seguí tirándole los
tejos: las ciudadanas se volvían locas de contentas cuando un caballero se les
insinuaba, pero aquella vez, la chica no me dio el teléfono. Daba igual: ya me
ligaría a otra o, si no, me iría de putas cuando robara un poco más.
Tras la entrevista, caminé diez minutos hasta llegar a donde
tenía aparcado el coche. Abrí el maletero y guardé allí la bicicleta, con
cuidado de no dañar la cara tapicería. Hice rugir el motor y salí camino a mi
chalé de las afueras. Mi intención era comer en casa y volver al centro a
vender la bicicleta por la tarde. Había sido una buena mañana.
La suerte es caprichosa. Estaba a punto de entrar en la
Avenida Héroes de la Verdad cuando dos coches de policía me cerraron el paso y
tuve que frenar para no chocar con ellos. Otros dos me cerraron el paso por
detrás. Los ocho agentes salieron de los coches y me apuntaron.
—¡Salga inmediatamente del coche con las manos en alto!
—gritó uno de ellos.
Apagué el vehículo y salí del coche atónito, con las manos
en alto. Los ocho policías se me aproximaron sin dejar de encañonarme. Dos de
ellos eran la pareja que había detenido a la mujer a cuyo marido había matado a
puñaladas. Un grupo de ciudadanos curiosos contemplaban la escena desde la
acera.
—Soy un caballero delincuente. ¿Cómo os atrevéis a tratarme
así?
—¿No sabe lo que ha hecho? —respondió un policía—. ¿No lo
sabe?
—No, así que dígamelo, que no tengo todo el día.
Los policías sonrieron con malicia y los dos agentes que se
había encontrado antes se le acercaron.
—Conducía a 27 km/h cuando el límite en esta calle son 25
—dijo el de piel más clara.
—Pero eso es una estupidez. No me molesten por eso.
Me volví para volver a entrar, pero los agentes se me
aproximaron dando gritos y empecé a sentirme intranquilo.
—No sé si es una estupidez —dijo el policía—, pero tendrá
que pagar una multa.
—No me parece bien.
—¿Quiere decir que no piensa pagar? —respondió el agente,
con una sonrisa cada vez más amplia.
—No, no, pagaré: soy un caballero delincuente.
—De acuerdo. —El agente sacó una anticuada libretilla y
garabateó con un bolígrafo. Luego, me tendió el papel—. Son quince millones de
euros, caballero delincuente. Tiene que pagar ahora mismo.
—¡Esto es un abuso! ¿Una multa de tráfico de quince
millones? No llevo ese dinero encima, y no solo no voy a pagar sino que les voy
a poner una demanda. Soy un caballero delincuente y tengo mis derechos.
—Me temo que no, ciudadano —dijo el policía de antes, que
parecía a punto de estallar de felicidad—. Debe usted quince millones de euros
al Estado. Ya no es un caballero delincuente, sino un deudor público; ahora es
un ciudadano normal.
Los policías guardaron las pistolas y sacaron las porras.
Uno de ellos quiso entrar en mi coche y cometí el error de intentar sujetarle
la manga. Recibí tres golpes, el último de los cuales me obligó a caer de
rodillas. El policía cerró la puerta y se llevó mi automóvil.
—El Estado se queda su coche a cuenta de la deuda pendiente
—explicó el policía—. Esta tarde se le embargarán las cuentas y su vivienda
pasará al Estado. Pero aún seguirá debiendo dinero, ciudadano.
No me podía creer lo que estaba pasando. Aquello era una
pesadilla. Había nacido formando parte del colectivo de delincuentes y siempre
había pensado que mis privilegios eran parte de mí. Desde niño me habían
enseñado que podía hacer lo que quisiera. Cuando un gordinflón, un mariquita o
una niña con coletas me disgustaban en el colegio, les pegaba y humillaba y los
profesores me pedían perdón a mí. El orden natural de las cosas es que la gravedad
de un delito no depende del delito, sino de quien lo comete. Había gente que no
entendía que si un ciudadano mataba a un ladrón que entrara en su casa cometía
un crimen mucho más despreciable que si el caballero delincuente mataba al
dueño de la casa. No era agradable matar a alguien para robarle, pero era un
riesgo al que se enfrentaba el sufrido caballero delincuente.
—Levántese —me dijo un policía.
Me quedé unos instantes arrodillado. Decidí que aquello no
podía acabar así, que no podían quitarme mis derechos y tratarme igual que a un
simple ciudadano después de todo lo que había hecho por el Estado. Somos los
caballeros delincuentes los que damos significado al Estado y a la policía. Sin
nosotros, ¿qué necesidad había de leyes, policías e impuestos? El régimen
democrático se desmoronó porque creía en algo antinatural: que todos somos
iguales ante la ley. ¿Me iban a aplicar a mí una monstruosidad semejante? ¿Me
iban a juzgar como si fuera igual que los ciudadanos? Me levanté y me encaré al
policía.
—Iré a comisaría, pero si me volveis a tocar haré que os despidan
a todos. Soy un caballero delincuente.
—¿Está desafiando a la autoridad, ciudadano?
No me dio tiempo a responder. Los policías empezaron a
pegarme. Intenté cubrirme y huir, pero me choqué con un coche de policía. En el
asiento de atrás estaba la mujer del hombre al que había matado, que me miró un
instante.
—¡Ayúdeme! —le dije—. Me están pegando.
Sentí una punzada en el pecho cuando la mujer volvió la
vista e intenté alejarme mientras me seguían pegando. No podía creerme que me
culpara de haber tenido que matar a su marido por resistirse a un robo. No
entendía que aquella mujer viviera en un Estado de derecho y no entendiera lo
básico de que los derechos se graduaban según el colectivo al que pertenecías.
—¡Soy un caballero delincuente! —grité desesperado mientras
me golpeaban.
Los golpes me robaron las fuerzas y caí de rodillas. Miré a
los curiosos y grité una súplica.
—¡Ayúdenme! ¡Soy un caballero delincuente!
Y aquellos desagradecidos empezaron a aplaudir. No pude
soportarlo más y me desplomé. Solo entonces dejaron de pegarme.
—Debe millones al Estado y, encima, provoca a la policía
—dijo un agente—. No va a salir de la cárcel en su puta vida, ciudadano.
Con la mejilla contra el asfalto, sentí los ojos llenos de
lágrimas.
—Soy un caballero delincuente —supliqué en un murmullo.
* * * * * *
El objetivo 8. Crea un relato (post)apocalíptico/distópico. Narro un futuro posterior a 2037 en el que exagerar cosas que pasan hoy en día parece que nos conducen. Las noticias en que me he basado son dos, principalmente. Sobre todo en la primera: un de los de "La Manada" ha recibido una multa de 150.000 euros por difundir el vídeo de la víctima mientras la violaban. No por lo que ha hecho, por difundirlo en whatsupp o en youtube (eso ya no sé). Creo que la multa económica ha sido muy superior a la indemnización que le han asignado a la víctima, como si lo grave fuera difundir el vídeo, no filmarlo ni hacer lo que hicieron. Estas son las prioridades del Estado.
La segunda noticia fue el caso del hombre al que entraron en su casa varios encapuchados pegando tiros y él repelió la agresión a tiros. Para el dueño de la casa, se piden 20 años, para los atacantes, entre 4 y 5.
Elijo estas noticias para el objetivo de relato distópico porque para el de basarme en una noticia real, tengo algo mucho más bonito. El mes que viene lo leeréis.