[El viaje de Sylwester] Línea principal II
EL ARTEFACTO II
(Presente: año 252 de la Confederación)
Stanislaw les ordenó con un gesto que se quedaran quietos. Nadie osó moverse. El demonio tenía la piel muy oscura y los ojos rojos. Los aterrorizó aún más hablando en una lengua incomprensible, con una voz tan profunda que parecía capaz de provocar temblores.
—¿Qué dice? —preguntó Stanislaw a Marek, sin alzar la voz.
—Que lo dejemos en paz. Cuando encuentre lo que busca, se irá.
Estaban dispuestos en dos filas, con Agnieszka, Stanislaw y Jaroslaw al frente y el resto atrás. Sylwester notó movimiento a su izquierda y, aunque estaba al otro extremo, observó que Piotr, temblando, alzó el arco. Agnieszka tiró de él y Stanislaw terminó de impedir que atacara con una orden seca.
—Que nadie dispare. Dile que está violando el tratado, que atacaremos si no se va.
Marek gritó varias palabras y el demonio bramó una respuesta, que el mago tradujo como una amenaza. Aquella situación desbocó el corazón de Sylwester. Aunque el tratado entre los dioses y los países de los demonios les daba derecho a expulsar a uno de ellos de territorio de la Confederación, aquel monstruo que se afanaba buscando algo entre las tumbas no les había causado ningún mal. Si ellos atacaban primero, los demonios podrían tomar represalias: les enviarían una manada de vampiros de árboles o un grupo de homúnculos que dañaran las cosechas. Por otro lado, no podían permitir que un demonio se llevara algo que había en un cementerio. A pesar del poder de los dioses austanos, la paz era demasiado frágil.
—Agnieszka, parte esa estaca. Por lo que más quieras, no alcances al monstruo. Marek, tras el disparo, dile que es el último aviso.
Agnieszka apuntó con cuidado. Aunque el grupo se estremeció cuando comprobó que el demonio estaba desenterrando un cadáver, la exploradora no se dejó distraer. Su disparo partió en dos una de las estacas medio podridas de la cerca y obligó al demonio a alzar la vista. Marek, con voz temblorosa, gritó unas palabras y el monstruo aulló colérico. Sylwester cerró los ojos, inspiró hondo y apuntó al demonio.
—Di… dice que lo pagaremos —dijo Marek.
—¡No disparéis hasta que yo lo diga! —gritó Stanislaw.
El demonio se incorporó y los intimidó con su tamaño. Le empezaron a brillar los ojos y Sylwester se sintió tan desesperado que casi le grita a su jefe que diera la orden ya.
—¡Quietos! Si nos atacara con magia, violaría el tratado.
Por suerte para Luzjda, la intuición de Stanislaw fue acertada y la fidelidad de sus guerreros evitó el desastre. El demonio finalizó su hechizo, se dio la vuelta y, tras dar un salto, huyó volando.
Sin embargo, el horror no había terminado. Algo se movía dentro del antiguo cementerio. Un instante después, dos cuerpos se encaramaban sobre los restos de la empalizada, que llegarían a un hombre hasta la cintura, y luego otros tres. Sylwester no se lo podía creer: usar nigromancia en tierras de la Confederación era una violación de los tratados. Tanta osadía solo podía significar que la guerra era inminente. Sylwester no le tenía miedo a las batallas, pero una invasión solo supondría bosques devastados, ciudades destruidas y ver a su tribu obligada a buscar refugio en los condados austanos.
Los cuerpos que se les aproximaban lentamente eran una visión espantosa. Ropas raídas, carne descompuesta que dejaba ver parte de los huesos, rostros de cuencas vacías. Eran cuatro hombres y una mujer, cawkeníes como ellos. Uno de los hombres blandía un hacha y llevaba un escudo redondo.
La orden de abrir fuego le llegó a Sylwester como si proviniera desde muy lejos. Casi nadie pudo obedecer. Solo Stanislaw y Nikolai dispararon. El primero atravesó el pecho del cadáver que iba armado y Nikolai alcanzó al de al lado en el torso. La flecha de Stanislaw se quedó clavada en el antiguo guerrero, pero este siguió avanzando.
A Sylwester le temblaron tanto las manos que soltó el arco y prefirió embrazar el escudo y blandir el hacha. Stanislaw y Nikolai hicieron lo propio, pero de los demás, solo Agnieszka logró mantenerse firme, aunque retrocedió varios pasos, sollozando. Jaroslaw retrocedió para marcharse y forcejeó con Marek, que intentaba, desesperado, impedir que huyera. Piotr se tiró al suelo gritando y se quedó postrado, con los brazos sobre la cabeza. Los cuatro que estaban dispuestos a resistir avanzaron dos pasos, formando una línea compacta con los escudos, pero estaban en inferioridad numérica. Agnieszka le suplicaba ayuda a Piotr, ya que dos de los enemigos iban a por ella.
El choque fue terrible porque aquellos seres intentaron arrollarlos, sin temer por su propia seguridad. Sylwester se preocupaba por Agnieszka, que llevaba un coselete de cuero en vez de coraza de metal como ellos y no era diestra con el hacha, pero no la veía desde allí. Él falló por muy poco su golpe al cadáver andante que lo atacó y evitó su embate interponiendo el escudo y retrocediendo un paso. Nikolai le abrió la cabeza a su oponente, que se desplomó, y ayudó a Stanislaw, que había recibido un golpe y tuvo que bajar el hacha para no perderla.
Sintió orgullo de pertenecer a aquella milicia cuando Jaroslaw, con un grito marcial, atacó al monstruo al que Sylwester se enfrentaba y desvió su ataque hacia él. Intentaron golpear ambos al cadáver ambulante y ninguno lo logró. Sylwester falló por muy poco porque su oponente se estrelló contra Jaroslaw y lo hizo gritar y retroceder. Se dio cuenta de que su compañero, agachado, tras el escudo y con el hacha hacia el suelo, no iba a contraatacar. El muerto viviente se echó encima de Sylwester, pero Nikolai se había puesto a su espalda y descargó un golpe brutal que lo alcanzó en los riñones y acabó con él. Sylwester miró a Nikolai, confuso, y este los miró a él y a Jaroslaw.
—¿Qué hacéis? —dijo y corrió hacia Stanislaw, que parecía tener problemas.
Sylwester se giró a su izquierda y vio a Agnieszka sentada en el suelo, sangrando por un labio. Tenía a Marek al lado, preocupado por ella, aunque la exploradora insistía en que estaba bien, aunque su aspecto indicaba lo contrario. Jaroslaw, apenado, se dolía del fuerte golpe que le había dado el muerto viviente que yacía ante los dos.
Vio a Piotr luchando contra uno de los nuestros vivientes. Falló su golpe por muy poco y recibió un golpe débil. Lo atacó de nuevo, pero el ser esquivó el hachazo y volvió a golpearlo. En cambio, Nikolai asestó otro hachazo muy fuerte al enemigo que atacaba a Stanislaw y este, tras ordenarle a Nikolai que golpeara al enemigo caído, que aún se movía, dio un grito y tumbó al último muerto viviente, el que Piotr no había podido abatir.
Se quedaron un rato de pie, jadeando. El primero en reaccionar había sido Piotr, que se arrodilló junto a Agnieszka y le suplicó perdón, entre lágrimas. Ella lo abrazó y le quitó importancia. Stanislaw los miró a todos.
—No quiero que nadie se avergüence —dijo, mirando un instante a Piotr—. Combatir contra muertos vivientes es una prueba difícil, incluso si tienes experiencia. Nadie se podía imaginar que apareciera en Luzjda un demonio que violara el tratado con los dioses austanos.
—No creo que haya violado el tratado —dijo Marek mientras se ponía en pie—. Un demonio de ese tamaño y poder nos habría causado más daño hechizándonos directamente. El tratado prohíbe atacar con magia, pero no usar pócimas o activar artefactos que ya estén en territorio de la Confederación. Creo que ese artefacto que buscaba tiene el poder de levantar a los muertos.
—Creí que no habíamos dejado que lo encontrara —respondió Stanislaw.
—Hay artefactos que se pueden activar si sabes en que zona están. No tienes por qué verlos. Tenemos que encontrar ese artefacto antes de que regresen a por él. Pero antes, despedazad los cadáveres. Yo iré encendiendo un fuego.
Por suerte, salvo Agnieszka, que estaba lo bastante molida como para no poder luchar durante un par de días, los demás solo padecían contusiones sin importancia, y Nikolai y Sylwester ni eso. Usaron las hachas para descuartizar a los enemigos. A Sylwester se le revolvieron las tripas, pero fue capaz de ayudar a los demás en una tarea tan espeluznante. Aprendió aquel día que solo el fuego podía acabar definitivamente con un muerto viviente: las armas dañaban sus cuerpos y los hacían caer, pero si no se los quemaba, acababan recomponiéndose. Lo de quemarlos en trozos era, simplemente, para que se consumieran más rápido. Y comprendió también que la mayor crueldad de usar muertos vivientes como arma era obligar a un guerrero a pelear contra personas que habían recibido amor por parte de amigos y familiares y cuyos cuerpos era preciso profanar a hachazos para salvar la vida.
Agnieszka y Marek habían encendido una buena hoguera durante el tiempo que les llevó terminar con la ingrata tarea. Durante el proceso, se habían fijado en si los cadáveres tenían algún tipo de joya, anillo o colgante, pero habían sido campesinos pobres. Lo único de valor que tenían era la espada que había blandido uno de ellos. Así que Stanislaw les ordenó a Nikolai y a Sylwester que lo acompañaran.
Sylwester sintió un nudo en la garganta cuando entraron en el cementerio. Había ocho tumbas y todas habían sido profanadas. No había cadáver alguno. Se repartieron las sepulturas y escarbaron un poco, buscando cualquier objeto.
—Parece que ese artefacto acumula magia por si solo —dijo Marek, que los observaba desde la entrada del cementerio—. Los otros tres cadáveres debieron de levantarse antes, a lo largo de los años. ¿Cuáles son las tumbas más antiguas?
Stanislaw lo condujo hacia una esquina de la empalizada, donde había tres tumbas que el demonio no parecía haber tocado, porque la tierra, removida como si algo hubiera salido de debajo de la tierra, no estaba escarbada como las otras cinco. El monstruo, al parecer, creía que el artefacto estaba escondido en alguno de los cuerpos, igual que ellos. Sylwester abrió mucho los ojos al ver un árbol pequeño que crecía cerca de la esquina. Se arrodilló maravillado y miró a sus compañeros.
—Es una picea, lo que mucha gente llama un abeto rojo, aunque no es un abeto. Es precioso.
Nikolai bromeó con la afición a los árboles que tenía Sylwester, pero no le molestaron. Marek se detuvo junto a él.
—Parece un buen sitio. Voy a hacer lo mismo que ese demonio: crearé un aura y me fijaré en si algo la refleja. No te muevas, Sylwester.
El mago se concentró y pareció que se limitaba a permanecer de pie, con los ojos cerrados, pero Sylwester sabía que estaba realizando un esfuerzo notable para invocar sus poderes. Marek se pasó largos minutos en ese estado y Sylwester se empezó a preocupar por si a otro demonio se le ocurría volver. Al fin, el mago cayó de rodillas, jadeando.
—Cavad allí —dijo señalando una de las tumbas vacías.
Usaron para hacerlo varias de las estacas de la empalizada, las que tenían partes más planas. No eran las mejores herramientas, pero las manejaba un grupo de guerreros cawkeníes, y lograron cavar en poco tiempo un agujero que les llegaba a la cintura. Nikolai se detuvo y señaló un objeto negro. Stanislaw acercó la mano y, al tocarlo, la retiró y la sacudió.
—Me arde la mano.
—Entonces, ese tiene que ser el artefacto —afirmó Marek—. Sacadlo con un madero.
Fue Nikolai quien, tras una mirada de Stanislaw, acercó una de las palas improvisadas a la tierra removida donde estaba el artefacto. Lo levantó con cuidado y logró sacarlo del agujero, pero arrugó la boca y tuvo que soltar el tablón. El artefacto cayó cerca de la picea.
Sylwester, sorprendido, percibió el aroma de un bosque de piceas y abetos. Se trataba de un olor maravilloso, que le inspiró la imagen de un sendero entre árboles, de los rayos del sol al colarse entre las ramas. Un bosque en el que nadie podría amenazarlo. Creyó oír los trinos de los pájaros, que no había percibido mientras estuvo el demonio y duró el combate contra los muertos vivientes.
—Huele muy bien —dijo Sylwester.
—¿Qué dices? —respondió Nikolai.
—A mí tampoco me huele a nada —afirmó Marek—, pero quizá seas sensible a su magia. El caso es que tenemos que llevárnoslo a Luzjda como sea. Podríamos meterlo en un trozo de tela y llevarlo atado a una vara. Puede que, al no tocar la tela que lo sostiene, sea posible trasladarlo.
Stanislaw extendió un pañuelo en el suelo e iba a hacerse con el artefacto, pero Sylwester lo detuvo. El jefe de la expedición ya había sufrido los efectos de tocar aquello y no vio justo quedarse quieto mientras lo padecía otra vez. Sería cosa de un instante. Cogió el artefacto con la mano derecha y lo alzó con rapidez.
Y se quedó paralizado de la sorpresa. El tacto de aquel objeto era suave y cálido, muy agradable. Dio la vuelta a la mano y lo contempló sobre la palma. ¿Por qué él no sentía nada aparte del aroma a picea, se preguntó?
—Quizá se haya desactivado —dijo Marek, que tocó el objeto con un dedo y tuvo que retirarlo tras un grito de sorpresa—. Pues no. Parece que solo puedes tocarlo tú.
Mientras Stanislaw recogía su pañuelo y daba la orden de salir del cementerio, Marek miró de arriba abajo a Sylwester.
—¿Qué tienes de particular? —le preguntó el mago sin dejar de mirarlo.