[El viaje de Sylwester] Líinea principal I
EL ARTEFACTO I
(Presente: año 252 de la Confederación)
Aquello era una
pesadilla para Sylwester. Era ver materializado uno de los cuentos con
que su abuelo los asustaba, a él y a sus amigos, en las noches de
invierno de su niñez. Piotr, su mejor amigo, no quería aceptarlo, pero
las pruebas eran sólidas. Algo había clavado los colmillos una y otra
vez en el tronco de una hermosa haya, y parte de las hojas se habían
ennegrecido. Stanislaw miró a los cuatro jóvenes a los que comandaba, en
particular, a Sylwester y al hechicero que los acompañaba, Marek.
—Son vampiros de árboles. Parece que solo dos, pero podrían ser más.
Sylwester,
desde que a los diez años enfermó y se curó de un mal desconocido,
sentía que los demonios acechaban Luzjda. La cadena de fortificaciones
que defendían la frontera septentrional de La Confederación los había
protegido hasta entonces, aunque era un sentir general que, tarde o
temprano, empezarían a infiltrarse. Sylwester hubiera deseado no llegar a
verlo, pero le había tocado vivirlo. Agnieszka regresó guardando tanto
sigilo que Sylwester la vio cuando ya estaba a menos de cuatro metros de
ellos. Intercambió varios susurros con Stanislaw.
—Hacia allí —dijo Stanislaw—.Jaroslaw y yo abriremos la marcha. Vosotros sed lo más sigilosos que podáis.
Lo
decía, sobre todo, por Sylwester, que no estaba acostumbrado a vestir
coraza de metal y podría delatar al grupo. Antes de seguir a sus
compañeros le echó un vistazo al haya herida. Tenían que localizar y
matar a aquellos vampiros de árboles, antes de que se multiplicaran y
destruyeran los bosques de La Confederación, como habían hecho en el
lejano norte.
El avance fue lento, dado que les interesaba rodear
y sorprender a los monstruos. El mago, concentrado en captar la
maldad, les iba indicando la dirección a seguir y Agnieszka se
adelantaba continuamente y regresaba para decirles cual era el mejor
camino para un grupo de hombres armados hasta los dientes y un hechicero
torpe que tendía a tropezar con cualquier cosa. A Sylwester le llamaba
la atención la maestría con la que Agnieszka se desplazaba entre los
matorrales y el conocimiento que tenía del campo. Era una joven no muy
alta y delgada, pero de una agilidad sorprendente y una pericia en el
arco que a un guerrero le costaba varios años adquirir.
Sylwester
sudaba bajo la coraza cuando Agnieszka regresó una vez más y les ordenó
detenerse y guardar silencio. Intercambió más susurros con Stanislaw y
este dio la orden, con el gesto de ambos brazos convenido, de preparar
los arcos. Incluso Marek, que era un pésimo tirador, obedeció. Luego, en
silencio, el cabecilla de la expedición les ordenó formar dos grupos y
avanzar separados un par de metros para rodear unas rocas y un grupo de
árboles que les tapaban la visión.
Agnieska, Jaroslaw y Nikolai
habían rodeado el obstáculo por su derecha, mientras que Sylwester y los
demás, lo hicieron por su izquierda. Todos llevaban una flecha en la
cuerda, pero sin tensar los arcos. La táctica sería la usual: disparar
una vez, tirar los arcos y sacar escudos y hachas.
La visión le
heló la sangre a Sylwester. Había tres vampiros de árboles atacando a
otra haya. Eran seres de figura humana, aunque con los brazos más
largos, acabados en garras enormes, de piel anaranjada y sin cabello.
Advirtieron su presencia cuando aún estaban a unos treinta metros de
ellos. Se volvieron y les mostraron los colmillos al tiempo que
Stanislaw gritaba una orden y tensaba el arco.
Todos dispararon
casi a la vez, pero los resultados fueron decepcionantes. Stanislaw
alcanzó a un vampiro donde un ser humano tendría el hígado y lo
atravesó. El monstruo aulló, se desplomó y se retorció en el suelo. Fue
el único que acertó: el resto de las flechas o se perdió por encima de
los blancos o se clavaron en tierra a varios metros. Piotr falló por
poco, pero Sylwester hizo un tiro desastroso.
Soltaron los arcos,
embrazaron escudos y blandieron las hachas, excepto Marek, que se
alejó. Los vampiros de árboles, como la mayoría de demonios, sentían un
odio ancestral hacia los seres humanos, y como aquellos carecían de
inteligencia, cargaron. Stanislaw se adelantó unos pasos y atrajo el
ataque del monstruo hacia él. Sylwester se preparó para que cuando el
demonio atacara a Stanislaw, le lanzara un hachazo con todas sus
fuerzas.
Todo fue muy rápido. El monstruo estrelló las garras en
el escudo de Stanislaw y este respondió con un hachazo que le destrozó
el hombro al monstruo. Sylwester lo derribó alcanzándolo en las
costillas. El jefe de la expedición se limitó a golpearle la cabeza
hasta que estuvo muerto. Cuando avanzaron y se reunieron con sus
compañeros que venían del otro lado del obstáculo, Sylwester se procupó
al ver a Nikolai manchado de sangre, pero lo tranquilizó la alegría con
que Agnieska le daba palmadas en el hombro.
—El monstruo me hizo
un rasguño —dijo la exploradora—, luego se fue a por Nikolai, pero el
muchacho le cortó un brazo y lo dejó muerto de un golpe. No sabía que
era tan bueno.
Sylwester lo felicitó y se sintió feliz porque
nadie había resultado herido. Avanzaron con cautela para recoger las
flechas, mientras el hechicero se concentraba para asegurarse de que ya
no quedaban enemigos. La alegría de Sylwester se esfumó cuando lo vio
adoptar una expresión seria.
—Hay más —dijo el hechicero—. Por allí.
Ni
siquiera Stanislaw rompió el silencio que se adueñó del grupo: dio
orden de avanzar con un gesto rápido. Siguieron las indicaciones del
mago durante más de media hora, un trayecto desagradable a pesar de la
belleza de los árboles y de los matorrales. Saber que había más
monstruos los hacía mirar con recelo hacia cualquier posible escondrijo
de aquellos seres, les hacía temer verse atacados, de pronto, por una
manada de demonios.
Cuando el bosque dio paso a un claro, el
corazón de Sylwester se apesadumbró más. Marchaban en dos filas, con
Agnieszka, Stanislaw y Jaroslaw delante y el resto detrás. Marek
marchaba detrás de los dos últimos y Sywester caminaba a su derecha, en
el extremo opuesto al ocupado por Agnieszka cuando regresaba de haber
examinado el terreno.
A unos doscientos metros se alzaban tres
casas, separadas por una extensión llena de matorrales que, antaño,
fueron cultivos, y un pequeño altar cawkení dedicado al espíritu de
aquel bosque. O, más bien, los restos de un altar. Lo que quedaba del
mismo era un abedul descuidado y tres de las cuatro piedras cilíndricas.
La cuarta estaba tumbada, signo evidente de que el lugar había perdido
su santidad. Desde tan lejos, Sylwester no supo si los petroglifos se
conservaban.
Peor que el altar destruido era el aspecto de la
vivienda más cercana, que rebasaron camino del abedul. La madera se
había oscurecido y las paredes mostraban grietas. Parecía llevar años
abandonada: la maleza crecía alrededor hasta la mitad de altura de una
persona. Cuando llegaron al altar, Sylwester no pudo reprimir un jadeo
de asombro. Exceptuando a Stanislaw, los demás también mostraron
sorpresa e indignación. Marek se arrodilló junto a la piedra que estaba
tumbada.
—Los petroglifos están mancillados —dijo el mago—, y
alguien ha golpeado con saña esta piedra después de derribarla. Han
expulsado al espíritu de este bosque. Por eso han venido los demonios.
—Volveremos
con un sacerdote —respondió Stanislaw, que no parecía afectado por la
horrible visión de un altar destruido—. ¿Dónde están los otros
monstruos? Acabemos ya con esto.
Marek señaló hacia la casa más
alejada, una que tenía parte del techo derrumbado. Avanzaron despacio,
con los arcos sin tensar en la mano y una flecha puesta en la cuerda.
Stanislaw ordenó rodear la casa por el lado izquierdo, manteniendo la
formación en dos filas con la que habían llegado hasta allí. Cuando
tuvieron a la vista la pared, tras haber rodeado la casa, Sylwester y
Marek se sobresaltaron. Algo negro alzó el vuelo y se alejó en silencio.
Sylwester necesitó inspirar tres veces con fuerza antes de aceptar que
solo era un cuervo.
Siguieron avanzando hacia los restos de una
empalizada pequeña de madera: la que solía rodear a los cementerios
cawkeníes. Una figura oscura que fijaba su atención en el suelo los hizo
detenerse. El ser, un demonio enorme, percibió su presencia, alzó la
cabeza hacia ellos y desplegó las alas. A Sylwester le temblaron las
manos y un nudo en la garganta le robó el aire, pero consiguió reprimir
los deseos de salir huyendo.
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