[El viaje de Sylwester] Línea principal III
EL ARTEFACTO III
(Presente: año 252 de la Confederación)
El regreso a Luzjda fue un paseo agradable. Stanislaw y Marek se quedaron ocultos cerca de la hoguera, para apagarla cuando los restos estuvieran consumidos y evitar el riesgo de incendiar el bosque. Por ello, era Jaroslaw quien los mandaba. Nikolai, que abría la marcha junto con el nuevo jefe, no paraba de presumir de haber abatido a tres de los cinco muertos vivientes. Sylwester caminaba disfrutando del sendero forestal y llevaba detrás a Agnieszka, que se empeñaba en animar a Piotr.
Sylwester tuvo la extraña sensación de que la calidez transmitida por el artefacto, que llevaba en la mano derecha para evitar que se le pudiera perder, era mayor mientras más tiempo caminaban por el bosque. Llegó a pensar que aquel artilugio se sentía feliz por haber salido del cementerio. No eran las sensaciones que debería inspirarle un objeto maligno que sacaba a los muertos de sus tumbas.
—¡Vais muy rápido! —gritó Sylwester a Jaroslaw y a Nikolai mientras aflojaba el paso para dejar que Agnieszka y Piotr le alcanzaran.
—No te preocupes —le dijo Agnieszka con una sonrisa—, soy yo la que va lenta.
Jaroslaw y Nikolai los esperaron, pero cuando reemprendieron la marcha, sin darse cuenta, volvieron a dejarlos atrás. Agnieszka se negaba a admitirlo, pero debía de sentirse muy dolorida porque, en condiciones normales, sería ella quien los dejaría atrás.
—¡Anda, Sylwester! —dijo de pronto Agnieszka—. Convence a Piotr. ¿A que tú también has pasado mucho miedo en el último combate?
—Me temblaban tanto las manos que tuve que tirar el arco.
—Sí, pero lo hiciste para coger el hacha y el escudo —dijo Piotr—. Y tú, que solo tenías un coselete, formaste con los demás, mientras que yo lloraba en el suelo. ¡Te podían haber matado por mi culpa!
—Pero no lo han hecho. Te levantaste y te enfrentaste a los muertos vivientes. Me habrían matado de no ser por ti, pero no te lo repetiré más. Adelántanos, que quiero hablar con Sylwester.
Piotr se alejó rezongando. Agnieszka lo miró apenada y suspiró.
—Todos lo hemos pasado mal —dijo Sylwester—. Hasta Jaroslaw, que es más experto, flaqueó. Y en ningún momento ha peleado mal. No entiendo por qué está así.
—Sabes reconocer cualquier árbol de lejos —respondió Agnieszka, con otra sonrisa—, pero te cuesta entender a la gente.
Piotr está en la milicia porque es la mayor ilusión de su padre. Quiere ser el guerrero perfecto y por eso se hunde ante cualquier fallo. Y hoy no he ayudado. Me asusté cuando me vi enfrentada a dos y le chillé pidiéndole auxilio. Tendría que haberme callado, es culpa mía.
—No te culpes. Yo habría hecho lo mismo.
Agnieszka le agradeció la frase posándole una mano en el hombro un instante. Sylwester asintió e inspiró el olor a vida del paraje que atravesaban. Agnieszka apenas era cuatro años mayor que Piotr y que él, pero se preocupaba por el bienestar de los milicianos más jóvenes como si fuera una madre.
—¿Cómo estás? —preguntó Sylwester.
—No muy bien, pero que no se entere Piotr. Creo que no me he roto nada. Supongo que unos emplastos de árnica, algún mimo, un día de reposo y me habré recuperado. ¿Y tú?
—Ni toqué a los muertos vivientes ni me tocaron a mí.
—Laska se alegrará.
Agnieszka le dedicó un guiño y él se limitó a sonreír con los ojos cerrados y a doblar la cabeza. Lo que dijo la exploradora a continuación, ya se lo temía.
—No es asunto mío, pero haces mal en seguir prendado de ella. La vida es corta y tú eres guapo. Corteja a otra a la que le importes.
—Le importo, lo que pasa es que es muy romántica, necesita ir muy despacio y…
—Lo que pasa es que a ella le gusta Bazyli, pero él solo la quiere cuando está sin chica y que tú la pretendas le sube el ánimo. Si Bazyli se casa con otra, puede que acabes con ella, pero ¿con tan poco te conformas?
—No lo entiendes, el amor es complicado.
—El que no lo entiende eres tú. Todo es mucho más sencillo, pero es más cómodo no aceptar la realidad.
Sylwester estuvo a punto de enfadarse, de zanjar la conversación acusándola de que quería algo con él, pero Agnieszka estaba molida a golpes, lo hacía con la mejor intención y era una mujer casada. Tuvo el buen juicio de no soltarle una estupidez.
—Lucharé por su corazón.
—El amor no es una lucha. Ojalá no sea demasiado tarde cuando lo comprendas.
Siguieron caminando en silencio un rato, hasta que Agnieszka lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—¿Lo llevas en la mano? ¿Me dejas verlo?
Sylwester le acercó la mano y le enseñó el artefacto. Agnieszka lo miró con curiosidad, pero no intentó tocarlo. Al cabo de un rato, los demás compañeros aflojaron el paso y avanzaron juntos el resto del camino hasta Luzjda.
La ciudad estaba edificada en el centro de un valle boscoso, sobre una colina amplia y de laderas suaves solo en la zona donde se hallaban las dos puertas de la empalizada. A diferencia de las poblaciones que defendían la frontera, como la cercana Zwakryd, en territorio de la tribu Cajwkyl, no se estaban reforzando las defensas con muros de piedra, a la manera austana. Solamente se estaba creando un recinto de murallas de piedra en el centro de la ciudad.
Sylwester y sus compañeros entraron por la puerta sur y a Sylwester le apenó ver que Laska no estaba allí. Habían acudido a recibirlos en la zona despejada en torno a la puerta, dentro de la ciudad, la novia de Jaroslaw, el padre de Piotr y el marido de Agnieszka. Sylwester sintió una punzada en el corazón al ver como la exploradora y su esposo se besaban y se internaban juntos en la ciudad.
Se sintió muy solo durante el trayecto que le llevó a centro de la población. También se sentía cansado por la caminata en que había consistido toda aquella mañana y por la tensión que había vivido en los enfrentamientos, pero la última orden directa que le había dado Stanislaw era clara: debía presentarse ante Ryszard, el jefe militar de Luzjda, explicarle las circunstancias en las que habían encontrado el artefacto y seguir las órdenes que dispusiera. Lo más probable era que tuviera que repetir las explicaciones ante el consejo de ancianos y que estos se hicieran cargo de la custodia del artefacto. En el fondo, Sylwester tenía ganas de desprenderse de aquel objeto y volver a su vida de siempre.
Lo recibió el propio jefe en una sala sobria de la Casa del Consejo. Ryszard tenía un aspecto impresionante, que explicaba su elección, tres años seguidos, como jefe militar de la ciudad. Sylwester no era bajo, pero el jefe le sacaba la cabeza y el jubón insinuaba un cuerpo ancho y fornido. Llevaba el cabello largo y barba corta. Escuchó en silencio las explicaciones de Sylwester y no se inmutó cuando le mostró el artefacto. Le pidió que se sentara y tuvo que aguardar largo rato.
Acudieron a buscarlo dos soldados de su edad y se sintió impresionado cuando lo dejaron frente a la puerta de la casa de Justyna, una de las dirigentes del gremio de hechicería de Luzjda. Justyna era una mujer de unos cincuenta años, con el cabello muy claro y no muy alta. Lo hizo pasar a una habitación amplia con dos grandes estanterías llenas de tarros y recipientes y una mesa de un par de metros llena de papeles y artilugios. De pronto, se volvió y lo miró de arriba abajo tanto tiempo que Sylwester se puso nervioso.
—Eres un joven de lo más corriente. Muéstrame el artefacto.
Sylwester abrió la mano y Justyna se quedó mirando el objeto aún más tiempo que el dedicado a mirarlo a él. Entendió que sus observaciones eran tan largas porque usaba la magia para analizarlo todo. Le habría gustado que, al menos, se lo hubiera explicado, pero los hechiceros de alto nivel actuaban así. Eran un grupo cerrado, que solo compartían información entre ellos mismos y con aquellos aprendices que algún día se convertirían en hechiceros. La magia era algo muy complejo, al alcance solo de unas pocas mentes privilegiadas, pero tratar a los demás como si fueran estúpidos parecía más propio de austanos que de cawkeníes, entre los cuales las jerarquías no eran tan estrictas como para sus vecinos del sur.
—Te ruego que dejes el artefacto en ese cofre de ahí.
Avanzó dos pasos e hizo lo que le decían. Sintió una leve incomodidad al obedecer, pero también alivio: a partir de ese momento, dejaba de ser responsabilidad suya. O eso creyó por un instante.
—Siento decirte esto —dijo Justyna mirándolo de una forma que lo puso nervioso—, pero lo más probable es que te vuelva a llamar. Le diré a Ryszard que te asigne los puestos más tranquilos por el momento, pero procura no arriesgarte.
—No lo entiendo, señora —se arriesgó a responder, decepcionado por saber que no iba a volver a la normalidad tan pronto y harto de que Justyna no le contara nada.
—Tengo que estudiar mejor el artefacto —dijo Justyna tras un suspiro—. Jamás había visto algo con una estructura tan compleja. Eres importante porque eres el único que puede tocarlo, lo que indica que este artefacto tiene vida propia, pero no he conseguido localizar su alma. Por eso te necesitaré, así que olvídate de heroísmos y mantente vivo.
Sylwester se despidió con la cortesía debida al rango de Justyna y se marchó. Por suerte, había interpretado mal su frustración y le había restado importancia, algo que no habría sucedido de conocer el auténtico motivo de su enfado: no recibir información suficiente.
Aquella tarde se limitó a descansar hasta la hora de la cena. Al estar soltero, siguiendo la costumbre cawkení, continuaba viviendo con sus padres y hermanos. Compartió con ellos lo sucedido aquel día durante la cena. La más pequeña estuvo largo rato preguntándole por el artefacto, y su padre la envió a su dormitorio, con delicadeza, para que lo dejara descansar.
No le resultó fácil. Se acostó un par de horas después de la cena, poco después del anochecer. Al principio tuvo un sueño profundo, hasta que se vio transportado, de nuevo, al pequeño cementerio que había profanado aquel demonio. En su sueño, el demonio no estaba y las tumbas permanecían intactas. Al lado de la pequeña picea había una joven, con el pelo y los ojos negros y la piel tostada, más oscura que la típica de los austanos, que no solían tener la tez tan pálida como los cawkeníes. Le sonrió mostrando unos dientes perfectos y muy blancos.
—Gracias, Sylwester —dijo la joven, en perfecto cawkení.
—¿Qué he hecho por ti?
La joven volvió a sonreír y acarició las hojas de la picea.
—Si sabes tanto de árboles, debes de amarlos tanto como yo. Las piceas no son abetos, tienes toda la razón. Aunque su nombre científico es picea abies, no pertenecen al género abies. No me mires raro. Todos los animales y las plantas tienen un nombre científico, ¿no lo sabías?
Sylwester negó en silencio. Se preguntaba de dónde habría salido aquella joven. De pronto, su interlocutora lo miró con tristeza.
—He venido para avisarte. He pasado mucho tiempo encerrada y no consentiré que me devuelvan al olvido. Haré lo que haga falta, buscaré ayuda de quién sea. Quedais advertidos, tú y tu pueblo.
Los ojos de la joven empezaron a brillar con un fulgor rojo, demoníaco, que se amplió para envolverla por completo. La tierra a su alrededor comenzó a moverse y salieron manos por todas partes, a las que siguieron cabezas. Los muertos vivientes brotaban en un silencio tal que podía oír los sollozos de la joven. Sylwester se volvió y saltó la cerca del cementerio; no obstante, la explanada que los rodeaba se había llenado de cadáveres ambulantes, que lo atraparon e intentaron morderle.
Sylwester se despertó gritando. Su madre, asustada, lo abrazó mientras su padre los miraba desde el umbral de la puerta del dormitorio.
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